El aburrimiento y alumno posmoderno.
Todo desdichado y
maltratado carne de cañón de la última estupidez pedagógica (que por
supuesto, sin ninguna posibilidad de que sea de otro modo, encontrará un
gobierno y un ministerio de educación dispuestos a aplicarla), todo cobaya del
iluminado de turno que se atreve a ponerse el sayo de “Profesor”, todo aquél
que se atreve a pararse delante de una formación en batalla de adolescentes
posmodernos, en el supuesto contexto institucional de un colegio, seguramente
ha sentido el frío sudor correr por su espalda cuando el más cruel de sus
antagonistas (estoy siendo generoso, ojala fueran antagonistas en todo sentido)
desenfunda el arma letal del “estoy aburrido” o, lo que es lo mismo, “su clase
es aburrida”.
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Ese
es el Rubicón del profesor posmoderno. Si no lo cruza está condenado a ser
definido por el alumno y a ser manejado como un títere por sus expectativas.
Cual payaso sin vocación de payaso vivirá siempre frustrado a la cacería de la
aprobación de la troupe, para convertirse, inexorablemente, en un payaso triste.
Si
lo cruza, debe hacer suya la dantesca recomendación de “Lasciate fuori
ogni speranza o voi che entrate” (dejad fuera toda esperanza, oh vosotros que
entráis), al menos y con toda seguridad dejad fuera toda esperanza
terrenal de compensación durante el mismo proceso de querer definir el propio
rol de profesor sin vivir esclavo de la inmediatez del deseo del adolescente.
La
espada flamígera del aburrimiento (de los alumnos y la consiguiente
desconfirmación del propio rol) lo amenazará por el resto de sus días, tanto
como el canto de sirenas del maquillaje colorido, de los zapatones y de la
nariz colorada.
Veamos
entonces de qué se trata esta arma letal.
Aburrimiento
viene del latín ab horrore, de ahí se deriva también el verbo ‘aborrecer’, y de
la partícula horrore se derivan las palabras ‘horror’ y ‘horrible’.
Horrore
significa en latín erizarse, ponerse los pelos de punta o también estremecerse,
tiritar, fenómenos ambos que muchas veces se dan asociados. Por metonimia el
nombre se desplazó desde la consecuencia fisiológica al sentimiento que causa
esos hechos y así comienza a significar el ‘horror’, el miedo.
Si
tomamos la partícula ab en un esfuerzo simplista podemos reunir la multitud de
significados de la partícula básicamente a dos, aunque ambos tengan origen en
un mismo proceso que es la diferenciación y alejamiento de un punto de partida.
Ese proceso puede ser visto de dos modos, en primer lugar en cuanto se aleja y
produce una enajenación respecto del punto de partida, y en segundo lugar, en
cuanto procede de tal punto de partida y reconoce en él su proveniencia, y, de
algún modo, su origen causal.
Según
el primer significado ab es una negación de aquello que a lo que precede, así
decimos que ‘anomia’, de ab y nomos es ausencia o negación de la ley.
El
segundo significado es la indicación causal o metonímica a un punto de partida
así por ejemplo el adjetivo ‘acartonado’, que procede, proviene o tiene las
cualidades del cartón.
Según
el segundo significado el aburrimiento procede y tiene su origen en el
‘horror’. ¿Horror a qué? Horror al esfuerzo, a la frustración, en fin, a todo
lo que no sea goce inmediato. Toda dilación del goce, toda tolerancia a la
frustración, es horrible, pone los pelos de punta y hace tremar la subjetividad
del adolescente. En esto la profecía lacaniana se cumple a pie juntillas: “Como
suele ocurrir habitualmente en la evolución concreta de las cosas, quien
triunfó y conquisto el goce se vuelve completamente idiota, incapaz de hacer
otra cosa más que gozar, mientras que aquel a quien se privó de todo conserva
su humanidad”.
El
deseo, cuando es totalmente satisfecho, o, para entendernos mejor, porque
algunos negarán la posibilidad de satisfacción total del deseo, digamos cuando
es ‘inmediatamente satisfecho’ implica la muerte del deseo. Muerte para todo
aquello que no sea inmediatez. Aquí muchos, legítimamente convencidos, se
calzan el traje de payaso, para tratar de aplacar la voracidad del goce
inmediato, pero es una estrategia destinada al fracaso, la fuerza de gravedad
del agujero negro del goce inmediato pone en sí mismo el eje estructurante de
toda actividad. En eso no se deja sobornar y termina aplastando y poniendo de
rodillas a sus propios criterios a todos los que se le acercan e intentan
apagar el fuego con nafta.
