A Su Santidad Papa Francisco
Admirado Santo Padre:
Doy por descontado que muy difícilmente estas simples líneas lleguen a
v. conocimiento, pero de todos modos la esperanza me impulsa a
escribirla.
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Y tiene un único objetivo, cual es expresarle, con todo respeto, mi
incapacidad de comprensión de acciones u omisiones de Su Santidad que
suelen sorprenderme por inesperadas. Claro que un hecho que resulta
incomprensible para un ciudadano de a pie, seguramente carga en su
médula un fundamento fáctico contundente que escapa al conocimiento de
las mayorías. Comprendo esto y justamente, en mi incomprensión es que me
atrevo a estas líneas.
Comprendo perfectamente y concuerdo con su constante prédica de dejar
de lado odios y enfrentamientos y en esa línea me resultan lógicas las
múltiples audiencias concedidas a quienes tanto lo combatieron, lo
ignoraron, lo humillaron con calumnias y desprecios. Comparto y aplaudo
tan importante paso hacia la fraternal pacificación de todos argentinos.
Y en la misma línea, comparto esperanzado el reciente documento
emanado de la Conferencia Episcopal Argentina en el sentido de “sembrar
la cultura del encuentro que nos ayude a superar heridas y agobios, y
hacer de nuestra patria una nación fraterna, cuya identidad sea la
pasión por la verdad y el compromiso por el bien común”.
Es lo que necesitamos los argentinos, volver a conformar una nación
fraterna, con ciudadanos apasionados por la verdad y el bien común,
fervientes defensores de sus propias creencias y respetuosos de las
ajenas.
Sus constantes muestras de piedad no reconocen fronteras, así lo
demuestran sus palabras rogando, por ejemplo, universal “solidaridad
fraterna” hacia las víctimas del terremoto que asuela Nepal.
En esa línea, tal vez algún día llegue su solidaridad hacia nuestros
presos políticos que sufren cruel abandono, ancianos apilados en
humillantes celdas privados de todo tipo de atención médica y
espiritual, ancianos que van muriendo uno a uno sin que la justicia ni
gran parte de la sociedad se sobresalte por esta injusta violación a los
derechos humanos. Su infinita bondad me hace pensar que pronto llegará
también a ellos v. solidaridad. Son ancianos que formaban parte de
nuestras Fuerzas Armadas, de nuestro Poder Judicial y hasta de nuestra
madre Iglesia.
Pero volviendo al motivo de estas líneas y a esas decisiones que
confieso no comprender, me ha sorprendido profundamente el hecho de que
Su Santidad haya ordenado abrir los archivos vaticanos de la última
Dictadura Militar que gobernó nuestro país en los tristes ‘70 y ‘80.
¿Será tal vez para terminar de una vez por todas con los enfrentamientos?
Porque bien conoce S.S. quienes iniciaron aquella cruel guerra que
sufrió nuestra Patria, quienes fueron los que con ideologías foráneas,
subvención terrorista y finalidad espuria atacaron nuestras
instituciones asesinando a su paso a militares, civiles, mujeres, niños y
saqueando empresas, cuarteles, fábricas… Ese fue el comienzo, Su
Santidad seguramente lo recuerda con claridad. Y no hace falta detallar
circunstancias que permanecen en la memoria de quienes vivimos aquellos
años.
Y así hemos llegado al hecho de que los integrantes de las FFAA que
cumpliendo órdenes de su Comandante en Jefe, combatieron al terrorismo,
son hoy los presos políticos, víctimas de una perversa y distorsionada
política de Derechos Humanos, que esconde en realidad una Política de
Privilegios Humanos.
Bajo amañados argumentos se aplicó con ellos, y sólo con ellos, el
Estatuto de Roma calificando sus acciones y sus pensamientos -que no
sólo a los combatientes se ha encarcelado- como delitos de Lesa
Humanidad y en consecuencia imprescriptibles. Pero bien sabrá S.S. que
dicho Estatuto, del año 1998, en su Art. 11, establece que tendrá
“competencia únicamente respecto de crímenes cometidos después de la
entrada en vigor del presente estatuto”.
Y también sabrá S.S. que si por una retorcida interpretación
jurisprudencial se ha violado el principio jurídico “Nullum crimen,
nulla poena sine praevia lege”, igual criterio debería aplicarse con las
organizaciones terroristas que asolaron nuestra Patria, tal como
expresa el Art. 7, incisos 1 y 2 a.
Sin embargo, todas son mieles y agasajos para quienes se alzaron en
armas contra la Nación sembrando a su paso caos y muerte. Premios,
homenajes y recompensas es lo que reciben a diario. En cambio quienes
los combatieron, cumpliendo órdenes del Presidente de la Nación, sufren
injusta prisión. Y si digo injusta no se trata de un sentimiento, que lo
es por supuesto, sino de la comprobación de las múltiples violaciones a
la Constitución, a la Ley y a sus derechos.
En efecto, siendo mayores de 70 años no se les concede el arresto
domiciliario que por ley les corresponde, tampoco se los excarcela
atento el extenso plazo transcurrido sin el dictado de sentencia. Y en
el colmo del sadismo, se les ha negado el derecho a la atención médica
bajo el sistema de salud al cual aportaron toda su vida. Las precarias
enfermerías carcelarias son sus lazaretos, carentes de salubridad y
elementales cuidados médicos y es así que van entregando su alma uno a
uno.
Su Santidad, hago votos porque en su infinita bondad pueda hacer un
alto en sus múltiples tareas pastorales y de evangelización y acerque a
estos ancianos, olvidados de nuestras autoridades y de gran parte de la
sociedad, una palabra de esperanza.
Como bien ha declarado la Conferencia Episcopal, nos merecemos “una
Nación fraterna, cuya identidad sea la pasión por la verdad y el
compromiso por el bien común”.
Dios guarde a Su Santidad.