
Dante Bobadilla
Lecciones de Chile
Los jóvenes son los tontos más útiles

Dante Bobadilla
06 de noviembre del 2019
Los sucesos de Chile dejan varias lecciones que debemos aprender. En primer lugar, es evidente que la izquierda nos ha ganado la guerra cultural. De otro modo no se entiende el respaldo que llegan a tener los vándalos en diversas instituciones civiles, en la prensa y hasta en las FF.AA., que salieron a las calles para garantizarles a los manifestantes que no serían molestados en su tarea de destrucción.
La
guerra cultural es la más silenciosa de las que ha emprendido la
izquierda. En los últimos años, la izquierda se adueñó de los derechos
humanos, tanto del discurso como de las instituciones. Esto llega
incluso a niveles de vergüenza en las Naciones Unidas.
Luego se
apropiaron de la memoria histórica. Los académicos de izquierda se han
encargado de contar la historia desde su propia perspectiva. No solo la
han contado, sino que la han reforzado con museos de la memoria,
películas, documentales, obras de teatro y toda clase de arte
representativo, además de las efemérides que a la izquierda le encanta
rememorar, y en las que los delincuentes y criminales han sido
transformados en héroes o víctimas.
Luego
nos fueron metiendo, poco a poco, la idolatría por toda clase de
manifestación callejera, convertidas en expresiones auténticas de la
democracia popular. Implantaron el famoso y falso “derecho a la
protesta” que no existe, por lo menos en nuestra Constitución. Pero lo
repiten tanto que todos creen que es, en efecto, un derecho
constitucional. En consecuencia, se negaron siempre a regular las
protestas, acusándonos de pretender “criminalizar las protestas”, cuando
es un hecho que muchas protestas son criminales.
Nos
vendieron el cuento de la “protesta pacífica” y de los “infiltrados”
para lavarse las manos cada vez que una manifestación terminaba en
vandalismo. Los abogados de DD.HH. de las oenegés de izquierda estaban
siempre prestos a rescatar de la cárcel a los vándalos, dándoles la
sensación de impunidad y de heroísmo. Toda reacción del Estado mediante
la policía era condenada como “abuso y exceso policial”. Y si aparecía
un muerto de bala, el ministro del ramo era llamado a dar cuentas al
Congreso, donde se le exigía su renuncia, si ni lo había hecho ya bajo
presión de los medios.
Toda
manifestación callejera fue elevada a los altares, como la expresión del
pueblo. Es decir, del dios máximo de la izquierda. El pueblo, ese ente
vacío cuyo espacio ninguna manifestación puede llenar, pasó a ser el ser
supremo al que se le debe todo. Cualquier manifestación callejera era
vista como la encarnación material del dios pueblo y había que rendirle
pleitesía. Nadie puede osar levantar su mano contra el dios pueblo.
Pero el
torpedo más temible para toda sociedad fueron los “derechos sociales”,
una especie de doctrina teologal que convierte en derechos (es decir, en
obligaciones para el Estado e incluso para los privados) todo lo que un
grupo social necesita, desde el agua potable en un desierto hasta el
empleo con garantías de estabilidad laboral eterna. Los derechos
sociales son un cheque en blanco a ser llenado a voluntad por los
demagogos más grandes de la historia. Ya lo dijo Evita; “donde hay una
necesidad, nace un derecho”.
Con todo
ese mar de conceptos maniqueos y falsas verdades, nuestra cultura fue
travestida en un manicomio de izquierdas, donde la utopía reemplaza a la
realidad y el discurso flota en el delirio, sustentado apenas por la
pose del bienhechor social. Por supuesto, la estrella polar de todo ese
universo de delirio psicodélico progresista fue la “igualdad social”, el
más aberrante de todos los conceptos enarbolados por el progresismo;
pero, al mismo tiempo, el más repetido y el de efectos más
psicotrópicos, pues convence de inmediato a todo bípedo parlante de que
semejante disparate es el mayor objetivo de una sociedad humana. Como si
se tratara de una granja de ovejas o gallinas.
Pero
como casi nadie tiene el valor de oponerse a la frondosa variedad de
conceptos alienados de la izquierda, y pocos se resisten a posar como
poseedores de tanta sabiduría política y nobles bienhechores sociales,
la izquierda tuvo campo libre para distribuir su basura ideológica como
si fueran paquetes de cocaína entre los jóvenes. Y una vez más en la
historia, los jóvenes acaban siendo los tontos más útiles de la
izquierda y la carne de cañón de sus revoluciones.