JORDAN BRUNO GENTA
LECCIÓN XVII
La Política se dice prudencia en cuanto es la recta razón de las cosas que se obran en vista del Bien Común; cuando no se identifica con la virtud prudencial, se corrompe, degrada y acaba por ser nada más que adulación. De ahí dos significados contradictorios del término prudencia que suelen confundirse deliberadamente, a pesar de contraponerse y excluirse entre sí; entre ambos significados se da una situación análoga a la que existe entre una moneda legítima y una moneda falsa del mismo valor aparente.
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La prudencia que se acuña en metal noble, es virtud principal e imprescindible para vivir bien , según enseña Santo Tomás, quien nos explica que “respecto de los medios convenientes en vista del fin, el hombre debe estar dispuesto por un hábito de la razón, porque la deliberación y la elección que se refieren a los medios, son actos de la razón. Por lo tanto debe haber en la razón una virtud intelectiva para la mejor y más conveniente selección de los medios: es la prudencia” 181 . Quiere decir, pues, que la prudencia es una sabiduría de la vida, una sabiduría del mando que combina y concierta las voluntades en vista de lo mejor para todos, dirigentes y dirigidos: el Bien Común. La prudencia que se acuña en vil metal, es una rutina del alma, un temor constante por la propia seguridad y un horror al riesgo que se manifiesta como cautela, obsequiosidad o crueldad extremas. No sabe decir sí, ni tampoco sabe decir no . No divide jamás el bien del mal ni lo justo de lo injusto; prefiere acomodar y conciliar prácticamente los términos opuestos que se separan y excluyen de suyo. La prudencia así entendida y aplicada no tiene razón ni fuerza de mando; más bien, es un reflejo servil de las pasiones y de los intereses que realmente mandan, sean los de una multitud despótica o los de una casta privilegiada. Sólo se propone agradar y halagar; no es otra cosa que una adulación. Platón nos ha dejado un cuadro con los lineamientos esenciales de esa política del poder , fundada en la adulación, cuyos empresarios típicos son los sofistas y demagogos que prosperan, sobre todo, en los regímenes democráticos.
Cuando un Estado democrático, devorado por la sed de libertad, tiene a su cabeza escanciadores que no se miden y el pueblo bebe el vino de la libertad
181 Summa Theologiae I-IIae, q 57, a 5, corpus .
enteramente puro hasta embriagarse, sucede que si los gobernantes no llevan su complacencia hasta el punto de conceder al pueblo toda la libertad que desea, se les acusa de traidores que aspiran a la oligarquía... En público y en privado, la democracia alaba y rinde honores a los gobernantes que tienen aire de gobernantes 182 .
Aristóteles, como siempre, da un toque definitivo a este cuadro de la política que no es más que una adulación de la multitud, convertida en el soberano como ahora se dice: “Tan pronto como el pueblo es soberano pretende obrar como tal; sacude el yugo de la ley y se hace déspota; y desde entonces los aduladores del pueblo tienen gran predicamento. Esta democracia es en su género, lo que la tiranía es en el reinado. En ambos casos, encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos [...] Además, el adulón y el demagogo tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado: el uno cerca del tirano y el otro cerca del pueblo corrompido” 183 . La Retórica o el arte de los discursos es, quieras que no, el instrumento más eficaz de la Política, lo mismo hogaño que antaño; y tanto en la Política que es una prudencia cuanto en la que no es más que una adulación. La palabra es más activa y más productiva políticamente, que la economía y que la fuerza. La prosopopeya de los hombres práctico-prácticos acerca de la primacía de los factores materiales de la existencia y su insoportable aforismo Primero vivir, después filosofar , es todavía pura jactancia retórica, un abuso de palabras para descalificar y postergar a la palabra. La verdad es que debemos decir: primero es pensar y después es comer o primero es hablar y después es hacer, si interpretamos primero en el sentido de principal, de lo más alto, de lo mejor. Claro está que si primero se dice en el sentido de lo que está antes en el tiempo o de la necesidad inmediata y materialmente perentoria, comer es primero que pensar, hacer por la vida es primero que filosofar acerca de la vida. Lo último es siempre lo primero cuando se trata del ser y del valor. Filosofar, que es el más aquilatado y el más remontado hablar, es la actividad propia del hombre, su verdadera proporción y su real aristocracia. Comer y retozar, en cambio, son actividades que tiene en común con los animales que no son hombre; no lo distinguen y, más bien, lo confunden en una común felicidad de potrero verde: estar a gusto y disfrutar la vida tranquilos y seguros. ¡Seguridad ante todo! Pero las necesidades más apremiantes, las que tienen un límite angustioso para ser satisfechas y un límite de hartura o de hastío en la satisfacción, no son las mejores, las más nobles necesidades del hombre, aquellas para las cuales se vive y por las cuales se muere. No es razonable ni decoroso suponer que el
