domingo, 23 de septiembre de 2018

“Pederastia y celibato” por Mons. Felipe Arizmendi



“La inmensa mayoría de los sacerdotes viven fielmente su celibato”
+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de San Cristóbal de las Casas
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No ha faltado quien afirme que los casos de pederastia clerical se deben al celibato que decidimos asumir los sacerdotes y obispos. Con esto dan a entender que ser célibes nos hace inclinarnos a abusar de menores. Nada más ajeno a la verdad. La pederastia sucede mucho más en la familia, por parte de papás hacia sus hijos e hijas. Son muchísimos más los profesores, casi todos casados, que caen en estos crímenes abominables. Hay también algunos casos de pastores protestantes casados que fallan en esto, y no por ser casados están exentos de estos errores graves. Lo que pasa es que ellos casi no son noticia, y los medios de comunicación no los resaltan. Mucha gente ni se entera y se queda con la impresión de que esto sucede sólo en nuestra Iglesia, que es la que más está luchando por desterrar estas conductas criminales.
Doy testimonio de que la inmensa mayoría de los sacerdotes viven fielmente su celibato y no abusan de menores. El hecho de que algunos hayan cometido estas aberraciones, no autoriza a generalizar culpando a todos y al mismo celibato.
Yo soy muy feliz de ser y permanecer célibe, por una opción libre y personal, consciente y sostenida. Nadie me obligó a renunciar al matrimonio; lo hice porque he querido mantenerme libre para servir, donde me llamen y requieran mis servicios pastorales. No es por desprecio al matrimonio ni a la mujer, sino por una opción de totalidad por Cristo y por el pueblo. Acabo de cumplir 55 años como sacerdote y me siento feliz y muy fecundo en esta vocación. El celibato no me inclina a abusar de menores, sino que me da plenitud en mi opción de ser servidor de Dios y de la comunidad. Muchos no entienden esta consagración, como ya el mismo Jesús lo había advertido. Se imaginan que no se puede vivir sin prácticas genitales, hetero u homosexuales. El hecho de que ellos no lo vivan, no significa que no sea posible. Es posible y hermoso ser célibe, por amor al Reino de Dios, es decir, a Jesucristo y a la vida plena del pueblo, sobre todo de los pobres y de los que sufren.

PENSAR
El Papa San Juan Pablo II, en su exhortación postsinodal Pastores dabo vobis, dice al respecto:
“Entre los consejos evangélicos, estaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Cor 7, 7), para que se consagren sólo a Dios con un corazón que en la virginidad y el celibato se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Cor 7, 32-34). Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida en la más alta estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.
Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la voluntad de la Iglesia, antes aún que la voluntad que el sujeto manifiesta con su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo, Cabeza y Esposo, la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo eny conCristo asu Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor.
Para una adecuada vida espiritual del sacerdote es preciso que el celibato sea considerado y vivido no como un elemento aislado o puramente negativo, sino como un aspecto de una orientación positiva, específica y característica del sacerdote: él, dejando padre y madre, sigue a Jesús, buen Pastor, en una comunión apostólica, al servicio del Pueblo de Dios. Por tanto, el celibato ha de ser acogido con libre y amorosa decisión, que debe ser continuamente renovada, como don inestimable de Dios, como estímulo de la caridad pastoral, como participación singular en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia, como testimonio ante el mundo del Reino escatológico” (No. 29).
ACTUAR
Expresemos cariño, gratitud y confianza hacia los sacerdotes que se mantienen fieles a su carisma celibatario. Son padres y hermanos que han consagrado toda su existencia al servicio de Dios y del pueblo. No desconfiemos sistemáticamente de todos, aunque tampoco hay que ser ingenuos. Si en alguno de ellos se advierten tendencias negativas, hay que ayudarle a superarlas; y si no se corrige, hay que denunciarlo ante las respectivas autoridades, no sin mediar antes la corrección fraterna que Jesús siempre ordena.
 
 
— La recompensa sobrenatural de las buenas obras.
— Los méritos de Cristo y de María.
— Ofrecer a Dios nuestra vida corriente. Merecer por los demás.
I. El Señor nos habla muchas veces del mérito que tiene hasta la más pequeña de nuestras obras, si las realizamos por Él: ni siquiera un vaso de agua ofrecido por Él quedará sin su recompensa1. Si somos fieles a Cristo encontraremos un tesoro amontonado en el Cielo por una vida ofrecida día a día al Señor. La vida es en realidad el tiempo para merecer, pues en el Cielo ya no se merece, sino que se goza de la recompensa; tampoco se adquieren méritos en el Purgatorio, donde las almas se purifican de la huella que dejaron sus pecados. Este es el único tiempo para merecer: los días que nos queden aquí en la tierra; quizá, pocos.
