Pobres conguitos de nuestra infancia y juventud… Entre las muchas y sorprendentes variaciones que la invasión de la corrección política nos está imponiendo o quiere imponer está la de modificar nombres de alimentos, por si envuelto en las palabras va nuestro desprecio a otras gentes, y no una constatación, frecuentemente humorística y banal de las relaciones humanas. Porque, de entrada, entre las características de esa corrección política están su ñoñería y falta de sentido del humor, cosa muy comprensible en un dogma ceporro a la manera medieval en el que quien no estaba con él estaba contra él, y contra el cual no había broma sin castigo o al menos reprimenda. 


Lo último ha sido lo de los conguitos, chuche que ciertamente imita el color de la piel que llamamos negra, y que al parecer ofende a los africanos, cosa contra la que por supuesto ningún africano había perdido el tiempo en protestar hasta que ha llegado el aburrido blanco memo culpabilizado y lo ha hecho. Algo como lo de
Recordemos que la esclavitud fueron los blancos quienes, motu proprio, la abolieron
la esclavitud, que recordemos fueron los blancos quienes, motu propio, la abolieron por consideración hacia los derechos humanos y no como fruto de ninguna rebelión de quienes la consideraban una variación más de la sociedad, cosa que sigue sucediendo justo en las lugares donde nació esa esclavitud. Y ahora, vaya usted allí a imponerles nuestros códigos éticos y sociales, con la excusa de hacerlos más felices, pero sin que le tachen de colonizador bienintencionado… En fin.
El tema alimenticio no es moco de pavo —veo venir protesta de los paveros— en un país en el que se han asociado etnias o actividades varias, incluidas las piadosas, a la nomenclatura gastronómica. El brazo de gitano, por ejemplo, ya no deberá llamarse así, al parecer, por más que los mismos gitanos los comieran también y no se les haya oído nunca nada contra ello. Del flan chino no diremos nada, con esto del virus, no sea que se establezcan asociaciones de contagio y se arruine la honrada empresa que los fabrica, y que ya puede estar pensando en quitar ese chinito a la antigua con sonrisa pérfida que va o iba en las cajitas. Máxime ahora que ya no hay mandarinato. Del apellido Matamoros hablaremos otro día.
Porque hoy hay temas mucho más delicados y de más enjundia que es menester traer a colación. No es preciso nombrar a esas ciruelas llamadas cojones de fraile, que, o les quitan el nombre, o no habrá quien las toque. Y recuerdo unas deliciosas pastas, en Cantabria, llamadas cojones del Anticristo, todo por un insulto que el piadoso Beato de Liébana lanzó a Elipando, en los tiempos rigurosos de las herejías rampantes. Supongo que tal manjar será por el contrario gollería en boca de descreídos. Pero me preocupa sobremanera el tema de los huesos de santo. ¿Cabe mayor aberración, vituperio y desprecio a la santificación que dedicarse a comerle los huesos a una criatura que alcanzó tan alta graduación celeste? Espero que ningún correcto político medianamente cristiano se atreva de aquí en adelante a tamaño sacrilegio, por simbólico que sea. De los dulces llamados tetas de novicia mejor no hablar, porque envuelta en tal nombre está la irreverencia que por sí sola se define. Un tema sin embargo difícil de dilucidar es el de esa rica masa horneada llamada pedos de monja, que de los descreídos franceses tenía que ser la receta, llegada a nosotros vía Cataluña. Y los pastelitos apelados suspiros de monja, estos muy nacionales, y contra cuyo nombre no sé a qué esperan las comunidades de religiosas para protestar en Google o mejor en change.org, que ahí seguro les hacen caso. De todos modos advierto a las piadosas protestonas que no lo van a tener fácil, puesto que los suspiros —y los pedos, claro— no son ya propiamente parte consustancial de la monja en sí, sino aire que fue de ella, pero ya expelido, y ya se sabe que “los suspiros son aire y van al aire, etc.”.
En realidad, todo esto ya lo vieron venir los romanos en sus persecuciones contra lo que llamaban la secta cristiana. Si los adoquines culturales de la corrección política leyeran más y berrearan menos, sabrían que, por ejemplo, en la persecución del sabio, paciente y estoico emperador Marco Aurelio, una de las razones que se aducían contra aquellos fanáticos era la acusación de canibalismo, cosa que no puede sorprender cuando los paganos de Roma se enteraron de que, con apariencia de pan y vino, los cristianos sencillamente se comían a su Dios. La inocente y sacra comunión a la que nos hemos acostumbrado desde pequeños y que muchos han practicado y practican, era para los romanos un uso abominable, a fuer de irrespetuoso. Si la antropofagia nunca fue contemplada por los más o menos civilizados latinos, la teofagia, por simbólica que fuese, era ya un grado de aberración gastronómica y religiosa intolerable. Así pues, la anámnesis en la consagración constituía una flagrante violación de la legislación vigente, por más que los cristianos la viesen como parte clave de su doxología y liturgia. A ello se unía, por supuesto, el que la Iglesia tuviera su propio parque de santos y se negara en redondo a venerar a los emperadores divinizados, por más que, entre otros protocolos aprendidos de Roma, dicha iglesia divinizase o al menos santificase a los suyos, en competencia con los imperiales elevados a máxima dignidad etérea tras la muerte. Resumiendo; por razones teológicas, gnoseológicas e históricas, me atrevo a proponer a Marco Aurelio como patrono de los veganos, que creo aún no tienen santo protector.
Puede concluirse de todo esto que nuestros actuales apóstoles de la corrección política utilizan argumentos no muy distantes de los romanos en sus razonamientos, por más que conguitos, brazos de gitano, cojones de fraile, huesos de santo, teticas de novicia, pedos de monja, suspiros de monja, etc. no sean más que modernas acepciones antropófagas e irrespetuosas que habrá que desterrar del lenguaje para que al fin, incluso en el diccionario, reine la entropía, ese silente estado de inanidad e inacción al que parece ser tiende el universo, pero que nuestros paladines del buenismo se apresuran en acelerar.
Tenía pero que bastante razón Schiller cuando —hablando de divinidad—, aseguraba que contra la estupidez humana, hasta los mismos dioses son impotentes. Nosotros, ni les cuento.