Los templarios: ¿duendes o gigantes de la Edad Media? 2-2
El sermón de San Bernardo sobre la Milicia Templaria
Hablar de los templarios es hablar de
aquél que, tomándose la vida religiosa como una milicia, no cejó en la
defensa y expansión de la Cristiandad. San Bernardo era tan popular por
su estilo de vida y sus sermones que por todos era buscado para
predicar, exhortar, amonestar y corregir las costumbres. Tanto predicaba
contra los cátaros como entusiasmaba para las Cruzadas, atrayendo a
multitudes a una vida de mayor intimidad con Cristo; de allí que las
mujeres, temerosas de que sus esposos o hijos se les fueran a Tierra
Santa o al claustro, pedían a llantos que no fuesen a escuchar sus
sermones.
Fue a pedido de su tío y del maestre Hugo
de Payns, que compondría esta pieza de homilética para los del Temple.
En ella si se la lee a la luz de la historia, se encuentra la postura de
la Iglesia en una época floreciente para: «una, y dos, y hasta tres
veces, si mal no recuerdo, me has pedido, Hugo amadísimo, que escriba
para ti y para tus compañeros un sermón exhortatorio.
Como no puedo
enristrar mi lanza contra la soberbia del enemigo, deseas que al menos
haga blandir mi pluma».
No podía tomar la lanza, en efecto,
porque su Orden —la benedictina— se lo impedía (aunque lo había hecho en
otra época, viniendo de familia noble); pero veamos con sus palabras el
elogio que hace del nuevo género de vida:
Digamos ya brevemente algo sobre la vida y costumbres de los caballeros de Cristo, para que los imiten o al menos se queden confundidos los de la milicia que no luchan exclusivamente para Dios, sino para el diablo; cómo viven cuando están en guerra o cuando permanecen en sus residencias. Así se verá claramente la gran diferencia que hay entre la milicia de Dios y la del mundo.
Tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, observan una gran disciplina y nunca falla la obediencia, porque, como dice la Escritura, el hijo indisciplinado perecerá. Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación, van y vienen a voluntad del que lo dispone, se visten con lo que les dan y no buscan comida ni vestido por otros medios. Se abstienen de todo lo superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible. Viven en común, llevan un tenor de vida siempre sobrio y alegre, sin mujeres y sin hijos. Y para aspirar a toda la perfección evangélica, habitan juntos en un mismo lugar sin poseer nada personal, esforzándose por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Diríase que es una multitud de personas en la que todos piensan y sienten lo mismo, de modo que nadie se deja llevar por la voluntad de su propio corazón, acogiendo lo que les mandan con toda sumisión.
Nunca permanecen ociosos ni andan merodeando curiosamente. Cuando no van en marchas —lo cual es raro—, para no comer su pan ociosamentese ocupan en reparar sus armas o coser sus ropas, arreglan los utensilios viejos, ordenan sus cosas y se dedican a lo que les mande su maestre inmediato o trabajan para el bien común. No hay entre ellos favoritismos; las deferencias son para el mejor, no para el más noble por su alcurnia. Se anticipan unos a otros en las señales de honor. Todos arriman el hombro a las cargas de los otros y con eso cumplen la ley de Cristo. Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más leve murmuración, ni el ruido más remiso queda sin reprensión en cuanto es descubierto.
Están desterrados el juego de ajedrez o el de los dados. Detestan la caza y tampoco se entretienen —como en otras partes— con la captura de aves al vuelo. Desechan y abominan a bufones, magos y juglares, canciones picarescas y espectáculos de pasatiempo por considerarlos estúpidos y falsas locuras. Se tonsuran el cabello, porque saben por el Apóstol que al hombre le deshonra dejarse el pelo largo. Jamás se rizan la cabeza, se bañan muy rara vez, no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo, negros por el sol que los abrasa y la malla que los protege.
