LA NOCHE SANTA
Es la Noche Santa: noche para contemplar al Niño Dios.
Y
no hay que hacer nada más: imitar lo que hicieron José y María en el
nacimiento de Su Hijo. Si hacen eso, entonces todo lo demás tiene
sentido. Pero si no hacen eso, si lo hacen por la rutina de siempre,
entonces no han comprendido el Espíritu de la Navidad.
Dios
no quiere que los hombres pasen la Noche más importante del año
compartiendo con los demás, haciendo fraternidad, diciéndose a sí mismos
que son muy buenas personas y que tenemos un Dios que nos ama.
PRESIONE "MAS INFORMACION" A SU IZQUIERDA PARA LEER ARTICULO
Dios
quiere que el hombre aprenda a adorarle en Espíritu y en Verdad. Y, por
eso, es necesario sentirse solo en Navidad, sin nadie al lado de uno,
dejando los problemas de la vida a un lado, porque sólo importa una
cosa: amar a Dios, adorar a Dios. Lo demás, la comida, los regalos,
etc…., sobran en un día como hoy.
Pero
los hombres han perdido este Espíritu y pasan la Navidad como lo suelen
pasar: emborrachándose de vacío, de vanidades, de fraternidades que no
van a ninguna parte.
«He
visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más
deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no
eran ya visibles.
María,
con su amplio vestido desceñido, estaba arrodillada en su lecho, con la
cara vuelta hacia el Oriente. Llegada la medianoche la vi arrebatada en
éxtasis, suspendida en el aire, a cierta altura de la tierra. Tenía las
manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor en torno de Ella crecía
por momentos.
Toda
la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres
inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y el atrio parecía
palpitar bajo la luz intensa que los envolvía. Luego, ya no vi más la
bóveda.
Una
estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad, iba desde María
hasta lo más alto de los Cielos. Allá arriba había un movimiento
maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la tierra, y
aparecieron con toda claridad seis coros de ángeles celestiales. La
Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y
bajaba las miradas sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre.
El Verbo Eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de
María.
Vi
a Nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo
brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una
alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que
iba creciendo ante mis miradas; pero todo esto era la irradiación de una
luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude
mirarla.
La
Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un
paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos. Poco tiempo después
vi al Niño que se movía, y lo oí llorar. En ese momento fue cuando María
pareció volver en sí misma, y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño
con que lo había cubierto, y lo tuvo en sus brazos, estrechándolo contra
su pecho. Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio
velo, y creo que le dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en
forma humana, hincándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo.
Cuando
habría transcurrido una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María
llamó a José, que estaba aún orando con el rostro pegado a la tierra. Se
acercó, prosternándose, lleno de júbilo, de humildad y de fervor. Sólo
cuando María le pidió que apretara contra su corazón el Don sagrado del
Altísimo, se levantó José, recibió al Niño entre sus brazos, y
derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el Don
recibido del Cielo.
María
fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José
sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían absortos
en muda contemplación. Ante María, fajado como un niño común, estaba
recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un relámpago.
“¡Ah, decía yo, este lugar encierra la salvación del mundo entero y
nadie lo sospecha!”
He
visto que pusieron al Niño en el pesebre, arreglado por José con pajas,
lindas plantas y una colcha encima. El pesebre estaba sobre la gamella
cavada en la roca, a la derecha de la entrada de la gruta, que se
ensanchaba allí hacia el Mediodía. Cuando hubieron colocado al Niño en
el pesebre, permanecieron los dos a ambos lados, derramando lágrimas de
alegría y entonando cánticos de alabanza.
José
llevó el asiento y el lecho de reposo de María junto al pesebre. Yo
veía a la Virgen, antes y después del nacimiento de Jesús, arropada en
un vestido blanco, que la envolvía por entero. Pude verla allí durante
los primeros días sentada, arrodillada, de pie, recostada o durmiendo;
pero nunca la vi enferma ni fatigada».
(Ana
Catalina Emmerick, Visiones y Revelaciones Completas, Tomo Segundo,
Libro I – IV parte: Visiones de la vida de Jesucristo y de su Madre
Santísima – Época primera: Desde el nacimiento de María hasta la muerte
de San José – Cap. XLIV, Nacimiento de Jesús, pág. 219-220)
«Un
inicio de luna se insinúa a través de una grieta de la techumbre.
