El Brexit y la decadencia de Occidente
El referéndum
inglés del pasado 23 de junio (Brexit) ratifica el desmoronamiento
definitivo de un mito: el sueño de una Europa sin fronteras, construida
sobre las ruinas de los estados nacionales. El proyecto europeísta,
inaugurado con el Tratado de Maastricht de 1992, ya contenía en germen
su autodisolución. Era totalmente ilusorio pretender una unión económica
y monetaria antes de la unión política.
O, peor aún, imaginar que di servirse de la integración monetaria
para llevar a cabo la unificación política. Todavía más ilusorio era el
proyecto de alcanzar la unidad política, extirpando las raíces
espirituales que ligan a los hombres a un destino común. La Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea,
aprobada por el Consejo Europeo en Niza en diciembre de 2000, no sólo
evita toda alusión a las raíces religiosas de Europa, sino que
constituye en sí una negación visceral del orden natural cristiano.
El artículo 21, que prohíbe toda discriminación por motivos de
“tendencia sexual”, contiene, en germen, la legalización del delito de
homofobia y del pseudomatrimonio homosexual. El proyecto de
“constitución”, que fue preparado entre 2002 y 2003 por una convención
sobre el futuro de Europa, se topó con el rechazo en dos referendos
populares: en Francia, el 29 de mayo 2005, y en Holanda, el 1º de junio
del mismo año, pero los eurócratas no se dieron por vencidos.
Tras dos años de reflexión, el 13 de diciembre de 2007 obtuvo
la aprobación de los jefes de estado y de gobierno de la UE el Tratado
de Lisboa, que debería haberse ratificado exclusivamente por vía
parlamentaria. El único país que expresó su sentir mediante referéndum,
Irlanda, rechazó el Tratado el 13 de junio de 2008. Pero como era
necesaria la unanimidad de los estados firmantes, se impuso a los
irlandeses un nuevo referéndum, que gracias a fortísimas presiones
económicas y mediáticas, tuvo por fin resultado afirmativo.
En su breve vida, la Unión Europea, incapaz de definir una política
exterior y de seguridad común, se transformó en una tribuna ideológica
que fabrica en serie resoluciones y directivas destinadas a motivar a
los gobiernos nacionales a deshacerse de los valores familiares y
tradicionales. Al interior de la UE, la Gran Bretaña ha pisado el freno
para ralentizar el proyecto francoalemán de un superestado europeo. Y
por otro lado ha pisado el acelerador para difundir a escala europea sus
propias conquistas civiles, desde el aborto a la eutanasia, desde la adopción de menores por parte de homosexuales a la manipulación genética.
Esta deriva moral se ha visto acompañada en Inglaterra de una
embriaguez multicultural que ha culminado en el pasado mes de mayo con
la elección del primer alcalde musulmán de Londres, Sadiq Khan. Ya en
2009, el entonces alcalde conservador Boris Johnson, invitaba a todos
los londinenses a participar, al menos por un día, en el desayuno del
Ramadán y asistir a una mezquita al atardecer.
Más recientemente, el premier David Cameron, polemizando contra el
candidato a la presidencia de EE.UU. Donald Trump, dijo estar orgulloso
de representar a un país que es unos de los principales referentes
mundiales de convivencia entre personas de numerosas razas, etnias y
religiones. (Huffpost Politics, 15 de mayo 2016). El Brexit ha
supuesto sin duda un gesto repentino de orgullo por parte de un pueblo
que cuenta con una larga historia y una tradición secular.
Ahora bien, la identidad y libertad de un pueblo se cimentan en su
respeto a la ley divina y la ley natural, y ningún gesto político puede
restituir a una nación la libertad que perdió por su propia decadencia
moral. El no a la Unión Europea ha sido na protesta contra la arrogancia
de una oligarquía que pretende determinar, sin consultar al pueblo y en
contra de él, cuáles son los intereses de ese pueblo. Pero los poderes
fácticos que imponen las normas burocráticas en Bruselas son los mismos
que desarticulan las reglas morales de Occidente.
