sábado, 4 de julio de 2020

LA SINAGOGA Y LA IGLESIA PRIMITIVA

La Sinagoga y la Iglesia Primitiva-Alfredo Sáenz (Parte 1)


Ya en los primeros decenios de su existencia, la Iglesia debió abocarse a la resolución de un problema nada fácil de superar. Fue la de su vínculo o nexo con el viejo judaísmo. ¿Sería la Iglesia una colateral del judaísmo, su continuación o su superación?.
Cuando Cristo ascendió a los cielos, la Iglesia contaba con unos quinientos fieles en Galilea y unos ciento veinte en Jerusalén. Diez días después de la Ascensión del Señor, se celebró en Jerusalén la fiesta de Pentecostés y Tabernáculos. 


En esos tres días se congregaban grandes multitudes de judíos, no sólo del territorio contiguo a Jerusalén, sino también de la diáspora, es decir, de diversos puntos del mundo donde existían colectividades judías.
¿Por qué eran tantos los judíos que vivían en la dispersión? En un principio todos habitaban dentro del territorio de Palestina, en la idea de que habían sido escogidos y en cierta manera separados por Dios del resto de los pueblos. Sin embargo, con ocasión del cautiverio de Nínive, el año 722 a.C., y de Babilonia, los años 596 y 587 a.C., obligadamente entraron en contacto con otras naciones. Así, aún después de obtenida la libertad, muchos se quedaron en tierras extranjeras, formando nutridas colonias judías. Lo mismo sucedió con los judíos que Alejandro atrajo a Alejandría, su nueva capital. El hecho es que cuando Cristo apareció entre nosotros, numerosos judíos moraban en todas las provincias del Imperio. Flavio Josefo decía que "sería difícil hallar una sola ciudad en donde no hubiera judíos". Estos judíos de la diáspora, esparcidos por los pueblos, no se mezclaban con los del lugar, si bien usaban sus lenguas respectivas. La relación de esos judíos con Palestina se mantenía en pie. Jerusalén seguía siendo su capital espiritual y el Sanedrín su autoridad suprema.
Pues bien, como acabábamos de decir, diez días después de la Ascensión del Señor a los cielos, el día de Pentecostés, estaban los apóstoles, junto con María, reunidos en el Cenáculo, donde Cristo había celebrado la Última Cena, y en medio de un viento impetuoso, descendió sobre ellos el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, según se les había enunciado. Los discípulos, hasta entonces ignorantes y cobardes, quedaron transformados en su inteligencia y voluntad, llenos de lucidez y pletóricos de coraje. Rotos los candados de la cobardía, que los mantenía encerrados allí, por miedo a los judíos, se abrieron las puertas del Cenáculo, y comenzaron a predicar a la multitud congregada en ese lugar. El discurso de Pedro fue decisivo: 
"Varones israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús, el Nazareno, varón acreditado de parte de Dios ante vosotros con milagros, prodigios y señales, que Dios obró por él en medio de vosotros, según que vosotros mismos sabéis, a éste, vosotros, dentro del plan prefijado y de la previsión de Dios, habiéndole entregado, clavándole en una cruz por manos de hombres sin ley, le disteis la muerte..." (Act 2, 22-23).
Movidos por estas palabras conmovedoras, tres mil personas pidieron el bautismo. Como en buena parte eran judíos de la diáspora, cada grupo hablaba el idioma de sus lugares de proveniencia. Con todo, según lo relata el texto sagrado, cada cual lo entendió en su propia lengua, con lo que quedó simbolizada la universalidad de la revelación cristiana, por sobre las fronteras de los distintos países (cf. Act 2, 1-11).