martes, 3 de febrero de 2015

"EL ORDEN NATURAL" Carlos Alberto Sacheri- 45-LA FUNCIÓN DEL ESTADO 46-LA SOBERANÍA POLÍTICA 47-PARTICIPACIÓN POLÍTICA Y FORM AS DE GOBIERNO




"EL ORDEN NATURAL"

Carlos Alberto Sacheri

"MUERTO POR DIOS Y POR LA PATRIA"


PARTES
45-LA FUNCIÓN DEL ESTADO
46-LA SOBERANÍA POLÍTICA
47-PARTICIPACIÓN POLÍTICA Y FORM AS DE GOBIERNO
 45. LA FUNCIÓN DEL ESTADO
El vaivén de las ideologías modernas ha terminado por dislocar en muchos casos el sentido y la finalidad propia de múltiples institu­ciones del orden social. Así vemos que la universidad, el sindicato, la empresa, el municipio y la misma familia, padecen hoy una crisis profunda que afecta su normal funcionamiento y el cumplimiento cabal de sus objetivos fundamentales: Lo mismo acontece en el plano político con el concepto del Estado. 
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En momentos en que éste se ve llamado a desempeñar nuevas e importantes funciones dentro del cuerpo social, lá crisis intelectual y moral de nuestro tiempo ha contribuido a desvirtuar el sentido de su responsabilidad esencial, cual es la de procurar el bien común. De ahí la urgente necesidad de recuperar una adecuada imagen de la autoridad política y de su función básica. De lo contrario, el desconocimiento de esta última continuará socavando la vida social en todas sus dimensiones.
La gran alternativa
Resulta imperioso redescubrir una distinción profunda entre dos actividades o roles que la mayoría de la gente, y aun los “expertos” en temas políticos, identifican falsamente: gobierno y administración. No solamente ambos quehaceres se distinguen entre sí sino que, en cierta medida, se contraponen engendrando hábitos mentales diferentes. Su confusión ha tenido y tiene gravísimas consecuencias, por cuanto distorsiona el orden social, tanto en lo económico, como en lo político y lo cultural.
Hemos mencionado que el Estado o autoridad política, en su carácter de gestor o procurador del bien común debe gobernar, esto es, ejercer una actividad de supervisión y ordenamiento, de coordinación y arbitraje de la labor de cada grupo intermedio y de cada sector de la población, en lo que hace a sus respectivos ámbitos de acción y competencia. Tal es la función propia y específica del Estado.
A los particulares, por el contrario, les compete propiamente el administrar, esto es, asumir la ejecución y dirección concretas de las diferentes tareas a su cargo, no ya en sus líneas generales, sino en cada una de las etapas de su concreción. El Estado puede, por ejemplo, inducir a los empresarios y organismos de crédito de una región determinada a crear un ente de expansión regional, fomen­tando la acción de éste mediante medidas financieras, estímulos de diferente tipo, etc. Pero resultaría disparatado que el Estado preten­diera asumir por sí y directamente la administración de dicho orga­nismo, para decidir a qué empresas habrá de ayudar o no, desentendiéndose de toda responsabilidad pecuniaria sobre las consecuen­cias de sus intervenciones. Lo que no logren las empresas por sí mismas, menos lo conseguirá el Estado-administrador.
Gobernar y administrar implican dos actitudes mentales y mo­rales diferentes. En efecto, mientras el espíritu administrador trata de aplicar las reglas más simples y más generales en la organización de las distintas tareas, el espíritu de gobierno se propone favorecer al máximo la diversidad de iniciativas, públicas o privadas, que pue­dan concurrir al bien común.
El administrador unifica, centraliza y simplifica al máximo. El go­bernante diversifica, descentraliza y respeta todas las diferencias le­gítimas que la diversidad de situaciones complejas impone al buen sentido. Ambas actividades son legítimas y necesarias en sus respec­tivas esferas. Lo grave se da cuando el gobernante descuida sus ta­reas para transformarse progresivamente en administrador. En tal caso, el espíritu de administración se desvirtúa y, cual nuevo rey Midas, esteriliza y ahoga cuanto toca.
Razones del fracaso
El respeto del principio de subsidiaridad exige que el Estado se concentre en su labor gubernativa, vinculado al orden público, de­jando en manos de los particulares y grupos privados todo aquello que éstos puedan ejecutar por sí mismos en beneficio del cuerpo social.
