por Enrico Maria Radaelli
traducción por F.I.
Nota: se trata de unos fragmentos de La Chiesa ribaltata («La Iglesia revesada»), publicados en http://chiesaepostconcilio.blogspot.com.ar/2014/12/em-radaelli-sul-plurale-maiestatis.html#more. El título con el que los encabezamos es nuestro.
A este reciente libro de Radaelli hemos aludido hace pocos meses (ver aquí).
Tal como se lo señala en el blogue del que los transcribimos, estos
parágrafos sirven a ilustrar, aparte del trágico abandono de una
peculiarísima dicción como lo es el «plural mayestático» -sin dudas la
más adecuada al magisterio pontificio-y sus nocivos efectos para la fe
de la Iglesia, la ulterior y falseada recuperación del plural a los
fines de consumar la torción del «sentire cum Ecclesia». La Relatio del reciente Sínodo lo comprueba, pese a que «la esencia del Primado no tolera el plural sinodal,
que no tiene como sujeto al Papa sino a una asamblea de obispos que ni
siquiera tiene forma deliberativa, sino apenas consultiva».
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Por muy obvio que parezca que estas asambleas deben emitir sus textos en
plural, como ocurre con los documentos de las Conferencias Episcopales
-el simple hecho de ser muchos los sujetos involucrados en su redacción
así lo exige-, lo cierto es que, al igual que en la moderna democracia y
por vía de sutiles transposiciones semánticas adscritas a las tácticas
publicitarias, acaba aquí también otorgándose al número razón de
autoridad. Cosa que ocurre, v.g., cuando las Conferencias Episcopales,
instituciones de derecho eclesiástico reciente, invaden la competencia
del Obispo, institución de derecho divino -como ocurrió en el caso de
mons. Livieres, removido de su cargo por haber presuntamente faltado a
la comunión episcopal. La apelación al principio cuántico travestido de communio
resulta en estos casos demasiado evidente, y no hay encomiable
administración apostólica que baste a aventarlo. Consta así que el plural synodalis o «plural de bulto», remedo simiesco del plural maiestatis y burda sustitución del criterio cualitativo por el numérico, acaba
constituyéndose como un eficaz vehículo verbal de la tiranía
revolucionaria y de la legitimación de la apostasía. A esto nos llevó el
abandono de aquel principio unitario implícito en la confesión del Unus Dominus, una fides, unum baptisma.
§ 19. Sobre el particular y específico plural maiestatis papal
El plural maiestatis, hay que recordarlo, es aquella figura retórica introducida en la praxis de gobierno eclesiástico en el siglo IV
por aquel esclarecido pastor que fue el Papa san Dámaso I (366-84), a
través de la cual un Sumo Pontífice recuerda (a sí mismo, aparte de
recordarlo al universo de fieles a los que se dirige) que su propia
expresión como Doctor de la Iglesia universal no brota solamente de su
corazón, sino que lo hace en unión intencional con el Doctor y Maestro
sobrenatural de la Iglesia, nuestro Señor Jesucristo, de quien él es por
gracia Vicario, de manera que se obliga a pronunciar un «Nos» que reúne
místicamente- y por tanto realmente, aunque no físicamente- dos «Yoes»:
el propio yo y el «Yo» de Cristo, es decir, de Dios.
No sólo eso, sino que representando y manteniéndose la propia vicariedad
en continuidad temporal ininterrumpida, de manera de garantizar la
continuidad de la enseñanza de la verdad como si se tratara de una sola y
única enseñanza a pesar de su extensión a lo largo de siglos y
milenios, su expresión tiene por sujeto un «Nos» que recoge, aparte del
«Yo» de Cristo y el propio yo, también el «yo» de todos los Papas que a
éste precedieron y que lo sucederán, con el fin de reunir la suma
Autoridad de los cientos y cientos de Papas en un solo «Nos» puntiforme,
que hace y que da unidad de voz a todo el universo en unión con su
Creador.