Cuando es inminente la guerra, se arman en su interior con la fe y en su exterior con el acero sin dorado alguno; y armados, no adornados, infunden el miedo a sus enemigos sin provocar su avaricia. Cuidan mucho de llevar caballos fuertes y ligeros, pero no les preocupa el color de su pelo ni sus ricos aparejos. Van pensando en el combate, no en el lujo; anhelan la victoria, no la gloria; desean más ser temidos que admirados; nunca van en tropel, alocadamente, como precipitados por su ligereza, sino cada cual en su puesto, perfectamente organizados para la batalla, todo bien planeado previamente, con gran cautela y previsión, como se cuenta de los Padres.
Los verdaderos israelitas marchaban serenos a la guerra. Y cuando ya habían entrado en la batalla, posponiendo su habitual mansedumbre, se decían para sí mismos:¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen; no me repugnarán los que se te rebelan?. Y así se lanzan sobre el adversario como si fuesen ovejas los enemigos. Son poquísimos, pero no se acobardan ni por su bárbara crueldad ni por su multitud incontable. Es que aprendieron muy bien a no fiarse de sus fuerzas, porque esperan la victoria del poder del Dios de los Ejércitos.
Saben que a Él le es facilísimo, en expresión de los Macabeos, que unos pocos envuelvan a muchos, pues a Dios lo mismo le cuesta salvar con unos pocos que con un gran contingente; la victoria no depende del número de soldados, pues la fuerza llega del cielo. Muchas veces pudieron contemplar cómo uno perseguía a mil, y dos pusieron en fuga a diez mil. Por esto, como milagrosamente, son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los leones. Tanto que yo no sé cómo habría que llamarlos, si monjes o soldados. Creo que para hablar con propiedad, sería mejor decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre del monje con la intrepidez del soldado. Hemos de concluir que realmente es el Señor quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Dios se los escogió para sí y los reunió de todos los confines de la tierra; son sus siervos entre los valientes de Israel, que, fieles y vigilantes, hacen guardia sobre el lecho del verdadero Salomón. Llevan al flanco la espada, veteranos de muchos combates[1].
No dudaba San Bernardo en proclamar las virtudes de los monjes-guerreros, ni siquiera de llamarlos mártires si
morían en combate, testimoniando a Cristo con las armas. Las palabras
que usaba quizás puedan resultar hirientes a los oídos actuales que
están dispuestos a soportarlo todo en aras de lo políticamente correcto. No era ésta la actitud del santo doctor y luminaria de la Iglesia:
Marchad, pues, soldados, seguros al combate y cargad valientes contra los enemigos de la cruz de Cristo, ciertos de que ni la vida ni la muerte podrá privarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, quien os acompaña en todo momento de peligro diciéndoos: Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. ¡Con cuánta gloria vuelven los que han vencido en una batalla! ¡Qué felices mueren los mártires en el combate! Alégrate, valeroso atleta, si vives y vences en el Señor; pero salta de gozo y de gloria si mueres y te unes íntimamente con el Señor. Porque tu vida será fecunda y gloriosa tu victoria; pero una muerte santa es mucho más apetecible que todo eso. Si son dichosos los que mueren en el Señor, ¿no lo serán mucho más los que mueren por el Señor?[2]
Y agregaba:
Los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Señor, sin temor alguno a pecar por ponerse en peligro de muerte y por matar al enemigo. Para ellos, morir o matar por Cristo no implica criminalidad alguna y reporta una gran gloria. Además, consiguen dos cosas: muriendo sirven a Cristo, y matando, Cristo mismo se les entrega como premio. Él acepta gustosamente como una venganza la muerte del enemigo y más gustosamente aún se da como consuelo al soldado que muere por su causa. Es decir, el soldado de Cristo mata con seguridad de conciencia y muere con mayor seguridad aún. Si sucumbe, él sale ganador; y si vence, Cristo [vence]. Por algo lleva la espada; es el agente de Dios, el ejecutor de su reprobación contra el delincuente. El que mata al pecador para defender a los buenos no peca como homicida, sino —diría yo— como «malicida», (…). Y podrá decir: Hay premio para el justo, hay un Dios que hace justicia sobre la tierra. No es que necesariamente debamos matar a los paganos si hay otros medios para detener sus ofensivas y reprimir su violenta opresión sobre los fieles. Pero en las actuales circunstancias es preferible su muerte, para que no pese el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, no sea que los justos extiendan su mano a la maldad. Que se dispersen las naciones belicosas; ojalá sean arrancados todos los que os exasperan, para excluir de la ciudad de Dios a todos los malhechores, que intentan llevarse las incalculables riquezas acumuladas en Jerusalén por el pueblo cristiano, profanando sus santuarios y tomando por heredad suya los territorios de Dios. Hay que desenvainar la espada material y espiritual de los fieles contra los enemigos soliviantados, para derribar todo torreón que se levante contra el conocimiento de Dios, que es la fe cristiana, no sea que digan las naciones: ¿Dónde está su Dios? Una vez expulsados los enemigos, volverá Él a su casa y a su parcela. A esto se refería el Evangelio cuando decía: Vuestra casa se os quedará desierta[3].