182 República VIII, 562 d. 183 Política IV, 1292 a 27 – 29.
hombre es esencialmente un productor y un consumidor de medios de subsistencia, como pretenden los economistas burgueses y socialistas. La conclusión razonable y decorosa es la que tiene en cuenta que el hombre es hombre y, en consecuencia, es orador antes que productor o político antes que trabajador. La biología humana es una parte de la zoología, pero la retórica hasta en sus formas viciosas y corrompidas, es una parte de la metafísica y de la teología. Saber pensar o saber hablar es la tarea principal del hombre, la que hace que el hombre sea hombre. Es notorio que se requieren muchas más palabras para condenar a la palabra que para hacer su apología; el mayor gasto y derroche de mala retórica está siempre a cargo de los enemigos de la retórica. La palabra tiene tanta autoridad, tanta fuerza persuasiva que hasta es capaz de convencer sobre su falta de autoridad y sobre su impotencia persuasiva. Repárese en que, en ninguna otra época de la Historia Universal, se han prodigado tanto las palabras como la presente: torrentes inagotables de palabras por medio de la prensa, del libro, de la radiotelefonía, de la cátedra, de la tribuna, en una proporción jamás soportada antes, invaden, penetran y cubren la vida entera de los hombres y de los pueblos... ¡Y eso que estamos en una época eminentemente práctica, activista, enemiga del verbo y glorificadora del trabajo socialmente productivo! Convengamos que tenemos aquí la prueba más segura, el testimonio irrecusable, de que el hombre vive más de la palabra que del pan; y muere más a menudo por las palabras que por el pan de cada día. No puede sernos difícil, a nosotros occidentales, comprender estas razones, desde que procedemos del linaje de los oradores. Griegos y romanos del tiempo clásico fueron principalmente retóricos y de ellos aprenden sus descendientes la virtud de la palabra, propia del filósofo y del político; o, en su defecto, la habilidad de la palabra, propia del sofista y del demagogo. Saber hablar de las cosas, es saber pensarlas; es saberlas del modo más acabado y perfecto; es su real y verdadera posesión que es poseerlas en ellas mismas, idealmente, platónicamente, con el puro amor del conocimiento, de la contemplación alada que discurre, que habla, que dialoga a través del tiempo mudable, siempre con el mismo lenguaje. Es como si las almas que van llegando, fueran contemporáneas de aquellas iniciadoras del diálogo que no se interrumpirá jamás. La palabra es magistral. No hay otro magisterio propiamente dicho, fuera de la palabra. La enseñanza de las humanidades clásicas no es otra cosa que el magisterio de las palabras esenciales, de las palabras eternas que dicen lo eterno de las cosas. Hablar de algo determinado es mucho más difícil que hacerlo; sólo sabe enseñar el que sabe hablar de la cosa determinada que enseña. La palabra verdadera es la cosa misma que se sabe, se comprende, se entiende; por eso la palabra lo puede casi todo; en ella s recoge y se concita el poder de todas las cosas conocidas. Las sustancias, las cualidades, las cantidades, las acciones, las pasiones, los estados, todas las propiedades,
calidades y eficacias que se distribuyen en las cosas y en las almas, existen de nuevo en la palabra, asumen una idea, viva y cálida presencia en la palabra. Y por esta virtud ecuménica, soberana e imperial, la palabra esclarece y confunde, une y divide, exalta y deprime, acaricia y golpea, hiere y cicatriza, despierta y adormece, nos guía y nos extravía, nos salva y nos pierde. ¡Sobre un soplo fugacísimo todo el poder de la tierra! El alma es la que sopla ese formidable poder en la palabra; toda la energía del mundo se contiene en el alma invisible, imponderable, inmaterial que impera sobre todas las cosas visibles, ponderables y materiales. La palabra del hombre es el reflejo de la palabra creadora de Dios. “Dios ha creado los seres vivientes a su imagen y semejanza. Como es creador los ha hecho creadores. Ha depositado en lo más profundo de su naturaleza una delegación particular de su virtud, de su poder de llamar a la existencia un ser semejante. Como es el Verbo Creador, corresponde dominar a este poder delegado, un nombre. Es profiriendo el nombre que se llama a alguien, en el doble sentido de la palabra, es decir, que se lo designa para distinguirlo de todos los demás seres y se lo hace venir, se lo convoca. El germen viviente es, pues, comparable a una palabra, a un nombre, que llama a todos los elementos propios para realizarlo; es el elemento activo y formador y, por esta razón, los filósofos le dan el nombre de forma. “Este llamado no resuena en vano y en el seno de otro ser semejante, encuentra la respuesta necesaria [...] algo viene a nutrir maravillosamente a la forma para realizarla, analizarla y responder con una sabia disposición, con un arreglo delicioso, a cada una de sus proposiciones. He aquí un nuevo nombre, un nuevo ser que se realiza. 184 ” La Retórica es un gran poder, un poder formidable; y los retóricos, los oradores, son tan poderosos hogaño como antaño. Pero hay que distinguir siempre con sumo cuidado, sin temor en la insistencia, entre la retórica de los filósofos y la retórica de los sofistas; entre el discurso que eleva y el discurso que adula; entre el político virtuoso y el hábil demagogo. Polo, joven discípulo de Gorgias, sale en defensa de la retórica de los sofistas y de los demagogos, sosteniendo que su habilidad los convierte en los ciudadanos más fuertes y más poderosos de la República. Sócrates le replica que esos oradores sólo revisten la apariencia del poder, pero que no tienen ningún poder real; son débiles y los que menos autoridad poseen.
POLO . – ¿Qué? ¿Semejantes a los tiranos no hacen morir a quienes quieren?, ¿no despojan de sus bienes y destierran de las ciudades a quienes les place? SÓCRATES . – [...] Sostengo, Polo, que los oradores como los tiranos, tienen muy poco poder en las ciudades, como hace poco dije, y que no hacen casi
184 PAUL CLAUDEL , Cinq lettres à Madame A. E. M . Incluido en Toi qui es-tu?, París, Gallimard, 1936. Ver: Bibliographie des Oeuvres de Paul Claudel, Annales Littéraires de l’Université de Besançon, Les Belles Lettres, París, 1973, página 54. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.
nada de lo que quieren, aunque hagan lo que les parece ser más ventajoso. POLO . – ¿Y no es esto un gran poder? 185
Sócrates rechaza que sea siquiera poder, puesto que si bien tales oradores, al igual que los tiranos, hacen lo que consideran más ventajoso, para ellos, desde que suelen obrar sin razón, en vista de lo que les parece pero que no es lo más ventajoso, no hacen realmente nada de lo que quieren. Es imprescindible aclarar que las cosas que hacemos no son, en general, las que propiamente queremos.
SÓCRATES . – ¿Juzgas que quieren lo que hacen habitualmente o la cosa por la cual hacen esas acciones? Así, por ejemplo, los que toman de mano del médico una poción, ¿crees que quieren lo que hacen, es decir, tragarse la pócima y sentir dolor, o quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina? POLO. – Es evidente que quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina 186 .
