Se necesitan Babettes
En la célebre película «El Festín de Babette», que presenta una magnífica cena del siglo XIX, con sabrosas viandas francesas, encontramos un incentivo para la buena costumbre de las comidas en familia
Una
realización cinematográfica de contenido bastante útil y formativo, al
lado de millares de obras perversas, es “El Festín de Babette”. El
personaje del título es una joven francesa que, obligada a huir de la
guerra, va a parar a una aldea en Dinamarca, notable por su
protestantismo rígido y puritano. Ahí es acogida por dos observantes
solteronas, hijas del fallecido pastor local.
Babette mide bien la
diferencia entre la vida burbujeante de Francia y aquella taciturna y
triste del villorrio nórdico, pero nada parece tener fuerza para cambiar
las costumbres locales. En cierto momento, ella recibe un premio de
lotería, y manda traer de Francia las mejores viandas
para
ofrecer un banquete a los habitantes del lugar. Los sabrosos platos de
la culinaria francesa, acompañados de los mejores vinos, en un ambiente
decorado con esmerado buen gusto, consiguen al final quebrar el hielo
impuesto por la mentalidad protestante, y acaban conmoviendo las rígidas
fibras de los hasta entonces rudos y sombríos campesinos. Y la alegría
vuelve a brillar en aquellas fisonomías, apesadumbradas por una
interpretación mal comprendida y deformada del Evangelio.
La
película no llega a hablar de una conversión, pero es notorio que el
espíritu católico acaba adquiriendo cierto derecho de ciudadanía en
aquel ambiente rígido y desprovisto de lozanía.
Una contribución para la solidez de la vida en familia
En
la vida diaria, no es necesario un banquete para dar alegría a un
hogar. Basta un poco de esfuerzo, dedicación y deseos de agradar. Conocí
casas pobres, donde la madre de familia no disponía de otra materia
prima más allá del trivial arroz, el fríjol, el pollo o la carne, alguna
legumbre o verdura. Sin embargo, conseguía hacer agradables comidas con
los pocos ingredientes de que disponía.
De
muchos labios se oía antaño el comentario: “Nada como el arroz con pato
de fulana, o el ají de gallina de tal otra…”. Era la consagración del
esfuerzo o dedicación amorosos del ama de casa que no tenía pereza, que
se esforzaba por aprender y crear. Y que cumplía con amor su deber,
buscando la perfección. Ella contribuía así para la alegría del hogar y
para la solidez del matrimonio.
El padre y la madre tienen la
obligación de educar a los hijos, y el buen ejemplo es una óptima
escuela. Sin embargo, a veces no basta, es necesario tener la paciencia
de enseñarles. Educar no es apenas reprender por alguna cosa mal hecha o
una mala palabra. Es también y sobre todo enseñar de modo atrayente el
cumplimiento del deber, encaminándolos a considerar el futuro, a hacer
el bien.
Los padres que cumplen su deber, en general son premiados
con el amor de sus hijos. Pueden también sufrir desilusiones crueles,
es cierto. Pero tendrán la alegría de la conciencia limpia, que, según
el refrán, es la mejor almohada.
Las comidas en familia son
excelentes oportunidades para toda esta actividad formativa. Si hubiese
más Babettes, sería menor el número de divorcios. Y muchos tendrían
aquella felicidad de situación, aunque a veces tan frágil, que la
ilusión ‒creada por las novelas de la televisión, por las novedades de
las modas y por los chismes‒ destruye implacablemente.
Bruno de Santa María