viernes, 21 de septiembre de 2018
San Pedro Damián a los sodomitas: "Lloro porque no lloráis"
Este vicio no puede compararse en absoluto con
ningún otro, pues a todos los supera enormemente. Este vicio es la muerte del
cuerpo, perdición del alma; infecta la carne, apaga las luces de la mente,
expulsa al Espíritu Santo del templo del corazón, hace que entre el diablo
fomentador de la lujuria; induce al error, hurta la verdad de la mente,
engañándola; prepara trampas al que camina, cierra la boca del pozo a quien en
él cae; abre el infierno, cierra las puertas del Paraíso, transforma al
ciudadano de la Jerusalén celeste en habitante de la Babilonia infernal:
secciona un miembro de la Iglesia y lo arroja a las codiciosas llamas de
encendida Gehenna.
Este vicio busca abatir los muros de la patria
celeste y busca reedificar lo que fueron incendiados en Sodoma. Es algo que
atropella la sobriedad, que asesina el pudor, que degüella la castidad, que
destroza la virginidad con la hoja de una repugnante infección. Todo lo
ensucia, todo lo ofende, todo lo mancha y como no tiene en sí nada de puro,
nada exento de indecencia, no soporta que nada sea puro. Como dice el apóstol,
“todo es puro para los puros, pero para los infieles y contaminados nada es
puro” (Tito 1, 15). Este vicio expulsa del coro de la familia eclesiástica y
obliga a rezar con los endemoniados y con aquellos que sufren a causa del
demonio; separa el alma de Dios para unirla al Diablo.
Esta pestilentísima reina de los sodomitas convierte
a quienes se someten a su ley en torpes para los hombres y odiosos para Dios.
Exige hacer una abominable guerra contra el Señor, militar bajo las insignias
de un espíritu absolutamente malvado; separa del consorcio de los ángeles y con
el yugo de su dominación extraña al alma de su nobleza innata. A sus soldados
les priva de las armas de la virtud y los expone, para que sean traspasados, a
los dardos de todos los vicios. Humilla en la iglesia, condena en el tribunal,
corrompe en privado, deshonra en público, roe la conciencia con un gusano,
quema la carne como el fuego, empuja a satisfacer la lujuria, y por otro lado
teme ser descubierta, mostrarse en público, que los hombres la conozcan. El que
mira con aprensión a su mismo cómplice en la perdición, ¿qué no podrá temer?
[…]
La carne arde con el fuego del deseo, la mente
tiembla helada por la sospecha, y el corazón del hombre infeliz hierve como un
caos infernal: todas las veces que le golpean las espinas del pensamiento, en
un cierto sentido, viene torturado con los tormentos del castigo. Una vez que
esta venenosísima serpiente ha hincado sus dientes en un alma desgraciada, la
pobrecita pierde inmediatamente el control, la memoria se desvanece, la
inteligencia se oscurece, se olvida de Dios y hasta de sí misma. Esta peste
expulsa el fundamento de la fe, absorbe las fuerzas de la esperanza, destruye
el vínculo de la caridad, elimina la justicia, abate el vigor, retira la
temperancia, mina el fundamento de la prudencia.
¿Qué debo añadir todavía? En el momento en el que ha
desterrado del escenario del corazón humano la lista de todas las virtudes,
como quebrando los cerrojos de las puertas, hace entrar en él la bárbara turba
de los vicios. A este se le aplica con exactitud aquel versículo de Jeremías
(Lament 1, 10) que trata de la Jerusalén terrena: “El enemigo echó su mano a
todas las cosas que Jerusalén tenía más apreciables; y ella ha visto entrar en
su santuario a los gentiles, de los cuales habías tú mandado que no entrasen en
tu iglesia”
El que es devorado por los ensangrentados colmillos
de esta famélica bestia, es mantenido lejos, como por cadenas, de cualquier
obra buena, y es instigado sin freno que lo contenga, por el precipicio de la
más infame perversión. En cuanto se cae en este abismo de total perdición, ipso
facto se destierra de la patria celeste, se es separado del Cuerpo de Cristo,
rechazados por la autoridad de toda la Iglesia, condenados por el juicio de los
Santos Padres, expulsados de la compañía de los ciudadanos de la ciudad
celeste. El cielo se vuelve como de hierro, la tierra de bronce: ni se puede
ascender a aquél, pues se está lastrado por el peso de crimen, ni sobre aquella
podrá por mucho tiempo ocultar sus maldades en el escondrijo de la ignorancia.