De donde Sócrates concluye necesariamente que toda vez que hacemos una cosa en vista de otra, no queremos la cosa misma que hacemos, sino aquella por la cual hacemos la primera. Incluso cuando ejecutamos acciones que son moralmente indiferentes consideradas en sí mismas –caminar, correr, navegar, estar sentado, etc.–, tenemos en cuenta el bien que queremos. Se trate del bien que es y vale por sí mismo o del que sólo nos parece que es tal, la verdad es que todo lo que ejecutamos es con miras al bien. Claro está que la medida de nuestro poder es diferente si las cosas que deliberamos y elegimos hacer son las que convienen al verdadero bien que queremos o si hacemos cosas que deliberamos en vista de lo que nuestra ignorancia o insuficiente apreciación nos hace ver y querer como nuestro bien. De ahí que si un orador, al igual que un tirano, hace morir, desterrar o despojar a los ciudadanos que estima conveniente, creyendo hacer lo más ventajoso para él, (pero en verdad perjudicándose porque las acciones deliberadas llevan al mal que no quiere y en vista del cual –pareciéndole el bien a su falta de sentido– hizo lo que hizo), esto significa que un sofista o un demagogo, pueden hacer y deshacer cuanto se les ocurra en la ciudad que los soporta, sin disfrutar con ello de un gran poder y sin hacer lo que quieren. Es lo que pasa toda vez que cometemos una injusticia, es decir, cuando obramos el mayor de los males en nosotros mismos; no hacemos en absoluto lo que queremos sino lo contrario. El mayor de todos los males, el peor y más insoportable mal que un alma puede sufrir, sostiene Sócrates, es cometer una injusticia y quedar impune. Y es también el estado de enfermedad más grave y sin esperanza que el alma puede
185 Gorgias , 466 c e . 186 Gorgias , 467 c.
padecer, la corrupción más repugnante y la más extrema debilidad. Polo no acepta el punto de vista de Sócrates y afirma, por el contrario, que el peor de los males es sufrir una injusticia. Opina, además, que es un bien para el injusto no ser castigado o evitar el castigo que merece por sus crímenes.
Cuando un Estado democrático, devorado por la sed de libertad, tiene a su cabeza escanciadores que no se miden y el pueblo bebe el vino de la libertad
181 Summa Theologiae I-IIae, q 57, a 5, corpus .
enteramente puro hasta embriagarse, sucede que si los gobernantes no llevan su complacencia hasta el punto de conceder al pueblo toda la libertad que desea, se les acusa de traidores que aspiran a la oligarquía... En público y en privado, la democracia alaba y rinde honores a los gobernantes que tienen aire de gobernantes 182 .
Aristóteles, como siempre, da un toque definitivo a este cuadro de la política que no es más que una adulación de la multitud, convertida en el soberano como ahora se dice: “Tan pronto como el pueblo es soberano pretende obrar como tal; sacude el yugo de la ley y se hace déspota; y desde entonces los aduladores del pueblo tienen gran predicamento. Esta democracia es en su género, lo que la tiranía es en el reinado. En ambos casos, encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos [...] Además, el adulón y el demagogo tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado: el uno cerca del tirano y el otro cerca del pueblo corrompido” 183 . La Retórica o el arte de los discursos es, quieras que no, el instrumento más eficaz de la Política, lo mismo hogaño que antaño; y tanto en la Política que es una prudencia cuanto en la que no es más que una adulación. La palabra es más activa y más productiva políticamente, que la economía y que la fuerza. La prosopopeya de los hombres práctico-prácticos acerca de la primacía de los factores materiales de la existencia y su insoportable aforismo Primero vivir, después filosofar , es todavía pura jactancia retórica, un abuso de palabras para descalificar y postergar a la palabra. La verdad es que debemos decir: primero es pensar y después es comer o primero es hablar y después es hacer, si interpretamos primero en el sentido de principal, de lo más alto, de lo mejor. Claro está que si primero se dice en el sentido de lo que está antes en el tiempo o de la necesidad inmediata y materialmente perentoria, comer es primero que pensar, hacer por la vida es primero que filosofar acerca de la vida. Lo último es siempre lo primero cuando se trata del ser y del valor. Filosofar, que es el más aquilatado y el más remontado hablar, es la actividad propia del hombre, su verdadera proporción y su real aristocracia. Comer y retozar, en cambio, son actividades que tiene en común con los animales que no son hombre; no lo distinguen y, más bien, lo confunden en una común felicidad de potrero verde: estar a gusto y disfrutar la vida tranquilos y seguros. ¡Seguridad ante todo! Pero las necesidades más apremiantes, las que tienen un límite angustioso para ser satisfechas y un límite de hartura o de hastío en la satisfacción, no son las mejores, las más nobles necesidades del hombre, aquellas para las cuales se vive y por las cuales se muere. No es razonable ni decoroso suponer que el
182 República VIII, 562 d. 183 Política IV, 1292 a 27 – 29.
hombre es esencialmente un productor y un consumidor de medios de subsistencia, como pretenden los economistas burgueses y socialistas. La conclusión razonable y decorosa es la que tiene en cuenta que el hombre es hombre y, en consecuencia, es orador antes que productor o político antes que trabajador. La biología humana es una parte de la zoología, pero la retórica hasta en sus formas viciosas y corrompidas, es una parte de la metafísica y de la teología. Saber pensar o saber hablar es la tarea principal del hombre, la que hace que el hombre sea hombre. Es notorio que se requieren muchas más palabras para condenar a la palabra que para hacer su apología; el mayor gasto y derroche de mala retórica está siempre a cargo de los enemigos de la retórica. La palabra tiene tanta autoridad, tanta fuerza persuasiva que hasta es capaz de convencer sobre su falta de autoridad y sobre su impotencia persuasiva. Repárese en que, en ninguna otra época de la Historia Universal, se han prodigado tanto las palabras como la presente: torrentes inagotables de palabras por medio de la prensa, del libro, de la radiotelefonía, de la cátedra, de la tribuna, en una proporción jamás soportada antes, invaden, penetran y cubren la vida entera de los hombres y de los pueblos... ¡Y eso que estamos en una época eminentemente práctica, activista, enemiga del verbo y glorificadora del trabajo socialmente productivo! Convengamos que tenemos aquí la prueba más segura, el testimonio irrecusable, de que el hombre vive más de la palabra que del pan; y muere más a menudo por las palabras que por el pan de cada día. No puede sernos difícil, a nosotros occidentales, comprender estas razones, desde que procedemos del linaje de los oradores. Griegos y romanos del tiempo clásico fueron principalmente retóricos y de ellos aprenden sus descendientes la virtud de la palabra, propia del filósofo y del político; o, en su defecto, la habilidad de la palabra, propia del sofista y del demagogo. Saber hablar de las cosas, es saber pensarlas; es saberlas del modo más acabado y perfecto; es su real y verdadera posesión que es poseerlas en ellas mismas, idealmente, platónicamente, con el puro amor del conocimiento, de la contemplación alada que discurre, que habla, que dialoga a través del tiempo mudable, siempre con el mismo lenguaje. Es como si las almas que van llegando, fueran contemporáneas de aquellas iniciadoras del diálogo que no se interrumpirá jamás. La palabra es magistral. No hay otro magisterio propiamente dicho, fuera de la palabra. La enseñanza de las humanidades clásicas no es otra cosa que el magisterio de las palabras esenciales, de las palabras eternas que dicen lo eterno de las cosas. Hablar de algo determinado es mucho más difícil que hacerlo; sólo sabe enseñar el que sabe hablar de la cosa determinada que enseña. La palabra verdadera es la cosa misma que se sabe, se comprende, se entiende; por eso la palabra lo puede casi todo; en ella s recoge y se concita el poder de todas las cosas conocidas. Las sustancias, las cualidades, las cantidades, las acciones, las pasiones, los estados, todas las propiedades,