El mundo de hoy podría decir como antaño le dijeron a Cristo: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién podrá escucharlas?».
En verdad que son duras y hasta podrían escandalizar a más de uno, más
aún viniendo de aquél a quien se conoce en la Iglesia como «el doctor
melifluo», es decir, cuyas palabras saben a miel. La doctrina de San
Bernardo no es ni más ni menos que la doctrina que enseña la Iglesia
acerca de la guerra justa en vigencia a partir de la enseñanza bimilenaria y el mismo Catecismo[4].
Son quizás nuestros oídos los que no soportan aquellas espadas cruzadas
y mandobles guerreros; hoy estamos acostumbrados a lo sutil: a las
eutanásicas o a los bisturíes aborteros.
Pero cambiemos de tema para ver aquello
que fue el ocaso de la Orden Templaria, a raíz de la cual se han forjado
toda serie de leyendas y mitos, que es lo que nos ocupa en el plano de
la historia.
El proceso contra los Templarios: una farsa de la historia
Como decíamos más arriba, la
independencia de los caballeros templarios y las donaciones recibidas,
no caían bien al poder temporal: España, Italia, Francia, Chipre,
Jerusalén, Portugal…, no había lugar donde no poseyesen tierras,
encomiendas y fortalezas, pues en todos ellos prestaban un verdadero
servicio a la Cristiandad[5]; con decir que sólo al momento de la supresión de la Orden[6],
había casi nueve mil encomiendas por todo el orbe. ¿Por qué tantos
bienes? Porque como dijo Cristo, no sólo de pan vive el hombre; los
templarios también necesitaban el pan de aquí abajo para mantener una
milicia en permanente combate más allá del Mediterráneo; además, las
peregrinaciones que comenzaban (o se daban) también en Europa,
necesitaban de fortalezas para defensa de los caminantes.
Testamentos, donaciones de particulares y
hasta una colecta anual mandada por el mismo Papa para todas las
diócesis de Europa, eran los modos de sustentar esa nueva milicia
religiosa que, más de una vez, encontraba oposición en el mismo seno de
la Iglesia (fueron necesarias dos bulas pontificias para condenar los
celos y la oposición hacia el Temple[7]). El trigo siempre estuvo mezclado con la cizaña.
Como si con los bienes donados tuviesen para poco, también el
Temple comenzó a recibir depósitos de particulares, convirtiéndose así
en una de las primeras organizaciones bancarias de occidente;
en efecto, era corriente en aquella época, que el pueblo confiase sus
bienes a las iglesias o abadías para beneficiarse de la «Paz de Dios»
(los territorios sagrados de garantías, análogamente a lo que sucede hoy
con nuestras embajadas). El Temple, era el lugar ideal: religiosos,
guerreros, y esparcidos por todo el orbe cristiano, permitía tanto a los
cruzados como a quienes quisiesen utilizar sus prestaciones, el
depósito en Francia para retirarlo en Tierra Santa o Portugal a cambio
de un certificado: era una verdadera tarjeta de crédito medieval.
Ahora bien, el lector podrá preguntarse:
«¿cómo pudo ser que una orden tan floreciente, tan popular y constituida
por la flor de la nobleza cristiana, haya podido sucumbir y hasta ser
denigrada al punto de transformarse en una verdadera leyenda negra?».
