Cristo rey en los ojos de Anacleto González Flores: laico y mártir. Por el P. Víctor Sequeiros
Por el Padre Víctor Agustín Sequeiros
En
tiempos de diabólica confusión, en «que no hay paz» sino guerra, como
advirtió Santa Teresa, «pues Dios falta de la tierra», solemos olvidar
que la verdadera paz no puede darla el mundo, sino solo Aquél que dijo
«la paz os dejo, mi paz os doy». No hay ni habrá paz verdadera sin
Cristo, y, menos aún, contra Cristo, verdadero «Príncipe de la paz»:
«Pax Christi in Regno Christi»[1], como enseña el Magisterio de la
Iglesia, «la paz de Cristo en el Reino de Cristo».
La
misma Santa Teresa nos recuerda: «Vino del cielo a la tierra para
quitar nuestra guerra; ya comienza la pelea, su sangre está derramando».
Así
pues, como este bien hay que buscarlo en el Reino de Cristo, porque «la
restauración de Su Reino es el medio más eficaz para establecer la
paz en todos los órdenes», el Papa Pío XI instituyó en 1925 la
festividad de Cristo Rey en una memorable y actualísima encíclica, la
Quas Primas, la primera de su pontificado, que todo católico bien nacido
puede y debería leer, al menos en su versión digital del site del
Vaticano.
«¿Tú eres Rey?»
A
la pregunta de Pilato (Io XVIII, 37) responde afirmativamente el Señor
(«Tú lo has dicho: Yo soy Rey»). A los alaridos de los modernos
perseguidores («No queremos que Éste reine sobre nosotros», Lc XIX, 14)
respondieron el Vicario de Cristo con su Autoridad y los mártires de
nuestro siglo con su sangre.
Enseña
la Iglesia que Cristo es Rey del Universo porque lo ha creado, porque
lo ha redimido y porque lo va a Juzgar. Por naturaleza y por conquista.
Reinado que se extiende sobre el mundo sobrenatural y natural.
Cristo
es Rey ante todo por su divinidad, ya que el Hijo, eterno y
trascendente, es la Imagen perfecta del Dios invisible, su Verbo eterno,
y a su vez la base de sustentación, el vínculo de unidad y el principio
arquitectónico de toda la creación. «Todo fue hecho para Él, por Él y
en Él, y nada de lo que se hizo se hizo sin Él» (Io I, 3), nos dice san
Juan.
Pero
Cristo es también Rey por su Encarnación, como lo proclamó el arcángel
Gabriel el día de la Anunciación: «El Señor Dios le dará el trono de
David, su padre; reinará en la casa de Jacob para siempre y su reino no
tendrá fin» (Lc I, 32-33).
Su
reino ciertamente no es del mundo, en el sentido de que no procede del
mundo ni le pertenece, pero es un reinado sobre el mundo en sentido
literal y propio: su reino es principalmente espiritual, de santidad
interior, opuesto al principado de Satanás, y comprende el poder de
legislar, de gobernar y de juzgar tanto a los individuos como a los
Estados.
Así
los gobernantes deben rendir culto a Cristo Rey, y de este
reconocimiento público se siguen bienes extraordinarios en el orden
social y político: justa libertad, autoridad consolidada, orden
tranquilo, pacífica concordia ciudadana, profunda conciencia de la
verdadera fraternidad en la filiación de un Padre común.
«No queremos que Éste reine sobre nosotros»
Sin
embargo, la soberbia humana imitadora de aquel primer «non serviam»
(«no voy a servir») de los ángeles rebeldes, resistió de hecho a lo
largo de la historia al «dulce yugo del Señor de los señores», llegando
en los tiempos modernos a pretender erigir esa antinatural rebeldía en
derecho falsamente «humano». Y a partir del siglo XVIII, esa ilusión
del naturalismo laicista de retornar a una utópica etapa precristiana de
«solo naturaleza», sin la gracia, como si no se hubiera producido en la
historia la Encarnación del Verbo, fue tomando ribetes cada vez más
desquiciados y violentos.