La historia pasada y reciente de la humanidad ofrece las más variadas ilustraciones de las consecuencias nefastas que se siguen inevitablemente cuando la autoridad política desenfoca su propia misión, descuidando gobernar, para dedicarse a administrar. La des­trucción del imperio romano, el desmembramiento del imperio carolingio, la caída de la Rusia zarista, el fracaso de la Inglaterra laborista, son otros tantos casos en los cuales se verifica el descuido del espíritu de subsidiaridad y la proliferación de actividades administrativas en manos del Estado. La misma confusión habrá de provocar la perma­nente deficiencia económica de los países sometidos al comunismo. ¡Con cuánta clarividencia pronosticó Pío XI en Diuini Redemptoris el fracaso económico del totalitarismo comunista, en 1937!
Cada vez que el Estado se propone actuar en tal o cual sector, se encuentra inmovilizado para toda ejecución eficiente, por la enor­me burocracia que él mismo crea para alcanzar sus objetivos. Los propios funcionarios y organismos, gracias a la proliferación de nue­vas tareas inútiles, tienden naturalmente a favorecer la creación de nuevos entes públicos que requerirán más funcionarios, con la se­creta esperanza que lós “nuevos” solucionarán los problemas o, al menos, aliviarán la ejecución de las tareas. La célebre e irónica ley de Parkinson: 1 + 1 — 3, tiene su principal aplicación en las adminis­traciones estatales. .
El Estado-administrador y sus agentes son irresponsables res­pecto de los resultados concretos de su acción o inacción. Si un agricultor calcula mal la época de siembra o se atrasa en la cosecha, pierde el trabajo del año. Lo mismo pasa al industrial y al comer­ciante cuando yerran sobre el giro de su negocio o las posibilidades del mercado o la estimación de los costos de producción. Esta im­placable confrontación con la realidad desarrolla en ellos un gran espíritu de previsión y responsabilidad, pues en cada decisión expo­nen sus bienes, su prestigio y su formación.
La administración estatal, por el contrario, es una actividad sin riesgos reales y, en consecuencia, irresponsable e imprevisora. ¿Cuán­do se ve acaso que un funcionario o ministro pague los “platos ro­tos” de sus malas decisiones? En los pocos casos en que ello se da, la sanción más severa consiste en la exclusión de los cuadros de la administración pública... sin que el mal haya sido reparado, a menos que se dé una clara extralimitación de funciones o algo similar. De ahí que los cálculos administrativos carezcan muchas veces de base y de elemental sensatez. Total, el Estado aumentará los gravámenes sociales, o el ministro renunciará hasta la próxima elección, mientras son los productores reales quienes soportarán las consecuencias.
Lo dicho no implica reconocer, como el mismo principio de sub­sidiaridad lo exige en ciertos casos, que el Estado administre eficien­temente ciertos servicios imprescindibles. También podrán aducirse pasos en que la buena administración estatal ha producido frutos óptimos. Pero ello no invalida el principio general, que exige del Estado el máximo de servicio con el mínimo de gastos.
El Estado moderno
Toda solución política del Estado moderno requiere una reforma intelectual y moral previa, mediante la cual se le devuelva su autén­tica misión, despojándolo de toda tarea innecesaria. No se trata tampoco de “privatizarlo” todo, como la ingenuidad liberal lo recla­ma. El Estado debe poner el acento en su función de estímulo, protección, contralor, orientación y coordinación de las iniciatiuas pri­vadas en todos los planos, pues esa es su misión específica. La auto­ridad política ha de constituirse en el árbitro supremo que contenga los egoísmos sectoriales, respetando al mismo tiempo los derechos y autonomías legítimas de cada grupo o sector.
Tal es el principio de salud para el Estado. “No se gobierna un país con instituciones hechas para administrarlo” (Chambord). El vigor de un cuerpo social, realmente vertebrado en el respeto de las libertades y competencias básicas, es la condición indispensable para que el poder público pueda realizar con éxito su tarea gubernativa. En síntesis, el Estado no ha de dejar hacer (liberalismo) ni hacer por sí mismo (colectivismo), sino ayudar a hacer.

46. LA SOBERANÍA POLÍTICA
Pocos conceptos del vocabulario político de nuestro tiempo re­sultan tan confusos como el término soberanía. La variedad de sus contenidos o significaciones es tal, que autores tan dispares como Maritain y Kelsen consideran muy deseable la exclusión de la palabra soberanía” del vocabulario de la ciencia política; de lo contrario, aumentaría la gran confusión existente. ■
Por ello es menester aclarar cuál es el sentido correcto de sobera­nía, distinguiéndolo de las doctrinas erróneas, para finalmente esta­blecer quién es, dentro de la sociedad política, el sujeto propio de la soberanía política.