Veámoslo resumidamente, pues como bien
señala Régine Pernoud, «paradójicamente, esta fase terminal de la
historia del a orden del Temple ha sido mucho mejor estudiada que sus
doscientos años de existencia»[8].
La impericia de los príncipes católicos que no supieron mantenerse unidos en una política pro Tierra Santa,
hizo que las victorias musulmanas comenzasen a minar la presencia
cristiana en medio oriente. El último bastión en perderse sería la
hermosa fortaleza de San Juan de Acre, situada al noroeste de Nazaret
(1291); con ella la epopeya de los cruzados moriría para siempre. Fueron
los templarios, entre otros, los que resistieron a más no poder en
aquella triste derrota. Y fue ella misma la que marcaría su ocaso.
Mientras tanto en Francia, el rey Felipe
el Hermoso (a quien los templarios habían apoyado frente a una disputa
con el papa Bonifacio VIII por cuestiones políticas) y especialmente su
canciller, el turbio Guillermo de Nogaret[9], veían con codicia los bienes del Temple
y pergeñaban una jugada traicionera. Poco tiempo atrás, para beneficio
propio, habían decretado, por seguridad, el traslado de los tesoros del
Temple a las dependencias reales del Louvre[10].
Se sabe con certeza que, el viernes 13 de
octubre de 1307 al alba, todos los Templarios de Francia fueron
mandados arrestar por orden del rey. ¿Qué había pasado? ¿Quién lo
hubiera imaginado apenas la víspera del día anterior, cuando el maestre
de la orden, Jacobo de Molay, había acompañado al mismo rey a los
funerales de su cuñada? El arresto masivo y super-secreto, el mismo día y
a la misma hora en más de tres mil encomiendas de Francia, representó
para la historia judicial, como observa Lévis- Mirepoix, «una de las
operaciones policiales más extraordinarias de todos los tiempos». Para
lograr el cometido sin recibir la rebelión de los monjes-caballeros, fue
minuciosamente preparada desde un mes antes (el 14 de septiembre de
1307) por medio de varias cartas selladas dirigidas a los jueces y
senescales, con recomendación de no abrirlas hasta un día determinado,
donde se mandaba detener «a todos los hermanos de dicha orden, sin
excepción alguna; tenerlos prisioneros en espera del juicio de la
Iglesia, y confiscar sus bienes muebles e inmuebles».
Fue el nombrado canciller, Guillermo de Nogaret, hijo de cátaros
y muy cercano a esta herejía, quien dispuso la detención con innegables
fines económicos y políticos. No quería «un estado dentro de otro
estado» y deseaba los bienes de la orden. Además, se había encargado de
diseminar la calumnia acerca de la «cobardía» de los templarios en las
últimas batallas de Tierra Santa. La estrategia, que tenía Francia como
la principal beneficiaria (en España, Inglaterra, Portugal, etc., casi
que ni tocaron los bienes del Temple[11]),
había sido realmente bien pensada, pues la debilidad del Papado de
Clemente V, el primer «Papa de Aviñón», hacía que las quejas de Roma
ante este fraude judicial, no se escuchasen demasiado[12].
No es éste el lugar donde relatar el
complejo y apasionante proceso al que fueron sometidos los templarios;
sólo digamos los puntos principales. Las órdenes de arresto en contra de
los religiosos se basaron en una certeza tan incierta como la
siguiente: un nativo de Béziers (Francia) había entregado al confesor
del rey, ciertas «presunciones y violentas sospechas» contra la orden,
luego de haber oído la declaración de un templario prisionero… así
comenzaría todo. Luego, a raíz de las detenciones y declaraciones
recogidas bajo tortura (cosa completamente ilícita en los procesos
judiciales y, como lo ha probado la ciencia experimental, innecesaria,
pues hasta puede mentirse involuntariamente para terminar con el
tormento) se acusaría a los templarios de: ritos obscenos, blasfemias, sodomía,
secretos en el Capítulo, idolatría, ceremonias de admisión ocultistas,
escupir sobre el crucifijo, adorar una estatuilla a la que llaman
Bafomet, etc., etc., etc.