Según
el primer significado del prefijo ab aburrimiento llevaría en sí la semántica
de una negación, la negación del ‘horror’, del ‘miedo’, la ausencia total. Esta
variante interpretativa da de lleno con un aspecto fenomenológico del
aburrimiento. El encresparse, el temblar, el estar trémulo, que conforman el
punto de partida material del significado de abhorrore, sólo se produce frente
a una grave amenaza al sujeto y a su vida. Todos estos síntomas son mecanismos
de defensa fisiológicos que preparan al sujeto para un contraataque o para una
huída. La negación total de estos mecanismos nos indica que el sujeto está en
una situación y en una pretensión de placer y goce inmediato que no tiene nada
en absoluto que temer, nada a lo cual enfrentar y atacar, y, finalmente nada de
lo cual huir. En definitiva nada para conquistar, nada en lo cual crecer, nada
para anhelar y que sea motivo y usina de la tensión propia de vivir. Eso es
alguien aburrido. Alguien que ya no puede percibir el dramático y apasionante
horror de estar vivo. Es el cumplimiento acabado de una conocida maldición
china: “Ojalá encuentres lo que buscas”, o su traducción subjetiva “ojalá se
cumplan todos tus deseos” (inmediatos, agregaría yo entre paréntesis, para
ponerme a salvo de no caer fuera de la ortodoxia y poder convertir la maldición
china en la aseveración evangélica de camellos que pasan por ojos de agujas).
Finalmente,
la última interpretación la leí en algún lado atribuida a Maturana, según mi
inverificable memoria de una citación ajena, en ella la partícula ab cobraría ella misma densidad
sustantiva y comenzaría a significar por sí misma, dejando la negación de algo,
para convertirse ella misma en la ‘nada’, entonces el aburrimiento sería el
‘horror a la nada’, el ‘miedo al vacío’, miedo a la soledad y a la ausencia,
miedo que solamente se puede satisfacer con la ‘conexión’ permanente, con el
estar en ‘contacto’, de un modo material e inmediato. Miedo a toda comunicación
que no sea intuitiva, por imagen, inmediata, todo lo que no implique una
conexión metonímica o metafórica automática de significado es aburrido, implica
el esfuerzo de la abstracción, y la abstracción desconecta, desconecta del
punto material y de partida, implica un abandono, un abandono material de la
cosa a la cual estoy conectado y que me sostiene y me contiene. Me introduce en
el mundo de las palabras, de la significación universal y de la sustitución del
objeto material inmediato por la palabra. ‘Desconectarse’ implica ser parido,
soltarle la mano al cálido seno materno del contacto inmediato para apropiar el
mundo a otro nivel, a un nivel que hay que atreverse a decir sin complejos está
un escalón más arriba en el desarrollo de la humanidad del hombre, si no
queremos dejarlo, en el decir de Lacan, que se convierta en un ‘idiota’ e
‘incapaz’.
Y
no jodan con el ‘desarrollan otras aptitudes’, son aptitudes desarrolladas en
virtud de una pérdida enorme, son aptitudes ‘compensatorias’, son las aptitudes
del ‘ciego’, por supuesto que desarrolla otras aptitudes, su tacto se entrena a
niveles inimaginables para una persona que normalmente usa la vista para
obtener la misma información. Y puede llegar hasta sorprendernos esas
habilidades, dado que nos pensamos a nosotros mismos en función de la pérdida y
sin el sobreentrenamiento compensador de la función subrogante. Pero no deja de
ser una ‘compensación’, es decir un resarcimiento que la naturaleza intenta a
nivel funcional, desde una potencia o sentido totalmente heterogéneo al que se
ha perdido o anulado. La compensación jamás restaura el estado original de
aquello que no se tiene o que se ha perdido, apenas intenta substituir la falta
con algo totalmente heterogéneo a la misma que brinda ciertas cualidades
dinámicas y funcionales que hace menos mala la situación de carencia. Casi del
mismo modo que una compensación judicial, cuando, por ejemplo, en un accidente
laboral nos pagan una suma enorme por haber perdido un brazo.