En el Evangelio de la Misa de hoy2 nos enseña el Señor que las obras del cristiano han de ser superiores a las de los paganos para obtener esa recompensa sobrenatural. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis bien a quienes os hacen bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto... La caridad debe abarcar a todos los hombres, sin limitación alguna, y no debe extenderse solo a quienes nos hacen bien, a los que nos ayudan o se portan correctamente con nosotros, porque para esto no sería necesaria la ayuda de la gracia: también los paganos aman a quienes los aman a ellos. Lo mismo ocurre con las obras de un buen cristiano: no solo han de ser «humanamente» buenas y ejemplares, sino que el amor de Dios hará que sean generosas en su planteamiento, y sean así sobrenaturalmente meritorias.
El Señor ya había asegurado por el Profeta Isaías: Electi mei non laborabunt frustra3, mis elegidos no trabajarán nunca en vano, pues ni la más pequeña obra hecha por Dios quedará sin su fruto. Muchas de estas ganancias las veremos ya aquí en la tierra; otras, quizá la mayor parte, cuando nos encontremos en la presencia de Dios en el Cielo. San Pablo recordó a los primeros cristianos que cada uno recibirá su propia recompensa, según su trabajo4. Y, al final, cada uno recibirá el pago debido a las buenas o a las malas acciones que haya hecho mientras estaba revestido de su cuerpo5. Ahora es el tiempo de merecer. «Vuestras buenas obras deben ser vuestras inversiones, de las que un día recibiréis considerables intereses»6, enseña San Ignacio de Antioquía. Ya en esta vida el Señor nos paga con creces.
II. Electi mei non laborabunt frustra... Las obras de cada día –el trabajo, los pequeños servicios que prestamos a los demás, las alegrías, el descanso, el dolor y la fatiga llevados con garbo y ofrecidos al Señor– pueden ser meritorias por los infinitos merecimientos que Cristo nos alcanzó en su vida aquí en la tierra, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia7. A unos dones se añaden otros, en la medida en que correspondemos; y todos brotan de la fuente única que es Cristo, cuya plenitud de gracia no se agota nunca. «Él no tiene el don recibido por participación, sino que es la misma fuente, la misma raíz de todos los bienes: la Vida misma, la Luz misma, la Verdad misma. Y no retiene en sí mismo las riquezas de sus bienes, sino que los entrega a todos los demás; y habiéndolos dispensado, permanece lleno; no disminuye en nada por haberlos distribuido a otros, sino que llenando y haciendo participar a todos de estos bienes permanece en la misma perfección»8.
Una sola gota de su Sangre, enseña la Iglesia, habría bastado para la Redención de todo el género humano. Santo Tomás lo expresó en el himno Adoro te devote, que muchos cristianos meditan frecuentemente para crecer en amor y devoción a la Sagrada Eucaristía: Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Misericordioso pelícano, Señor Jesús, // purifica mis manchas con tu Sangre, // de la cual una sola gota es suficiente // para borrar todos los pecados del mundo entero.
El menor acto de amor de Jesús, en su niñez, en su vida de trabajo en Nazaret..., tenía un valor infinito para obtener la gracia santificante, la vida eterna y las ayudas necesarias para llegar a ella, a todos los hombres pasados, presentes y a los que han de venir9.
Nadie como la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, participó con tanta plenitud de los méritos de su Hijo. Por su impecabilidad, sus méritos fueron mayores, incluso más estrictamente «meritorios», que los de todas las demás criaturas, porque, al estar inmune de las concupiscencias y de otros estorbos, su libertad era mayor, y la libertad es el principio radical del mérito. Fueron meritorios todos los sacrificios y pesares que le llevó el ser Madre de Dios: desde la pobreza de Belén, la zozobra de la huida a Egipto..., hasta la espada que atravesó su corazón al contemplar los sufrimientos de Jesús en la Cruz. Y fueron meritorias todas las alegrías y todos los gozos que le produjeron su inmensa fe y su amor que todo lo penetraba, pues no es lo oneroso de una acción lo que la hace meritoria, sino el amor con que se hace. «No es la dificultad que hay en amar al enemigo lo que cuenta para lo meritorio, si no es en la medida en que se manifiesta en ella la perfección del amor, que triunfa de dicha dificultad. Así, pues, si la caridad fuera tan completa que suprimiese en absoluto la dificultad, sería entonces más meritoria»10, enseña Santo Tomás de Aquino. Así fue la caridad de María.