Tampoco es aquí donde podríamos analizar y
refutar las acusaciones, pero veamos al menos sólo dos de ellas: en
primer lugar, aquella famosa y que ha traído tanta cola del «secreto de
los Capítulos templarios». En toda orden o congregación religiosa, el
Capítulo es la reunión semanal o mensual donde, además de tratarse de
asuntos internos de la comunidad, se realizan normalmente los «capítulos
de faltas», es decir, la confesión pública y voluntaria de los pecados
de parte de los religiosos; de allí que, todo lo conversado en él, goce
de un sigilo cuasi sacramental. Ahora bien, se acusaba a los templarios
de callar lo oído en ellos, creándose toda suerte de fantasías y
bagatelas.
En segundo lugar, la gravísima acusación de sodomía
(ya vimos cómo estaba condenada por las reglas internas); se los
acusaba de este pecado (y delito, en la Edad Media) pues, como se leía
en sus reglamentos para la admisión de un nuevo miembro, «tras una
oración dicha por el capellán, y el salmo de admisión habitual (salmo
132), el maestre, o su representante, hace levantar al hermano y lo besa en los labios,
así como el capellán». Este beso de admisión, común hoy en algunas
culturas como la rusa, era completamente normal en las ceremonias de la
época feudal[13]; basta con leer el Cantar de Mío Cid, contemporáneo de la época, para no escandalizarse al leer que el héroe español besa en los labios al rey Don Alfonso[14]. Nada tenía pues de impudicia o sodomía.
Los procesos hicieron que, entre el 19
de octubre y el 24 de noviembre de 1307, ciento treinta y ocho
templarios fueran torturados «en caso de necesidad» por los oficiales
del rey y conforme a las instrucciones de las cartas selladas (treinta y
seis de ellos morirían en las sesiones por no reconocer los crímenes
que se les imputaban). Luego de ello, pasaron al interrogatorio en manos
del inquisidor Guillermo de París, íntimo del rey y traidor del
verdadero espíritu de la Inquisición. Todo esto llevó a que, en el
entretanto, el papa Clemente V dirigiese una carta de protesta a Felipe
el Hermoso: «habéis extendido la mano sobre las personas y los bienes de
los Templarios, habéis llegado a encarcelarlos… Habéis añadido a la
aflicción del cautiverio otra aflicción que, por pudor por la Iglesia y
por nos, consideramos a propósito silenciar», es decir, la tortura; sin
embargo, no se impuso para que el inicuo juicio se suspendiera[15].
El Papa intentará sustraer a los templarios de la jurisdicción real, redactando la bula Pastoralis praeeminentiae (22/11/1307)
donde no sólo ordenará arrestar a los templarios sino llevar adelante
un proceso eclesiástico en su contra. Si bien ello agradará a Felipe el
Hermoso y a Nogaret, ante sus quejas, lograrán mantener la custodia de
los detenidos bajo jurisdicción real y el proceso bajo la égida del
inquisidor Guillermo de París; es decir, todo quedaba igual o peor, pues
ahora todo se haría «en nombre de la Iglesia». Algo análogo pasaría cien años después con el proceso de Santa Juana de Arco.
Tal era la dureza de los interrogatorios y
de las torturas que el mismo comendador de Payns en Champaña aseguraba
en su proceso que «si fuera torturado una vez más, renegaría de todo lo
dicho, y diría todo lo que le pidieran»[16].
Toda defensa era en vano, pues se aplicaba el derecho del enemigo.
Como sea, los Templarios intentaron organizarla redactando una
declaración que aún se conserva y que constituye un alegato elocuente:
Si los hermanos del Temple han dicho, dicen o dijeren, mientras estén en prisión, alguna cosa a su cargo, o a cargo de la orden del Temple, ello no perjudica a dicha orden, pues es sabido que han hablado o que hablarán obligados o impelidos o corruptos por los ruegos, el dinero o el temor (…). (Y agregaban que muchos) como mártires de Cristo, murieron en la tortura por mantener la verdad[17].
Ninguno de los testigos que se ofrecían
como defensa era escuchados; el aparato judicial comenzó a tener sus
efectos, pues los que se arrepentían bajo tortura, eran liberados con
una leve condena; pero con los «pertinaces» se era inflexible.