Origen del término
Soberanía deriva del bajo latín superaneus, “el que está sobre los demás”, “el superior”; del mismo origen es la palabra soberano, por la cual en castellano se designa al rey, emperador o jefe políti­co del Estado. De indicar una relación de posición o lugar (superior-inferior) pasó por metonimia a designar la dignidad, el honor, la autoridad. Como concepto de la teoría política, lo encontramos en Jean Bodin, el cual formula una doctrina de la soberanía (De la république). Para justificar el carácter absolutista del poder monárqui­co de su tiempo, Bodin recurre al concepto de soberanía, asignándo­lo en primer lugar a Cristo como “Señor Absoluto”; de ahí lo deriva al monarca, como representante de Cristo mismo. El autor añade que la soberanía implica tres notas: es absoluta, es inalienable y es indivisible.Posteriormente, el alemán Althusius y más tarde Rousseau, sus­tituyeron la “soberanía del príncipe” por la “soberanía del pueblo” , fórmula que subsiste hasta nuestros días, con el mismo contenido básico que Rousseau le asignara.
Doctrina liberal
Sobre la base de tales fuentes históricas quedó asentada la doctri­na liberal sobre la “soberanía popular”. Rousseau vincula este con­cepto con otro de su creación, “la voluntad general”, o sea, la volun­tad del pueblo, de la mayoría. Según éste el pueblo pasa a ser la fuente y raíz de todo poder político, de toda autoridad una vez establecido el “pacto social” , irrevocable, mediante el cual se constituye la sociedad política. Las cláusulas del pacto implican esencialmente “la enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a toda la comunidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos; y siendo igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás” (El Con­trato Social). Sobre la base del igualitarismo así instaurado el pueblo se erige, a través del mito de la voluntad general, en el legislador supremo. El gobierno no es sino el delegado o mandatario destina­do a aplicar las decisiones de aquél. En tal carácter, el pueblo es fuente de todo derecho y de toda norma moral; en consecuencia, puede revocar en cualquier momento la delegación otorgada al go­bernante de turno.
La concepción liberal de la soberanía es utópica, contradictoria y nefasta. Es utópica por cuanto se basa en una quimera de pacto originario, históricamente inexistente. Es contradictoria ya que su­ pone que los individuos se asocian libremente, pero a partir de ese instante no pueden revocar lo aprobado. Es aberrante en sus conse­cuencias: 1) porque disuelve el fundamento de la autoridad; 2) por­ que desemboca en el despotismo ilimitado del Estado y de la mayo­ría; 3) porque elimina toda referencia a Dios y al orden natural como origen de la autoridad; 4) porque coloca a la multitud amorfa como base de todo derecho y de la moral; 5) porque favorece la demago­gia de quienes aspiran a perpetuarse en el poder.
Soberanía y orden natural
La doctrina del derecho natural nos brinda una orientación muy diferente respecto de la soberanía política, en plena conformidad tanto con los grandes principios del orden social, cuanto con la ex­periencia histórica de las naciones.
Ante todo, debe precisarse el concepto mismo de soberanía. Es ésta un atributo de la autoridad, o sea, es la facultad por la cual la autoridad política impone mediante la ley determinadas obligaciones a los súbditos. Tal facultad le es inherente en tanto supone por defi­nición una relación de superior a inferior, alguien que manda y al­guien que obedece, uno que decide y otro que acata. Resulta claro que el soberano es quien hace la ley, pero esta facultad implica ne­cesariamente no sólo el poder de legislar, sino también el de ejecutar o aplicar la ley y el de administrar la justicia según la misma ley, de acuerdo a la clásica división de funciones ya enunciada por Aristóteles en su Política.
En su sentido propio, soberanía se dice de quien ejerce el poder en la sociedad; así se llamó soberano el rey en las monarquías. Pe­ro, por extensión, y lato sensu, puede calificarse de soberana a toda la sociedad política en su conjunto, la cual incluye a la vez al gobier­no y al cuerpo social. Así se habla de “soberanía nacional”, etc. Que­ de claro, sin embargo, que el poder soberano se ejerce sobre los miembros de un mismo Estado; se ejerce ad intra, o sea, sobre las partes que le están sometidas. Pero no se aplica correctamente a las relaciones entre Estados, pues no puede hablarse correctamente de la soberanía de Bolivia respecto de la Argentina. En este caso, debe hablarse de independencia o autonomía de un Estado respecto de otro; la independencia se ejerce ad extra, hacia el exterior.
