Victorianos
Hace más de cien años, Inglaterra
estaba habitada por ingleses y formaba parte de la cristiandad. Bajo la
reina Victoria (1839-1901), Gran Bretaña era tan poderosa que se podía
permitir el lujo de vivir en un «espléndido aislamiento» y limitarse a
mantener el orden en su imperio global con unas cuantas cañoneras y los
fondos del Banco de Inglaterra. Desde luego, tanto los Estados Unidos,
como todos los organismos internacionales llenos de bergantes llamados
«expertos», deberían aprender de los ingleses del XIX a la hora de
dominar el mundo. Sin embargo, esa tarea resulta imposible en nuestro
tiempo por una cuestión fundamental: aquellos hombres, los
«victorianos», se educaron con unos principios y mantuvieron unos
códigos de conducta que hoy son aborrecidos por el «establishment»
mundial, incluido lo que va quedando de la vieja Inglaterra. Cualquier
cosa que se conceptúe como «victoriana» por la corrección política
imperante adquiere, por esa misma calificación, un tinte negativo: es
sinónimo de hipocresía, represión sexual, clasismo, moralidad burguesa,
arquitectura historicista, arte «kitsch», racismo euro o anglocéntrico
(según se guste) y un sinfín de matices más que cargan a la época y a
sus representantes con una nota perpetua de infamia.
Esta aversión a la era de la reina Victoria viene desde el reinado de su hijo y sucesor, Eduardo VII, y cobró auge después de la I Guerra Mundial para no dejar de perderlo nunca más, desde los pérfidos retratos de Lytton Strachey a las novelas de D. H. Lawrence o el «Adiós a todo eso» de Graves.
Y sin embargo, jamás Inglaterra fue tan poderosa como en aquel tiempo, ni tuvo un dominio tan absoluto de la economía mundial, ni se escribió mejor en inglés. Victorianos fueron Dickens, Thackeray, Kipling, Tennyson, Carroll, Conrad, Machen, Swinburne, Wilde, Ruskin o Pater, por no hablar de Conan Doyle o Chesterton. También eran victorianos los que desvelaron uno de los enigmas geográficos más apasionantes de la historia: el de las fuentes del Nilo, en la durísima expedición de Burton y Speke. Los súbditos de aquella regia matriarca descubrieron Nínive y dieron un impulso definitivo a la arqueología, recorrieron los océanos, exploraron los polos, desbrozaron las selvas y trazaron las vías de comunicación que aún hoy siguen siendo vitales en medio mundo, como los ferrocarriles en la India, por ejemplo. Las artes de aquel tiempo son objeto de burla por los críticos, que no por el público, que prefiere los productos de aquella era del confort burgués a los de la fría y malaje «Bauhaus» alemana. Y en cuanto a la pintura: ¿Ha superado la plástica inglesa a Millais, Rosetti, William Morris y Beardsley? Hasta las estaciones de tren parecen catedrales y los restos de la gran arquitectura victoriana se pueden contemplar en Londres y en Bombay, en Montreal y en Singapur. Parece ser que esos tipos tan machistas, racistas, eurocéntricos, hipócritas, reprimidos y elitistas construyeron algo que no estaba tan mal y que sus sucesores, cada vez más igualitarios, feministas, multiculturales y pansexuados no son capaces de emular. Curioso, ¿verdad?.
Sin embargo, hoy se abomina de todo
aquello. Y con razón: son la antítesis de lo que ahora se pretende
formar. Los victorianos eran duros, independientes, impasibles,
obstinados, fiables,puritanos y muy conscientes de su superioridad, con
un «pathos de la distancia» y una reserva legendarias. No se domina el
mundo con complejos de inferioridad. No exteriorizaban obscenamente sus
emociones, no aireaban sus intimidades ni sus inclinaciones sexuales.
Tampoco consideraban que el único fin de la existencia era acumular
orgasmos. Guardaban siempre una contención casta, estoica y digna,
«self restraint» se llamaba, producto de una educación elitista, viril y
severa, que desde la infancia enseñaba a los hombres a resistir, a ser
los mejores en competencia leal con sus pares y a mantener su dignidad
hasta en las peores circunstancias, como Gordon en Jartum. Aquel vivero
de forjadores de imperios produjo los batallones de casacas rojas que
sofocaron contra toda posibilidad el Gran Motín indio de 1857, que
sometieron a los zulúes en unas feroces campañas y que impusieron el
orden en medio mundo. Asombra recordar que sólo trescientos mil ingleses
dominaban a cuatrocientos millones de indios. ¿Que fueron crueles e
injustos? No más que sus enemigos. Nadie forja imperios repartiendo
caramelos.
Y, sin embargo, con semejantes «antivalores» esta gente dominó el mundo. Los logros de la Inglaterra del XIX empequeñecen a los actuales de esa isla que va camino de convertirse en un emirato en el Mar de Norte. Comparar a los Peel, Salisbury, Gladstone o Disraeli de entonces con los Corbyn, May o Cameron de hoy produce una sonrisa de conmiseración. Incluso los rebeldes eran de otra pasta: ¿Qué «rebelde» subvencionado de hoy alcanza la altura del Conrad anticolonialista de «El corazón de las tinieblas» (al que ahora los progres acusan de racismo), del capitán Burton o de Oscar Wilde? Cabe recordar que sin el esplendor de los fondos de la Biblioteca Británica, Marx jamás habría podido escribir «El capital».
Pese al efímero y mítico paso de Jack el Destripador, la Inglaterra victoriana era un país en el que los policías se podían permitir ir desarmados y donde el respeto, el civismo y la seguridad resultaban un ejemplo para toda Europa. Los castigos severos, la moral estricta y la educación jerárquica cimentaban una comunidad que era pacífica, tolerante, libre y próspera. Por cierto, se trataba de una sociedad burguesa en la que los conflictos sociales se arreglaban mediante un sindicalismo pragmático, enemigo de revoluciones, donde los sectarios de Marx no pudieron nunca adquirir una influencia decisiva. Cuando uno examina el éxito del mundo victoriano, no puede dejar de inquirir al estilo de un personaje tan representativo de ese tiempo como Sherlock Holmes: si los valores viriles y jerárquicos, si la educación elitista, si la cultura burguesa, si la objetividad y la serenidad, si la fe en la superioridad de Occidente, si la responsabilidad personal, si los instintos son algo secundario, indigno y de mal gusto… si todos estos elementos hicieron tan grande a Inglaterra y su negación la ha hecho tan pequeña, ¿por qué es infamante el que algo sea calificado de «victoriano»? Quizá porque esa valoración negativa ha surgido de sus enemigos, que son los mismos de Occidente y sus valores. Y es mala política dejarse influir por quien nos quiere perder.
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