La democracia, sepulturera del «demos»
Es frecuente que cuando algo es exaltado
sobremanera, cuando a algo o alguien se le arroga un puesto en la escala de los
seres muy por encima de su real talante, lo que sigue sea la aniquilación implacable
del objeto así encumbrado. Porque el absurdo es corrosivo, y el abstraer a
nadie de su real puesto en el cosmos atrae la intervención de esa justicia
vindicativa implícita en las obras de la Providencia divina, que no se está
ociosa ante los desafueros de los mortales. Poner a algo o alguien por las
nubes suele seguirse de su conversión en gas, en humo.
Algo así ocurrió con esa unidad orgánica y
jerárquica llamada «pueblo» después de que agitadores e ideólogos de la
Revolución levantaran el increíble estandarte de la «soberanía popular»,
dotando de atributos regios (que, por definición, corresponden a uno solo) a la
muchedumbre. Muy pronto desde entonces la unidad del pueblo (que le venía dada
por su identidad histórico-cultural) pasó a fundarse en esta prerrogativa que
se le birlara al Príncipe, lo que supuso quizás la más crasa cristalización del
error voluntarista -y de mayor alcance- que se conozca en la vida de las
sociedades históricas.
Fue un golpe de mano al nivel de las
concepciones primordiales, de los conceptos que traducen la aprehensión misma
de las cosas, una herida en la inteligencia que determinó la vasta hecatombe de
extravíos que se han venido sucediendo hasta la actualidad en progresión siempre
creciente. Como consecuencia, el pueblo dejó de existir a instancias de la masa
-esa entidad voluble, de pura materialidad sin forma, pasible de ser domeñada,
como la masilla, por las manos de aquel que se la apropie. Y susceptible también
de ser arreada detrás de una “causa” tan volátil como la honra de sus
propugnadores. En nuestros días lo comprueba sin atenuantes el auge incontrastable
de la estupidez, cuyo cultivo se revela prioritaria política de Estado, al
igual que la coexistencia (la paradoja no es más que aparente) del
individualismo y la despersonalización más extremos, en una hipnótica síntesis
de liberalismo y colectivismo marxista consumada por esa «fraternidad» postrera
llamada a superar la tensión (latente ya desde los días de Desmoulins y de
Babeuf) entre la libertad y la igualdad revolucionarias. La democracia –dogma
inatacable de nuestro tiempo, y por ello tabla a la que se aferra el hombre
limitado a su solo instinto de conservación, como lo comprueba tanto comedido
obispo- supo así erigir al buenismo como árbitro de las disociadoras fuerzas
del orgullo y de la envidia que bullían en su seno. Por este recurso extremo
logra la sociedad pervivir en su símil, tal como el pueblo lo venía haciendo en
su simio.
El
convencionalismo axiológico, fruto del trastorno democrático de los principios
La remota e indeficiente lección de un
Pitágoras, que supo a lo múltiple derivado de lo Uno, apenas dice nada a
nuestros contemporáneos arrastrados tan habitualmente al caos como
periódicamente a las urnas. Ni se sentirán sus ideólogos llamados, como
aquellos ilustres filósofos que la historia registra con el mote de
«presocráticos», a remontar afanosamente la pluralidad de los seres en busca
del Principio unitario. En política, concretamente, aquel talante fructificó en
el viejo Platón de la Carta VII y en el mayor de sus discípulos, cuya máxima
luego glosada por santo Tomás («sapientis
est ordinare») cifraba una cualidad tan netamente personal que mal podía
atribuirse a la multitud. Sabio se dice de uno, que no de muchos. Corresponde,
en todo caso, a los muchos (y esto es efecto de la sana regulación de la
política) beneficiarse del rebalse del gobernante sabio.
En la vieja noción de la soberanía real
como dimanada de Dios, las leyes del buen gobierno temporal no pueden sino reproducir
por analogía el gobierno providencial del Creador sobre todas las cosas, al
paso que es la propia Providencia la que designa al mandante, la que lo trae al
pináculo de la existencia pública para que encarne aquellos principios. Alguno
podrá replicar que esto podría igualmente decirse del gobernante consagrado por
los votos de miríadas de electores encantados por la propaganda multimedia, toda vez que la Providencia
no tuvo a bien impedir su ascenso fulminándolo con un rayo. Será menester
entonces notar la profunda disparidad de los principios que animan a una y otra
concepción para entender que difícilmente disponga Dios ungir al príncipe que
ha sido fruto de la rebelión contra Su ley, haciendo al pueblo la fuente del
poder. A lo más, todo lo que caiga de este lado servirá a explicar ese singular
aspecto de la Providencia conocido como «permisión del mal».