Por lo expuesto se ve que soberanía no implica de ningún modo la idea de una libertad o autonomía absoluta, cual la postula el li­beralismo, como capacidad de autodeterminación de la multitud por sí misma. Tal concepto no rige siquiera para quien ejerce la au­toridad pública, pues la facultad de dictar leyes está regulada por las exigencias del bien común nacional y por la misma ley natural. Soberanía, por tanto, no es sinónimo ni de potestad absoluta e in­discriminada, ni de arbitrariedad. Por ello la idea de una soberanía popular es un absurdo total, pues la multitud como tal no puede gobernarse a sí misma. Para lograrlo, tendría que mandarse y obe­ decerse a sí misma, lo cual es incongruente. La hipótesis del pueblo legislador nunca se verificó históricamente, ni podrá darse jamás, como lo resume claramente Zigliara: “Solo puede poseer la sobera­nía quien es capaz de ejercerla, pues el poder está esencialmente ordenado al gobierno de la sociedad. La multitud es inepta para gobernarse. Por lo tanto, la multitud no puede poseer la soberanía” (Summa Philos., De auctoritate sociale, XII).
Sujeto de la soberanía
Igual doctrina sustenta León XIII sobre el origen del poder po­lítico: “Muchos de nuestros contemporáneos marchamos sobre la huella de aquellos que en el siglo pasado se atribuían el nombre de filósofos, que dicen que todo poder viene del pueblo, de suerte que aquellos que lo ejercen en el Estado no lo hacen como algo que les pertenece, sino como delegados del pueblo que puede quitárse­ lo. Los católicos tienen una doctrina diferente, hacen descender de Dios el derecho de mandar, como de su fuente natural y necesaria. Importa sin embargo, destacar aquí que aquellos que deben estar a la cabeza de los asuntos públicos pueden, en ciertos casos ser elegidos por la voluntad de la multitud, sin que contradiga ni repugne a la doctrina católica. Esta elección designa al príncipe, pero no le confiere los derechos del principado. La autoridad no es dada, sino que se determina solamente quién debe ejercerla” (Diuturnum illud).
En síntesis: la autoridad es necesaria en toda sociedad política, por una exigencia del orden natural emanado de Dios, fuente de toda razón y justicia. La soberanía es el atributo esencial de la au­toridad, la cual gobierna al pueblo no como delegado o mandatario de éste, sino como procuradora del bien común temporal y en el respeto de la ley natural, base de todo el derecho positivo.

47. PARTICIPACIÓN POLÍTICA Y FORMAS DE GOBIERNO
El tema de la participación reviste candente actualidad. No hay plano alguno de la vida social contemporánea respecto del cual no se plantee este tema. A medida que la crisis de las ideologías y de las instituciones políticas se agrava progresivamente en la casi tota­lidad de las naciones modernas, el concepto de participación ad­ quiere mayor vigencia.
No obstante, el empleo del término se ve frecuentemente des­virtuado por el abuso, que del mismo se hace. La importancia de los principios enjuego a través del concepto de participación impo­nen, pues, su esclarecimiento, y la determinación de sus aplicaciones a los distintos regímenes políticos.
Noción de participación
El sentido corriente del término implica “tomar parte en algo” , o bien “tener parte en algo” . No deja de ser importante el matiz activo o pasivo de ambos significados. En efecto, la idea de “tomar parte” supone una actitud activa de la persona; por el contrario, “tener parte en” supone una cierta pasividad. Alguien puede tener parte, simplemente recibiendo lo que le corresponda, en una distri­bución de bienes, de cosas, etc.
La noción de participación constituye un concepto clave de la doctrina del orden natural, siempre que se la conciba rectamente. Más aún, puede hablarse hasta de un derecho natural de la persona humana a la participación en la vida social. Pero ello es adecuado siempre que se incluya en la idea, las notas de competencia y de responsabilidad, pues ambas definen los criterios básicos que han de presidir los diferentes grados y modalidades de participación de cada persona en las distintas actividades sociales.
Manifiestamente, cada uno de los niveles señalados supone la posesión de las calidades, competencias y virtudes necesarias en cada caso. De lo contrario, la imprudencia, la ineficiencia, etc., se difundirán a todos los niveles.
El gobierno
Los criterios señalados han de servir para establecer cuál ha de ser el tipo concreto de participación que se adopte en cada sociedad política para asegurar el logro del bien común nacional. Ya Juan XXIII resume claramente la doctrina constante: “En lo que respecta a la comunidad política, resulta importante que, en todas las cate­gorías sociales, los ciudadanos se sientan cada día más obligados a velar por el bien común” (Mater et Magistra, n. 96).
