miércoles, 4 de febrero de 2015

"EL ORDEN NATURAL" Carlos Alberto Sacheri-48-LA DEMOCRACIA 49- RESISTENCIA A LA AUTORIDAD 50-EL ESTADO Y LA IGLESIA




"EL ORDEN NATURAL"

Carlos Alberto Sacheri

"MUERTO POR DIOS Y POR LA PATRIA"


PARTES
48-LA DEMOCRACIA
49- RESISTENCIA A LA AUTORIDAD
50-EL ESTADO Y LA IGLESIA
48. LA DEMOCRACIA

Uno de los temas más candentes, tanto de la ciencia como de la práctica contemporánea, es el relativo al régimen o sistema demo­ crático. La vehemencia de las discusiones deriva de la constatación del fracaso universal de las democracias modernas, en las cuales los respectivos pueblos habían cifrado sus más vehementes anhelos de prosperidad y de paz. Resulta paradójico, en efecto, observar el vigor con el cual las naciones modernas han adoptado por doquier el sistema democrático como el mejor (y hasta el único) medio de gobierno político, cuando, por otra parte, esos mismos pueblos pa­ decen frecuentes crisis en el plano institucional y hasta erigen en jefes, con grandes atributos, a líderes de fuerte personalidad.
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La situación de crisis de las democracias requiere una revisión de los principios mismos del sistema, para descubrir si las fallas ob­ servadas son inherentes al mismo o si, por el contrario, son debidas a una aplicación deficiente del régimen.
El equívoco democrático
En primer lugar, ha de esclarecerse cuál es el plano en que se sitúa el problema de la “democracia” . Un error muy difundido hoy asimila indebidamente la democracia como forma de gobierno y como forma de uida;, así se oye hablar de un “estilo de vida” , de. “valores” y de “espíritu democrático” . Tales expresiones son muy equívocas y generan innumerables errores.
La democracia es una forma de gobierno, esto es, un sistema o régimen del poder en la sociedad política. Es una de tantas, con sus ventajas y sus limitaciones, sus modalidades y adaptaciones más o menos adecuadas a las necesidades y tradiciones de los pueblos.
Por ello, concebirla como una forma o estilo de vida implica una deformación grave de su naturaleza y alcances reales.
Lamentablemente, se usa y abusa del término democracia, has­ ta hacerle revestir los significados más contradictorios. Así los comu­ nistas calificarán de “democracias populares” a las tiranías soviéti­ cas, mientras regímenes plutocráticos occidentales se presentarán como abanderados de la democracia. Otros hablan de la democra­ tización de la enseñanza, de la cultura, de la Iglesia, o de la empresa, etc., aumentando la confusión existente. Para no incurrir en errores análogos debemos distinguir: 1) la democracia política o república en el sentido formulado por Aristóteles, S. Tomás y la doctrina social católica; 2) el democratismo o mito pseudorreligioso de la democra­ cia, formulado principalmente por Rousseau y el liberalismo políti­ co; 3) la democracia como caridad social hacia los sectores más necesitados (así habla León XIII de “democracia cristiana” en Quod Apostolici Muneris). Nuestra atención se concentrará en la distinción entre el sentido legítimo y el ilegítimo de “democracia” .
Democratismo liberal
La concepción más corriente de “democracia”, hoy por hoy, es heredera directa del democratismo liberal, expresado por J. J. Rous­ seau en su Contrato Social. Veamos sus tesis principales.