La democracia ateniense había sido el
régimen político proporcionado a la tesis de Protágoras (el puro metro humano)
y a la logomaquia de los sofistas. La democracia moderna, para salvar el abismo
de tantos siglos, aprovechó el jalón del absolutismo real -si es que no estaba
implícita en él: el rey, poniéndose al margen de todo lo que limitaba el
ejercicio de su autoridad (empezando por la tradición política común, de la que
se tenía voluntariamente por ab-suelto, como
así también de todo ligamen trascendente a la mera razón de Estado), y aunque
siguiera invocando el origen divino de su mandato, actuaba persuadido de la
autodeterminación del mismo. Bastó sólo con cambiar el sujeto de esta autodeterminación
(que ya constituía una doctrina extraña aunque la encarnara un hombre de cetro
y corona) para desencadenar la catástrofe democrática en agobiante vigor. No es
casual que la Revolución política triunfara primeramente en aquellas naciones
(Inglaterra, Francia) que antes habían sucumbido a la deriva absolutista.
Hay, pues, una doble indebida apropiación,
un auténtico pillaje en la raíz misma de este régimen que ha sido
universalmente impuesto a sangre y fuego en el arco que va de las guerras
napoleónicas hasta las dos Guerras Mundiales. Lo que descarta, para el caso, el
profesarle alguna indulgencia por recurso a la manida «indiferencia» respecto
del modo de gobierno en tanto éste conspire al bien común. [Urge, por lo demás,
descartar la engañosa identificación de «bien común» con desarrollo técnico-económico:
si hay un espejismo que no debiera hacer mella entre católicos es éste,
estrechamente asimilable al carácter de las tentaciones sufridas por Nuestro
Señor en el desierto, reductibles al cabo a la conversio ad creaturam. Ésta es precisamente la adulterada noción
de «bien común» que prevalece, cuando aún se la invoca, en la híspida
conglutinación democrática]
Una vez creado y ensanchado el vacío, lo
que matemáticamente sigue (si acaso, a modo de paliativo instado por el horror vacui) es la agotadora recurrencia
a la constitución escrita, esa especie de compromiso entre el derecho positivo
y la ley no escrita en la que anidan aquellos principios «de rango
constitucional» que garantizarían alguna solidez en la licuefacción del moderno
devenir político. Pero aun estos principios fundantes no pueden sustraerse a su
carácter enteramente convencional, indiferentes como lo son a la naturaleza de
las cosas invocadas en sus formulísticos notariales parágrafos. La democracia es
cínicamente positivista, consagra la pura facticidad contra el «deber ser», y
sus leyes suelen ser más la expresión de la procacidad autosuficiente de una
Babel orbital que no el reflejo de una armonía incoada en la convivencia de los
hombres. Una pura nadería dimanada de consensos artificiales que no alcanza a
llenar de alguna sustancia a esos sus «valores» ululados hasta la extenuación.
A la postre, no hay nada de innoble, de
vergonzoso o de protervo que la democracia no se avenga a reivindicar, allí donde
la «diversidad» es el supremo paradigma.