Desgraciadamente la Gran Patria Hispanoamericana no consiguió librarse del vendaval revolucionario
y México, primogénita de la Fe en América, cayó en manos de una tiranía
anticristiana que organizó una persecución de pretensiones
constitucionales, es decir habiendo fabricado artificialmente una
«Constitución» totalitariamente contraria a la Fe del pueblo mexicano,
con el fin de dejar a los católicos «fuera de la ley».
Para
defender a México de la persecución religiosa desatada por el tirano
Plutarco Elías Calles se levantó la Cristiada, un movimiento católico
que combatía y moría defendiendo los altares y los hogares bajo el
lema de «¡Viva Cristo Rey!» y «¡Viva la Virgen de Guadalupe!»
Juan
Pablo II beatificó a los primeros mártires cristeros y, con ellos, a
la Cristiada, demostrando la actualidad permanente de esta doctrina. Y
el 20 de noviembre del año 2005, en el 80º aniversario de la Quas
Primas, el Cardenal José Saravia Martins, Prefecto de la Sagrada
Congregación para la Causa de los Santos, proclamó en Guadalajara
beatos a Anacleto González Flores y otros doce mártires, diez laicos y
tres sacerdotes.
Es necesario que Él reine
Anacleto
González Flores fue el principal de estos mártires, por su doctrina,
por su genial capacidad organizativa y por su triple testimonio: en su
vida, en su palabra y en su sangre. Su lucidez y coraje quedó también
reflejado en sus escritos, así como su amor a la Iglesia y el santo celo
por su defensa:
«Hoy
debemos dar testimonio a Dios de que de veras somos católicos. Mañana
será tarde, porque mañana se abrirán los labios de los valientes
para maldecir a los flojos, cobardes y apáticos. Todavía es tiempo de
que todos los católicos cumplan con su deber: los ricos que den
limosna, los críticos que se corten la lengua, los cobardes que se
despojen de su miedo y todos que se pongan de pie porque estamos frente
al enemigo y debemos cooperar con todas nuestras fuerzas para alcanzar
la victoria de Dios y de su Iglesia».
Tampoco
dejaba de hablar claro cuando del compromiso se trataba, dejando bien
claro que mucho antes de lo que algunos podrían pensar los jóvenes
católicos de entreguerras tenían plena conciencia de que había llegado
la frecuentemente mal entendida «hora de los laicos»:
«Nos
parece que basta rezar, que basta hacer muchos actos de piedad y que
basta la vida del hogar y del templo para contrarrestar la conjuración
de los enemigos de Dios. Y les hemos dejado a ellos las escuelas, la
prensa, el libro, la cátedra en todos los establecimientos de
enseñanza; les hemos dejado todas las rutas de la vida pública y no
han encontrado una oposición seria y fuerte por los caminos por donde
han llevado la guerra contra Dios.
Y
han logrado arrebatarnos a la niñez, a la juventud, y a las
multitudes, y a todas las fuerzas vivas de la sociedad con rarísimas
excepciones (…)
Y
tenemos necesidad urgentísima de que nuestros baluartes se alcen,
dentro y fuera de nuestros templos y de nuestros hogares, para que cada
corazón, cada alma, nos encuentre en la vía pública, para conservar
los principios que hemos sembrado en lo íntimo de las conciencias,
dentro del santuario del hogar y del templo.
Y
si la guerra contra Dios se ha enconado furiosamente en la calle y en
todas las vías públicas y si las paredes de nuestras iglesias han
tenido que sufrir duros golpes, ha sido fundamentalmente porque la
acción de los católicos se ha limitado a hacerse sentir dentro de los
templos y dentro de las casas.
Urge,
en lo sucesivo, que el católico rectifique esencialmente su vida en
este punto y tenga entendido que hay que ser soldados de Dios en todas
partes, en las iglesias, en las escuelas, en los hogares, pero sobre
todo ahí donde se libran las ardientes batallas contra el mal».