El
11 de mayo de 1310, un concilio provincial se reunió en Sens para
condenar a muerte a cincuenta y cuatro templarios como herejes
reincidentes en sus faltas (habían confesado sus «crímenes» bajo
tortura, pero después de recuperarse, las habían negado nuevamente); la
hoguera se preparó en las afueras de París donde todos murieron
proclamando su inocencia, y con cristiana resignación.
Al ver que las condenas se sucedían sin
demora, el Papa Clemente V, tomó una decisión definitiva y, ni bien
abierto el Concilio de Viena (16/10/1311), suprimió la orden a
perpetuidad por medio de la bula Vox in excelso sin pronunciar sentencia, como narra Frale[18].
Quedaría aún el martirio de los más
notables del Temple, tres años después y por orden del rey de Francia.
Así lo relata Régine Pernoud:
El 18 de Marzo de 1314 (…) en la plaza de Notre-Dame de París se preparó un cadalso. Se mandó comparecer a los cuatro dignatarios: Jacobo de Molay, maestre de la orden, Hugo de Pairaud, visitador de Francia, Godofredo de Charnay, preceptor de Normandía, y Godofredo de Gonneville, preceptor de Poitou y Aquitania. Los tres cardenales, junto con el arzobispo de Sens, Felipe de Marigny, enunciaron la sentencia definitiva, que los condenaba a prisión perpetua. Faltaban dos personajes: Guillermo de Nógaret y Guillermo de Plaisians, muertos ambos el año anterior (…). Cuando se enunció la sentencia, Jacobo de Molay y Godofredo de Charnay se pusieron en pie. Solemnemente, ante la multitud reunida, protestaron, declarando que su único pecado había sido el de prestarse a falsas confesiones para salvar sus vidas. La orden era santa, la Regla del Temple era santa, justa y católica. No habían cometido las herejías y pecados que se les atribuía. El mismo día, se preparó una hoguera cerca del jardín de palacio, en las inmediaciones del Pont-Neuf, aproximadamente en el lugar en que hoy en día se encuentra la estatua del rey Enrique V. Ambos condenados subieron a ella esa noche. Pidieron mirar hacia Notre-Dame, clamaron una vez más su inocencia y, ante la multitud sobrecogida de estupor, murieron con la más serena entereza[19].
* * *
El caso de los templarios ha servido,
como veíamos al inicio, para infinitos fines; con él se puede (y de
hecho así se hizo) acusar a la Iglesia tanto de ocultismo mágico como de
fundamentalismo religioso, de torturas calumniosas o de traiciones
probadas. No se puede negar que hubo, en el caso de los procesos, una
indigna participación de ciertos integrantes de la Iglesia jerárquica.
Ello no invalida la santidad de la Iglesia en cuanto Esposa de Cristo,
santidad que le viene por su Fundador y no por todos y cada uno de sus
miembros. Pero en todo caso, esa indignidad queda ampliamente opacada
cuando se estudia con seriedad la gallardía y nobleza de aquellos a los
cuales San Bernardo no sabía si llamar monjes o caballeros; o más bien
las dos cosas.
Ni ocultismos ni los pitufos, entonces…
Haciendo del Temple un mito, se ha
perdido lo que realmente fue: una milicia armada al servicio de la
verdad desarmada; un vivir y morir por Cristo y el prójimo bajo las
leyes perennes de la Iglesia. No duendes, entonces: gigantes.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
[1] San Bernardo de Claraval, De laude novae militiae ad Milites Templi, en Régine Pernoud, op. cit., 179-182. Cursivas nuestras.
[2] Ibídem, 170. Cursivas nuestras.
[3] Ibídem, 175-176.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica,nº 2308 y ssgtes.
[5]
Uno de sus poderosos donantes fue en España, Ramón Berenguer III,
apodado el Grande (1082 -1131), que tomó el hábito militar y pronunció
sus votos religiosos sin abandonar el gobierno de sus estados. A su vez,
poco antes de morir, Alfonso el Batallador (1073-1134), hizo testamento
por medio del cual nombraba herederos de todos sus estados a los
caballeros templarios, a los hospitalarios y otros más, pero los
aragoneses y navarros no toleraron la decisión, por lo que, para evitar
problemas, las órdenes religiosas decidieron ceder sus pretendidos
derechos.