La democracia no es una forma de gobierno entre otras, sino “la” forma mejor y la única legítima, absolutamente hablando. El mito democrático erige a la multitud en suprema fuente de toda autoridad y de toda ley, lo cual desemboca en un panteísmo político (ya no es Dios la fuente de toda autoridad, sino el pueblo divini­ zado). Las doctrinas liberales de la soberanía popular, la voluntad general, el sufragio universal, la necesidad de los partidos políticos, el slogan “libertad-igualdad-fraternidad”, son expresiones de la de­ mocracia-mito. La misma definición de Lincoln, “gobierno del pue­ blo, por el pueblo y para el pueblo”, está viciada de liberalismo, pues la clave está en la expresión “por el pueblo”; para el liberalismo es todo el pueblo quien gobierna como único soberano y la auto­ ridad no es sino la mandataria o delegada por la multitud. Esta puede revocar su mandato en cualquier momento e investir a otra
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persona con el poder. Por otra parte, la multitud tiene un derecho de control sobre todos los actos de gobierno. Tal concepción de la democracia coincide con la “democracia pura” que Aristóteles y S. Tomás han denunciado como forma co­ rrompida: “Si el gobierno inicuo es ejercido por muchos se le llama democracia, es decir, dominación del pueblo, cuando, valida de su cantidad, la plebe oprime a los ricos. Todo el pueblo llega a ser, en­ tonces, como un único tirano” (De Regno, I., c.l). Esto es debido a que en la democracia pura gobierna todo el pueblo, en cuyo caso los más pobres se imponen por la sola razón de su número a todos los demás grupos sociales. En su forma pura, la democracia está centrada en los valores de libertad e igualdad como fines supremos: esto conduce a un igualitarismo puramente cuantitativo, pues todos han de ser igualmente libres en todo sentido. Con lo cual se establece una nivelación por lo más bajo, según una igualdad aritmética que tiende, por su propia dinámica, a un igualitarismo de los bienes eco­ nómicos, por ser los inferiores. Por lo expuesto, no ha de extrañar que la democracia “pura” tienda por un lado a ja demagogia y, por otro, al socialismo y al comunismo. A la primera, por cuanto la multitud-gobernante re­ chaza toda obediencia y toda exigencia, desembocando en una anarquía en la cual sólo triunfan los demagogos o aduladores. Al socialismo comunista, por cuanto el igualitarismo por lo bajo, ene­ migo de toda diferenciación, configurará “una colectividad sin más jerarquía que la del sistema económico” (Divini Redemptoris); en la cual la libertad puramente formal del ciudadano-masa será sa­ crificada en aras de la igualdad absoluta.
Democracia y orden natural
Si la “democracia pura” es una forma corrompida de gobierno y si la mentalidad moderna está viciada por el mito democratista libe­ ral que es expresión de aquélla, ¿cabe concebir una democracia sana?
La doctrina del orden natural responde afirmativamente, a con­ dición de evitar los errores antes denunciados. La democracia no ha de ser definida como gobierno de todo el pueblo -cosa utópica-, sino como régimen en el cual el pueblo organizado tiene una partici­ pación moderada e indirecta en la gestión de los asuntos públicos.
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Para su instauración han de respetarse los siguientes requisitos:
1) Como toda forma de gobierno, la democracia moderada tie­ ne por fin supremo el bien común nacional y no la libertad ni la igualdad.
2) No es ni la mejor ni la única forma legítima de gobierno, pero puede ser la más aconsejable en ciertos países, según las circuns­ tancias.
3) Para existir debe contar con un pueblo orgánico y no una masa atomizada e indiferenciada; ello supone el respeto y estímulo a los grupos intermedios según los principios de subsidiaridad y solidaridad.
4) De ningún modo es el pueblo el soberano, sino quien ejerce la autoridad, derivada de Dios como de su fuente suprema. La au­ toridad ha de ser fuerte, al servicio del cuerpo social y respetuosa del orden natural; y no un mero mandatario o delegado de la mul­ titud.
5) La democracia ha de basarse en el respecto de la ley moral y religiosa, que han de reflejarse en la legislación positiva. El orden natural es la fuente de toda ley humana justa.
6) La participación popular ha de ser moderada e indirecta para que haya democracia orgánica. Moderada por cuanto no puede ba­ sarse en el sufragio universal igualitario del liberalismo (que es in­ justo, incompetente'y corruptor), sino en una elección según niveles de competencia reales en el elector y el elegido. Indirecta, por cuan­ to el pueblo puede determinar quiénes han de ejercer el poder, pero no gobernar por sí mismo.
7) Ha de evitarse el absolutismo de Estado actual, que erige a éste en fin, mediante la representación orgánica de los grupos inter­ medios políticos, económicos y culturales.
8) Ha de contar con una verdadera élite gobernante que se des­ taque por sus virtudes intelectuales y morales.
Tales con las exigencias básicas de una democracia sana para el mundo de hoy.