Debe darnos una gran alegría considerar con frecuencia los méritos infinitos de Cristo, la fuente de nuestra vida espiritual. Contemplar también las gracias que Santa María nos ha ganado fortalecerá la esperanza y nos reanimará de modo eficaz en momentos de desánimo o de cansancio, o cuando las personas que queremos llevar a Cristo parece que no responden y nos damos cuenta de la necesidad de merecer por ellas. «Me decías: “me veo, no solo incapaz de ir adelante en el camino, sino incapaz de salvarme –¡pobre alma mía!–, sin un milagro de la gracia. Estoy frío y –peor– como indiferente: igual que si fuera un espectador de ‘mi caso’, a quien nada importara lo que contempla. ¿Serán estériles estos días?
»Y, sin embargo, mi Madre es mi Madre, y Jesús es –¿me atrevo?– ¡mi Jesús! Y hay almas santas, ahora mismo, pidiendo por mí”.
»—Sigue andando de la mano de tu Madre, te repliqué, y “atrévete” a decirle a Jesús que es tuyo. Por su bondad, Él pondrá luces claras en tu alma»11.
III. Electi mei non laborabunt frustra. El mérito es el derecho a la recompensa por las obras que se realizan, y todas nuestras obras pueden ser meritorias, de tal manera que convirtamos la vida en un tiempo de merecimiento. Enseña la teología12 que el mérito propiamente dicho (de condigno) es aquel por el que se debe una retribución, en justicia o, al menos, en virtud de una promesa; así, en el orden natural, el trabajador merece su salario. Existe también otro mérito, que se suele llamar de conveniencia (de congruo), por el que se debe una recompensa, no en estricta justicia ni como consecuencia de una promesa, sino por razones de amistad, de estima, de liberalidad...; así, en el orden natural, el soldado que se ha distinguido en la batalla por su valor merece (de congruo) ser condecorado: su condición militar le pide esa valentía, pero si pudo ceder y no cedió, si pudo limitarse a cumplir y se esmeró en su cometido, el general magnánimo se ve movido a recompensar sobreabundantemente –por encima de lo estipulado– aquella acción.
En el orden sobrenatural, nuestros actos merecen, en virtud del querer de Dios, una recompensa que supera todos los honores y toda la gloria que el mundo puede ofrecernos. El cristiano en estado de gracia logra con su vida corriente, cumpliendo sus deberes, un aumento de gracia en su alma y la vida eterna: por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de incalculable gloria13.
Cada jornada, las obras son meritorias si las realizamos bien y con rectitud de intención: si las ofrecemos a Dios al comenzar el día, en la Santa Misa, o al iniciar una tarea o al terminarla. Especialmente serán meritorias si las unimos a los méritos de Cristo... y a los de la Virgen. Nos apropiamos así las gracias de valor infinito que el Señor nos alcanzó, principalmente en la Cruz, y los de su Madre Santísima, que tan singularmente corredimió con Él. Nuestro Padre Dios ve entonces estos quehaceres revestidos de un carácter infinito, del todo nuevo. Nos hacemos solidarios con los méritos de Cristo.
Conscientes de esta realidad sobrenatural, ¿procuramos ofrecer todo al Señor?, ¿lo ordinario de cada jornada y, si se presentan, las circunstancias más extraordinarias y difíciles: una grave enfermedad, la persecución, la calumnia? Especialmente entonces debemos recordar lo que ayer leíamos en el Evangelio de la Misa14: alegraos y regocijaos en aquel día, porque es muy grande vuestra recompensa. Son ocasiones para amar más al Señor, para unirnos más a Él.
También nos ayudará a realizar con perfección nuestros quehaceres el saber que, con un mérito de conveniencia, fundado en la amistad con el Señor, con estas obras –hechas en gracia de Dios, por amor, con perfección, buscando solo la gloria de Dios–, podemos merecer la conversión de un hijo, de un hermano, de un amigo: así han actuado los santos. Aprovechemos tantas oportunidades para ayudar a los demás en su camino hacia el Cielo. Con más interés y tesón a los que Dios ha puesto más cerca de nuestra vida y a quienes andan más necesitados de estas ayudas espirituales.