La
abstracción es un viaje, hay que despedirse, aunque sea momentáneamente del
contacto, de la experiencia inmediata de la cosa. En ese viaje el camino es
árido y arduo, hay que pasar por el desierto de no verle el sentido al haber
dejado el cálido seno material de la experiencia directa, del contacto. Y
muchos se pierden en el viaje o porque tienen horror a la aridez del camino o
porque al poco andar se vuelven desencantados al mundo del contacto inmediato.
Son todos aquellos que ponen el emergente en ‘lo práctico’, en el resultado, en
la acción. Hacen la crítica fácil, demagógica y canibalística (por usar el
adjetivo robado a un amigo que hace referencia, de un modo muy preciso, al que
destruye la propia institución que lo sustenta) de que la Universidad se ha
vuelto un lugar de abstracciones, de personas alejadas de la realidad, lo que
implica alejadas del contacto.
A
algún nivel, tal vez tengan razón, sucede que hay muchos habitantes del
desierto de la abstracción que juegan con los conceptos para darse corte de
profundos, como decía Foucault: “Si escribiese tan claramente como tú, la gente
en París no me tomaría en serio. Pensarían que lo que escribo es infantil
e ingenuo”. Necesitan esconderse detrás del malabarismo pirotécnico de las
abstracciones para parecer profundos. Lo peor es cuando son verdaderamente
inteligentes y verdaderamente profundos, como el caso de Lacan, en el que en
medio de la hojarasca de cripticismo voluntario uno encuentra intuiciones
absolutamente deslumbrantes. Ahí se ha creado el pantano perfecto, del cual no
se puede salir, al menos para quien nació en el pantano, los que vinimos de
afuera con un arsenal teorético, al menos en lo filosófico ciertamente
superior, podemos llegar a atravesarlo indemne. Pero el resto queda atrapado en
la hojarasca, no en virtud de la hojarasca, sino en virtud de las intuiciones
deslumbrantes que les hacen pensar que todo, inclusive la hojarasca, es
‘intuición deslumbrante’. Así se quedan a vivir en el árido desierto de las
abstracciones, que tanto repulsa al mundo moderno del contacto y de la
experiencia inmediata, y le dan elementos reales a sus críticos para
defenestrar toda ‘abstracción’, inclusive la legítima.
Pero
el viaje del conocimiento no se detiene en el árido camino de la abstracción su
objetivo, usando las palabras de Platón, es “llegar a una idea que, en visión
de conjunto, abarcase todo lo que está diseminado, para que, delimitando cada
cosa, se clarifique, así, lo que se quiere enseñar”. Esta función unificante
del intelecto presenta claramente dos aspectos en primer lugar una especie de
intuición del todo bajo una sola mirada: «συνοράω »[1],
que significa en el griego clásico «ver en conjunto», «al mismo tiempo», «ver
todo de un vistazo», y que muy sugestivamente en el coiné posterior adquirió el
significado «de darse cuenta», «volverse conciente»[2].
Esta visión unificante del todo es de corte netamente intelectivo y es el fruto
de una actividad (la dinámica de la razón discursiva) que ha preparado dicha
intelección guiada por una tensión dialéctica entre la intuición intelectual y
los elementos del discurso. Esta visión intelectual unificante implica que todo
lo múltiple y diseminado que se ha conocido, es conocido bajo una luz nueva,
hay una especie de darse cuenta, de tomar conciencia o de retorno al fundamento
último que está detrás de toda la realidad que se presenta como múltiple y
diseminada, fundamento último que siempre sostuvo (y porque siempre la sostuvo
el encontrarlo explícitamente se llama «retorno») la tensión dialéctica de la
búsqueda entre la apariencia y «lo que es», estando presente por medio de la
intuición intelectual, aunque sin una toma de conciencia explícita como la que
ahora se lleva a cabo.
Esta
es la meta del viaje abstractivo a la que pocos llegan y de la que pocos
disfrutan, la «συναγωγή»
o visión de conjunto que nos remite de nuevo a la realidad del contacto que
habíamos abandonado, para traducirse en otro nivel de contacto, el contacto con
el fundamento unificante que está detrás de la disgregación irracional de la
experiencia inmediata. Y si lo miramos desapasionadamente todo el proceso
cognitivo humano se dirige en esta dirección. La ‘experiencia pura’, libre de
toda elaboración unificante, no existe. Simplemente no existe. La percepción es
un proceso unificante donde aparece una cualidad nueva, emergente y heterogénea
de la suma de la disgregación sensitiva de partes que perciben nuestros
sentidos tomados aisladamente, esa cualidad es la percepción del todo.