La
democracia es una religión
En un texto escrito hace ya cien años e
incluido en su El espectador, Ortega aludía
al hecho de que «como la democracia es una pura forma jurídica, incapaz de procurarnos
orientación alguna para todas aquellas funciones vitales que no son derecho
público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio
integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias». Entre estas
extravagancias el autor deploraba particularmente el plebeyismo que, lejos de suponer la elevación de la plebe a partir
de la adquisición de un cierto inventario de derechos que otrora le habrían
sido denegados, se reducía al «proceso de conquista de las clases superiores
por los modales chulescos». Certera en este último punto la observación, lo que
Ortega no advierte es que la democracia, desde su funesta irrupción, se
pretende a sí misma precisamente «principio integral de la existencia», y que
en el ya remoto origen histórico de este convulso movimiento hacia el
establecimiento de la Civitas hominis
late un postulado lo suficientemente radical como para reclamar algo más que
«puras formas jurídicas» que lo coronen. Esa primacía o imperio ()
concedidos, en insuperable impostura tética, a un «pueblo» que no es sino la
hipóstasis larvada del mero arbitrio humano, ese hachazo aplicado a las raíces
mismas de unos hábitos sociales fundados en la convicción inmemorial de que hay
leyes inherentes a las cosas y al hombre y que éstas son previas a su arbitrio,
ese auténtico salto histórico al vacío (y acá volvemos a considerar la
correspondencia con una de las tentaciones rechazadas por el Señor en el
desierto) no puede no querer constituir sino un «principio integral de la
existencia» -o más bien un principio desintegrador
de la misma. La democracia pretende ser mucho más, en suma, que una mera ordenación
jurídica.
Lo vio con la acuidad que es suya propia
Nicolás Gómez Dávila, quien antes de abordar el tema de la democracia en su
desarrollo histórico se sirvió recordar que «todo acto se inscribe en una
multitud simultánea de contextos; pero un contexto unívoco, inmoto y último los
circunscribe a todos. Una noción de Dios, explícita o tácita, es el contexto
final que los ordena». De ahí que «ninguna situación concreta es analizable sin
residuos o dilucidable coherentemente mientras no se determine el tipo de fallo
teológico que la estructura». Se aplica aquí lo del Evangelio: «antorcha de tu
cuerpo son tus ojos: si tu ojo fuere puro, o estuviere limpio, todo tu cuerpo
estará iluminado. Mas si tienes malicioso o malo tu ojo, todo tu cuerpo estará
oscurecido« (Mt 6,22). La democracia
supone una identificación fundamental del hombre con la divinidad: es antropolátrica.
«Su doctrina es una teología del hombre-dios; su práctica es la realización del
principio en comportamientos, en instituciones y en obras»: esto es, la
proyección corpórea de lo que el ojo ha previamente concebido.
Por esto es que el abordaje de la
democracia conviene sea hecho no tanto desde la teoría política cuanto desde la
teología de la historia. Surgida para acabar con el régimen de cristiandad y
para opugnar y suplantar al cristianismo (cosa inmediatamente advertida por los
mártires de La Vendée y por los más esclarecidos testigos de la infestación revolucionaria, entre ellos un acatólico como
Edmund Burke), este maldito propósito y la latitud de su éxito obligan a
configurarla con las profecías atinentes a las postrimerías, al reinado del
Anticristo –o, al menos, a retenerla su más esclarecido precursor. Su carácter
sustitutivo y simiesco resulta, por lo demás, explícito al advertir el encomio que
la democracia ha hecho a menudo de sus «padres», no que de sus «apóstoles» y
«mártires». Como un organismo parásito, tomó la nomenclatura cristiana para
re-semantizarla de conformidad con sus fétidos fantasmas.
En estos tiempos de delirante ecumenismo
dados a exagerar la porción de verdad contenida de hecho en las distintas
religiones(los semina Verbi que san
Justino vio esparcidos desde antiguo en los más diversos cultos), no estará de
más precaverse contra la más irredimible de las religiones, aquella que ostenta
el cero perfecto en punto a siembra de verdades parciales, la religión que
enaltece a la humanidad, que es -otra
vez en palabras de Gómez Dávila- «el único dios totalmente falso».
Efectos
deletéreos de la democracia
Así como en el microscopio se escrutan los
agentes patógenos, los efectos devastadores de los rituales democráticos en una
nación pueden reconocerse al vivo en los pueblitos de campaña. Quien suscribe
estas líneas vive en una localidad de la pampa húmeda que supera en poco los quinientos
habitantes, y puede dar cuenta de lo que cualquier vecino podría confirmar: la
proximidad de las elecciones pone a los candidatos (que suelen ser dos) en una
frenética campaña de “compra de voluntades”, con erogación de dinero contante y
sonante a cambio del voto. Tanto es así, que no extraña que el derrotado pueda
alegar como razón de su derrota su menor disponibilidad financiera para el
ejercicio de la venalidad.
