No es la fuerza de nuestra fantasía
A menudo, cuando voy a fotografiar un evento se me pasan volando
muchas palabras, porque suelo estar demasiado ocupado calculando qué ISO
y velocidad de obturación serán los idóneos para lograr una foto nítida
y bien iluminada en un entorno con poca luz. Uno de los eventos que
fotografié tuvo lugar el 5 de noviembre de 2011, en Madrid: los Premio
HO. Uno lo recibió María San Gil y aunque yo estaba haciendo fotos, dijo
algo que se me quedó grabado.
Aquel discurso,
pronunciado días antes de la victoria electoral del PP, fue como un
recuerdo de lo que se debe hacer en política, y de lo que finalmente no
hizo el actual gobierno. De todo lo que dijo María aquella noche tengo
retenidas en la memoria las 12 palabras con las que terminó su discurso
de agradecimiento: “entre lo fácil y lo correcto, siempre hay que hacer lo correcto“.
En otros tiempos una afirmación tan cristalina como ésa no
necesitaría explicación, pero hoy en día parecen haberse desdibujado las
líneas entre lo que está bien y lo que está mal. La expresión “lo
correcto” incluso se ha convertido en un simple látigo para despachar
aquellos planteamientos que, acertados o no, contradicen el pensamiento
único progre, que paradójicamente pretende que el bien y el mal sean
tomados como formulaciones moralistas a las que ya no hay que dar valor,
al mismo tiempo que ese relativismo se va convirtiendo en una pendiente
resbaladiza hacia una sociedad en la que lo bueno y lo malo es lo que
dicta la mayoría, o incluso lo que a uno se le antoja, a menudo en
función no de criterios objetivos, sino de la simple y pura
conveniencia. Así, por ejemplo, se sigue asumiendo la idea de que matar a
un inocente está mal, pero si a algunos les conviene, entonces no
tienen reparos en negar al inocente la condición de ser humano, e
incluso niegan que sea matar el cobarde acto de quitar la vida y
descuartizar a los miembros más indefensos de nuestra sociead: los niños
por nacer.
En una sociedad éticamente enferma, capaz de llegar a semejante grado de abyección, no produce escándalo la corrupción moral, pero sí la corrupción política que deriva de aquélla.
Ciudadanos que no ven reparo alguno en deshacerse de un hijo por nacer
por mera conveniencia, como quien se deshace de un grano, quieren
después políticos honrados que no utilicen el dinero público para
beneficio propio. Supuestos indignados llaman “chorizos” a esos
políticos y claman contra ellos como si fuesen la causa de todos los
males de nuestra sociedad, y luego llaman “derecho” a eliminar de la
forma más cruel a un hijo por nacer, como si robarle al pueblo fuese
moralmente reprobable, pero matar a los seres humanos más inocentes e
indefensos no.
Políticos sin escrúpulos son aupados por ciudadanos que no ven mal
alguno en un hecho que debería ser reprobable: que el dirigente del
partido al que votan considere que vale todo con tal de ganas unas
elecciones. La expresión “el fin justifica los medios” le suena fatal a
mucha gente, pero en la práctica muchos la consideran aceptable si el
fin es el que a ellos les conviene. Para algunos el honor es una palabra
casposa, pero luego quieren políticos honorables. Hablar de la decencia
hace que muchos te miren con recelo, y al oírla con frecuencia acuden
palabras como “retrógrado” o “carca” a dar cumplida cuenta de una
invocación tan incómoda, pero luego todos esperamos tener políticos decentes, es decir, políticos mejores que muchos de sus votantes.
Lo que vivimos es algo más que una crisis económica o institucional:
es una crisis moral, en la que arrastramos las consecuencias de asumir
la vida como un breve pasatiempo que hay que consumir a tope haciendo lo
que te dé la gana, sin preocuparte por los que vendrán después. En el
marco de esa crisis ya no puede extrañarnos que cada vez resulte
más difícil debatir cualquier cosa como personas adultas y educadas,
sin que de repente te caigan varios insultos, cuando no una
amenaza. No hay sentido de la razón que perviva a la ausencia de unos
principios morales sólidos que la orienten por el camino recto. Algunos
se piensan que el hecho de defender una ideología ya les convierte en
moralmente superiores a los demás, con independencia de la bondad o
maldad de sus actos, y si insultan, amenazan o agreden a un rival
político o ideológico no es algo criticable, porque contra “los malos”
vale todo, y a fin de cuentas, las consideraciones morales son, para
ellos, un merco convencionalismo. Asumen, sin más, lo que decía Hamlet
en el segundo acto de la famosa obra de Shakespeare: “nada hay bueno ni malo, sino en fuerza de nuestra fantasía”.
Sigan, pues, viviendo en esa fantasía, pero luego no se extrañen ni se
quejen de que haya políticos que invoquen cínicamente esa máxima para
justificar sus actitudes y actos más rastreros