Ni podrá gozar aquí cuando está vivo, ni siquiera esperar en la otra vida
cuando muera, porque ahora deberá soportar el oprobio del escarnio de los hombres
y después los tormentos de la condenación eterna.
[…]
¡Lloro por ti, alma infeliz entregada a las
porquerías de la impureza, y te lloro con todas las lágrimas que poseo en mis
ojos! ¡Qué dolor! […] Compadezco a un alma noble, hecha a imagen y semejanza de
Dios y comprada con la Preciosísima Sangre de Cristo, más digna que los grandes
edificios y ciertamente más digna de ser antepuesta a todas las construcciones
humanas. Por eso me desespera la caída de un alma insigne y por la destrucción
del templo en el que habitaba Cristo. Deshaceos en llanto, ojos míos, derramad
ríos abundantes de lágrimas y regad, lúgubres, las gotas con un llanto
continuo! “Derramen mis ojos sin cesar lágrimas, noche y día, porque la virgen,
hija del pueblo mío se halla quebrantada por una gran aflicción, con una llaga
sumamente maligna” (Jer. 14, 17). Y ciertamente la hija de mi pueblo ha sido
golpeada por una herida mortal, porque el alma, que era hija de la Santa
Iglesia ha sido cruelmente herida por el enemigo del género humano con el dardo
de la impureza; y a ella, que en la corte del rey eterno era suavemente
alimentada con la leche de los sagrados parlamentos, ahora se la ve tumbada,
tumefacta y cadavérica, mortalmente infectada por el veneno de la líbido, entre
las cenizas ardientes de Gomorra. “Aquellos que comían con más regalo han
perecido en medio de las calles; cubiertos se ven de basura los que se criaban
entre púrpura” (Lam. 4, 5). ¿Por qué? El profeta prosigue y dice: “Ha sido
mayor el castigo de las maldades de la hija de mi pueblo que el del pecado de
Sodoma; la cual fue destruida en un momento” (Lam. 4, 6). Y ciertamente la
maldad del alma cristiana supera el pecado de los sodomitas, porque cada uno
peca tanto más cuanto más rechaza los preceptos de la gracia evangélica: el
conocimiento de la ley evangélica lo fija, para que no pueda encontrar remedio
con ninguna excusa. ¡Helas!, alma desgraciada, ¡helas! ¿Pero porque no te das
cuenta de la altura de la dignidad de la que has caído y de cómo te has
despojado del honor de una gloria y de un esplendor inmenso?
[... ]
Y tú dices:
“Soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no
conoces que tú eres un desventurado y miserable y pobre y ciego y desnudo” (Ap.
3,17). ¡Infeliz, date cuenta de qué oscuridad ha envuelto tu corazón; advierte
lo densa que es la tiniebla de la niebla que te rodea! [...] ¡Ay de ti, alma
desgraciada! Por tu perdición se entristecen los ángeles, mientras que el
enemigo aplaude exultante. Te has convertido en prenda del demonio, botín de
los malvados, despojo de los impíos. “Abrieron contra ti su boca todos tus
enemigos; daban silbidos y rechinaban sus dientes, y decían: ‘Nosotros nos la
tragaremos. Ya llegó el día que estábamos aguardando. Ya vino, ya lo tenemos
delante’”. Por esto, ¡oh alma miserable!, yo te lloro con todas mis lágrimas:
porque no te veo llorar a ti.
[... ]
Si tú te humillases de verdad, yo exaltaría con todo
mi corazón en el Señor por tu renacimiento espiritual. Si un verdadero y
angustiante arrepentimiento golpease la profundidad de tu corazón, yo podría
con justicia gozar de una alegría inimaginable. Por esta razón, alma, eres por
encima de todo digna de llanto: ¡porque no lloras! Se hace necesario el dolor
de los demás, desde el momento que no experimentas dolor por el peligro de la
ruina que te amenaza; y eres digna de condoler con las más amargas lágrimas de
la compasión fraterna porque ningún dolor te turba y no te puedes dar cuenta de
la envergadura de tu desolación. ¿Por qué finges no ser consciente del peso de
tu condenación? ¿Por qué no detienes este continuo acumular la ira divina sobre
ti, bien enfangándote en los pecados, bien ensalzándote en la soberbia?"
San
Pedro Damián: Del Liber Gomorrhianus
Visto
en: congregacionobispoaloishudal.blogspot.com
Traducción:
El brigante - Tomado de: www.elbrigante.com
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