El carácter religioso invertido, como de
superchería inapelable, se destaca al comparar la escasísima asistencia a Misa
(o lo que eso parece, picado el nuevo rito dizque católico de toda suerte de guiños
democratizantes y antropolátricos), en contraste con la masiva afluencia al
cuarto oscuro. Endomingados para la fiesta cívica a la que acuden con la prestancia
de las reses al matadero, los vecinos revelan sin saberlo el carácter
sustitutivo de la verdadera religión que asume esta otra completamente ajena al
esplendor y la belleza de la Verdad. Para no hablar del efecto inmediato de la
comparsa comicial: la enemistad facciosa, de grupetes, fundada ni siquiera en la
inconciliabilidad de cosmovisiones en pugna, sino –mucho más acá- en una
rivalidad inducida, de gallos de riña, con susceptibilidades heridas a golpe de
monosílabo y resquemores tan pueriles como durables. Como su nombre lo
explicita, la política “de partido” vuelve a exhibir, aun en los escenarios más
simples, todo el tenor de su aversión a la unidad.
Es conocido aquel pasaje del Martín Fierro
en que el protagonista es «arreado en montón» para ir a servir en la frontera
con el indio, a instancias de un juez de paz que no le perdona su poca afición
a los comicios:
A mí el juez me tomó entre ojos
En la
última votación.
Me le
había hecho el remolón
Y no
me arrimé ese día,
Y él
dijo que yo servía
A los
de la esposición.
Y ansí
sufrí ese castigo,
Tal vez
por culpas ajenas.
Que
sean malas o sean güenas
Las
listas, siempre me escondo:
Yo
soy un gaucho redondo
Y
esas cosas no me enllenan.
Se observa cómo el delirio polarizador inspira
a los facciosos de uno y otro bando el atribuirle al abstencionista su presunta
pertenencia al rival, «a los de la oposición». En nuestra campaña de la segunda
mitad del siglo XIX, el hombre que llevaba en la latitud de su soledad el eco
de una tradición atacada por el cosmopolitismo de los necios, sabía despreciar
rotundamente las tretas de los mercaderes de ilusiones y las lisonjas
prometeicas. Sabía, sin demasiadas letras, que «esas cosas» no son la plenitud
de nadie.
La plenitud que reivindicaba Fierro, con todo, luce imposible
en tiempos de tal vacío existencial que hace que nuestros contemporáneos suenen
a hueco si se los golpea un poco. La célebre pregunta de Natanael, aplicada ya
no a Nazaret sino a la democracia o a la modernidad (que ambos son términos
intercambiables por metonimia, como «feudalismo» y «alta Edad Media») puede
responderse con un «ven y verás» que exhiba el mustio cuadro de la pura problematicidad
de la existencia, la crisis político-económica crónica, la demolición de la
familia, el aborto, la perversión sexual, la corrupción de las conciencias de
los niños, el apogeo de la usura, la depresión y el hastío de la vida, la
desmembración de las naciones y su repoblación a expensas de inmigraciones
sustitutivas, la falsificación sistemática de todo lo visible y lo invisible,
etc, …para comprender que el católico
que esté dispuesto a cumplir un módico servicio a la verdad aceptando las
reglas de la moderna política de partidos tendrá que hacer abstracción de sus
principios –los suyos propios y los de la democracia-, y rehuir toda atención a
las consecuencias y fines atinentes a unas premisas lo bastante explícitas como
para augurar algo mejor que lo que vemos con espanto. Tendrá que admitir la
homologación del Evangelio con las doctrinas más aberrantes, del mismo modo que
el procedimiento eleccionario empareja al héroe y al desertor, al santo y al
rufián, ya que todo voto vale uno.
Una eficiente acción política católica para
nuestros tiempos estribaría –así lo suponemos y así lo ponemos por obra- en un
estado de repulsa categórica y de espera vertical, opiniendo a aquellos novissimus
diebus [quibus] instabunt tempora periculosa (II Tim 3,1) el testimonio de
una prestancia ojival y una solidez inconmutable, como de piedra viviente
integrada en el templo espiritual de los redimidos. Dios nos lo conceda. Porque
de los laberintos se sale por arriba, y a esta bestia pluricéfala y de aliento
venenoso como la hidra sólo puede vencerla aquel Heracles divino que vendrá
como el rayo, y no a la cabeza de ninguna lista eleccionaria.