calidades y eficacias que se distribuyen en las cosas y en las almas, existen de nuevo en la palabra, asumen una idea, viva y cálida presencia en la palabra. Y por esta virtud ecuménica, soberana e imperial, la palabra esclarece y confunde, une y divide, exalta y deprime, acaricia y golpea, hiere y cicatriza, despierta y adormece, nos guía y nos extravía, nos salva y nos pierde. ¡Sobre un soplo fugacísimo todo el poder de la tierra! El alma es la que sopla ese formidable poder en la palabra; toda la energía del mundo se contiene en el alma invisible, imponderable, inmaterial que impera sobre todas las cosas visibles, ponderables y materiales. La palabra del hombre es el reflejo de la palabra creadora de Dios. “Dios ha creado los seres vivientes a su imagen y semejanza. Como es creador los ha hecho creadores. Ha depositado en lo más profundo de su naturaleza una delegación particular de su virtud, de su poder de llamar a la existencia un ser semejante. Como es el Verbo Creador, corresponde dominar a este poder delegado, un nombre. Es profiriendo el nombre que se llama a alguien, en el doble sentido de la palabra, es decir, que se lo designa para distinguirlo de todos los demás seres y se lo hace venir, se lo convoca. El germen viviente es, pues, comparable a una palabra, a un nombre, que llama a todos los elementos propios para realizarlo; es el elemento activo y formador y, por esta razón, los filósofos le dan el nombre de forma. “Este llamado no resuena en vano y en el seno de otro ser semejante, encuentra la respuesta necesaria [...] algo viene a nutrir maravillosamente a la forma para realizarla, analizarla y responder con una sabia disposición, con un arreglo delicioso, a cada una de sus proposiciones. He aquí un nuevo nombre, un nuevo ser que se realiza. 184 ” La Retórica es un gran poder, un poder formidable; y los retóricos, los oradores, son tan poderosos hogaño como antaño. Pero hay que distinguir siempre con sumo cuidado, sin temor en la insistencia, entre la retórica de los filósofos y la retórica de los sofistas; entre el discurso que eleva y el discurso que adula; entre el político virtuoso y el hábil demagogo. Polo, joven discípulo de Gorgias, sale en defensa de la retórica de los sofistas y de los demagogos, sosteniendo que su habilidad los convierte en los ciudadanos más fuertes y más poderosos de la República. Sócrates le replica que esos oradores sólo revisten la apariencia del poder, pero que no tienen ningún poder real; son débiles y los que menos autoridad poseen.
POLO . – ¿Qué? ¿Semejantes a los tiranos no hacen morir a quienes quieren?, ¿no despojan de sus bienes y destierran de las ciudades a quienes les place? SÓCRATES . – [...] Sostengo, Polo, que los oradores como los tiranos, tienen muy poco poder en las ciudades, como hace poco dije, y que no hacen casi
184 PAUL CLAUDEL , Cinq lettres à Madame A. E. M . Incluido en Toi qui es-tu?, París, Gallimard, 1936. Ver: Bibliographie des Oeuvres de Paul Claudel, Annales Littéraires de l’Université de Besançon, Les Belles Lettres, París, 1973, página 54. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.
nada de lo que quieren, aunque hagan lo que les parece ser más ventajoso. POLO . – ¿Y no es esto un gran poder? 185
Sócrates rechaza que sea siquiera poder, puesto que si bien tales oradores, al igual que los tiranos, hacen lo que consideran más ventajoso, para ellos, desde que suelen obrar sin razón, en vista de lo que les parece pero que no es lo más ventajoso, no hacen realmente nada de lo que quieren. Es imprescindible aclarar que las cosas que hacemos no son, en general, las que propiamente queremos.
SÓCRATES . – ¿Juzgas que quieren lo que hacen habitualmente o la cosa por la cual hacen esas acciones? Así, por ejemplo, los que toman de mano del médico una poción, ¿crees que quieren lo que hacen, es decir, tragarse la pócima y sentir dolor, o quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina? POLO. – Es evidente que quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina 186 .
De donde Sócrates concluye necesariamente que toda vez que hacemos una cosa en vista de otra, no queremos la cosa misma que hacemos, sino aquella por la cual hacemos la primera. Incluso cuando ejecutamos acciones que son moralmente indiferentes consideradas en sí mismas –caminar, correr, navegar, estar sentado, etc.–, tenemos en cuenta el bien que queremos. Se trate del bien que es y vale por sí mismo o del que sólo nos parece que es tal, la verdad es que todo lo que ejecutamos es con miras al bien. Claro está que la medida de nuestro poder es diferente si las cosas que deliberamos y elegimos hacer son las que convienen al verdadero bien que queremos o si hacemos cosas que deliberamos en vista de lo que nuestra ignorancia o insuficiente apreciación nos hace ver y querer como nuestro bien. De ahí que si un orador, al igual que un tirano, hace morir, desterrar o despojar a los ciudadanos que estima conveniente, creyendo hacer lo más ventajoso para él, (pero en verdad perjudicándose porque las acciones deliberadas llevan al mal que no quiere y en vista del cual –pareciéndole el bien a su falta de sentido– hizo lo que hizo), esto significa que un sofista o un demagogo, pueden hacer y deshacer cuanto se les ocurra en la ciudad que los soporta, sin disfrutar con ello de un gran poder y sin hacer lo que quieren. Es lo que pasa toda vez que cometemos una injusticia, es decir, cuando obramos el mayor de los males en nosotros mismos; no hacemos en absoluto lo que queremos sino lo contrario. El mayor de todos los males, el peor y más insoportable mal que un alma puede sufrir, sostiene Sócrates, es cometer una injusticia y quedar impune. Y es también el estado de enfermedad más grave y sin esperanza que el alma puede
185 Gorgias , 466 c e . 186 Gorgias , 467 c.
padecer, la corrupción más repugnante y la más extrema debilidad. Polo no acepta el punto de vista de Sócrates y afirma, por el contrario, que el peor de los males es sufrir una injusticia. Opina, además, que es un bien para el injusto no ser castigado o evitar el castigo que merece por sus crímenes.