Entonces, si toda la labor cognitiva impresa en la estructura organizante de la
naturaleza humana se dirige hacia un proceso de unificación, de συναγωγή,
cada vez más alto, ¿por qué detenernos en la mera percepción sensible?¿Por qué
no avanzar en la dirección hacia la cual nuestra naturaleza indica que se
encuentra la plenitud del hombre?¿Vamos a detenernos o renunciar a ese camino solamente
porque algunos se quedaron haciendo malabares en el desierto de la abstracción?
No, todo uso conlleva en sí mismo la posibilidad del abuso, y no por eso se
renuncia al uso saludable de lo que fuere. Lo mismo sucede con nuestro proceso
intelectual.
Renunciar
a lo abstracto no es el único problema, también lo es renunciar a la
clasificación jerárquica de conjunto, dicho de un modo más simple el renunciar
a poder emitir un juicio de superioridad cualitativa, el no poder, no querer, o
no tener el coraje de decir: “Esto es mejor que esto otro en la estructura de
la naturaleza humana”. Esta posición de pretendida neutralidad implica que el
ver todas las cosas en tercera persona es el último punto resolutivo y la
garantía de imparcialidad absoluta de toda afirmación científica. Así el
investigador se convierte en una especie de observador neutro que se observa a
sí mismo incluido en la situación del experimento y juzga el todo desde el
lugar imposible de no ponerse a si mismo en ningún lugar. Así, desde ese lugar
sin lugar, todo lo que tenga el coraje de ser afirmado en primera persona, de
decir ‘así están las cosas’, se convertirá o en ideología o en violencia
metafísica.
Así
no se puede ayudar al aburrido alumno posmoderno, porque se dirá de él ‘tiene
cualidades distintas’, lo que implica que no se puede parangonar con nada, lo
debemos tratar a sé,
está inmerso en una construcción cultural de la que no podemos pretender nada
distinto de lo que es, porque sería violentarlo, sería, ¡Oh herejía!, pretender
que cambie. Por supuesto, esto en razón de que no hay realmente ‘naturaleza
humana’, ni mucho menos plenitud objetiva de esa naturaleza, sino pura
‘construcción cultural’.
El
que está en ese pantano teórico, no puede ayudar a nadie, ni siquiera a sí
mismo, mucho menos al aburrido alumno posmoderno.
Hay
que tener el coraje de afirmar que hay cosas mejores que otras. Que poder
superar el inmediatismo del hipercontacto, la hiperconexión, del mero estar
todos juntos, del dejar de ser pseudópodos de la contención mutua para
convertirnos en individuos pensantes es mejor que no hacerlo. El aburrimiento
como ‘horror a la nada’ supone que el dejar de estar en contacto implica caer
en la disgregación de sí, pero esto es así porque no se soporta estar solo, se
es un parásito sostenido en la contención social. Es cierto que, como dice
Aristóteles, el hombre es un animal social y sin el tejido social, hemos
comprendido en la actualidad, dejaría de ser hasta hombre. Con Lacan hemos
aprendido hasta que punto el otro nos construye en el proceso de elaboración de
nuestra identidad. Sin embargo, el horror a la soledad implica la
inconmensurable inmadurez de no haber construido una cosmovisión del mundo que
vaya más allá del mero contacto, de no haber cumplido con el mandato genético
(en todos los sentidos posibles: inscrito en nuestra naturaleza humana;
perteneciente al Génesis bíblico; generador de identidad ) de dar nombre a las
cosas, de construir un verbo interior que substituya el puro contacto, sin
renunciar al contacto como fuente novedad para ese mismo verbo.
Finalmente
el horror a la soledad es una discapacidad adquirida, es la discapacidad de
definir la propia identidad en el contacto con el otro, sin posibilidad alguna
de trascendencia de ninguna naturaleza.
Tomado
de:
http://terapiaonline.co/2014/12/26/el-aburrimiento-y-alumno-posmoderno/#more-6742