miércoles, 1 de abril de 2020

TEMPLOS CERRADOS, CURAS HEROICOS. EL PRECEDENTE DE LA FIEBRE AMARILLA

miércoles, 25 de marzo de 2020

TEMPLOS CERRADOS, CURAS HEROICOS. EL PRECEDENTE DE LA FIEBRE AMARILLA




Entre las cosas que nos preguntamos aquellos a quienes nos gusta la historia hay una que es permanente: – “¿Y cómo hacían antes?”
Por el padre Javier Olivera Ravasi, SE
Y esto, quizás, por ese hábito de buscar en el pasado (en la “memoria”, que es parte cuasi-integral de la prudencia, como dice Santo Tomás), lo que termina siendo una guía para el presente y el futuro.
Al menos el presente y el futuro probable.


Es por esto que, quizás, el gran Cicerón dijo que “la historia es maestra de la vida” (magistra vitae); porque nos enseña a vivir. Y a morir…

Incluso en tiempos de coronavirus.

Pensando y re-pensando entonces, en estos días lo de nuestros templos vacíos, dimos con la historia de la famosa fiebre amarilla de Buenos Aires (1871) que, de una ciudad de 180.000 habitantes, se llevó a 13.600, según los datos oficiales aproximados.

Lo que esos mismos datos no narran es que hubo un grupo social entre los fallecidos que, contrariamente a lo que el presidente (masón) Sarmiento haría por ese entonces (se escaparía a la ciudad de Mercedes, huyendo del contagio) vivió y murió codo a codo con los enfermos. Nos referimos a los 67 sacerdotes del clero de Buenos Aires que perdieron heroicamente la vida atendiendo y ayudando a enfermos y moribundos.

De doscientos noventa y dos sacerdotes que había por entonces en la ciudad ocupándose del prójimo, el 22 % perdió la vida, en comparación con sólo doce médicos, dos practicantes, cuatro miembros de la Comisión Popular y veintidós integrantes del Consejo de Higiene Pública.

Es a ellos a quienes, en pleno debate parlamentario acerca de la separación Iglesia y Estado, Guillermo Rawson se referiría a fines del siglo XIX:

“He visto también, señores, en altas horas de la noche, en medio de aquella pavorosa soledad, a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote, que iba a llevar la última palabra de consuelo al moribundo. Sesenta y siete sacerdotes cayeron en aquella terrible lucha; y declaro que este es un alto honor para el clero católico de Buenos Aires, y agrego, que es una prueba de que no necesita ese culto del apoyo miserable que pensamos darle”[1].

Honor y gloria, entonces, a aquellos hombres de negro, hoy recordados en un olvidado monumento en el Parque Ameghino.

“¿Y qué pasaba con los templos?”

La epidemia de la fiebre amarilla atacó a Buenos Aires en la misma época que ahora el Coronavirus. Para el inicio de año. Y no terminó hasta la mitad de ese año.
Y los templos… también fueron cerrados…

“Claro –se nos dirá– pero la historia nunca es igual: una cosa fue la tremenda fiebre amarilla (que no perdonaba a nadie) y otra el actual coronavirus», una epidemia que, al parecer, es letal sólo para los mayores y más vulnerables y que, lo que denota es doble:

– Un gran laboratorio de dominación de las masas.

– Una tremenda falta de Fe de muchos católicos -aún de los más «ortodoxos»- que temen desmesuradamente a la muerte.

Pero quizás sea aún demasiado pronto para hacer análisis o para reconocer si, estrictamente, era o no necesaria la clausura de nuestros templos. Lo que si sabemos es que, hubo un tiempo de epidemias duras en que los templos se cerraron por mandato del gobierno y con la anuencia de la Iglesia.
Ni misas públicas ni nada de nada. Todos a sus casas. Así nomás:
“Día 31 de marzo (1871): Prohíbense funciones de Iglesia […]” [2]
Punto.
Ni la Semana Santa de ese año se salvó, siendo el pico de cantidad de muertos; más de 500 por día, de allí que la Comisión de Salubridad solicitase a Mons. Aneiros, por entonces Vicario Apostólico de Buenos Aires (dos años después sería nombrado su Arzobispo), la suspensión de las celebraciones propias de la Semana Mayor.
Y así se hizo:
“El Vicario Capitular, Buenos Aires, Marzo 31 de 1871. 
A los señores Párrocos, Prelados Regulares y Capellanes de las Iglesias. 
Doloroso es al infrascrito tener que prohibir en la Semana Mayor, la solemnidad del culto, sus funciones de concurso, maitines cantados, estaciones de concurso y sermones, pudiendo hacerse todo el oficio demás rezado y cantado. 
Prohibimos la aglomeración y en las Iglesias pequeñas, reuniones de más de veinte personas. 
Encargando la ejecución a los señores curas, les recomendamos exhorten al pueblo que santifiquen estos días con doble empeño, aunque sea privadamente con la oración, con los sacramentos, lectura de la Pasión de Nuestro Señor y otras análogas y con obras de caridad cuando pudiesen. 
Aunque se tenga en veneración y depósito la Sagrada Hostia el jueves santo, será con sujeción a estas disposiciones, sin mayor adorno, y cerrándose la Iglesia a la noche. 
Nuevamente se recomienda el aseo y la ventilación. 
F. Aneiros” [3].
De allí que algunos, desde el diario La Tribuna escribiesen:
“El mismo Señor Obispo, comprendiéndolo así, y a instancias de la Comisión Popular de Salubridad, ha ordenado la suspensión de todas esas fiestas. No importa. Haremos un templo en nuestros pechos y dentro de él elevaremos nuestras preces fervientes. Así, veneraremos al Mártir de los mártires, reforzaremos nuestro ánimo, tan necesario para continuar la tarea, y alcanzaremos la salvación de un pueblo sumido hoy en el dolor y el desconsuelo” [4].
Los templos cerrados, entonces. Pero no por ello la Iglesia cesó de atender a los enfermos y moribundos, celebrando, al mismo tiempo misas privadas, rogativas, novenas y hasta repartiendo oraciones dirigidas a la Madre de Dios para que terminase con la epidemia:
“Virgen inmaculada, Refugio de los pecadores, Consuelos de los afligidos, Esperanza de los atribulados, os suplicamos con todo el afecto de nuestro corazón contrito y humillado, interpongáis vuestra intercesión para con el Dios de las misericordias, que no desea la muerte, sino la conversión de nosotros miserables pecadores, para que se digne mirar con ojos de compasión y de clemencia la aflicción de su pueblo. 
Haced, os pedimos, que ordene al Ángel ministro de su justa indignación, que hemos nosotros provocado con nuestras muchas culpas, que vuelva a la vaina la espada fulminante que tiene desenvainada para nuestro exterminio, y que se aleje de ESTA CIUDAD, devota vuestra, el azote terrible de la pestilencia, que tan de cerca le está amenazando […]” [5].

* * *
Templos cerrados, curas heroicos y devoción a María Santísima entonces. Y si nos llegase a tocar (como es previsible) una Semana Santa con templos aún cerrados, una vez más, haremos un templo en nuestros pechos y dentro de él elevaremos nuestras preces fervientes venerando al Mártir de los mártires.
A Aquél que murió
Pero que está vivo.
P. Javier Olivera Ravasi, SE
Que no te la cuenten…
(La imagen corresponde al cuadro de Juan Manuel Blanes, «Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires», que retrata el hallazgo de una madre sin vida con su bebé que lucha por mamar de sus pechos).