LECCIÓN XVIII
Sócrates juzga que es preferible sufrir una injusticia antes que cometerla. No le gusta, por cierto, padecer un mal y no quisiera ser nunca agraviado; pero si tuviese que elegir entre ambas cosas, preferiría sin vacilación el papel de víctima. La verdad es que nadie ama las dificultades ni quiere el mal, al menos, no quiere que se lo hagan, aunque no tenga reparos en hacerlo a otros si cree convenirle. De donde resulta que hasta el hombre malo y perverso sigue queriendo el bien y el injusto quiere todavía lo que es justo. Es que la naturaleza humana no cambia ni puede cambiar; sus tendencias más profundas y sus exigencias fundamentales no se alteran por más que nos empeñemos en abusar de nuestro libre albedrío y en hacer alarde de mala voluntad. Debemos reconocer que ese empeño en malograrnos lo hemos acusado desde los primeros pasos; de ahí las taras y las lesiones heredadas por esa necesaria solidaridad moral y física que todos los hombres tienen con el primer hombre; las cuales nos dificultan acaso hasta lo imposible, el llegar a ser virtuosos y, sobre todo, el perseverar en la virtud, como dice el poeta Simónides. Pero no cambiamos; a pesar de nuestra insistencia en la injusticia y en el mal, no podemos dejar de ser lo que somos; no nos queda otra alternativa que llegar a ser lo que debemos o no ser nada. La misma naturaleza con sus misma necesidades esenciales, subsiste en nosotros y lo grave es que las consecuencias de nuestra mala voluntad original comprometen el recto ejercicio de las facultades; librados a las exclusivas fuerzas no podemos existir idénticos a lo que somos; no podemos ser estables e inmóviles ordinariamente. Seguimos deseando con toda el alma los caminos claros y el paso firme; pero, apenas si alguna vez, conseguimos asomarnos a la luz de un mediodía y somos capaces de decir sí y de decir no . Y ese triunfo aparente del mal, esa aparente preponderancia de la habilidad sobre la virtud, es el resultado en primer término, de una oscura y deficiente visión del fin que compromete la deliberación adecuada y la correcta elección de los medios; también de una voluntad debilitada, pusilánime y carente de energía; y, por último, de una voluntad perversa que pretende no ser, que no quiere propiamente y se complace en destruir y anonadar. Sócrates sabe demasiado bien a qué atenerse, pero no se rinde ni se rendirá jamás; será fiel hasta la muerte, cabalmente en la muerte, al hombre que debemos ser: el hombre justo más bien que el súper hombre, el tipo único y la forma fija de la naturaleza inmutable más bien que el modelo circunstancial y circunstanciado del progreso indefinido. Por esto es que Sócrates, este pagano inspirado y esforzado, es el hombre de la realidad sustancial, el verdadero realista y práctico de las esencias, la lúcida y varonil aceptación de lo que es. Sólo podrá ser superado en adecuación a la realidad, en plenitud humana, por el caballero cristiano, cuyo arquetipo es nuestro Don Quijote, la más perfecta identidad del ser; la más cumplida imagen
del varón sabio y justo; la más razonable y equilibrada estructura del alma así como la más discreta y prudente disposición del ánimo que puede manifestarse en la tierra. Don Quijote, modelo de sensatez y la suprema cordura, parece loco en un mundo enloquecido; parece desaforado entre las almas desquiciadas; parece un pobre hombre, ridículo y lastimoso, en una sociedad corrompida, histriónica y lamentable. ¿Acaso un hombre entero podría parecer tal entre hombres a medias, frustrados, incompletos, simulacros bastardeos de dignidades, sombras de nobles blasones? ¿Acaso la Sabiduría y la Justicia pueden brillar a los ojos de sofistas y demagogos, de los ignorantes presuntuosos y de los aduladores de oficio?
La urbanidad ática, el más ceñido respeto y la más exquisita reverencia hacia la dignidad del hombre que despliega el trato magistral y la vida de relación de Sócrates, sólo puede ser igualada y, aún, superada por la cortesía quijotesca , esa profunda devoción y esa piedad esencial hacia el hombre visto y ponderado desde Dios vivo; esa justicia plena que se prodiga hasta el punto de compensar con la palabra, con la mirada, con el gesto, con el comportamiento total hacia las otras almas aquello que les falta para ser lo que deben ser; de reparar los defectos y corrupciones merced al más cumplido rendimiento a la excelencia y perfección de ser; de levantar hasta su altura verdadera a los caídos por debajo de sí mismo; de devolver su nobleza original a las almas y a las cosas envilecidas; y de colmar con la riqueza de su espiritualidad, el vacío de un mundo venido a menos, indigente y vacío de realidad espiritual. Sócrates posee la verdadera y real sabiduría, un conocimiento definido y profundo del alma y adivina aquello que está más allá de los límites de la razón; por esto es que sabe lo que ocurre en la intimidad de las almas cuando cometen injusticias y faltan al pudor; sabe que se resienten de esa disminución y de ese vacío de ser; sabe que se remuerden constantemente y que no encuentran sosiego ninguno si la culpa queda impune, si los crímenes no tienen la reparación y purificación del castigo proporcionado. Tanto lo sabe y lo comprende que nada significan frente a su propio testimonio, a su íntima certidumbre, la lista abrumadora de testigos que le oponen los aprendices de sofista, para probarle que las injusticias y los crímenes cometidos por los poderosos y triunfadores de la tierra no turban siquiera su ostensible felicidad:
SÓCRATES . – Eres admirable pretendiendo refutarme con argumentos de retórica como los que creen hacer lo mismo ante los tribunales [...] Pero esta clase de refutación no sirve de nada para descubrir la verdad, porque algunas veces puede ser condenado un acusado en falso por la declaración de un gran número de testigos que parecen ser de algún peso. Y en el caso presente, casi todos los atenienses y los extranjeros serán
de tu opinión acerca de las cosas de que hablas [...] 187
Y nada significan los numerosos testimonios de aquellos que han preferido la habilidad a la virtud, la vida fácil y cómoda de animales adaptados a vivir peligrosamente en el cumplimiento de un gran deber, como cuadra a verdaderos hombres. ¿Qué valor puede tener el testimonio de toda esa humanidad venida a menos que rodea a Don Quijote y que declara, a cada paso, su locura? ¿Qué pueden aprobar o desaprobar mil almas pequeñas acerca de la grandeza del alma? Sócrates no cita ni reconoce otro testigo de su juicio fuera del propio adversario.