En efecto, no ha de convertirse a la participación en una mera receta de aplicación universal. Para participar activamente en algo es menester tener la competencia para la función a cumplir y ser responsable de las opiniones y/o decisiones que se adopten. Un participacionismo indiscriminado resulta nefasto. En tal sentido, bas­te recordar las consecuencias negativas de la exaltación liberal de la soberanía popular y del sufragio universal...
Nivel de participación
Existen diferentes niveles y formas concretas de participación en la vida social. Reducidos a los esenciales, tenemos tres grados distintos:
1) Información: se participa en algo desde el momento en que se está al tanto de los problemas, de las opiniones, de las alternativas de elección, etc. En lo que respecta a la participación social y políti­ca, este nivel es de acceso general. Todo el cuerpo social está llama­do a interiorizarse de los problemas que hacen a la comunidad.
2) Consulta: se participa activamente cuando una persona es invitada a expresar su opinión y asesoramiénto sobre temas de su competencia. Por lo tanto, la capacidad de cada uno determinará en la práctica el grado de participación que deba serle reconocido.
3) Decisión: la participación en las decisiones a adoptarse implica el mayor grado de actividad posible. La experiencia muestra que, así como no todo aquel que deba ser informado de algo tiene dere­cho a emitir su opinión, así también no todo consultor o consejero reúne las condiciones para decidir.
No es necesario señalar aquí que a lo largo de la historia de los pueblos, diversas formas de gobierno han ido surgiendo y se han ido reemplazando unas a otras. Pero conviene retomar brevemente la clásica división dada por Aristóteles en su Política, de las formas legínas e ilegítimas de gobierno. El criterio de división es simple: o un gobierno es apto para el logro del bien común, o es inapto. En el primer caso, encontramos tres formas típicas: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Estas tienen a su vez tres formas ilegítimas o corruptas, que son respectivamente: la tiranía, la oligar­quía y la demagogia.
La diferencia reside en que la monarquía es gobierno de uno solo, el monarca, y su característica principal es la unidad en el man­do. La aristocracia implica el gobierno de unos pocos seleccionados por sus virtudes personales. La democracia (rectamente entendida) se caracteriza por el gobierno de un gran número y asegura princi­palmente la libertad. A su vez, las formas corruptas sustituyen los valores característicos mencionados del siguiente modo: la tiranía ejerce el poder en exclusivo provecho del tirano, dando pie a toda arbitrariedad; la oligarquía sustituye la virtud por la riqueza; y la demagogia alienta las pasiones de la multitud en nombre de un igualitarismo contrario a la razón y a la experiencia.
Resulta claro que las formas de participación del cuerpo social en los asuntos públicos varía muy considerablemente según se apli­que uno u otro de los régímenes mencionados. En el caso de la mo­narquía, las decisiones, dependen en última instancia de una sola persona; en la aristocracia, de un pequeño número; y en la democracia, de un amplio número. En ninguno de las casos gobierna todo el pueblo según el falso planteo del liberalismo político (cf. cap. “La democracia” )
Ello no significa que los diferentes grupos sociales no tengan par­ticipación alguna en la monarquía y la aristocracia. La historia mues­tra numerosos ejemplos en los cuales se ha mantenido una gran unidad en las magistraturas supremas, pero acompañada de una intensa participación de los diferentes sectores sociales, en la ela­boración de informes, medidas, peticiones, etc. Durante varios si­glos, los gremios, corporaciones artesanales y comunas han ejerci­do sus derechos en forma muy activa, bajo las monarquías tradicio­nales. Estas consultas recién desaparecieron a medida que se difun­dió el absolutismo político de Maquiavelo, Marsiglio de Padua, Althusius, Bodin y otros.
Distinciones
Cabe preguntar si las distintas formas de gobierno son igualmen­ te válidas o no. La doctrina tradicional siempre estableció distincio­nes al respecto, pero admite su validez siempre que el bien común sea procurado. “Nada impide que la Iglesia apruebe el gobierno de uno o de varios, con tal que sea justo y aplicado al bien común. Por lo cual, salva la justicia, no está vedado a los pueblos darse aque­lla forma política que mejor se adapte a su genio, tradiciones y cos­tumbres” (Diuturnum iliud).
Ello significa que toda forma legítima puede ser aplicada con esa doble condición: de procurar el bien común y de respetar la idiosincrasia de cada pueblo. Esta exigencia se impone por cuanto no todo régimen cuadra a la índole y tradiciones de la sociedad o, de lo contrario, provocará tales resistencias que hará imposible la paz social.
Por ello Santo Tomás, en su De Regno, propugna como el mejor régimen para la mayoría de los pueblos una forma mixta que incluya la unidad de la monarquía, la competencia de la aristocracia y la participación popular amplia de la democracia.