La Sinagoga y la Iglesia Primitiva-Alfredo Sáenz (Parte 2): ¿Una rama de la religión judaica?
I. ¿UNA RAMA DE LA RELIGIÓN JUDAICA?
Justamente
éste sería el gran escollo que debió superar la Iglesia primitiva.
Porque después de nuevas predicaciones y de nuevos milagros, entre los
cuales resultó especialmente impactante la curación del paralítico de
nacimiento, justamente a las puertas del templo, el número de fieles
subió pronto a cinco mil ( cf. Act 4, 4 ). Entre los que se iban
convirtiendo, la mayor parte eran de raza judía.
¿Sería
el cristianismo una rama de la religión judaica, o se trataba de algo
nuevo? En otras palabras: ¿Cómo llegó el cristianismo a independizarse
de sus raíces locales y convertirse en una religión universal?
Nuestra
religión se llama católica, es decir, universal. Ello es para nosotros
algo obvio y aceptado sin reservas. Cristo envió a los suyos "a todas
las naciones" (Mt 28, 19), diciéndoles: "Seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra"
(Act 1, 8). Sin embargo, dicho universalismo no fue entendido de entrada
por todos. Tal desinteligencia constituyó el primer gran escollo con
que se topó la Iglesia en los albores de su existencia. ¿Cuál era la
actitud que se debía tomar frente a la ley antigua, frente a Israel? No
olvidemos que los cristianos, al igual que los judíos, estaban
convencidos de que Israel era el pueblo de Dios; judíos de nacimiento,
como los doce apóstoles y los setenta y dos discípulos, fieles a la ley
de Moisés, sólo podían entender el cristianismo como un complemento del
judaísmo. La Iglesia no era sino la flor que coronaba el viejo tronco de
Jesé.
Resultaba
lógico que así se pensara. Desde hacía siglos, Israel esperaba al
Mesías. Los profetas le habían enseñado que saldría de sus filas, y que
vendría a establecer el reino de Dios, implantando en la tierra la
justicia y la paz. Es cierto que la mayor parte de los judíos, cuando
pensaban en el futuro reino, lo concebían como un reino prevalentemente
material, no como un reino espiritual, según lo entendieron los
cristianos desde el principio. Pero siempre era para todos, judíos y
cristianos, "el reino de Israel". Por algo Dios le había prometido a
Abraham que tendría una descendencia inmensa, y a Moisés le anunció que
entablaría una alianza con su gente, merced a la cual él sería su Dios e
Israel la parte de su herencia, y a David le aseguró que el Mesías
provendría de su casa real. El mismo Cristo afirmaría que Él no había
venido a abrogar la Ley sino a darle pleno cumplimiento (cf. Mt 5, 17).
Más aún, les encargaría a sus discípulos que cuando se lanzasen a la
predicación de la buena nueva empezarán por los judíos.
Parecía,
pues, obvio que en el pensamiento de los primeros cristianos, todos o
casi todos de procedencia judía, la Iglesia no era sino la prolongación
de Israel, una nueva rama brotada del pueblo elegido. La Iglesia era
judía: judío su divino fundador, judía su madre, judíos los apóstoles,
judíos sus primeros miembros. Aquellos tres mil hombres que se
convirtieron a raíz de la predicación de Pedro el día de Pentecostés
eran también judíos. Cuando el apóstol les decía: "Varones israelitas,
escuchad estas palabras", estaba hablando exclusivamente a judíos. Y más
tarde, cuando los enviados de Jesús, apóstoles y discípulos, fueron
recorriendo Palestina, se detenían sólo en las ciudades donde existían
comunidades judías, iban a las sinagogas y allí anunciaban que el Mesías
por ellos esperado ya había llegado: no era otro que Jesús de Nazaret,
el hijo de María. Como se ve, la Iglesia hundía sus raíces en la
Sinagoga.
Antes
de seguir adelante debemos hacer una aclaración. Entre los judíos había
dos corrientes espirituales respecto de los extranjeros, o de los
"gentiles", como gustaban llamarlos, los integrantes de las diversas
"naciones". Una era la del particularismo. Un escritor judío del siglo
II, el autor de la Carta de Aristeo, decía: "El Legislador nos
encerró en lo férreos muros de la Ley, para que, puros de alma y de
cuerpo, no nos mezclásemos para nada con nación alguna." Tal era la
posición común entre los judíos de Jerusalén y de Palestina, que vivían
aferrados al Templo y su entorno cultual. Pero había también otra
corriente, más universalista, en base a lo que Dios le había prometido a
Abraham: "En tí serán benditas todas las familias de la tierra" (Gen
12, 3). Ellos hacían suyas las palabras de Tobías: "Confesadle, hijos de
Israel, ante las naciones, porque él os dispersó entre ellas...