Parece un filo de incorpórea plata que buscase a María. Se alarga a
medida que la luna va elevándose en el cielo y, por fin, la alcanza. Ya
está sobre la cabeza de la orante, nimbándosela de candor.
María
levanta la cabeza como por una llamada celeste y se yergue hasta quedar
de nuevo de rodillas. ¡Oh, qué hermoso es este momento! Ella levanta la
cabeza, que parece resplandecer bajo la luz blanca de la luna, y una
sonrisa no humana la transfigura. ¿Qué ve? ¿Qué oye? ¿Qué siente? Sólo
Ella podría decir lo que vio, oyó y sintió en la hora fúlgida de su
Maternidad. Yo sólo veo que en torno a Ella la luz aumenta, aumenta,
aumenta; parece descender del Cielo, parece provenir de las pobres cosas
que están a su alrededor, parece, sobre todo, que proviene de Ella.
Su
vestido, azul oscuro, parece ahora de un delicado celeste de miosota;
sus manos, su rostro, parecen volverse azulinas, como los de uno que
estuviera puesto en el foco de un inmenso zafiro pálido. Ese color, que
me recuerda, a pesar de ser más tenue, el que veo en las visiones del
santo Paraíso, y también el que vi en la visión de la venida de los
Magos, se va extendiendo progresivamente sobre las cosas, y las viste,
las purifica, las hace espléndidas.
El
cuerpo de María despide cada vez más luz, absorbe la de la luna, parece
como si Ella atrajera hacia sí la que le puede venir del Cielo. Ahora
ya es Ella la Depositaria de la Luz, la que debe dar esta Luz al mundo. Y
esta beatífica, incontenible, inmensurable, eterna, divina Luz que de
momento a otro va a ser dada, se anuncia con una alba, un lucero de la
mañana, un coro de átomos de luz que aumenta, aumenta como una marea,
sube, sube como incienso, baja como una riada, se extiende como un velo…
La
luz aumenta cada vez más. El ojo no la resiste. En ella desaparece,
como absorbida por una cortina de incandescencia, la Virgen…y emerge la
Madre.
Sí.
Cuando mi vista de nuevo puede resistir la luz, veo a María con Su Hijo
recién nacido en los brazos. Es un Niñito rosado y regordete, que
gesticula, con una manitas del tamaño de un capullo de rosa; que menea
sus piececitos, tan pequeños que cabrían en el corazón de una rosa; que
emite vagidos con su vocecita trémula, de corderito recién nacido,
abriendo una boquita que parece una menuda fresa de bosque, y mostrando
una lengüecita temblorosa contra el rosado paladar; que mena su
cabecita, tan rubia que parece casi desprovista de cabellos, una
cabecita redonda que su Mamá sostiene en la cavidad de una de sus manos,
mirando a su Niño, adorándoles, llorando y riendo al mismo tiempo…Y se
corva para besarle, no en la inocente cabeza, sino en el centro del
pecho, sobre sus corazoncito que palpita, que palpita por nosotros…en
donde un día se abrirá la Herida. Su Mamá se la está curando
anticipadamente, con su beso inmaculado…
José,
que casi en rapto, estaba orando tan intensamente que era ajeno a
cuanto le rodeaba, también torna en sí, y por entre los dedos apretados
contra el rostro ve filtrarse la extraña luz. Se descubre el rostro,
levanta la cabeza, se vuelve. El buey, que está en pie, oculta a María,
pero Ella le llama: “José, ven”.
José
acude. Cuando ve, se detiene, como fulminado de reverencia, y está casi
para caer de rodillas en ese mismo lugar; pero María insiste: “Ven,
José” y, apoyando la mano izquierda en el heno y teniendo con la derecha
estrechado contra su corazón al Infante, se alza y se dirige hacia
José, quien, por su parte, se mueve azarado por el contraste entre su
deseo de ir y el temor a ser irreverente.
Junto a la cama para el ganado los dos esposos se encuentran, y se miran llorando con beatitud.
