martes, 21 de enero de 2014

SI ACEPTAMOS QUE "QUE NADA HAY BUENO NI MALO", ¿DE QUE NOS QUEJAMOS DESPUES?

No es la fuerza de nuestra fantasía

Enero 21·1·2014 · 7:23h 0


A menudo, cuando voy a fotografiar un evento se me pasan volando muchas palabras, porque suelo estar demasiado ocupado calculando qué ISO y velocidad de obturación serán los idóneos para lograr una foto nítida y bien iluminada en un entorno con poca luz. Uno de los eventos que fotografié tuvo lugar el 5 de noviembre de 2011, en Madrid: los Premio HO. Uno lo recibió María San Gil y aunque yo estaba haciendo fotos, dijo algo que se me quedó grabado.
Aquel discurso, pronunciado días antes de la victoria electoral del PP, fue como un recuerdo de lo que se debe hacer en política, y de lo que finalmente no hizo el actual gobierno. De todo lo que dijo María aquella noche tengo retenidas en la memoria las 12 palabras con las que terminó su discurso de agradecimiento: entre lo fácil y lo correcto, siempre hay que hacer lo correcto.
En otros tiempos una afirmación tan cristalina como ésa no necesitaría explicación, pero hoy en día parecen haberse desdibujado las líneas entre lo que está bien y lo que está mal. La expresión “lo correcto” incluso se ha convertido en un simple látigo para despachar aquellos planteamientos que, acertados o no, contradicen el pensamiento único progre, que paradójicamente pretende que el bien y el mal sean tomados como formulaciones moralistas a las que ya no hay que dar valor, al mismo tiempo que ese relativismo se va convirtiendo en una pendiente resbaladiza hacia una sociedad en la que lo bueno y lo malo es lo que dicta la mayoría, o incluso lo que a uno se le antoja, a menudo en función no de criterios objetivos, sino de la simple y pura conveniencia. Así, por ejemplo, se sigue asumiendo la idea de que matar a un inocente está mal, pero si a algunos les conviene, entonces no tienen reparos en negar al inocente la condición de ser humano, e incluso niegan que sea matar el cobarde acto de quitar la vida y descuartizar a los miembros más indefensos de nuestra sociead: los niños por nacer.
En una sociedad éticamente enferma, capaz de llegar a semejante grado de abyección, no produce escándalo la corrupción moral, pero sí la corrupción política que deriva de aquélla. Ciudadanos que no ven reparo alguno en deshacerse de un hijo por nacer por mera conveniencia, como quien se deshace de un grano, quieren después políticos honrados que no utilicen el dinero público para beneficio propio. Supuestos indignados llaman “chorizos” a esos políticos y claman contra ellos como si fuesen la causa de todos los males de nuestra sociedad, y luego llaman “derecho” a eliminar de la forma más cruel a un hijo por nacer, como si robarle al pueblo fuese moralmente reprobable, pero matar a los seres humanos más inocentes e indefensos no.
Políticos sin escrúpulos son aupados por ciudadanos que no ven mal alguno en un hecho que debería ser reprobable: que el dirigente del partido al que votan considere que vale todo con tal de ganas unas elecciones. La expresión “el fin justifica los medios” le suena fatal a mucha gente, pero en la práctica muchos la consideran aceptable si el fin es el que a ellos les conviene. Para algunos el honor es una palabra casposa, pero luego quieren políticos honorables. Hablar de la decencia hace que muchos te miren con recelo, y al oírla con frecuencia acuden palabras como “retrógrado” o “carca” a dar cumplida cuenta de una invocación tan incómoda, pero luego todos esperamos tener políticos decentes, es decir, políticos mejores que muchos de sus votantes.
Lo que vivimos es algo más que una crisis económica o institucional: es una crisis moral, en la que arrastramos las consecuencias de asumir la vida como un breve pasatiempo que hay que consumir a tope haciendo lo que te dé la gana, sin preocuparte por los que vendrán después. En el marco de esa crisis ya no puede extrañarnos que cada vez resulte más difícil debatir cualquier cosa como personas adultas y educadas, sin que de repente te caigan varios insultos, cuando no una amenaza. No hay sentido de la razón que perviva a la ausencia de unos principios morales sólidos que la orienten por el camino recto. Algunos se piensan que el hecho de defender una ideología ya les convierte en moralmente superiores a los demás, con independencia de la bondad o maldad de sus actos, y si insultan, amenazan o agreden a un rival político o ideológico no es algo criticable, porque contra “los malos” vale todo, y a fin de cuentas, las consideraciones morales son, para ellos, un merco convencionalismo. Asumen, sin más, lo que decía Hamlet en el segundo acto de la famosa obra de Shakespeare: “nada hay bueno ni malo, sino en fuerza de nuestra fantasía”. Sigan, pues, viviendo en esa fantasía, pero luego no se extrañen ni se quejen de que haya políticos que invoquen cínicamente esa máxima para justificar sus actitudes y actos más rastreros