49. RESISTENCIA A LA AUTORIDAD
Uno de los problemas más delicados que se plantean a la con­ ciencia moral del ciudadano, es el relativo a la resistencia al poder del Estado. La cuestión adquiere en nuestro tiempo particular actua­ lidad, por cuanto la crisis de legitimidad de los gobiernos democrá­ ticos se ha agravado rápidamente en muchos países. Por otra parte, surgen grupos civiles y aun religiosos, los cuales, so pretexto de pa­ decer una situación de “violencia institucional”, no vacilan en hacer la apología de la violencia, aun en nombre del mismo cristianismo, como única salida viable a las injusticias que se padecen.
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Nociones previas
La resistencia al poder supone la distinción entre lo justo y lo injusto, según el orden natural y según la ley positiva. Aquí reaparece el viejo tema planteado por Sófocles en su Antígona y por Platón en su diálogo Critón: hay leyes injustas. El problema consiste en­ tonces en determinar en qué medida un ciudadano debe acatar una ley injusta y respetar a la autoridad pública que la ha promul­ gado. Al respecto, Santo Tomás enseña que la ley injusta es más una violencia que una ley propiamente dicha, pues no tiene de ésta sino la apariencia (magis sunt violentiae quam leges).
En el ámbito de la teoría política, el tema de la justicia e injusti­ cia legales se vincula con los conceptos de legitimidad y legalidad. Cabe distinguir así gobiernos meramente “legales” . Sin entrar a un análisis detallado de esta rica temática, conviene señalar cuáles son los requisitos que debe reunir un gobierno legítimo: 1) debe procurar eficazmente el bien común; 2) debe respetar las exigencias del orden
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natura!; 3) debe respetar la índole peculiar de su pueblo; 4) debe merecer el consenso o adhesión del cuerpo social; 5) debe ser desig­ nado y ejercer el gobierno, según la tradición y usos del país, a me­ nos de requerir lo contrario circunstancias excepcionales.
El gobierno es meramente legal cuando su designación y su ejer- 4 cicio del poder público se realiza de conformidad con las leyes exis­ tentes. De ahí que un gobierno pueda ser legal e ilegítimo a la vez, si ha sido designado con todas las formalidades del caso, pero en su ejercicio se aparta del bien común y del respeto debido al orden natural y a los derechos de Dios. En tal sentido, el “Estado de de­ recho” liberal-burgués, surgido de la Revolución francesa, desco­ noció el concepto de legitimidad y sólo retuvo la legalidad formal en los regímenes democráticos. ¡Curiosa paradoja de la historia!, si se piensa que este mal llamado “Estado de derecho” se origina en aquella “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” que proclamara: “La insurrección es el más sagrado de los derechos del hombre...”
Tipos de resistencia
Las formulaciones más autorizadas distinguen dos tipos básicos de resistencia: la pasiva y la activa. Esta distinción se establece en virtud de los diferentes medios empleados en uno y otro caso.
Pero la división más matizada incluye cuatro tipos o grados: 1) la resistencia pasiva; 2) la resistencia activa legal; 3) la resistencia activa de hecho; y 4) la rebelión o sublevación contra el gobierno. Estos diferentes tipos tienen gran importancia práctica, por cuanto permi­ ten matizar la aplicación de los principios generales. Sobre todo, es vital distinguir los grados de la resistencia “activa” pues, de lo contra­ rio, se llegaría inevitablemente a su condenación unívoca, por incluir ciertos casos inadmisibles de suyo (por ejemplo, el asesinato).
Resistencia pasiva
Esta forma consiste en negarse a obedecer las leyes injustas. Co­ mo la naturaleza de la norma jurídica implica su ordenamiento al bien común nacional, la ley será injusta cuando se aparte o contra-
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diga las exigencias del: mismo, o cuando desconozca un derecho fundamental de la persona humana.
Hay leyes que son malas en sí mismas, como las que disponen la eliminación obligatoria de los deficientes mentales, la esterilización de las mujeres so pretexto de la pureza eugenésica, la esterilización de los padres de familia que ya tienen tres hijos, las que impiden el cumplimiento de los deberes religiosos, las que obligan a recibir una educación atea, las que legalizan el aborto o el divorcio, etc. Una disposición es objetivamente mala cuando aparece a la recta con­ ciencia del ciudadano como algo que no puede ser realizado en ningún caso.
