Mirando pasar los hechos
FRANCISCO Y LOS PERROS
EN GONZÁLEZ CATÁN
Ocurrió en González Catán, sufrido distrito de
la hipertrofia y de la desmesura peronista en el Partido de La Matanza.
Debía visitar a uno de mis clientes,
Constantino, dueño de una decadente ferretería situada en una excelente esquina
pero a la cual ya poca gente entra. En el umbral de la puerta me recibe,
cigarrillo en mano, el italiano venido con sus padres a la Argentina cuando
tenía cuatro años hace más de sesenta. Su flamante y ostentosa Ámarock blanca
sobre la vereda parece decir: después de abrir y cerrar la ferretería todos los
días desde hace cincuenta años cuando esto era tierra baldía, la vereda también
me pertenece. Pero, a decir verdad y en su descargo, el factor seguridad quizá
lo justifica: los robos son el pan de todos los días en la barriadas del
conurbano bonaerense.
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Constantino, de estatura media, cabeza
prominente algo tirada hacia atrás y gesto permanente mezcla de disgusto y aire
de superioridad, bien podría haber lucido en la puerta de su ferretería una
toga blanca de patricio romano en el senado. Sin duda, ese día, como casi todos
en las últimas tres décadas de Democracia en la Argentina, Constantino soñaba
despierto que su lugar en el mundo estaba más cerca del Tiber que del Matanza.
Y, de hecho, así alguna vez me lo expresó. Fruto de algunos de sus cada vez más
esporádicos viajes a Calabria había llegado a la conclusión que se había
equivocado en permanecer en la Argentina. Atrapado por los años y las
propiedades que alguna vez supo construir y con cuya no despreciable renta vive
y sostiene la hoy decadente ferretería, ese sueño estaba cada vez más
resignadamente lejano. Por lo cual hoy Constantino sigue abriendo su comercio
aunque la cosa está cada vez más fea: estos negros de m… ya no gastan la plata
o, mejor dicho, la poca que les deja la terrible inflación la gastan en
boludeces y zapatillas caras que compran en el nuevo Shopping, me suele decir.
Constantino tiene una misteriosa socia a quien
sólo una vez vi, sentada en un cuarto sombrío y oculto a la mirada de los
clientes, contiguo al salón de ventas, detrás de las severas rejas que protegen
el mostrador y la mercadería. Vestida de gris, la obesidad de la socia, inmóvil
como un Budha, se desparramaba sobre el escritorio. Entre sus crenchas grises y
grasientas me miró con ojos saltones, masculló un saludo y sólo chistó a la
jauría que la rodeaba como a una reina babilónica o una de la brujas de Macbeth
en el sangriento campo de batalla. Efectivamente, alrededor de la socia de
Constantino había entre veinte y treinta perros malolientes recogidos
caritativa, piadosa y desordenadamente de la calle. Esta era la causa por la
cual yo me resistía cada quincena a ingresar al local, dando el paso decisivo y
mortificante de abandonar el aire limpio de la calle por el fétido canino de la
ferretería. Tal era el impacto que se recibía al entrar: una especie de golpe
de puño de mal olor indescriptible que luego, al retirarse uno la memoria
olfativa perseguía durante todo el día.
Sin mucho razonar, ahí encontré la obvia
explicación de por qué los clientes habían abandonado poco a poco a Constantino
y ya no iban a la ferretería más que por lo estrictamente necesario. Lo cierto
es que, habiendo tomado confianza con el tano, un día aludí al problema,
discreta y diplomáticamente ( los vendedores somos lo primeros asesores
comerciales y espirituales de nuestros clientes). A lo cual Constnatino me
contestó angustiadamente: “¡¿Qué quiere
que le haga?! Es mi socia. Yo gasto cientos de litros de desodorante y limpiapisos
por semana. ¡Es mi socia!”
Más adelante con más confianza aún, le insistí
una vez más con claridad y firmeza de consultor, que si quería sacar adelante
la ferretería y recuperar la clientela tenía que deshacerse de los perros. A lo
cual Constantino me constestó, esta vez sacando pecho y munido de sólido
argumento filosófico-teológico que venía como anillo al dedo para ocultar el
desorden de la afectividad humano canina de su ferretería : “No, mire, yo no puedo deshacerme de estos
perros… menos aún después de lo que acaba de decir el Papa Francisco: los
perros tienen alma y van al cielo y allí los encontraremos. No, yo no puedo ser
tan cruel…!”
Colofón: he ahí una vez más la ambigüedad, la
falacia y la misericordia en el magisterio y la catequesis de Francisco. ¡Ay!
la demagogia de Francisco… disimulando, induciendo y sirviendo de justificación
al error y el desorden. Eso sí con gran repercusión mediatica y rédito de
popularidad: son millones los que sin tener las mínimas nociones que la
Antropología Filosófica enseña sobre el alma, desconocen que el hombre se
asemeja a aquello que mira y contempla… que ignoran que mirando hacia arriba el
hombre se espiritualiza en Dios a quien está llamado y que, mirando
afectivamente hacia abajo se animaliza; en nuestro caso de marras,
perrunamente. Dueño enamorado de bull-dog se parece a bull dog, apasionado
dueño de caniche se parece a caniche. En fin, de la próxima franciscada, ¡líbranos
Señor!
L.A.P