SANTO TOMÁS APOSTOL
21 de diciembre SANTO TOMÁS APÓSTOL
I. Cuando Jesús, llamado
por las hermanas de Lázaro enfermo, se disponía a ir a Judea, donde le
esperaban asechanzas y odio por parte de los judíos, dijo Tomás a los
demás discípulos: Vayamos nosotros también y muramos con Él (1). El
Señor aceptaría con gratitud este gesto valiente y generoso del Apóstol.
Son las primeras palabras de él recogidas por San Juan.
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Más tarde, durante el
discurso de despedida en la Ultima Cena, Tomás hizo una pregunta al
Maestro por la que le debemos estar reconocidos, pues por ella conocemos
una de las grandes definiciones que Jesús nos dejó de Sí mismo.
Preguntó el discípulo: Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos
saber el camino? Jesús respondió con estas palabras tantas veces
meditadas: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino
por Mí (2).
La misma tarde del
domingo en que resucitó se apareció Jesús a sus discípulos. Se presentó
en medio de ellos sin necesidad de abrir las puertas, ya que su Cuerpo
había sido glorificado
; pero para deshacer la
posible impresión de que era sólo un espíritu, les mostró las manos y el
costado. A los discípulos no les quedó duda alguna de que era Jesús
mismo y de que verdaderamente había resucitado. Les saludó por dos veces
con la fórmula usual entre los judíos, con el acento propio que tantas
veces pondría en estas mismas palabras. Los Apóstoles, poco propensos a
admitir lo que excedía los cauces de su experiencia y de su razón, no
podían albergar ya duda alguna al ver a Cristo, al que ellos conocían
bien, hablando como en otras ocasiones. Con su conversación amigable y
cordial quedaban disipados el temor y la vergüenza que tendrían por
haber abandonado al Amigo cuando más necesidad tenía de ellos. De esta
forma, se creó de nuevo el ambiente de intimidad, en el que Jesús va a
comunicar sus poderes trascendentales (3). Pero Tomás no estaba con
ellos. Es el único que falta. ¿Por qué no estaba allí? ¿Fue sólo una
casualidad? Quizá San Juan, el Evangelista que nos narra con todo
detalle esta escena, calla por delicadeza que Tomás, después de haber
visto a Cristo en la cruz, no sólo había sufrido como los demás, sino
que se encontraba alejado del grupo y sumido en una particular
desesperanza (4).
Por los relatos de San
Mateo y de San Marcos sabemos que los Apóstoles recibieron la indicación
de Jesús de marcharse enseguida a Galilea, donde le verían glorioso.
¿Por qué aguardaron ocho días más en Jerusalén, cuando ya nada les
retenía allí? Es muy posible que no quisieran marcharse sin Tomás, al
que buscaron enseguida e intentaron convencer de mil formas distintas de
que el Maestro había resucitado y les esperaba una vez más junto al mar
de Tiberíades. Al encontrarle, le dijeron con una alegría incontenible:
¡Hemos visto al Señor! (5). Se lo repitieron una y otra vez, con
acentos distintos. Intentaron en este tiempo recuperarlo para Cristo por
todos los medios. Es seguro que el Señor, que siempre nos busca -a cada
uno- como Buen Pastor, aprobaría esta demora. ¡Cómo agradecería Tomás
más tarde todos estos intentos, y que a pesar de su tozudez no le
dejaran solo en Jerusalén! Es una lección que nos puede servir hoy a
nosotros para que examinemos cómo es la calidad de nuestra fraternidad y
de nuestra fortaleza con aquellos cristianos, nuestros hermanos, que en
un momento dado pueden caer en el desaliento y en la soledad. No
podemos abandonarlos.
II. Trae tu mano y toca la señal de los clavos: y no seas incrédulo, sino creyente (6).
El desaliento y la
incredulidad de Tomás no eran fácilmente vencibles. Ante la insistencia
de los demás Apóstoles, él respondió: Si no veo la señal de los clavos
en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en
su costado, no creeré (7). Estas palabras parecen una respuesta
definitiva, inconmovible. Es una réplica dura a la solicitud de los
amigos. Sin duda la alegría de los demás ¡qué inmenso gozo llenaría su
alma! le abrió una ventana a la esperanza. Por eso vuelve y ya no se
separa de ellos. Esta oscura tozudez de Tomás contrasta con la grandeza
de Jesús y con su amor por todos. El Señor no permite que ninguno de los
suyos se pierda; ya había rogado por sus discípulos en la Ultima Cena, y
su oración es siempre eficaz (8). Él mismo interviene ante Tomás. San
Juan lo relata así: A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus
discípulos y Tomás con ellos. ¡Al menos han conseguido que permanezca
unido a ellos! Y estando cerradas las puertas, vino Jesús, se presentó
en medio y dijo: La paz sea con vosotros. Se dirigió entonces
amablemente a Tomás, y le dijo: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y
trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente
(9).