1 Cfr. Mt 10, 42. — 2 Lc 6, 27-38. — 3 Is 65, 23. — 4 1 Cor 3, 8. — 5 1 Cor 5, 10; Cfr. Rom 2, 5-6. — 6 San Ignacio de Antioquía, Epístola a San Policarpo. — 7 Jn 1, 16. — 8 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 14, 1. — 9 Cfr. R. Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 365. — 10 Santo Tomás, Cuestiones disputadas sobre la caridad, q. 8, ad 17. — 11 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 251. — 12 Cfr. R. Garrigou-Lagrange, o. c., p. 366. — 13 2 Cor 4, 17. — 14 Cfr. Lc 6, 20-26.
 
 
Buscas la compañía de amigos que con su conversación y su afecto, con su trato, te hacen más llevadero el destierro de este mundo..., aunque los amigos a veces traicionan. -No me parece mal. Pero... ¿cómo no frecuentas cada día con mayor intensidad la compañía, la conversación con el Gran Amigo, que nunca traiciona? (Camino, 88)
Nuestra vida es de Dios y hemos de gastarla en su servicio, preocupándonos generosamente de las almas, demostrando, con la palabra y con el ejemplo, la hondura de las exigencias cristianas.
Jesús espera que alimentemos el deseo de adquirir esa ciencia, para repetirnos: el que tenga sed, venga a mí y beba. Y contestamos: enséñanos a olvidarnos de nosotros mismos, para pensar en Ti y en todas las almas. De este modo el Señor nos llevará adelante con su gracia, como cuando comenzábamos a escribir ‑(recordáis aquellos palotes de la infancia, guiados por la mano del maestro?‑, y así empezaremos a saborear la dicha de manifestar nuestra fe, que es ya otra dádiva de Dios, también con trazos inequívocos de conducta cristiana, donde todos puedan leer las maravillas divinas.
Es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos, dice. Nos llama amigos y El fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por sus amigos. Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda, sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida. (Es Cristo que pasa, 93)
 

«La verdadera esclavitud es no saber amar»

“El tercer mandamiento del Decálogo implica rompe las cadenas interiores del pecado —explicó el Papa Francisco en la audiencia de hoy— y hace al hombre capaz de amar”, porque “en Cristo, el hombre encuentra el descanso de la misericordia y de la verdad que lo hace libre”.
De la Iglesia y del Papa12/09/2018
 
Queridos hermanos y hermanas:
En el tercer mandamiento del Decálogo se pide observar el día de reposo. A diferencia del Éxodo, el libro del Deuteronomio establece este mandamiento para que el esclavo también pueda descansar y celebrar así el recuerdo de la Pascua de liberación; es decir, conmemora el final de la esclavitud ya que los esclavos por definición no podían descansar.
El “ego”, el yo, puede convertirse en un verdugo que tortura constantemente al hombre
Hay muchos tipos de esclavitud, fruto de opresiones, violencias e injusticias; y también prisiones interiores, como los tormentos, los complejos o los obstáculos psicológicos.
Pero hay una esclavitud que es más fuerte que cualquier otra: la esclavitud del propio yo. El “ego”, el yo, puede convertirse en un verdugo que tortura constantemente al hombre, procurándole la más profunda de las opresiones que es el “pecado”. No hay descanso para quien vive en la gula y en la lujuria; el ansia de poseer destruye al avaro, el fuego de la ira y la carcoma de la envidia corroen las relaciones; y el egocentrismo del soberbio lo aísla y aleja de los demás. La verdadera esclavitud es no saber amar.
La verdadera esclavitud es no saber amar
El tercer mandamiento es una profecía de Nuestro Señor Jesucristo, que rompe las cadenas interiores del pecado y hace al hombre capaz de amar. En Cristo, el hombre encuentra el descanso de la misericordia y de la verdad que lo hace libre.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española provenientes de España y América Latina, y en particular al grupo de sacerdotes venezolanos, acompañados por el Cardenal Baltazar Porras. Y aprovecho para agradecer a quienes, en Venezuela, sean sacerdotes, religiosos o laicos, se dedican al trabajo de la educación, a los educadores venezolanos. Hoy celebramos la fiesta del Santísimo Nombre de María. Pidámosle a nuestra Madre del Cielo que nos ayude a vivir el descanso dominical como un tiempo privilegiado de encuentro con el Señor y con los demás, dejando que el amor de Jesús nos libere de todas nuestras esclavitudes. Que el Señor los bendiga a todos. Muchas gracias.