En otros términos: aquella pequeña palabra «Nos» del plural maiestatis, tal
como se lo concibe en la Iglesia, no sólo recoge el magisterio de
siglos y milenios en un solo e ínfimo vocablo (lo que ya es mucho), sino
que en la semántica legible en ese mínimo lema une tales siglos y
milenios a la eternidad, y éste es el "todo" sobrenatural que resulta
subrayado en el «Nos».
El plural mayestático papal se distingue esencialmente, por lo tanto, de todo otro plural de la retórica, como el plural didáctico, el plural narrativo, el plural impersonal
etc., todas figuras urgidas de fines prácticos y humanos, a diferencia
de la nuestra, impulsada por objetivos sustanciales y sobrenaturales:
unir la palabra humana a la divina; o más bien: recordar que cierta
palabra humana -la de un Papa- está a veces, de algún modo enteramente
místico, particularmente vinculada a la palabra divina.
La ventaja del uso de plural maiestatis papal, como se puede
comprender, es infundirle al documento que se emite una autoridad que de
otra manera sería imposible, como se ha visto, y, en segundo lugar, una
igualmente imposible -aunque del todo reconocible- objetividad: al
igual que el ''yo" afirma la subjetividad de un pensamiento, el "Nosotros", ensanchando
el sujeto como se ha visto aquí, e involucrando en él incluso a Dios,
afirma la más fría y distante objetividad, otorgando con ello la mejor
garantía de veracidad, tan necesaria para convencer a los corazones de
la inmensa intención de bien, y de bien seguro, que se tiene para con
ellos.
§ 20. Contra la "bonhomía" ejercitada por el Papa Juan XXIII:
naturaleza extrajurídica -es más: fuertemente afectuosa- del lenguaje
aseverativo y jurídico de la Iglesia
Porque ésta es la paradoja a descubrir en aquello que se está diciendo acerca del «Nos» y su carga formal de autoridad y de objetividad: que detrás de la apariencia glacial (cool,
diríamos hoy), distante y "terrible" de un pronombre lo suficientemente
poderoso como para representar, incluso en su pequeño yo, al Padre
sobrenatural de toda verdad, se oculta un sentimiento que no podría ser
más cálido, más tierno, más palpitante, ya que se trata del amor más
ardiente, la más vibrante y sentida preocupación por ofrecer las mayores
garantías a sus fieles, a sus propias ovejas, de que todo lo que
desciende de aquel «Nos» es seguro, es verdadero, es bueno, está
garantizado, porque se afirma al unísono, en consonancia, en armonía con
el Padre mismo de la Verdad.
No se dirá y no se insistirá nunca lo suficiente que el discurso formal,
en la Iglesia, cuanto más reviste las formas jurídicas, frías y
legales, más arde en verdad al rojo vivo a causa del amor, porque el
lenguaje de la Iglesia tiene más que ningún otro la misión de asegurar
que todo lo que está diciendo es la pura verdad, es toda la verdad y
sólo la verdad, y tan extrema garantía sólo puede darla la Iglesia
cosiendo la propia palabra a la tela más asertiva, firme y rigurosa
ofrecida por el lenguaje.
Esto hay que decirlo, en particular, contra la así llamada 'bonhomía' y
la falsa benignidad que le imprimió al magisterio de la Iglesia el Papa
Juan XXIII a partir de la Gaudet Mater Ecclesia (posturas, estas,
sobre cuya indudable problematicidad nos centraremos, según es
necesario, más adelante, en los §§ 35- 6), porque se sabe que ciertas
afirmaciones, si realmente se siente uno obligado a hacerlas, como en
este caso, deben justificarse y explicarse lo mejor posible, y con la
más pía y obsequiosa de las atenciones.
