Derogar.
Una virtud ausente.
Esta sociedad ha decidido darle entidad a la equivocada
idea de que un buen legislador es aquel que presenta una
innumerable cantidad de proyectos parlamentarios y consigue
concretarlos a través de nuevas leyes.
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Esta
mirada explica, en buena medida, la conducta de ciertos
dirigentes que intentan obtener votos para llegar a su banca,
proponiendo determinadas leyes requeridas por la gente.
Sus propuestas políticas, en este sentido, pasan siempre
por regular, restringir, controlar y apelar a cualquier
argumento que conduzca a agregar leyes a mansalva a las
ya existentes.
Esto no sucede por casualidad.
Es el resultado de una demanda social. La comunidad cree,
mayoritariamente, que la actividad de un legislador debe
medirse bajo ese parámetro. De hecho, son muchos los
que al concluir el año, dan a conocer públicamente
la cantidad de proyectos que han presentado, sumando además
no solo las legislaciones propuestas, sino también
otros recursos similares menores como declaraciones de interés,
meramente enunciativas que sin relevancia sirven solo para
abultar el número y generar la sensación de un
trabajo gigante, profundo y dedicado.
En línea
con esa visión, otros dirigentes son cuestionados por
sus ausencias en el recinto, pero sobre todo por el exiguo
número de proyectos de ley presentados durante su gestión,
como si eso fuera realmente importante.
Es trascendente
entender el trasfondo de este asunto, ya que allí radica
la base ideológica de esta perspectiva que tantos adeptos
tiene. Son muchos los ciudadanos que creen que la realidad
puede ser modificada mágicamente por ley, estableciendo
órdenes a través de normativas y haciendo que
todo suceda por imperio de la fuerza, sin comprender que
solo se necesita un marco normativo muy general, ya que
el progreso depende, de la actitud de los individuos y no
de su comportamiento colectivo.
Claro que las
normas son importantes, pero su cantidad no define ni su
calidad ni su eficacia. Por el contrario, se precisan escasas
reglas que sirvan como faro, solo como un mero marco de
referencia, que limiten el poder del Estado y eviten los
habituales abusos de los gobiernos. No más que eso.
Una frase atribuida a Mark Twain dice que "Ni la
vida, ni la libertad, ni la propiedad de ningún hombre
está a salvo cuando el legislativo está reunido".
Este planteo se ajusta demasiado a lo que se vive aquí
y ahora.
Tal vez el problema de fondo tenga
que ver con lo que piensan los votantes, con lo que los
individuos sostienen como verdad irrefutable, y no con lo
que los políticos hacen. Es probable que ellos solo
actúen en consecuencia y que su obrar sea lo esperable
frente a lo que la sociedad les reclama a diario.
Es allí donde vale la pena detenerse y revisar
las ideas propias. Son demasiados los que creen que todo
debe ser regulado, que cada actividad merece una legislación
dura que le fije reglas y que así el mundo será
mejor. Esta interpretación de la realidad entienden
que los individuos están repletos de maldad y que el
único modo de lograr gestos positivos es imponiéndoles
conductas que algún iluminado selecciona como adecuadas.
Claro que los que defienden esta postura, consideran
que esas normas deben regir las vidas de los demás
y no las propias. Después de todo, desde su retorcida
percepción, son los otros los que hacen las cosas mal
y merecen un castigo por ello.
John Locke decía
que "el fin de la ley es, no abolir o limitar, sino preservar
y acrecentar la libertad" y esto marca una diferencia conceptual
enorme respecto de las creencias ciudadanas contemporáneas.
La ley debe ayudar a la convivencia en sociedad y entonces
su misión pasa por garantizar a todos que otros no
puedan apropiarse de sus vidas, libertad y propiedad.
Es posible que algunas normas que hoy no existen
sean necesarias. Pero es mucho más significativo comprender
que mas leyes no es sinónimo de mejor futuro, y que
será preciso, en el tiempo que viene, una ola derogadora
potente que destruya el complejo entramado de reglas que
solo han entorpecido la vida ciudadana y limitado las posibilidades
de desarrollo.
Son muchas las normas que impiden
hacer, que cercan la creatividad y que restringen chances
concretas de prosperidad, siempre bajo ese sesgo controlador
que tanto apasiona a los autoritarios, esos que intentan
decirles a los demás como deben vivir. Se trata de
una lista interminable de leyes que sojuzgan a los individuos
y les imponen conductas, supuestamente correctas, pero que
atentan contra las libertades más esenciales.
El mundo no se cambia obligando a los seres humanos
a comportarse bajo las líneas directrices de una bondad
forzada. Los hábitos se corrigen con el aprendizaje
personal e indelegable que tiene cada sujeto a lo largo
de su experiencia propia. Una ley no hará mejor a los
hombres, sino que ello ocurrirá de la mano de sus propias
vivencias y decisiones responsables.
Un gran
primer paso es comprender esta dinámica y asumir que
no es mejor legislador el que más leyes hace, sino
aquel que más contribuciones aporta para que la sociedad
sea más libre y justa. Este resultado no tiene porque
ser el corolario de una innumerable secuencia de nuevas
leyes, sino que tiene directa relación con la actitud
de suprimir normas, simplificarlas y hacerlas más amigables
y menos restrictivas. No son tiempos de más leyes.
Esta es la oportunidad histórica de entender que derogar
es imprescindible y que es una virtud ausente.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com