© Copyright - Libreria Editrice Vaticana

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Como cristianos corrientes, que quieren seguir de cerca a Jesús en las encrucijadas del mundo, hemos de vivir continuamente unidos a Dios, por medio de una oración constante. Editorial sobre la oración, ahora también disponible en audio.
Otros12/09/2018
Opus Dei - Orad sin interrupción
San Lucas es el evangelista que más subraya el sentido de la oración en el ministerio de Cristo (1). Solo él nos ha transmitido tres parábolas de Jesús sobre la oración.
La segunda de ellas es ésta: había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: “Hazme justicia ante mi adversario”. Y durante mucho tiempo no quiso.
Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme”.
Concluyó el Señor: prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? (2).
Al presentar la parábola, San Lucas escribe: les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer (3). Y, poco después, refiere otras palabras de Jesús sobre la necesidad de la vigilancia: vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre (4).
Como se puede observar, el tercer evangelista se ha fijado en que Jesús otorga mucha importancia a la constancia en la oración, pues manda a sus discípulos que permanezcan continuamente en ella: “día y noche”, “en todo tiempo”. Resulta claro además, por el tono que el Señor usa en sus palabras, que la oración continua es algo preceptuado por Jesús: se trata de un mandato y no sólo de un consejo.
Es necesario rezar sin interrupción para seguir de cerca al Señor, porque Él mismo nos da ejemplo y ora continuamente a su Padre Dios
Es necesario rezar sin interrupción para seguir de cerca al Señor, porque Él mismo nos da ejemplo y ora continuamente a su Padre Dios. Así nos lo muestra San Lucas: Él se retiraba a lugares apartados y hacía oración (5), y también: estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos (6).
En el tercer Evangelio se recogen numerosas escenas donde vemos que Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión, entre otros: su Bautismo; su Transfiguración; antes de elegir y llamar a los Doce; antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre (7).
Sobre el ejemplo oración del Señor, comenta san Josemaría: ¡Cómo enamoró a los primeros discípulos la figura de Cristo orante! Después de contemplar esa constante actitud del Maestro, le preguntaron: Domine, doce nos orare, Señor enséñanos a orar así (8).
En los Hechos de los Apóstoles, San Lucas retrata, con tres pinceladas, la manera de rezar de los primeros fieles: todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús (9), y poco después: perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (10). Y cuando Pedro es apresado por predicar audazmente la verdad, la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios (11).
Después de San Lucas, es San Pablo quien más se hace eco del precepto de Jesús sobre la oración continua, pues exhorta a menudo a los fieles a ponerlo en práctica; por ejemplo, a los de Tesalónica: orad sin interrupción (12), y a los de Éfeso: orando en todo tiempo movidos por el Espíritu (13). El mismo San Pablo nos da ejemplo, cuando dice que reza constantemente por los suyos noche y día, sin cesar (14).
Siguiendo las enseñanzas bíblicas, algunos Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos antiguos también exhortan a los cristianos a llevar una vida de oración incesante. Uno de ellos, por ejemplo, escribe: «Si bien algunos asignan a la oración determinadas horas, por ejemplo, la tercera, la sexta y la nona, el cristiano perfecto reza durante su vida entera esforzándose en vivir con Dios por medio de la oración» (15).
Vida de oración constante
Como cristianos corrientes, que quieren seguir de cerca a Jesús en las encrucijadas del mundo, hemos de vivir continuamente unidos a Dios, por medio de una oración constante: siempre que sentimos en nuestro corazón deseos demejorar, de responder más generosamente al Señor, y buscamos una guía, un norte claro para nuestra existencia cristiana, el Espíritu Santo trae a nuestra memoria las palabras del Evangelio: conviene orar perseverantemente y no desfallecer (…).
Quisiera que hoy, en nuestra meditación, nos persuadiésemos definitivamente de la necesidad de disponernos a ser almas contemplativas, en medio de la calle, del trabajo, con una conversación continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día. Si pretendemos seguir lealmente los pasos del Maestro, ése es el único camino (16).
El amor es ingenioso: (...) todos debemos prever en nuestra jornada algunas normas de siempre, prácticas de piedad que no se circunscriben a un momento concreto
El cristiano que quiere ser coherente con su fe tiene ganas de esforzarse por convertir la jornada en una constante e íntima conversación con Dios, de tal modo que la oración no sea un acto aislado que se cumple y luego se abandona: por la mañana pienso en ti; y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso. Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración (17).
