¿HACIA LA DIVISIÓN DE AGUAS?
Fueron del cardenal arzobispo de Chicago, Francis George, aquellas palabras rápidamente difundidas hace un par de años acerca de que preveía para sí el morir en una cama, para su sucesor la muerte en prisión, y para el sucesor de éste el morir como mártir en la plaza pública, no queriendo con ellas sino «expresar de un modo bastante dramático a lo que puede llevar una completa secularización de nuestra sociedad» (fuente aquí).
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Nada de extraordinario en esta previsión casi digamos perogrullesca. Pero cuenta con dos humildes méritos: primero, la concisión epigramática, gráfica, con que se expresa el muy probable desenlace del actual estado de cosas, que no puede ser sino una aplicación de aquel «lux in tenebris lucet et tenebrae eam non comprehenderunt» (Io 1, 5), y que recuerda una lección incómoda para quienes hacen del Evangelio un taparrabos de las impudicias del mundo, un sedante para la conciencia de los pecadores públicos: aquella de la oposición irreductible entre la Verdad y el error. Segundo, el que tales palabras provengan de un prelado, sea cual fuere el grado de su fidelidad al ministerio, que no lo conocemos. Habituados ya a la figura del sacerdote como a la de un desmañado saltimbanqui, hastiados de la alternancia de verborragia en la liturgia y ominosos silencios en el ágora, notar un dejo de tragicidad en un purpurado (que demuestra con ello rehusarse a participar de la comedia en curso) no es de poco mérito.
Lo había advertido san Pío X en la Communium rerum (1909): «están muy equivocados los que creen y esperan para la Iglesia un estado permanente de plena tranquilidad, de prosperidad universal, y un reconocimiento práctico y unánime de su poder, sin contradicción alguna; pero es peor y más grave el error de aquellos que se engañan pensando que lograrán esta paz efímera disimulando los derechos y los intereses de la Iglesia, sacrificándolos a los intereses privados, disminuyéndolos injustamente, complaciendo al mundo "en donde domina enteramente el demonio", con el pretexto de simpatizar con los fautores de la novedad y atraerlos a la Iglesia, como si fuera posible la armonía entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y el Demonio. Son éstos, sueños de enfermos, alucinaciones que siempre han ocurrido y ocurrirán mientras haya soldados cobardes, que arrojen las armas a la sola presencia del enemigo, o traidores que pretendan a toda costa hacer las paces con los contrarios, a saber, con el enemigo irreconciliable de Dios y de los hombres». Hoy se proclama por poco lo contrario: será por ello que el centenario del fallecimiento del santo pontífice contó con el lapidario silencio de la Santa Sede, casi una damnatio memoriae. Con todo, la advertencia del arzobispo de Chicago reclama una obvia precisión. Si en el solo arrojo de vocear la alarma puede interpretarse una probable disposición martirial en el purpurado, la contraria también vale: desconocer alegremente la resistencia del mundo e insistir en complacerlo para alcanzar con él una paz efímera es quizás la señal más elocuente de una indisposición para el testimonio supremo. Los talantes liberales, siempre arredrados ante la figura del Confesor, disponen de suficientes subterfugios para alcanzar los oportunos acuerdos y salvar la corambre. Trágicamente olvidan que «quien quiera salvar su vida la perderá».