Volviendo a nosotros, el amor que subyace en el lenguaje jurídico de la
forma dogmática es amor verdadero, denso, fuerte, ardiente, no
contaminado por fines secundarios de ningún tipo, como el deseo de no
molestar a nadie, de no sacudir a nadie, de mostrar a todos, incluso, la
bondad sonriente y desarmada con que la verdad de nuestro Señor y de la
Iglesia se acerca a las almas.
Ya se ha visto -y más aún se verá- cuánto resulte dañina tan
maquiavélica sub-intención, y deletérea, y gravemente perjudicial para
la forma de la Iglesia -que es original e insuperablemente dogmática- y
para la misma salus animarum a la que ella está llamada a atender, y, sobre todo, para la justicia sublime de Dios.
Sobre el plural maiestatis habría aún muchas otras cosas que
decir, pero lo que aquí simplemente se desea señalar es que su ausencia
debilita en mucho el tono general de una Carta encíclica, privándola ab origine -al
menos en el plano de la percepción- de un requisito que parecería no
obstante útil -cuando no sustancial-para el magisterio papal, mientras
éste tenga la intención de ponerse en un nivel significativo, no
ordinario, aunque pretenda aplicarse sólo a un plano pastoral (y por
tanto no vinculante, no irreformable, no infalible sino sólo apelativo y
sugerente santas y universales indicaciones).
Considérese cualquiera de las Cartas encíclicas papales hasta Pablo VI incluido (su Humanae Vitae se encuentra todavía en plural maiestatis, no así ninguna de las escritas por Juan Pablo II). Tomemos por ejemplo la Mystici Corporis,
firmada por Pío XII, publicada el 06/29/1943. Aun bajo este punto de
vista ésta es verdaderamente ejemplar, ya que de su lectura se desprende
de inmediato, desde las primeras palabras, cómo la firma en plural haya
influido -y diríase aun, determinado- toda su construcción: se
respira inmediatamente una seriedad de propósitos, un rigor -antes
religioso que intelectual-, una determinación a la verdad y al realismo
y, por último, una franqueza pastoral, que infunden en el lector la
conciencia de estar recibiendo -casi de estar tocando con las manos, en
las preciosas palabras que salen de allí- algo importante, algo vital y
resolutivo justamente para él mismo.
El «Nos», ese "Nos" ahí, le dice pronto al lector -junto a otros
instrumentos lingüísticos mucho más presentes en la forma asertiva del
lenguaje que brota de aquella peculiar fuente dada por el plural maiestatis papal-
que los conceptos expresados que se están gradualmente captando son
realidades que deben tomarse muy en serio: indudables, decisivas. Por el
contrario, en la Lumen Fidei, el lector fiel se percatará en
cambio de que, ausente el «Nos», el augusto Autor puede lanzar en la
balanza del juicio, aparte de brillantes y simplemente bellas verdades,
también y desgraciadamente la sugerencia de otros bien precisos y
peligrosos errores.
Pero si todo esto es cierto, si todo esto tiene aquella correspondencia
con la realidad que con razón se espera -máxime cuando se habla en el
momento presente de hechos angulares, netos, "de peso"- esto significa
que este famoso «Nos» debiera definirse no sólo como plural maiestatis sino también como plural caritatis, plural amoris: plural de caridad donativa y de amor desinteresado, o sea plural determinado por y dirigido a la caridad.
Porque la caridad es el nervio esencial, el corazón del lenguaje
asertivo, como de hecho lo saben todos los portadores sanos de amor: los
padres y las madres, p. ej., que enseñan con infinito cuidado los
rudimentos de la vida a sus hijitos, y los enamorados, al punto de que,
más allá de todo lenguaje poético, más allá de toda señal fascinante más
o menos portadora de símbolos amorosos transversales y de delicadas
figuras evocadoras, cerrado el proscenio de los bailes, de las músicas y
de los cantos, pueden recíprocamente comunicarse algo cierto y
definitivo acerca de su amor sólo si se dicen, muy sencillamente y sin
rodeos: "yo te amo", con un anatema adjunto: "no tendrá que haber ningún
otro que te lo diga en absoluto jamás". Si no utilizan estas fórmulas
básicas y asertivas no tendrán nunca en el corazón la certeza de su
sentimiento, que es la primera, fundamental y decisiva cosa que deben
saber acerca de su vínculo.