También es lícita \a- resistencia pasiva ante medidas que hacen peligrar seriamente el orden social. Este es el caso en que se impide la realización del bien común, por ejemplo, con actos que exponen innecesariamente a la-nación a un conflicto bélico, con medidas manifiestamente injustas en el plano social o económico, etc.
La resistencia pasiva es no sólo un derecho sino también un de­ ber. Claro que esto ha de determinarse según las circunstancias con­ cretas de cada caso (Juicio prudencial). La situación es particular­ mente delicada en los regímenes totalitarios, en ios cuales los abusos son frecuentes. La conciencia recta no puede excusarse con el fácil recurso al “estricto cumplimiento de la orden recibida”, cuando la orden es intrínsecamente atentatoria de derechos esenciales. Como tampoco puede uno en conciencia ocupar un cargo público, si su ejer­ cicio implica la corresponsabilidad con medidas gravemente injustas.
Resistencia activa
Hemos distinguido dos tipos: legal y de hecho. Las exigencias no son las mismas en ambos casos. La resistencia legal consiste en emplear todos los medios que la ley acuerda para impedir ¡a aplica­ ción de la medida o lograr su modificación o derogación, según los casos.
Casos de resistencia activa legal son: el ejercicio del derecho a peticionar ante las autoridades; el derecho de veto que ciertos ma­ gistrados poseen; la declaración de inconsíituciona/idad por parte
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de jueces competentes. También quedan incluidos en estos casos: la organización de campañas de opinión y de telegramas, de asam­ bleas públicas, la firma de petitorios, el empleo de los medios de comunicación social, ciertas huelgas, etc.
La resistencia activa de hecho supone el empleo de medios físi­ cos y hasta la fuerza armada. Casos concretos son: el rechazo de la ocupación de propiedades (por ej. los fundos en Chile), el cruce de tractores sobre las rutas de acceso, las huelgas de entorpecimien­ to, la cesación de servicios imprescindibles (energía eléctrica, gas, etc.), el cercamiento de edificios, etc.
En todos estos casos es menester que se den los siguientes re­ caudos: 1) que la situación sea muy grave; 2) que se hayan agotado los medios legales; 3) que existan razonables esperanzas de éxito; 4) que exista una certeza moral (no absoluta) de no ocasionar mayo­ res daños (cf. León XIII, Carta del 3-1-1881; Pío XI, Firmisimam Constantiam); Pablo VI, Populorum Progressio).
Rebellón y tiranicidio
En las situaciones anteriores se determinan las condiciones para resistir la aplicación de medidas aisladas. Pero la historia nos muestra casos en que los abusos del poder político son frecuentes, reiterados y hasta habituales. ¿Cuál ha de ser la actitud práctica en tales casos?
Debemos distinguir una doble ilegitimidad: 1) de origen, cuan­ do alguien usurpa el poder por la fuerza; 2) de ejercicio, cuando al­ guien ha sido debidamente investido, pero en el uso de su autoridad la desvirtúa. El primer caso es, evidentemente, más grave que el segundo, pues el usurpador puede ser matado, en el mayor extremo (S. Tomás, In II Sent, d. 44, q. 2, a. 2). Lo que la doctrina excluyó siempre es el tiranicidio a título privado, o sea, cuando un particular elimina al tirano, sin representación auténtica del interés popular.
La rebelión o revolución puede ser legitimada en casos extre­ mos, por cuanto es una extensión o analogía del derecho indivi­ dual de “legítima defensa” en caso de injusta y grave agresión. Igual derecho compete a la comunidad política (Manser, Nell-Breuning, Meinvielle). Quien abusa de su poder, termina convirtiéndose en usurpador del mismo; por lo tanto, puede ser depuesto.
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En caso de rebelión o revolución, además de los recaudos aplica­ bles en los casos anteriores, es menester que quien asuma la conduc­ ción de la revuelta: 1) actúe en representación del pueblo, y 2) asegu­ re la existencia de un gobierno normal. De lo contrario, suelen ser numerosas las víctimas inocentes de rebeliones precipitadas y sin futuro asegurado.