SÓCRATES .- En cuanto a mí, no creo haber formulado ninguna conclusión que valga la pena acerca del asunto de nuestra disputa, a menos que consiga que te presentes tú mismo a rendir testimonio de la verdad de lo que digo; y creo que tú no podrás alegar nada contra mí a menos que yo, que estoy solo, declare en tu favor y que no asignes importancia al testimonio de los otros 188 .
He aquí planteada una manera de refutar que se apoya en el principio interior e intransferible del saber y de la verdad: tan sólo el alma que conoce desde sí misma, puede declarar acerca de la verdad y del error. El testimonio de los otros que están propiamente fuera de la cuestión, desde que no participan por sí mismos en ella, sólo sirve para el teatro de la prueba o para la prueba teatral que los retóricos sofistas y demagogos emplean espectacularmente en los tribunales y en las Asambleas para convencer con pasiones más bien que con razones. Polo, discípulo de Gorgias, le ha hecho la presentación teatral del rey Arquelao, hijo de Perdiccas, usurpador del trono de Macedonia y que ha alcanzado el poder después de cometer los crímenes más horrendos; sus caminos triunfales están jalonados por las mayores injusticias –la traición artera y el asesinato de los más próximos-, y allí está en el esplendor de su poderío y de su riqueza como la imagen misma de la dicha.
POLO . – Estoy seguro, Sócrates, que también dirás si el gran rey es dichoso. SÓCRATES . – Y diré la verdad, porque ignoro cuál es el estado de su alma desde el punto de vista de la ciencia y de la justicia.
187 Gorgias , 471 e – 472 a. 188 Gorgias , 472 c.
POLO . – ¿Supones acaso que toda la felicidad consiste en esto? SÓCRATES . – A mi modo de ver, sí, Polo, porque pretendo que cualquiera que sea probo y virtuoso, hombre o mujer, es dichoso; y que el injusto y perverso es desgraciado. POLO . – Según tú, entonces será desgraciado este Arquelao de quien hablo. SÓCRATES . – Sí, querido amigo, si es injusto 189 .
Polo le contesta irónicamente que Arquelao debe ser el más desgraciado de todos los macedonios, porque es el más fuerte, el más rico y puede hacer lo que le plazca con sus vidas y haciendas. Sócrates no se deja impresionar lo más mínimo puesto que sabe algo fundamental que los sofistas y demagogos ignoran; sabe que el hombre es mucho más que un sistema de necesidades inmediatas y arbitrio puro; sabe que es primero y principalmente un alma reflexiva y capaz de querer; y cree porque sabe que el alma es más real que el cuerpo y que está referida en última instancia, a Dios, el Ser realísimo. Los sofistas y los demagogos no creen en la existencia del alma y menos todavía, en la existencia de Dios. Y la prueba segura de que no creen en absoluto, la ofrecen cuando hacen la retórica de Dios y del alma; entonces se trata de una habilidad más : el uso pragmático de las grandes ilusiones que calman, resignan, confortan, edifican o exaltan a la multitud. De este modo, la Religión y las otras palabras elevadas, se convierten en una especie de rutina y en parte principal de la adulación de la política que gobierna halagando, cortejando y enervando a los pueblos. Sócrates no se cuida de las apariencias; sabe que ser dueño y señor de los bienes exteriores sin ser dueño y señor de sí mismo, es tener las manos vacías y estar en la miseria. No le hacen mella la burla y el escarnio a que lo someten sus enconados adversarios; siempre repetirá lo mismo hasta en la hora de afrontar la mayor de las injusticias y sabrá morir serenamente, confiadamente, por estas palabras de verdad y de vida:
Sócrates.- Pues yo pienso, Polo, que el hombre injusto y criminal es desgraciado de todas maneras, pero aún más si no sufre ningún castigo y sus crímenes permanecen impunes, y que lo es menos si recibe por parte de los hombres y de los dioses el justo castigo de sus perversidades 190 .
Al aprendiz de sofista le resulta insoportable esa insistencia; todas las habilidades retóricas que ha aprendido de Gorgias, se estrellan contra esa
189 Gorgias , 470 e – 471 a. 190 Gorgias , 472 e.
fortaleza impasible del alma de Sócrates. Pero todavía le queda un recurso extremo, la prueba teatral irresistible, el simulacro impresionante de la gran tragedia.
POLO .- ¿Cómo has dicho? ¿Qué? ¿Que un hombre sorprendido al cometer un delito como el aspirar a la tiranía, sometido enseguida a la tortura, a quien le desgarran los miembros, le queman los ojos y después de haber sufrido en su persona tormentos sin medida y de todas clases y de haber visto padecer otros tantos a su esposa y a sus hijos, y por fin es crucificado y quemado vivo, que este hombre será menos desgraciado que si escapando a estos suplicios consiguiera ser tirano y pasara toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo que le pluguiera y siendo objeto de la envidia de sus conciudadanos y de los extranjeros y considerado feliz por todo el mundo? ¿á menos desgraciado que si escapando a estos suplicios consiguiera ser tirano y pasara toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo que le pluguiera y siendo objeto de la envidia de sus conciudadanos y de los extranjeros y considerado feliz por todo el mundo? ¿Y pretendes que es imposible refutar tales absurdos? 191
Polo queda extenuado después de la representación teatral y de la repugnante adulación en que acaba de caer una vez más; espera, al menos, que su retórica abrumadora lo haya asustado a Sócrates. Pero no ocurre nada de eso; más bien lo contrario, porque el maestro de conducta se ve confirmado en su juicio ante esa apelación banal a las declaraciones teatrales, a los testigos falsos que ya ha tachado de nulidad. El mundo entero, hasta el mundo sin alma de las vanas apariencias y de las adulaciones serviles, cabe en una sola alma que se conoce a sí misma; y la grandeza del alma no cabe ni puede ser contenida por el mundo entero. El alma es más grande y más fuerte que el mundo y está hecha para elevar al mundo y no para ser arrastrada por el mundo. Cuando los hombres del 53, los esclarecidos ciudadanos de la Organización Nacional se desesperaban ante el atraso argentino y sus ojos demasiado prácticos no veían más que el desierto despoblado e inculto, sin alfabeto ni ferrocarriles, sin mieses ni ganados, es que habían dejado de creer en Dios y en el alma. Por esto es que organizaron la Patria para servir al trabajo productivo, a la habilidad y a la riqueza, en lugar de sumar todos estos bienes a la real grandeza de la Patria.