Es un motivo de esperanza
para nosotros considerar que el Señor no nos dejará nunca, si nosotros
no le abandonamos, porque también ha rogado por nosotros (10). Tampoco
nos desampararán los que Dios ha puesto a nuestro lado. Si alguna vez
estamos a oscuras, cualquiera que sea nuestra situación interior,
podremos apoyarnos en la fe de los demás, en su ejemplaridad y en la
fortaleza de su caridad. Nosotros tenemos el deber de “arropar” y cuidar
a quienes de alguna manera el Señor nos ha encomendado o comparten con
nosotros la misma fe y los mismos ideales, si alguna vez pasaran por un
mal momento. La responsabilidad de la fidelidad de los demás será
siempre un buen soporte de la propia fidelidad. “Todo iría mejor y
seríamos más felices si nos propusiéramos conocer siempre mejor para
poder amar más esas verdades y esas personas a las que nos hemos
vinculado con lazos de responsabilidad permanente. Reflexionar sobre los
propios deberes, sobre las circunstancias que afectan la vida y la paz
de otros, meditar en las consecuencias de nuestra conducta, evaluar el
daño que puede causar la deserción, es la primera garantía de fidelidad.
A la que debemos siempre agregar una consideración sobrenatural: Fiel
es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras
fuerzas (1 Cor 10, 13)” (11). Nunca nos fallará el Señor. No fallemos
nosotros a nuestros hermanos. No olvidemos que todos nosotros también
podemos pasar por una etapa de ceguera y de desaliento. Nadie en la
familia y entre los amigos es irrecuperable para Dios, porque contamos
con la poderosa ayuda de la caridad y de la oración, que adquiere
entonces manifestaciones tan diversas, y de la gracia.
III. Cuando Tomás vio y
oyó a Jesús expresó en pocas palabras lo que sentía en su corazón:
¡Señor mío y Dios mío!, exclama conmovido hasta lo más hondo de su ser.
Es a la vez un acto de fe, de entrega y de amor. Confiesa abiertamente
que Jesús es Dios y le reconoce como su Señor. Jesús le contestó: Porque
me has visto has creído; bienaventurados los que sin ver creyeron (12).
Ésta es la fe que nosotros debemos renovar, siguiendo la estela de
incontables generaciones cristianas que a lo largo de dos mil años han
confesado a Cristo, Señor invisible, llegando incluso al martirio.
Debemos hacer nuestras, como las hicieron suyas antes otros muchos, las
palabras de Pedro en su primera Carta: Vosotros no lo visteis, pero lo
amáis; ahora, creyendo en Él sin verlo, sentís un gozo indecible. Ésta
es la auténtica fe: entrega absoluta a cosas que no se ven, pero que son
capaces de colmar y ennoblecer toda una vida.
Desde aquel momento,
Tomás fue un hombre distinto, gracias en buena parte a la caridad
fraterna que tuvieron con él los demás Apóstoles. Su fidelidad al
Maestro, que parecía imposible en aquellos días de oscuridad, fue para
siempre firme e incondicional. Sus palabras nos han servido quizá para
hacer muchas veces un acto de fe ¡Señor mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi
Dios! al pasar delante de un Sagrario o en el momento de la Consagración
en la Santa Misa. Su figura es hoy para nosotros motivo de confianza en
el Señor, que nunca nos dejará, y motivo de esperanza si alguna vez
aquellos que tenemos más cerca por voluntad divina pasan momentos de
desconcierto en su fidelidad a Dios. Nuestro aliento en esa situación y
la gracia del Señor harán milagros.
Con la Liturgia pedimos
hoy al Señor: …concédenos celebrar con alegría la fiesta de tu Apóstol
Santo Tomás; que él nos ayude con su protección para que tengamos en
nosotros vida abundante por la fe en Jesucristo, tu Hijo, a quien tu
Apóstol reconoció como su Señor y su Dios.
La Virgen, que tan cerca
estaba en aquellos días de los Apóstoles, seguiría atenta la evolución
del alma de Tomás. Quizá fue Ella la que impidió que el Apóstol se
alejara definitivamente. Nosotros le confiamos hoy nuestra fidelidad al
Señor y la de aquellos que de alguna manera Dios ha puesto a nuestro
cuidado. ¡Virgen fiel…, ruega por ellos… ruega por mí!
(1) Jn 11, 16.- (2) Jn
14, 5-6.- (3) Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos EvangeliosPamplona 1985, nota
a Jn 20, 19-20.- (4) Cfr. O. HOPHAN, Los Apóstoles, Palabra, Madrid
1982, p. 216 .- (5) Jn 20, 25.- (6) Antífona de comunión. Cfr. Jn 20,
27.- (7) Jn 20, 25.- (8) Cfr. Jn 17, 9.- (9) Jn 20, 26-27.- (10)
Cfr. Jn 17, 20.- (11) J. ABAD, Fidelidad, Palabra, Madrid 1987, pp.
66-67.- (12) Jn 20, 29.-
* Tomás es conocido entre
los demás Apóstoles por su incredulidad ante Jesús resucitado, que se
desvaneció ante la aparición de Cristo. Su falta de fe da ocasión al
Señor para invitarnos a afianzar la nuestra, que tiene su punto sólido
en el hecho histórico de la Resurrección de Cristo. Nada sabemos con
certeza acerca de su vida, salvo las breves referencias que se contienen
en los Evangelios. Según la Tradición evangelizó la India.
Texto de mercaba