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50. EL ESTADO Y LA IGLESIA
A lo largo de la historia, la existencia del Estado como autoridad política y de la Iglesia como institución religiosa, han suscitado innu­ merables cuestiones, tanto teóricas como prácticas. En ciertas épo­ cas, ha existido una plena armonía entre ambos poderes (por ejem­ plo, durante la Edad Media); por el contrario, en otras, las relacio­ nes han sido muy tensas, llegando hasta la persecución religiosa y el martirio (por ejemplo, el Imperio Romano antes de Constantino, la Revolución Francesa, los regímenes comunistas actuales).
Lo temporal y lo eterno
El hombre es, en cierto sentido, “ciudadano de dos mundos” : el orden temporal y el orden eterno. En cuanto ser natural, el hom­ bre nace y se desarrolla en la sociedad política, para alcanzar a tra­ vés de ésta todos los bienes materiales y espirituales que le son indis­ pensables para su perfección o felicidad temporales. Por otra parte, y en cuanto el hombre se reconoce criatura de un Dios providente, comprende que posee un destino eterno, que trasciende todas las limitaciones del mundo; mediante su incorporación al orden de la gracia, la persona se realiza plenamente en el orden sobrenatural, según la doctrina, el culto y las obligaciones que la Iglesia expresa en nombre de Dios.
“El fin de la muchedumbre asociada es el vivir virtuosamente, pues que los hombres se unen en comunidad civil a fin de obtener de ella la protección para vivir bien, y el vivir bien para el hombre no es otra cosa que vivir según la virtud. Mas este fin no puede ser absolutamente el último. Puesto que el hombre, atento su alma in-
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mortal, está destinado a la bienaventuranza eterna, y la sociedad instituida en provecho del hombre no puede prescindir de aquello que es su bien supremo. No es, pues, el último fin de la asociación humana la vida virtuosa, sino el llegar por medio de una vida de virtudes a la felicidad sempiterna. Ahora bien, el que guía y condu­ ce a la consecución de ,1a eterna bienaventuranza no es otro que Jesucristo, el cual encornendó este cuidado acá en la tierra, no a los príncipes seculares, sino al sacerdocio por Él instituido y princi­ palmente al Sumo Sacerdote, a su Vicario, el Romano Pontífice. Luego, al sacerdocio cristiano, y principalmente al Romano Pontífice, deben estar subordinados todos los gobernantes civiles del pueblo cristiano. Pues a aquel a quien pertenece el cuidado del fin último deben estar subordinados aquellos a quienes pertenece el cuidado de los fines próximos o intermedios” (S. Tomás de Aquino, De Regi- mine Prinapum, I., c.14). En este texto queda compendiada admira­ blemente la distinción entre el orden temporal o político y el orden eterno o religioso, a la ‘vez que se subraya la necesaria jerarquía que ha de darse entre la autoridad civil y la autoridad espiritual.
Autonomía y jerarquía
iglesia y Estado son sociedades perfectas en su género. El Esta­ do ha de realizar el bien común temporal y para ello cuenta con los medios indispensables. La Iglesia, por su parte, atiende al bien sobrenatural de las almas y cuenta con todos los medios necesarios para cooperar a la salvación del género humano.
Por lo tanto, vemos que los respectivos fines de ambas institucio­ nes son claramente diferentes entre sí. Al ser los objetivos diferentes, y tratándose de instituciones autosuficientes, se sigue necesariamente que cada una ha de gozar de plena autonomía en la realización de su finalidad propia. En otros términos, el Estado es plenamente com­ petente en los asuntos que hacen al orden temporal y la Iglesia go­ za de igual competencia para todo lo atinente al orden sobrenatural.
No obstante, resulta claro que la doble perspectiva ha de conju­ garse en la práctica al nivel de cada individuo, por ser el mismo su­ jeto quien actúa como ciudadano en el orden temporal, y como miembro de su comunidad religiosa, en lo sobrenatural. La experien-
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da muestra que en la vida del hombre concreto siempre se presentan casos en los cuales tanto la Iglesia como el Estado aspiran a regular y orientar sus decisiones: así vemos que la institución familiar, la educación y la práctica del culto son susceptibles de una doble regu­ lación, estatal y religiosa. En estos casos “limítrofes” surgen, por lo general, los conflictos; ¿cuál de las instituciones ha de tener la última palabra?