191 Gorgias , 473 c-d.
Si hubiesen sabido ver, si hubiesen tenido ojos para ver la realidad, como el varón formidable que acaban de echar del país, no habrían puesto jamás, en el primer plano, ni el problema de la población, ni el de los capitales, ni el de los ferrocarriles, ni el de los analfabetos, con ser todos ellos problemas importantes. Y su mirada no habría recorrido un desierto vacío y salvaje; habrían visto, más bien, a la tierra inmensa de la Patria ceñida por el alma de su héroe fundador, colmada de poder y de riqueza, de dignidades principales y de real señorío. Y habrían comprendido, acaso, que cuando los sofistas y demagogos le impusieron el ostracismo al General Don José de San Martín, la Patria que se había levantado y hecho fuerte en su alma, se alejó también de la tierra infiel, como se aleja toda vez que se olvida que la tierra es de Dios para el alma.
del varón sabio y justo; la más razonable y equilibrada estructura del alma así como la más discreta y prudente disposición del ánimo que puede manifestarse en la tierra. Don Quijote, modelo de sensatez y la suprema cordura, parece loco en un mundo enloquecido; parece desaforado entre las almas desquiciadas; parece un pobre hombre, ridículo y lastimoso, en una sociedad corrompida, histriónica y lamentable. ¿Acaso un hombre entero podría parecer tal entre hombres a medias, frustrados, incompletos, simulacros bastardeos de dignidades, sombras de nobles blasones? ¿Acaso la Sabiduría y la Justicia pueden brillar a los ojos de sofistas y demagogos, de los ignorantes presuntuosos y de los aduladores de oficio?
La urbanidad ática, el más ceñido respeto y la más exquisita reverencia hacia la dignidad del hombre que despliega el trato magistral y la vida de relación de Sócrates, sólo puede ser igualada y, aún, superada por la cortesía quijotesca , esa profunda devoción y esa piedad esencial hacia el hombre visto y ponderado desde Dios vivo; esa justicia plena que se prodiga hasta el punto de compensar con la palabra, con la mirada, con el gesto, con el comportamiento total hacia las otras almas aquello que les falta para ser lo que deben ser; de reparar los defectos y corrupciones merced al más cumplido rendimiento a la excelencia y perfección de ser; de levantar hasta su altura verdadera a los caídos por debajo de sí mismo; de devolver su nobleza original a las almas y a las cosas envilecidas; y de colmar con la riqueza de su espiritualidad, el vacío de un mundo venido a menos, indigente y vacío de realidad espiritual. Sócrates posee la verdadera y real sabiduría, un conocimiento definido y profundo del alma y adivina aquello que está más allá de los límites de la razón; por esto es que sabe lo que ocurre en la intimidad de las almas cuando cometen injusticias y faltan al pudor; sabe que se resienten de esa disminución y de ese vacío de ser; sabe que se remuerden constantemente y que no encuentran sosiego ninguno si la culpa queda impune, si los crímenes no tienen la reparación y purificación del castigo proporcionado. Tanto lo sabe y lo comprende que nada significan frente a su propio testimonio, a su íntima certidumbre, la lista abrumadora de testigos que le oponen los aprendices de sofista, para probarle que las injusticias y los crímenes cometidos por los poderosos y triunfadores de la tierra no turban siquiera su ostensible felicidad:
SÓCRATES . – Eres admirable pretendiendo refutarme con argumentos de retórica como los que creen hacer lo mismo ante los tribunales [...] Pero esta clase de refutación no sirve de nada para descubrir la verdad, porque algunas veces puede ser condenado un acusado en falso por la declaración de un gran número de testigos que parecen ser de algún peso. Y en el caso presente, casi todos los atenienses y los extranjeros serán
de tu opinión acerca de las cosas de que hablas [...] 187
Y nada significan los numerosos testimonios de aquellos que han preferido la habilidad a la virtud, la vida fácil y cómoda de animales adaptados a vivir peligrosamente en el cumplimiento de un gran deber, como cuadra a verdaderos hombres. ¿Qué valor puede tener el testimonio de toda esa humanidad venida a menos que rodea a Don Quijote y que declara, a cada paso, su locura? ¿Qué pueden aprobar o desaprobar mil almas pequeñas acerca de la grandeza del alma? Sócrates no cita ni reconoce otro testigo de su juicio fuera del propio adversario.
SÓCRATES .- En cuanto a mí, no creo haber formulado ninguna conclusión que valga la pena acerca del asunto de nuestra disputa, a menos que consiga que te presentes tú mismo a rendir testimonio de la verdad de lo que digo; y creo que tú no podrás alegar nada contra mí a menos que yo, que estoy solo, declare en tu favor y que no asignes importancia al testimonio de los otros 188 .
He aquí planteada una manera de refutar que se apoya en el principio interior e intransferible del saber y de la verdad: tan sólo el alma que conoce desde sí misma, puede declarar acerca de la verdad y del error. El testimonio de los otros que están propiamente fuera de la cuestión, desde que no participan por sí mismos en ella, sólo sirve para el teatro de la prueba o para la prueba teatral que los retóricos sofistas y demagogos emplean espectacularmente en los tribunales y en las Asambleas para convencer con pasiones más bien que con razones. Polo, discípulo de Gorgias, le ha hecho la presentación teatral del rey Arquelao, hijo de Perdiccas, usurpador del trono de Macedonia y que ha alcanzado el poder después de cometer los crímenes más horrendos; sus caminos triunfales están jalonados por las mayores injusticias –la traición artera y el asesinato de los más próximos-, y allí está en el esplendor de su poderío y de su riqueza como la imagen misma de la dicha.
