Ricardo Lorenzetti y el Manco de Lepanto
Pot Mauricio Ortín
|
Julio
Poch completó cinco años de prisión preventiva y ahora es juzgado en
la mega causa ESMA II. El juez Sergio Torres dictó el auto de
procesamiento en su contra y la Cámara integrada por los jueces
Irurzun y Freiler, lo convalidó. El expediente se inició por una
denuncia de Tim Weert, compañero de trabajo de Poch, según la cual
éste le relató que habría sido partícipe de “los vuelos de la muerte”
en los que se arrojaba terroristas al mar. Weert no afirmó
categóricamente que Poch haya dicho que tuvo participación directa
sino que a él le “dio la impresión que él mismo había estado
involucrado”. Ello habría sucedido en el año 2003, mientras un grupo
de pilotos de la aerolínea holandesa Transavia cenaba en la isla de
Bali. Weert presentó la denuncia en el año 2006. En diciembre de 2008
el juez Sergio Torres viajó a Holanda para tomar declaración a Weert.
Éste ratificó a medias sus dichos. Declararon también otros que o,
participaron en la cena o trabajaban con Poch.
Ninguno de ellos
afirma que Poch se involucró como partícipe en los “vuelos de la
muerte”. Sin embargo, el solo testimonio ambiguo de Weert expresado
en holandés (un idioma extraño para el interrogador) fue suficiente
para que el juez instructor, Sergio Torres, solicitara la extradición
y el procesamiento de Julio Poch. No existe absolutamente nada más en
la causa que vincule al ex marino con el delito que se le atribuye.
Es más, el mismo juez instructor refiriéndose a dicho testimonio,
sostiene: “dicha prueba testifical es una parte muy importante de
esta valoración, podría decirse que es su núcleo central”. El
voluminoso auto de elevación a juicio, de 1130 fojas, abunda en lo
sucedido en la ESMA durante el gobierno militar y en los testimonios
sobre lo que supuestamente habría dicho Poch en esa cena. El objetivo
principal del juez pareciera que es probar que Poch, efectivamente,
dijo que participó de “los vuelos de la muerte” en lugar de probar
que Poch, efectivamente, participó de esos vuelos. Cinco años de
cárcel como consecuencia de que alguien dijo lo que supuestamente
dijo, y él lo niega, constituye una atrocidad que subleva a la razón
práctica. Con similar argumento se podría meter preso y juzgar a
cualquiera. Bastaría con declarar que el teniente fulano me dijo que
mató a un subversivo y listo. Torquemada era más sutil.
Por
otro lado, resulta escandaloso que los mismos jueces federales que
son capaces de actuar con la velocidad de Aquiles en las causas de
lesa humanidad contra militares diligenciaran como tortugas las miles
de denuncias por corrupción efectuadas contra los funcionarios durante
kirchnerato. Los números son abrumadoramente elocuentes. Los
militares condenados por delitos de lesa humanidad son más de 600 y
los procesados (muchos con prisión preventiva) más de dos mil. En
contraste brutal los mismos jueces y fiscales federales no investigaron
ni condenaron ni a un solo corrupto. Tuvieron que esperar doce largos
años para que, con el cambio de gobierno, procesaran y detuvieran a
Jaime y a otros pocos. Y eso que, no en Holanda sino aquí nomás,
pruebas, y no sólo dichos de terceros, hubo y hay en notoria
abundancia. Cuesta creer que a esta persecución infame el Presidente
de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, la caracterice
como “Política de Estado” y, también, que el secretario de DD.HH. de
la gobernadora Vidal, Santiago Cantón, la considere ejemplo mundial.
Porque
pocos actos son más viles que encarcelar a inocentes, la ciencia del
Derecho ha dedicado sus mejores esfuerzos para sortear tamaña
injusticia. El Estado argentino los ignora olímpicamente y opta por
la barbarie vengativa.
Cervantes,
por intermedio del célebre personaje, dice: “La libertad, Sancho, es
uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;
con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el
mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe
aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal
que puede venir a los hombres”. Es evidente que, para Lorenzetti y
los jueces federales argentinos, el Manco de Lepanto ha pasado por
este mundo sin que ellos se hayan dado por enterados.