Esto último había sido afirmado por algunos Padres de la Iglesia, por ejemplo, San Jerónimo: «el apóstol nos manda orar siempre, y para los santos también el sueño mismo es oración» (18).
La oración continua es ciertamente un don divino, que Dios no niega a quien corresponde con generosidad a su gracia. Algunas prácticas de piedad cristiana manifiestan de modo especial ese diálogo ininterrumpido con el Señor que llena el alma.
Tales prácticas son, al mismo tiempo, consecuencia del amor y medio para crecer en él. Y ese carácter de medio hace que, si el cristiano quiere alcanzar una vida de oración continua, no pueda adoptar una actitud pasiva respecto a la lucha interior: debe buscar y poner en práctica industrias humanas, recordatorios, que pueden avivar en cualquier momento el diálogo divino y la presencia de Dios.
Estos despertadores de la vida interior son personalísimos, porque el amor es ingenioso: serán diversos según las distintas circunstancias de cada uno, pero todos hemos de ver qué medios ponemos para rezar constantemente: todos debemos prever en nuestra jornada algunas normas de siempre, prácticas de piedad que no se circunscriben a un momento concreto.
Lo central en el trato del cristiano con el Señor es «que la relación con Dios permanezca en el fondo de nuestra alma», y para ello «hay que avivar continuamente esta relación y referir siempre a ella los asuntos de la vida cotidiana» (19). Y esto lo logramos proponiéndonos, por ejemplo, buscar la presencia de Dios habitualmente, o considerando que somos hijos de Dios antes de empezar un trabajo, o dando gracias al Señor por un favor que nos han hecho, aprovechando que se lo agradecemos también a la persona a quien se lo debemos.
Estas normas de siempre están profundamente entrelazadas entre sí, porque en el fondo no son más que la «orientación que impregna toda nuestra conciencia, a la presencia de Dios en el fondo de nuestro pensar, meditar y ser» (20). De ese de modo, por ejemplo, la presencia de Dios ayuda a percibir las cosas buenas que Él nos da y mostrarle nuestra gratitud.
Quien se propone agradecer al Señor los bienes que recibe –también la misma existencia, la fe, la vocación cristiana– aprovechando algunas circunstancias del día, acaba descubriendo otras ocasiones para alabarle durante la jornada. Y esto es la “oración continua” (21).
San Pablo nos dio ejemplo de llevar una vida de acción de gracias constante: doy continuamente gracias a mi Dios por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido concedida en Cristo Jesús (22).
En esta misma línea, san Josemaría exhorta a convertir la vida entera del cristiano en una continua acción de gracias: ¿cómo es posible darnos cuenta de eso, advertir que Dios nos ama, y no volvernos también nosotros locos de amor? (…). Nuestra vida se convierte así en una continua oración, en un buen humor y en una paz que nunca se acaban, en un acto de acción de gracias desgranado a través de las horas (23).
La Virgen Santísima permaneció siempre en oración continua, porque alcanzó la cima más alta de la contemplación. ¡Cómo la miraría Jesús y cómo correspondería Ella a la mirada de su Hijo! No debe extrañarnos que una realidad tan inefable haya quedado en silencio, apenas insinuada: eran las cosas que María conservaba en su corazón (24).
M. Belda.
Editorial publicado originalmente en mayo de 2012. Incluido el audio en septiembre de 2018.

1. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2600.
2. Lc 18, 2-7.
3. Lc 18, 1.
4. Lc 21, 36.
5. Lc 5, 16.
6. Lc 11, 1.
7. Cfr. Lc 3, 21; 9, 28; 6, 12; 22, 41-44.
8. Es Cristo que pasa, n. 119.
9. Hch 1, 14.
10. Hch 2, 42.
11. Hch 12, 5.
12. 1 Ts 5, 17.
13. Ef 6, 18.
14. 1 Ts 3, 10; cfr. 2 Ts 1, 11; Rm 1, 10; 1 Co 1, 4; Flp 1, 4; 1 Ts 1, 3; Flm 4.
15. Clemente deAlejandría, Stromata, 7, 7, 40, 3.
16. Amigos de Dios, n. 238.
17. Es Cristo que pasa, 119.
18. San Jerónimo, Epistola 22, 37.
19. J. Ratzinger - BenedictoXVI, Jesús de Nazaret, p. 163.
20. Ibid.
21. Cfr. Ibid.
22. 1 Co 1, 4; cfr. Ef 1, 16.
23. Es Cristo que pasa, n. 144.
24. Cfr. Lc 2, 51.