La doctrina del orden natural nos brinda la misma respuesta que la consignada en el texto de Santo Tomás. Así como lo imperfecto se ordena de suyo a lo más perfecto, así también se ordena el cuerpo material al alma espiritual, la naturaleza a la gracia, lo temporal a lo eterno y el Estado a la Iglesia. Dicha subordinación se funda en que no puede haber una-“doble verdad”, un orden válido en lo tem­ poral que se contradiga con las verdades del orden sobrenatural. En consecuencia, la sociedad civil ha de subordinarse a la autoridad religiosa en las cuestiones “mixtas” , o sea, aquellas que reclamen la doble competencia.
Lo expuesto muestra que la autonomía de la Iglesia y del Estado, en lo referente a sus funciones específicas, no impide que exista una jerarquía natural entre ambos, de modo tal que el orden civil se adecúe a los principios doctrinales de la Iglesia'.
La plena armonía de ambos poderes se convierte en el funda­ mento irreemplazable de la concordia y la paz sociales. Dicha armo­ nía ha de reflejarse en una legislación justa: “De una manera sirve el príncipe a Dios en cuanto hombre, y de otra manera en cuanto príncipe. En cuanto hombre, sirve a Dios viviendo según la fe; en cuanto príncipe sirve a Dios haciendo leyes que prescríban el bien y prohíban el mal. En esto sirven, pues, a Dios los reyes como tales, haciendo en su servicio aquellas cosas que no pueden hacer sino los reyes” (San Agustín, Epis. 185, ad Bonifacium).
A lo dicho cabe añadir otra razón esencial. Según la teología cris­ tiana, el hombre no puede respetar plenamente con sus solas fuer­ zas las exigencias del orden natural. Para ello es necesario contar con la gracia divina (Pío XII). De este modo, la primacía de la Iglesia aparece no sólo indispensable en cuanto a asegurar la salvación eter­ na del ser humano, sino aun para la plena observancia del derecho natural, base de toda legislación positiva.
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Naturalismo político
En los últimos siglos, las sociedades modernas se han visto sub­ vertidas por la difusión del naturalismo político o laicismo, doctrina según la cual el orden temporal ha de desconocer la religión y los derechos de la Iglesia. El laicismo constituye un común denomina­ dor, tanto del indiferentismo liberal, cuanto del ateísmo socialista; en base a esta doble influencia ha alterado profundamente las tradi­ ciones y valores cristianos de las naciones occidentales.
El laicismo admite tres planteos diferentes 1) el ateísmo social o negación del orden sobrenatural, erige al Estado en único autor de todo derecho y desconoce a la Iglesia por completo; 2) el laicismo moderado, que sólo concede a la Iglesia la condición de una simple asociación privada, de la cual el Estado se halla completamente se­ parado; “la Iglesia libre en el Estado libre”; 3) el liberalismo católico, que sin llegar a sostener el principio de la separación total entre Igle­ sia y Estado, aconseja a la Iglesia renunciar a toda influencia o vincu­ lación, so pretexto de gozar así de mayor tranquilidad y menores riesgos (separación de hecho).
Los tres planteos, del más extremo al más moderado, son abso­ lutamente falsos en cuanto que destruyen la íntima vinculación que ha de existir entre el Estado y la Iglesia. En efecto, la Iglesia tiene los siguientes derechos esenciales: 1) el Estado ha de acordar plena libertad a su acción específica; 2) el Estado ha de respetar absoluta­ mente las exigencias del orden natural en su legislación; 3) el Estado ha de permitir la expresión privada y pública del culto; y 4) el Estado ha de apoyar con sus medios la labor pastoral de la Iglesia.
Si estos derechos son conculcados en la práctica por los Estados liberales y socialistas modernos, ¿cómo habríamos de extrañarnos de que los pueblos no conozcan una paz duradera, tanto en lo na­ cional como en lo internacional? El laicismo moderno ha conducido a las naciones a la apostasía, verificando una vez más el certero juicio de Chesterton: “Quitad lo sobrenatural, sólo quedará lo que no es natural.”