POLO . – Estoy seguro, Sócrates, que también dirás si el gran rey es dichoso. SÓCRATES . – Y diré la verdad, porque ignoro cuál es el estado de su alma desde el punto de vista de la ciencia y de la justicia.
187 Gorgias , 471 e – 472 a. 188 Gorgias , 472 c.
POLO . – ¿Supones acaso que toda la felicidad consiste en esto? SÓCRATES . – A mi modo de ver, sí, Polo, porque pretendo que cualquiera que sea probo y virtuoso, hombre o mujer, es dichoso; y que el injusto y perverso es desgraciado. POLO . – Según tú, entonces será desgraciado este Arquelao de quien hablo. SÓCRATES . – Sí, querido amigo, si es injusto 189 .
Polo le contesta irónicamente que Arquelao debe ser el más desgraciado de todos los macedonios, porque es el más fuerte, el más rico y puede hacer lo que le plazca con sus vidas y haciendas. Sócrates no se deja impresionar lo más mínimo puesto que sabe algo fundamental que los sofistas y demagogos ignoran; sabe que el hombre es mucho más que un sistema de necesidades inmediatas y arbitrio puro; sabe que es primero y principalmente un alma reflexiva y capaz de querer; y cree porque sabe que el alma es más real que el cuerpo y que está referida en última instancia, a Dios, el Ser realísimo. Los sofistas y los demagogos no creen en la existencia del alma y menos todavía, en la existencia de Dios. Y la prueba segura de que no creen en absoluto, la ofrecen cuando hacen la retórica de Dios y del alma; entonces se trata de una habilidad más : el uso pragmático de las grandes ilusiones que calman, resignan, confortan, edifican o exaltan a la multitud. De este modo, la Religión y las otras palabras elevadas, se convierten en una especie de rutina y en parte principal de la adulación de la política que gobierna halagando, cortejando y enervando a los pueblos. Sócrates no se cuida de las apariencias; sabe que ser dueño y señor de los bienes exteriores sin ser dueño y señor de sí mismo, es tener las manos vacías y estar en la miseria. No le hacen mella la burla y el escarnio a que lo someten sus enconados adversarios; siempre repetirá lo mismo hasta en la hora de afrontar la mayor de las injusticias y sabrá morir serenamente, confiadamente, por estas palabras de verdad y de vida:
Sócrates.- Pues yo pienso, Polo, que el hombre injusto y criminal es desgraciado de todas maneras, pero aún más si no sufre ningún castigo y sus crímenes permanecen impunes, y que lo es menos si recibe por parte de los hombres y de los dioses el justo castigo de sus perversidades 190 .
Al aprendiz de sofista le resulta insoportable esa insistencia; todas las habilidades retóricas que ha aprendido de Gorgias, se estrellan contra esa
189 Gorgias , 470 e – 471 a. 190 Gorgias , 472 e.
fortaleza impasible del alma de Sócrates. Pero todavía le queda un recurso extremo, la prueba teatral irresistible, el simulacro impresionante de la gran tragedia.
POLO .- ¿Cómo has dicho? ¿Qué? ¿Que un hombre sorprendido al cometer un delito como el aspirar a la tiranía, sometido enseguida a la tortura, a quien le desgarran los miembros, le queman los ojos y después de haber sufrido en su persona tormentos sin medida y de todas clases y de haber visto padecer otros tantos a su esposa y a sus hijos, y por fin es crucificado y quemado vivo, que este hombre será menos desgraciado que si escapando a estos suplicios consiguiera ser tirano y pasara toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo que le pluguiera y siendo objeto de la envidia de sus conciudadanos y de los extranjeros y considerado feliz por todo el mundo? ¿á menos desgraciado que si escapando a estos suplicios consiguiera ser tirano y pasara toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo que le pluguiera y siendo objeto de la envidia de sus conciudadanos y de los extranjeros y considerado feliz por todo el mundo? ¿Y pretendes que es imposible refutar tales absurdos? 191
Polo queda extenuado después de la representación teatral y de la repugnante adulación en que acaba de caer una vez más; espera, al menos, que su retórica abrumadora lo haya asustado a Sócrates. Pero no ocurre nada de eso; más bien lo contrario, porque el maestro de conducta se ve confirmado en su juicio ante esa apelación banal a las declaraciones teatrales, a los testigos falsos que ya ha tachado de nulidad. El mundo entero, hasta el mundo sin alma de las vanas apariencias y de las adulaciones serviles, cabe en una sola alma que se conoce a sí misma; y la grandeza del alma no cabe ni puede ser contenida por el mundo entero. El alma es más grande y más fuerte que el mundo y está hecha para elevar al mundo y no para ser arrastrada por el mundo. Cuando los hombres del 53, los esclarecidos ciudadanos de la Organización Nacional se desesperaban ante el atraso argentino y sus ojos demasiado prácticos no veían más que el desierto despoblado e inculto, sin alfabeto ni ferrocarriles, sin mieses ni ganados, es que habían dejado de creer en Dios y en el alma. Por esto es que organizaron la Patria para servir al trabajo productivo, a la habilidad y a la riqueza, en lugar de sumar todos estos bienes a la real grandeza de la Patria.
191 Gorgias , 473 c-d.
Si hubiesen sabido ver, si hubiesen tenido ojos para ver la realidad, como el varón formidable que acaban de echar del país, no habrían puesto jamás, en el primer plano, ni el problema de la población, ni el de los capitales, ni el de los ferrocarriles, ni el de los analfabetos, con ser todos ellos problemas importantes. Y su mirada no habría recorrido un desierto vacío y salvaje; habrían visto, más bien, a la tierra inmensa de la Patria ceñida por el alma de su héroe fundador, colmada de poder y de riqueza, de dignidades principales y de real señorío. Y habrían comprendido, acaso, que cuando los sofistas y demagogos le impusieron el ostracismo al General Don José de San Martín, la Patria que se había levantado y hecho fuerte en su alma, se alejó también de la tierra infiel, como se aleja toda vez que se olvida que la tierra es de Dios para el alma.