Quien acepta la dictadura LGTB pierde el derecho a reivindicar la
independencia de su propia nación, porque ha renunciado a la propia
identidad. Quien renuncia a defender los límites morales de una nación
pierde el derecho a defender sus fronteras, porque ya ha aceptado el
concepto líquido de la sociedad global. Desde esta perspectiva,
el itinerario de autodisolución de la Gran Bretaña sigue una dinámica
que el Brexit no puede detener, y del cual puede hasta constituir una
etapa ulterior.
Escocia ya amenaza con celebrar un nuevo referéndum para salir del
Reino Unido, seguida de Irlanda del Norte. Tampoco se excluye la
posibilidad de que cuando deje el trono la Reina, que tiene 90 años,
algunos países de la Commonwealth se declaren independientes. Se ha
dicho que es posible que Isabel II, que fue coronada soberana del
Imperio Británico, muera reinando sobre una Inglaterra pequeña. Aunque
ese itinerario de desunión política concluirá inexorablemente en la
republicanización de Inglaterra.
En 2017 se cumplirá el tercer centenario de la Gran Logia de Londres,
madre de la Masonería moderna. Pero la Masonería, que en los siglos
XVIII y XIX se valió de la Inglaterra protestante y deísta para esparcir
por el mundo su programa revolucionario, parece hoy en día resuelta a
enterrar la monarquía británica, en la que ve uno de los últimos
símbolos que quedan del orden medieval.
Tras el Brexit, pueden darse situaciones de desintegración en Grecia
de resultas del estallido de una crisis económica y social; en Francia,
en cuyas periferias urbanas existe el peligro de una guerra civil
yihadista; en Italia, por las consecuencias de una invasión migratoria
imparable; en Europa Oriental, donde Putin se dispone a aprovechar la
debilidad de las instituciones europeas para hacerse con el territorio
oriental de Ucrania e presionar militarmente a los estados bálticos.
El general británico Alexander Richard Shirreff, vicecomandante de la OTAN entre 2011 y 2014, ha previsto en forma de novela (2017 War with Russia. An Urgent Warning From Senior Military Command,
Coronet, London 2016), el estallido de una guerra nuclear entre Rusia y
Occidente en mayo de 2017, fecha que a los católicos nos recuerda algo.
¿Cómo olvidar, en el primer centenario de las apariciones de Fátima,
que la Virgen anunció que muchas naciones serían aniquiladas y que Rusia
sería el instrumento del que se serviría Dios para castigar a una
humanidad impenitente?
Ante semejante perspectiva reina la división entre los propios
partidos conservadores europeos. Si Marine Le Pen en Francia, Geert
Wilders en Holanda y Matteo Salvini in Italia, piden a sus respectivos
países que salgan de la Unión Europea y confían en Putin, muy distintas
son las posturas del primer ministro húngaro Viktor Orban y el dirigente
polaco Jaroslaw Kaczyński, que ven en la Unión Europea y en la OTAN una
barrera contra el expansionismo ruso. En 1917 se publicó La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler (1880-1936). Cien años después, la profecía del pensador alemán da señales de estar en vías de cumplirse.
Más que un espacio geográfico, Occidente es el nombre de una
civilización. Y no se trata de otra que la civilización cristiana,
heredera de la cultura clásica grecorromana, que se extendió desde
Europa hasta toda América y a sus lejanos retoños de Asia y de África.
Civilización que tuvo su bautizo la noche en que San Pablo tuvo un sueño
en el que Dios le ordenó dejar atrás Asia y pasar a Macedonia a fin de
anunciar la Buena Nueva (Hechos XVI, 6-10).
En Roma sufrieron el martirio San Pedro y San Pablo, y allí estuvo el
epicentro de la civilización que nacía. Spengler, convencido de la
inexorable decadencia de Occidente, recuerda una frase de Séneca: Ducunt volentem fata, nolentem trahunt
(el destino guía a quien quiere dejarse guiar y arrastra a quien no
quiere). A la perspectiva relativista e determinista de Spengler
oponemos la de San Agustín, que, mientras los bárbaros asediaban Hipona
proclamaba la victoria de la Ciudad de Dios en la historia, guiada en
todo momento por la Divina Providencia. El hombre es artífice de su
propio destino, y con la ayuda de Dios, el ocaso de una civilización
puede transformarse en la aurora de una resurrección. Aunque las
naciones son mortales, Dios no muere y la Iglesia no puede sufrir
decadencia.
Roberto de Mattei
[Traducido por J.E.F]