“Ven,
que ofrecemos a Jesús al Padre”, dice María. José se pone de rodillas.
Ella, erguida, entre dos troncos sustentantes, alza a su Criatura en sus
brazos y dice: “Heme aquí – por Él, ¡Oh Dios!, te digo esto-, heme aquí
para hacer Tu Voluntad. Y con Él yo, María, y José, mi esposo. He aquí a
tus siervos, Señor, para hacer siempre, en todo momento y en todo lo
que suceda, Tu Voluntad, para Gloria Tuya y por Amor a Ti”.
Luego María se inclina hacia José y, ofreciéndole el Infante le dice: “Toma, José”.
“¿Yo? ¿A mí? ¡Oh, no! ¡No soy digno!”. José se siente profundamente turbado, anonadado ante la idea de deber tocar a Dios.
Pero
María insiste sonriendo: “Bien digno eres de ello tú, y nadie lo es más
que tú, y por eso, el Altísimo te ha elegido. Toma, José, tenle
mientras yo busco su ropita”.
José,
rojo como una púrpura, alarga los brazos y toma ese copito de carne que
grita de frío; una vez que lo tiene entre sus brazos, no persiste en la
intención de mantenerle separado de sí por respeto, sino que lo
estrecha contra su corazón rompiendo a llorar fuertemente: “¡Oh! ¡Señor!
¡Dios mío!”; y se inclina para besar los piececitos. Los siente fríos y
entonces se sienta en el suelo y le recoge en su regazo, y con su
indumento marrón y con las manos trata de cubrirle, calentarle,
defenderle del cierzo de la noche. Quisiera acercarse al fuego, pero
allí se siente esa corriente de aire que entra por la puerta. Mejor
quedarse donde está, o, mejor todavía, entre los dos animales que hacer
de escudo al aire y dan calor…»
(María
Valtorta, El Evangelio como me ha sido revelado, Volumen I – Nacimiento
y vida oculta de Jesús – Capítulo 29, Nacimiento de Jesús. La eficacia
salvadora de la divina maternidad de María, pág. 143-144)
«El
sagrado Evangelista San Lucas dice que la Madre Virgen, habiendo parido
a su Hijo primogénito, le envolvió en paños y le reclinó en un pesebre.
Y no declara quién le llevó a sus manos desde su virginal vientre,
porque esto no pertenecía a su intento.
Pero
fueron ministros de esta acción los dos príncipes soberanos San Miguel y
san Gabriel, que como asistían en forma humana corpórea al Misterio, al
punto que el Verbo humanado, penetrándose con su virtud por el tálamo
virginal, salió a luz, en debida distancia le recibieron en sus manos
con incomparable reverencia, y al modo que el sacerdote propone al
pueblo la sagrada Hostia para que la adore, así estos dos celestiales
ministros presentaron a los ojos de la divina Madre a Su Hijo Glorioso y
Refulgente.
Todo
esto sucedió en breve espacio. Y al punto que los santos Ángeles
presentaron al Niño Dios a Su Madre, recíprocamente se miraron Hijo y
Madre Santísima, hiriendo Ella el Corazón del dulce Niño, y quedando
juntamente llevada y transformada en Él.
Y desde las manos de los dos santos príncipes, habló el Príncipe Celestial a Su feliz Madre, y la dijo:
“Madre,
asimílate a Mí, que por el ser humano que me has dado quiero desde hoy
darte otro nuevo ser de Gracia más levantado, que siendo de pura
criatura se asimile al Mío, que soy Dios y Hombre por imitación
perfecta”.
Respondió la prudentísima Madre:
“Llévame, Señor, tras de ti y correremos en el olor de tus ungüentos” (Ct 1, 3).
Aquí se cumplieron muchos de los ocultos misterios de los Cantares…
Con
las palabras que oyó María Santísima de la boca de Su Hijo dilectísimo
juntamente la fueron patentes los actos interiores de su Alma Santísima
unida a la Divinidad, para que imitándolos se asimilase a Él. Y este
beneficio fue el mayor que recibió la fidelísima y dichosa Madre de Su
Hijo, Hombre y Dios verdadero, no sólo porque desde aquella hora fue
continuo por toda su vida, pero porque fue el ejemplar vivo de donde
Ella copió la suya, con toda la similitud posible entre la que era pura
criatura y Cristo Hombre y Dios verdadero…
Doctrina de la Reina Santísima:
“Hija
mía, si los mortales tuvieran desocupado el corazón y sano juicio para
considerar dignamente este gran sacramento de piedad que el Altísimo
obró por ellos, poderosa fuera su memoria para reducirlos al camino de
la vida y rendirlos al amor de su Criador y Reparador.