[6] Pocos años atrás, en 2008, un grupo autodenominado Asociación Orden Soberana del Temple de Cristo
(una de las tantas que existen hoy en día) interpuso una demanda
judicial en Madrid, solicitando del Vaticano unos 100.000 millones de
euros como indemnización por la supresión de la orden. La respuesta del
juez interviniente fue que no correspondía a su tribunal pronunciarse
sobre hechos ocurridos hace 700 años «al ser materia propia de
historiadores».
[7] Bulas Dilecti filii nostri y Cum dilectis filiis (1198-1212).
[8] Régine Pernoud, op. cit., 101.
[9]
Nogaret estaba excomulgado por haber sido el fautor de lo que se conoce
como «la bofetada de Anagni»: uno de sus siervos, Sciarra Colonna,
abofeteó en dicha ciudad al anciano Papa Bonifacio VIII. Nogaret hizo
detener al Papa que, dada su avanzada edad terminó falleciendo en 1303.
[10]
El traslado de los bienes en manos ahora de Felipe el Hermoso, puede
explicar perfectamente la necesidad del rey de deshacerse de los
templarios, amén de los bienes inmuebles que expropiaría a lo largo y
ancho de Francia.
[11]
Felipe el Hermoso dirigió a los príncipes y prelados de la Cristiandad
unas cartas instándoles a imitarlo y a arrestar a los Templarios que se
encontraran en sus Estados. Fuera del territorio francés, la mayoría
contestó que el asunto, por ser un tema religioso, era competencia del
Papa. En cuanto al rey de Inglaterra, Eduardo II (yerno de Felipe el
Hermoso), escribió a su vez a los reyes de Portugal, Castilla, Aragón y
Sicilia advirtiendo que las acusaciones estaban dictadas por la calumnia
y la codicia.
[12]
Los setenta años en que el papado residió en Aviñón, y no en Roma,
estuvo a cargo de pontífices franceses pero «no todos los papas de
aquella época fueron tan débiles como Clemente V» (Ludovico Pastor, Historia de los papas, t. 1, Gustavo Gili, Barcelona 1910, 186).
[13] Régine Pernoud, op. cit., 33.
[14] Cantar de Mío Cid,
nn. 2037-2040: «Merced que yo lo recibo, Alfonso mi señor / lo
agradezco al Dios del cielo y después a vos / y a estas mesnadas que
están alderredor. / De rodillas hincado las manos le besó, / se puso de
pie y en la boca le saludó.
[15]
El Dante irá más allá al acusarlo de haber transado con los poderes de
este mundo, colocándolo en Infierno de los simoníacos (Cfr. Dante
Alighieri, Divina comedia,c. XIX, n. 84).
[16] Régine Pernoud, op. cit.112.
Uno de los testigos, Aimery de Villiers-le-Duc, por temor a las
torturas, decía públicamente que «confesaría incluso haber matado al
Señor, si así se le pedía que hiciera».
[17] Citado por Pernoud (ibídem, 113).
[18] La estudiosa e investigadora de los Archivos secretos vaticanos,
Barbara Frale, ha afirmado a raíz de sus pesquisas bibliográficas que
los templarios «de ningún modo se habían convertido en herejes y el
proceso fue en definitiva un medio para apropiarse de su patrimonio (…).
El pontífice suprimió la orden sin pronunciar una sentencia (…) y en el
Concilio de Vienne de 1312 pidió que se declarara en las actas que el
proceso no había aportado pruebas contrarias de herejía contra ellos»
(Barbara Frale, «I Templari non furono eretici», Osservatore romano, 21 agosto 2008).
[19] Ibídem,
117-118. El papa Clemente V moriría apenas un mes después y Felipe el
Hermoso ocho meses después, a la tierna edad de cuarenta y siete años.
Ambas muertes sobrecogerían al pueblo y darían lugar a nuevas leyendas.