Por supuesto: si no quieren comunicarse esta certeza, esa es otra
cuestión. Pero si lo quieren, si quieren estar recíprocamente seguros de
su mutuo amor, otro lenguaje más seguro, decidido e indubitable que
éste no lo hay. Es por eso que digo que el lenguaje asertivo,
"dogmático", del presente del indicativo y de las afirmaciones
inequívocas es el lenguaje del amor por excelencia, tanto que el Profeta
exclama: «cuando me llegaron tus palabras las devoré con avidez: tu palabra era la alegría y el deleite de mi corazón
(Jer 15:16)», porque es una palabra que anuncia el evento, y la alegría
que rodea un evento sólo puede ser descrita con palabras (otra cosa es
la sonrisa, o la lumbre de los ojos risueños: éstos "dicen" la alegría,
pero su descripción la otorga sólo la palabra).
Como se puede notar, es suficiente la lectura "lingüística" de una Encíclica para adentrarse y entender toda su sustancia.
§ 21. Asimetría teológica entre la decisión del papa san Dámaso -utilizar el plural maiestatis- y la del papa Juan Pablo I -abandonarlo-
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Juan Pablo I: efímero pontificado
con, al menos, una notoria y perdurable decisión |
La dEcisión de firmar con rúbrica singular en lugar de hacerlo en plural
sus propios actos de magisterio y de gobierno, dadas las
consideraciones hechas en torno a la semántica del plural maiestatis en vigor en todos los Sumos Pontífices desde el siglo IV hasta el siglo XX al pie de los documentos y actos de magisterio de especial valor, como lo son las Cartas encíclicas (gr. enkyklos, "en torno", "en círculo", es decir, universales, uso
que se extendió rápidamente también a los actos de magisterio privado e
incluso a los actos personales), es decisión que ofrece fuertes y
razonables motivos de perplejidad, sea acerca de la certeza veritativa
en el contenido de un magisterio tan miserablemente, tan "humanamente"
convalidado, sea sobre el verdadero alcance del "amor de dedicación", de
caritas, introducido por los Papas en aquellos documentos suyos:
¿estarán o no estarán éstos aún llenos de aquella sustancia veritativa
sobrenatural bastante más clara y casi más audazmente expuesta, casi al
punto de "exponernos el rostro" de la Altísima y Divinísima Trinidad,
dada por la aureola (= pequeña aura) del pronombre de primera persona
del plural formulado con el «Nos»? Y si esa decisión, por el contrario,
según lo sostienen sus fautores, en nada menoscaba esa certeza
veritativa, ¿por qué entonces el magisterio bimilenario de la Santa
Iglesia Romana consideró favorablemente por siglos adoptar esta áurea
costumbre, incluyendo en su numinoso carisma no sólo los actos del
magisterio sino la persona misma del Papa, motivando todo esto,
justamente, por los referidos argumentos?
Hay que considerar que, de hecho, teológicamente hablando, la decisión adoptada en el siglo IV por el papa san Dámaso -encender la aureola del plural maiestatis- no es precisamente simétrica a aquella completamente opuesta adoptada en el siglo XX por el papa Juan Pablo I, luego mantenida y convalidada por los Papas sucesivos -apagar la aureola del plural maiestatis-:
la primera, de hecho, no hizo más que explicitar un concepto subyacente
en el magisterio -la «Logocracia» que reina en la historia- por el
cual, expresándolo en situaciones específicas, en nombre
(horizontalmente) de la universalidad doctoral de la Iglesia -es decir,
de todos los obispos del mundo- y hablando (verticalmente) en nombre de
Dios, el «Yo» de aquel hombre elegido Vicario de Cristo, quienquiera que
fuese, en la sucesión Apostólica petrina venía a encontrarse en aquella
íntima relación con el «Yo» colegial de la Iglesia y con el ser divino,
de manera de poder ser expresada sólo por el aura de un «Nos» incluso
en aquellos siglos en los cuales -del I al IV-
había sido de hecho expresada sólo por un «Yo»: en cuyo «Yo» el halo
del «Nos» ya irradiaba empero su luz, toda implícitamente ardiente.