Porque
siendo los hombres capaces de razón, si de ella usaran con la dignidad y
libertad que deben, ¿quién fuera tan insensible y duro que no se
enterneciera y moviera a la vista de su Dios humanado y humillado a
nacer pobre, despreciado, desconocido en un pesebre entre animales
brutos, sólo con el abrigo de una Madre pobre y desechada de la
estulticia y arrogancia del mundo?
En
presencia de tan Alta Sabiduría y Misterio, ¿quién se atreverá a amar
la vanidad y soberbia, que aborrece y condena el Criador de Cielo y
tierra con su ejemplo? Ni tampoco podrá aborrecer la humildad, pobreza y
desnudez que el mismo Señor amó y eligió para sí, enseñando el medio
verdadero de la vida eterna.
Pocos
son los que se detienen a considerar esta verdad y ejemplo, y con tan
fea ingratitud son pocos los que consiguen el fruto de tan grandes
sacramentos.
Pero
si la dignación de Mi Hijo Santísimo se ha mostrado tan liberal contigo
en la ciencia y luz tan clara que te ha dado de estos admirables
beneficios del linaje humano, considera bien, carísima, tu obligación y
pondera cuánto y cómo debes obrar con la luz que recibes.
Y
para que correspondas a esta deuda, te advierto y exhorto de nuevo que
olvides todo lo terreno y lo pierdas de vista, y no quieras ni admitas
otra cosa del mundo más de lo que te puede alejar y ocultar de él y de
sus moradores, para que desnudo el corazón de todo afecto terreno, te
dispongas para celebrar en él los misterios de la pobreza, humildad y
amor de tu Dios humanado.
Aprende
de mi ejemplo la reverencia, temor y respeto con que le has de tratar,
como yo lo hacía cuando le tenía en mis brazos; y ejecutarás esta
doctrina cuando tú le recibas en tu pecho en el venerable Sacramento de
la Eucaristía, donde está el mismo Dios y Hombre verdadero, que nació de
Mis Entrañas. Y en este Sacramento le recibes y tienes realmente tan
cerca, que está dentro de ti misma con la verdad que yo le trataba y
tenía, aunque por otro modo.
En
esta reverencia y temor santo quiero que seas extremada, y que también
adviertas y entiendas, que con la obra de entrar Dios Sacramentado en tu
pecho te dice lo mismo que a Mí me dijo en aquellas razones: Que me
asimilase a Él, como lo has entendido y escrito. El bajar del Cielo a la
tierra, nacer en pobreza y humildad, vivir y morir en ella con tan raro
ejemplo y enseñanza del desprecio del mundo y de sus engaños, y la
ciencia que de estas obras te ha dado, señalándose contigo en alta y
encumbrada inteligencia y penetración, todo esto ha de ser para ti una
voz viva que debes oír con íntima atención de tu alma y escribirla en tu
corazón, para que con discreción hagas propios los beneficios comunes y
entiendas que de ti quiere mi Hijo Santísimo y Mi Señor los agradezcas y
recibas, como si por ti sola hubiera bajado del Cielo a redimirte y
obrar todas las maravillas y doctrina que dejó en su Iglesia Santa”»
(Agreda
de Jesús – Mística Ciudad de Dios, parte IX – Capítulo X: Nace Cristo,
Nuestro Bien, de María Virgen en Belén de Judea, núm. 480,481, 486-488)
Feliz
Navidad para toda alma que ha aprendido a abrir su corazón al Amor que
nace, y que llama a seguirle por el camino de la cruz. Sólo el que ama
da a su vida el sentido del sufrimiento y de la renuncia de todas las
cosas humanas, para asemejarse, lo más posible, a Su Redentor, Cristo
Jesús. «Asimílate a Mí».