La
institución de la Fiesta de Cristo Rey, establecida con el fin de
acelerar el retorno de la humanidad a Dios, movió al santo joven a
deplorar que las fuerzas católicas no hayan conseguido organizarse lo
suficiente como para conseguir el poder social y político que les
corresponde, lamentando la falta de espíritu de sacrificio que lleva a
las masas católicas a ser dominadas por camarillas de ideólogos «más
astutos que los hijos de la luz» en esto de llegar al dominio del Estado
e imponer leyes anticatólicas:
«Por
eso nos encontramos reducidos a la categoría ignominiosa de mendigos
despojados por la revolución, a la categoría de esclavos delante de
los perseguidores de la Iglesia; por eso no acatamos la ley suprema de
la vida, de la solidaridad, de la disciplina, de la cooperación, de la
subordinación y de la unidad sobre todo, la manera de pensamientos,
voluntades, brazos, corazones, palabras, caracteres, individuos, grupos;
en pocas palabras, todo (…)
Llegará
el día en que será preciso, necesario, imprescindible, que cada
católico aporte su tributo de dolor, de fatiga, de desgarramiento, para
alcanzar la victoria. O pagamos el precio de la victoria y logramos
tenerla en nuestras manos, o nos negamos como ahora a pagar el precio
total y entonces pensar que estamos condenados a llevar siempre el
grillete y señal de los derrotados. La consigna en estos momentos es
que los católicos deben de incorporarse al batallón sagrado de la
prensa, de la enseñanza, del catecismo y del libro.
Ser
soldado es no comer cuando se tiene hambre, no beber cuando se tiene
sed, no dormir cuando se tiene sueño. Ser personalidad alta y fuerte es
más que ser soldado. Y quien haya recibido la disciplina de la
inmolación y del sacrificio, y no haya medido nunca sus manos en el
crisol ardiente del dolor buscado y aceptado metódicamente, no será
soldado, ni caudillo, ni siquiera remedo de carácter robusto».
La
devoción a Cristo Rey estimula a recuperarlo y a superar los daños
producidos por el laicismo. Los fieles tenemos en ella una fuente
inagotable de energías espirituales, porque Cristo es el rey de todo el
hombre: de su inteligencia, voluntad, corazón y sentidos:
«Ser
joven, permanecer joven, conservar en plenitud de vigor y gallardía, y
como bandera desplegada en presencia de los riesgos de la vida, la
audacia santa y del bien, es parecerse intensamente a Cristo, es ser su
boceto y estar muy próximo a Él. Además es preciso ser joven con la
juventud de los mártires santos, todos los días y en todas partes;
vivir asociado a su incansable osadía y juventud, para no ser mutilado
por el naufragio de una vida que ha sido saqueada y entregada al hombre,
devorada por el incendio, que arruina y que mata las fuerzas vivas de
donde arranca la audacia santa de ser buenos, mártires y santos (…)
Donde
surja un sistema y donde se levante una doctrina que pretendan
arrebatar a la verdad la supremacía sobre las inteligencias y los
corazones, deben darse los soldados del pensamiento, los luchadores de
la idea, deben echarse al aire todas las banderas, relampaguear a lo
largo de la batalla todas las espadas, todas las bayonetas, eliminarse
todas las trincheras».
Si
a alguno, le parecen duras estas palabras, -como en su tiempo a quienes
abandonaron a Cristo-, vale recordar que el mismo día de la
beatificación el papa Benedicto XVI invitó a seguir el ejemplo de
Anacleto y de sus compañeros mártires haciendo llegar su voz con su
Bendición Apostólica.
También
hoy tenemos la obligación grave de procurar que nuestras sociedades
rindan culto público a Cristo Rey y ajusten a los principios cristianos
toda su actividad. En esto, como a Santa Teresa, también se nos va la
vida: «No haya ningún cobarde, aventuremos la vida, que no hay quien
mejor la guarde que el que la da por perdida.
Pues Jesús es nuestra guía, y el premio de aquesta guerra; ya no durmáis, ya no durmáis, porque no hay paz en la tierra».
P. Víctor Agustín Sequeiros
[1] Pío XI, Ubi Arcano Dei.