Pregonad que él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los
siglos" (Tob 13, 3-4). El lugar privilegiado de esta tendencia era
Alejandría, donde vivía una nutrida colonia judía en estrecho contacto
con el mundo helénico. Según una legendaria tradición, el faraón
Ptolomeo II había hecho traducir al griego los libros sagrados de Israel
por una comisión de setenta sabios. Fue la llamada versión de "los
Setenta" que se difundiría por doquier. Allí floreció también el gran
pensador Filón, contemporáneo de Cristo, que sin perder la fidelidad a
su pueblo, no ocultaba su admiración por Platón, tratando
conscientemente de utilizar la cultura griega para ponerla al servicio
de la fe judía. Los seguidores de esta segunda corriente se esforzaban
por conquistar a la fe revelada a los hijos de otros pueblos, en un
sincero proselitismo. De ello da testimonio el mismo Evangelio, según se
colige por aquel reproche de Jesús: "¡Ay de vosotros, escribas y
fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un solo
prosélito, y luego de hechos, lo hacésis hijo de la gehena, dos veces
más que vosotros!" (Mt 23, 15). Más allá del aspecto recriminatorio de
las palabras del Señor, se advierte cómo los judíos trataban de propagar
su fe.
Había,
pues, una multitud de "prosélitos", es decir, de adherentes gentiles
que abrazaban el judaísmo. Unos eran los "prosélitos de la puerta", así
llamados porque sólo podían franquear la puerta del primer atrio del
templo de Jerusalén. Debían reconocer al verdadero Dios, observar el
sábado, contribuir al sostenimiento del Templo y frecuentar las
sinagogas. Los otros, los "prosélitos de la justicia", eran los que
aceptando el Pentateuco y la circuncisión, entraban en la comunidad de
la alianza y se hacían judíos de nación y de religión. Los primeros, los
de la puerta, por no haber accedido a la plenitud, estaban excluidos de
la participación del culto judío, no pudiendo entrar en el Templo. Eran
judíos, sí, pero de segunda categoría.
Pues
bien, para los primeros cristianos la Iglesia era algo así como una
rama de la Sinagoga, una rama peculiar, por cierto, diferente, ya que no
era incluible ni en las filas de los fariseos, con sus filacterias en
la frente, ni tampoco de los saduceos, porque no huían como éstos del
mundo. Era una rama a la que Dios había revelado el sentido real de las
profecías, por lo que podían anunciar con certeza: Ha llegado el Mesías.
A la Sinagoga no se podía entrar sin ser miembro, por nacimiento o por
adopción, del pueblo de Israel. Hoy se nos hace difícil de entender esa
manera de pensar: tener que renunciar, casi, a la propia nacionalidad,
para hacerse miembro de ese pueblo pequeño, universalmente despreciado,
objeto de odio para todo el género humano, como decía Tácito, y luego el
mismo San Pablo. Renunciar a ser griego o romano para hacerse judío.
Con todo, así lo han de haber entendido inicialmente aquellos
cristianos. Ni hubieran podido entenderlo de otra manera, si no recibían
una nueva luz sobre dicho problema. Tal sería la primera gran
encrucijada en la historia de la Iglesia.
¿Sería el cristianismo, asimilado a Israel, una religión nacional? ¿O sería católico, o sea, universal?
Esta
perplejidad se manifestaba asimismo en la liturgia de los primeros
cristianos. Había entre ellos un culto privado, que se realizaba en las
casas particulares, y consistía en la predicación de los apóstoles y la
celebración de la Eucaristía, pero también asistían al culto público,
que celebraban en el Templo, junto con los demás judíos ( cf. Act 2,
42.46 ). Por eso, como también lo había hecho Jesús, acudieron a las
sinagogas, donde les era posible hacer oír la buena nueva al interpretar
la ley y los profetas.
Lo único que los distinguía de los allí presentes era la fe en el Mesías ya venido.
El
vínculo entre la Iglesia y la Sinagoga sólo se rompería por una señal
del cielo y en razón de una imposibilidad absoluta, cuando la autoridad
de la Sinagoga, hasta entonces respetada, rechazase de manera formal la
buena nueva, consumando teológicamente su hostilidad.