La segunda decisión, en cambio, aquella del papa Luciani, que desechaba
el «Nos» y retomaba el uso del «Yo» singular, anulaba con esto
justamente el concepto mismo de unión mística (que no equivale a decir
irreal, pero en tanto unión supremamente real quiere decir, a
causa del carácter sobrenatural de uno de los dos componentes,
"mistérica"), de vínculo ideal e intencional (horizontal y vertical),
con el fin de reducir, encoger el augusto Hablante a la sola persona de aquel Papa ahí, desvinculándolo
y haciéndolo ajeno al contexto eclesial y divino que, según se dijo,
habría podido en cambio ceñirlo siempre como una aureola, casi
haciéndolo hablar de hecho, si así puede decirse, por su intermedio. Pero, al hacerlo, despojó a la Logocracia de sí misma.
Así pues, la decisión tomada por el papa san Dámaso I después de 366
(año de su elección), no hizo más que recoger y explicitar la conciencia
de la realidad divina de las cosas, realidad divina hasta entonces
presente de todos modos en la mente de todos, se tratara de san Pedro o
del más humilde de los fieles, pero no expresada aún apertis verbis, aún
no manifestada con la boca en la misma medida en que estaba en el
corazón. Se insinúa aquí el clásico principio de Lérins que da a una
doctrina un valor de credibilidad magisterial cercano al dogma: «quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditum est», «[creemos
sólo en] lo que siempre, en todas partes y por todos se ha creído»:
primero implícitamente, ahora de manera explícita. La decisión del papa
Juan Pablo I y sus sucesores, en cambio, debido a su naturaleza
negativa, a causa de su naturaleza autoprivativa, ya no puede ser leída
en el sentido de que implique aquella realidad divina, aquella Logocracia hoy
soslayada, sino como un claro aunque no explícito rechazo de ésta,
quizás incluso como una silenciosa desmentida de la misma.
Con esto no se quiere decir que ésta fuese la intención de aquel que
hizo esa elección, ya que las razones podrían ser también otras (por
ejemplo, la búsqueda de una cierta simplicidad, o de un cierta humildad
de exposición, tal como para quitarse de encima, de alguna manera,
aquellos que se suponían -aunque inopinadamente, y de hecho
erróneamente- paramentos inútiles, ¡incluso dañosos! a la verdad con la
que debía presentarse a la Iglesia).
El hecho es que la decisión se tomó, y fue tomada y aprobada en la
sucesión de uno y dos, y tres, y cuatro Pontífices. Y si alguien cree
que ésta fue motivada en el fondo por razones no estrictamente
religiosas -es decir, teológicas- sino "ideológicas", "de conveniencia
de estilo" (o sea, como dice Livi en Verdadera y falsa teología,
a través de filosofías falsificadas como las arriba citadas, como el
maquiavelismo utilitario), sigue siendo perfectamente posible que se
tengan razones para creerlo así, ya que esta decisión va de la mano con
otras opciones análogas, como se verá más adelante.
¿Fue una decisión des-dogmatizante? Ciertamente ayudó a esfumar la auctoritas, a alejar la potestas del dogma de la personalitas
del Papa: la figura del Papa-Dogma empezaba también con esto a ser
vulnerada, y el férreo, crístico, el sobrenatural cerrojo veritativo que
le sujeta el pulso al «misterio de iniquidad» sufría ciertamente aquí
una primera y significativa limadura (llamativa, sí, pero al parecer,
teológicamente no del todo relevante).