La Sinagoga y la Iglesia Primitiva-Alfredo Sáenz (Parte 1)
Ya
en los primeros decenios de su existencia, la Iglesia debió abocarse a
la resolución de un problema nada fácil de superar. Fue la de su vínculo
o nexo con el viejo judaísmo. ¿Sería la Iglesia una colateral del
judaísmo, su continuación o su superación?.
Cuando
Cristo ascendió a los cielos, la Iglesia contaba con unos quinientos
fieles en Galilea y unos ciento veinte en Jerusalén. Diez días después
de la Ascensión del Señor, se celebró en Jerusalén la fiesta de
Pentecostés y Tabernáculos.
En esos tres días se congregaban grandes
multitudes de judíos, no sólo del territorio contiguo a Jerusalén, sino
también de la diáspora, es decir, de diversos puntos del mundo donde
existían colectividades judías.
¿Por
qué eran tantos los judíos que vivían en la dispersión? En un principio
todos habitaban dentro del territorio de Palestina, en la idea de que
habían sido escogidos y en cierta manera separados por Dios del resto de
los pueblos. Sin embargo, con ocasión del cautiverio de Nínive, el año
722 a.C., y de Babilonia, los años 596 y 587 a.C., obligadamente
entraron en contacto con otras naciones. Así, aún después de obtenida la
libertad, muchos se quedaron en tierras extranjeras, formando nutridas
colonias judías. Lo mismo sucedió con los judíos que Alejandro atrajo a
Alejandría, su nueva capital. El hecho es que cuando Cristo apareció
entre nosotros, numerosos judíos moraban en todas las provincias del
Imperio. Flavio Josefo decía que "sería difícil hallar una sola ciudad
en donde no hubiera judíos". Estos judíos de la diáspora, esparcidos por
los pueblos, no se mezclaban con los del lugar, si bien usaban sus
lenguas respectivas. La relación de esos judíos con Palestina se
mantenía en pie. Jerusalén seguía siendo su capital espiritual y el
Sanedrín su autoridad suprema.
Pues
bien, como acabábamos de decir, diez días después de la Ascensión del
Señor a los cielos, el día de Pentecostés, estaban los apóstoles, junto
con María, reunidos en el Cenáculo, donde Cristo había celebrado la
Última Cena, y en medio de un viento impetuoso, descendió sobre ellos el
Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, según se les había
enunciado. Los discípulos, hasta entonces ignorantes y cobardes,
quedaron transformados en su inteligencia y voluntad, llenos de lucidez y
pletóricos de coraje. Rotos los candados de la cobardía, que los
mantenía encerrados allí, por miedo a los judíos, se abrieron las
puertas del Cenáculo, y comenzaron a predicar a la multitud congregada
en ese lugar. El discurso de Pedro fue decisivo:
"Varones
israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús, el Nazareno, varón
acreditado de parte de Dios ante vosotros con milagros, prodigios y
señales, que Dios obró por él en medio de vosotros, según que vosotros
mismos sabéis, a éste, vosotros, dentro del plan prefijado y de la
previsión de Dios, habiéndole entregado, clavándole en una cruz por
manos de hombres sin ley, le disteis la muerte..." (Act 2, 22-23).
Movidos
por estas palabras conmovedoras, tres mil personas pidieron el
bautismo. Como en buena parte eran judíos de la diáspora, cada grupo
hablaba el idioma de sus lugares de proveniencia. Con todo, según lo
relata el texto sagrado, cada cual lo entendió en su propia lengua, con
lo que quedó simbolizada la universalidad de la revelación cristiana,
por sobre las fronteras de los distintos países (cf. Act 2, 1-11).