Dignidad del cristianismo e indignidad de los cristianos (1939) (II) – Nicolás Berdiaeff
Primera
parte: aquí
Los creyentes israelitas afirman que sus
leyes tienen el privilegio inmenso de poderse llevar fácilmente a la práctica, que
su religión se adapta más a la naturaleza humana, que corresponde mejor a los
fines de la vida terrenal y exige menos renunciación. Consideran al
cristianismo como una religión de ensueño, inútil en la vida, y por lo mismo
perjudicial.
Medimos con frecuencia el valor moral de los hombres por el de su
fe, de sus ideales. Si el materialista, según sus opiniones, se muestra bueno, abnegado
y firme en sus ideas, capaz de hacer por ellas ciertos sacrificios, nos asombra
por su grandeza de alma y le citamos como ejemplo. Pero es infinitamente más
difícil para el cristiano estar a la altura de su fe, de su ideal, pues debe
amar a sus enemigos, llevar valientemente su cruz, resistir heroicamente las
tentaciones del mundo; lo que no tienen que hacer ni el israelita, ni el
mahometano, ni el materialista. La religión cristiana es la más difícil, la más
irrealizable, la más opuesta a la naturaleza humana; nos lleva hacia el camino
de mayor resistencia. La vida del cristiano es una crucifixión continua de sí
mismo.
Las gentes pretenden a menudo que el
cristianismo ha fracasado, que históricamente no pudo realizarse y que la
historia de la Iglesia es la testigo palpable de ello. Hay que reconocer que
las obras que presenta esta historia pueden servir de escándalo a aquellos cuya
fe es vacilante. En efecto; evocan la lucha en el mundo cristiano de las
pasiones y de los intereses humanos, la depravación y la deformación de la
verdad en conciencia de la humanidad pecadora; nos presentan con frecuencia la
historia de la Iglesia análoga a la de los gobiernos, a la de las relaciones diplomáticas,
las guerras, etc., etc.
La historia exterior de la Iglesia está a la
vista y puede ser expuesta de manera accesible a todos. Pero su vida espiritual
es interior; la conversión de los hombres a Dios, el desarrollo progresivo de
la santidad son menos aparentes; es más difícil hablar de ello porque la
historia los vela y a veces calla. Los hombres disciernen con más facilidad el
mal que el bien: son más sensibles al lado superficial de la vida que a la vida
interior. De manera que nos interesan con más facilidad las ocupaciones
comerciales o políticas, la vida familiar o social. Pero ¿es que nos preocupa,
acaso, la manera que tienen de rezar a Dios, la manera en que orientan su vida
interior hacia lo divino y lo que luchan espiritualmente contra sus naturalezas?
Por lo general, esto nos tiene sin cuidado;
ignoramos, y ni sospechamos siquiera, la existencia de una vida espiritual en
los seres que tratamos; lo más que hacemos es discernirla apenas en nuestros
allegados, a los cuales dedicamos una atención particular. En la vida exterior
que se ofrece a nuestra miradas descubrimos con más facilidad las malas
acciones, las malas pasiones. Pero lo que hay de recóndito en las luchas del
espíritu, los arranques hacia Dios, los esfuerzos inauditos y penosos para
vivir la verdad de Cristo los ignoramos, o preferimos ignorarlos. Nos
recomiendan no juzgar al prójimo; pero le juzgamos continuamente por sus actos
exteriores, por la expresión de su cara, sin ahondar en su vida interior ni
prestarle la menor atención.
Sucede otro tanto con la historia del
cristianismo; no puede juzgarse de ésta por los hechos exteriores, por las
pasiones y pecados de los hombres que alteraron su imagen. Debemos recordar lo
que han soportado y padecido los pueblos cristianos a través de la Historia,
los esfuerzos inauditos que han hecho para vencer la antigua forma de su naturaleza,
su paganismo ancestral, su barbarie innata, sus instintos groseros. EL
cristianismo ha tenido que sobrepujar a la materia, que oponía una resistencia
atroz al espíritu cristiano. Hubo que elevar a la religión del amor a todos
aquellos cuyos instintos eran violentos y crueles. Pero el cristianismo vino a
salvar a los enfermos y no a los sanos, a los pecadores y no a los justos. Y el
género humano convertido al cristianismo, es un enfermo y un pecador. La
Iglesia de Cristo no está llamada a organizar la vida exterior y a vencer el
mal por medio de la violencia. Todo lo espera del florecimiento de una vida
interior y espiritual, de la acción recíproca de la libertad humana y de la
gracia divina. No puede por su esencia destruir lo arbitrario, lo malo en la
naturaleza humana, pues reconoce la libertad.
Nicolás Berdiaeff “EL cristianismo y la lucha de clases” – Ed.
Espasa Calpe – México – Bs. As. – 3° Edic. 1944. Págs. 127-130.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista