miércoles, 24 de diciembre de 2014

LA NOCHE SANTA

LA NOCHE SANTA

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Es la Noche Santa: noche para contemplar al Niño Dios.
Y no hay que hacer nada más: imitar lo que hicieron José y María en el nacimiento de Su Hijo. Si hacen eso, entonces todo lo demás tiene sentido. Pero si no hacen eso, si lo hacen por la rutina de siempre, entonces no han comprendido el Espíritu de la Navidad.
Dios no quiere que los hombres pasen la Noche más importante del año compartiendo con los demás, haciendo fraternidad, diciéndose a sí mismos que son muy buenas personas y que tenemos un Dios que nos ama.
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Dios quiere que el hombre aprenda a adorarle en Espíritu y en Verdad. Y, por eso, es necesario sentirse solo en Navidad, sin nadie al lado de uno, dejando los problemas de la vida a un lado, porque sólo importa una cosa: amar a Dios, adorar a Dios. Lo demás, la comida, los regalos, etc…., sobran en un día como hoy.
Pero los hombres han perdido este Espíritu y pasan la Navidad como lo suelen pasar: emborrachándose de vacío, de vanidades, de fraternidades que no van a ninguna parte.
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«He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no eran ya visibles.
María, con su amplio vestido desceñido, estaba arrodillada en su lecho, con la cara vuelta hacia el Oriente. Llegada la medianoche la vi arrebatada en éxtasis, suspendida en el aire, a cierta altura de la tierra. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor en torno de Ella crecía por momentos.
Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y el atrio parecía palpitar bajo la luz intensa que los envolvía. Luego, ya no vi más la bóveda.
Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad, iba desde María hasta lo más alto de los Cielos. Allá arriba había un movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la tierra, y aparecieron con toda claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba las miradas sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo Eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María.
Vi a Nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mis miradas; pero todo esto era la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla.
La Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos. Poco tiempo después vi al Niño que se movía, y lo oí llorar. En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma, y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño con que lo había cubierto, y lo tuvo en sus brazos, estrechándolo contra su pecho. Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio velo, y creo que le dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma humana, hincándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo.
Cuando habría transcurrido una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, prosternándose, lleno de júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que apretara contra su corazón el Don sagrado del Altísimo, se levantó José, recibió al Niño entre sus brazos, y derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el Don recibido del Cielo.
María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían absortos en muda contemplación. Ante María, fajado como un niño común, estaba recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un relámpago. “¡Ah, decía yo, este lugar encierra la salvación del mundo entero y nadie lo sospecha!”
He visto que pusieron al Niño en el pesebre, arreglado por José con pajas, lindas plantas y una colcha encima. El pesebre estaba sobre la gamella cavada en la roca, a la derecha de la entrada de la gruta, que se ensanchaba allí hacia el Mediodía. Cuando hubieron colocado al Niño en el pesebre, permanecieron los dos a ambos lados, derramando lágrimas de alegría y entonando cánticos de alabanza.
José llevó el asiento y el lecho de reposo de María junto al pesebre. Yo veía a la Virgen, antes y después del nacimiento de Jesús, arropada en un vestido blanco, que la envolvía por entero. Pude verla allí durante los primeros días sentada, arrodillada, de pie, recostada o durmiendo; pero nunca la vi enferma ni fatigada».
(Ana Catalina Emmerick, Visiones y Revelaciones Completas, Tomo Segundo, Libro I – IV parte: Visiones de la vida de Jesucristo y de su Madre Santísima – Época primera: Desde el nacimiento de María hasta la muerte de San José – Cap. XLIV, Nacimiento de Jesús, pág. 219-220)
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«Un inicio de luna se insinúa a través de una grieta de la techumbre. Parece un filo de incorpórea plata que buscase a María. Se alarga a medida que la luna va elevándose en el cielo y, por fin, la alcanza. Ya está sobre la cabeza de la orante, nimbándosela de candor.
María levanta la cabeza como por una llamada celeste y se yergue hasta quedar de nuevo de rodillas. ¡Oh, qué hermoso es este momento! Ella levanta la cabeza, que parece resplandecer bajo la luz blanca de la luna, y una sonrisa no humana la transfigura. ¿Qué ve? ¿Qué oye? ¿Qué siente? Sólo Ella podría decir lo que vio, oyó y sintió en la hora fúlgida de su Maternidad. Yo sólo veo que en torno a Ella la luz aumenta, aumenta, aumenta; parece descender del Cielo, parece provenir de las pobres cosas que están a su alrededor, parece, sobre todo, que proviene de Ella.
Su vestido, azul oscuro, parece ahora de un delicado celeste de miosota; sus manos, su rostro, parecen volverse azulinas, como los de uno que estuviera puesto en el foco de un inmenso zafiro pálido. Ese color, que me recuerda, a pesar de ser más tenue, el que veo en las visiones del santo Paraíso, y también el que vi en la visión de la venida de los Magos, se va extendiendo progresivamente sobre las cosas, y las viste, las purifica, las hace espléndidas.
El cuerpo de María despide cada vez más luz, absorbe la de la luna, parece como si Ella atrajera hacia sí la que le puede venir del Cielo. Ahora ya es Ella la Depositaria de la Luz, la que debe dar esta Luz al mundo. Y esta beatífica, incontenible, inmensurable, eterna, divina Luz que de momento a otro va a ser dada, se anuncia con una alba, un lucero de la mañana, un coro de átomos de luz que aumenta, aumenta como una marea, sube, sube como incienso, baja como una riada, se extiende como un velo…
La luz aumenta cada vez más. El ojo no la resiste. En ella desaparece, como absorbida por una cortina de incandescencia, la Virgen…y emerge la Madre.
Sí. Cuando mi vista de nuevo puede resistir la luz, veo a María con Su Hijo recién nacido en los brazos. Es un Niñito rosado y regordete, que gesticula, con una manitas del tamaño de un capullo de rosa; que menea sus piececitos, tan pequeños que cabrían en el corazón de una rosa; que emite vagidos con su vocecita trémula, de corderito recién nacido, abriendo una boquita que parece una menuda fresa de bosque, y mostrando una lengüecita temblorosa contra el rosado paladar; que mena su cabecita, tan rubia que parece casi desprovista de cabellos, una cabecita redonda que su Mamá sostiene en la cavidad de una de sus manos, mirando a su Niño, adorándoles, llorando y riendo al mismo tiempo…Y se corva para besarle, no en la inocente cabeza, sino en el centro del pecho, sobre sus corazoncito que palpita, que palpita por nosotros…en donde un día se abrirá la Herida. Su Mamá se la está curando anticipadamente, con su beso inmaculado…
José, que casi en rapto, estaba orando tan intensamente que era ajeno a cuanto le rodeaba, también torna en sí, y por entre los dedos apretados contra el rostro ve filtrarse la extraña luz. Se descubre el rostro, levanta la cabeza, se vuelve. El buey, que está en pie, oculta a María, pero Ella le llama: “José, ven”.
José acude. Cuando ve, se detiene, como fulminado de reverencia, y está casi para caer de rodillas en ese mismo lugar; pero María insiste: “Ven, José” y, apoyando la mano izquierda en el heno y teniendo con la derecha estrechado contra su corazón al Infante, se alza y se dirige hacia José, quien, por su parte, se mueve azarado por el contraste entre su deseo de ir y el temor a ser irreverente.
Junto a la cama para el ganado los dos esposos se encuentran, y se miran llorando con beatitud.
“Ven, que ofrecemos a Jesús al Padre”, dice María. José se pone de rodillas. Ella, erguida, entre dos troncos sustentantes, alza a su Criatura en sus brazos y dice: “Heme aquí – por Él, ¡Oh Dios!, te digo esto-, heme aquí para hacer Tu Voluntad. Y con Él yo, María, y José, mi esposo. He aquí a tus siervos, Señor, para hacer siempre, en todo momento y en todo lo que suceda, Tu Voluntad, para Gloria Tuya y por Amor a Ti”.
Luego María se inclina hacia José y, ofreciéndole el Infante le dice: “Toma, José”.
“¿Yo? ¿A mí? ¡Oh, no! ¡No soy digno!”. José se siente profundamente turbado, anonadado ante la idea de deber tocar a Dios.
Pero María insiste sonriendo: “Bien digno eres de ello tú, y nadie lo es más que tú, y por eso, el Altísimo te ha elegido. Toma, José, tenle mientras yo busco su ropita”.
José, rojo como una púrpura, alarga los brazos y toma ese copito de carne que grita de frío; una vez que lo tiene entre sus brazos, no persiste en la intención de mantenerle separado de sí por respeto, sino que lo estrecha contra su corazón rompiendo a llorar fuertemente: “¡Oh! ¡Señor! ¡Dios mío!”; y se inclina para besar los piececitos. Los siente fríos y entonces se sienta en el suelo y le recoge en su regazo, y con su indumento marrón y con las manos trata de cubrirle, calentarle, defenderle del cierzo de la noche. Quisiera acercarse al fuego, pero allí se siente esa corriente de aire que entra por la puerta. Mejor quedarse donde está, o, mejor todavía, entre los dos animales que hacer de escudo al aire y dan calor…»
(María Valtorta, El Evangelio como me ha sido revelado, Volumen I – Nacimiento y vida oculta de Jesús – Capítulo 29, Nacimiento de Jesús. La eficacia salvadora de la divina maternidad de María, pág. 143-144)
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«El sagrado Evangelista San Lucas dice que la Madre Virgen, habiendo parido a su Hijo primogénito, le envolvió en paños y le reclinó en un pesebre. Y no declara quién le llevó a sus manos desde su virginal vientre, porque esto no pertenecía a su intento.
Pero fueron ministros de esta acción los dos príncipes soberanos San Miguel y san Gabriel, que como asistían en forma humana corpórea al Misterio, al punto que el Verbo humanado, penetrándose con su virtud por el tálamo virginal, salió a luz, en debida distancia le recibieron en sus manos con incomparable reverencia, y al modo que el sacerdote propone al pueblo la sagrada Hostia para que la adore, así estos dos celestiales ministros presentaron a los ojos de la divina Madre a Su Hijo Glorioso y Refulgente.
Todo esto sucedió en breve espacio. Y al punto que los santos Ángeles presentaron al Niño Dios a Su Madre, recíprocamente se miraron Hijo y Madre Santísima, hiriendo Ella el Corazón del dulce Niño, y quedando juntamente llevada y transformada en Él.
Y desde las manos de los dos santos príncipes, habló el Príncipe Celestial a Su feliz Madre, y la dijo:
“Madre, asimílate a Mí, que por el ser humano que me has dado quiero desde hoy darte otro nuevo ser de Gracia más levantado, que siendo de pura criatura se asimile al Mío, que soy Dios y Hombre por imitación perfecta”.
Respondió la prudentísima Madre:
“Llévame, Señor, tras de ti y correremos en el olor de tus ungüentos” (Ct 1, 3).
Aquí se cumplieron muchos de los ocultos misterios de los Cantares…
Con las palabras que oyó María Santísima de la boca de Su Hijo dilectísimo juntamente la fueron patentes los actos interiores de su Alma Santísima unida a la Divinidad, para que imitándolos se asimilase a Él. Y este beneficio fue el mayor que recibió la fidelísima y dichosa Madre de Su Hijo, Hombre y Dios verdadero, no sólo porque desde aquella hora fue continuo por toda su vida, pero porque fue el ejemplar vivo de donde Ella copió la suya, con toda la similitud posible entre la que era pura criatura y Cristo Hombre y Dios verdadero…
Doctrina de la Reina Santísima:
“Hija mía, si los mortales tuvieran desocupado el corazón y sano juicio para considerar dignamente este gran sacramento de piedad que el Altísimo obró por ellos, poderosa fuera su memoria para reducirlos al camino de la vida y rendirlos al amor de su Criador y Reparador.
Porque siendo los hombres capaces de razón, si de ella usaran con la dignidad y libertad que deben, ¿quién fuera tan insensible y duro que no se enterneciera y moviera a la vista de su Dios humanado y humillado a nacer pobre, despreciado, desconocido en un pesebre entre animales brutos, sólo con el abrigo de una Madre pobre y desechada de la estulticia y arrogancia del mundo?
En presencia de tan Alta Sabiduría y Misterio, ¿quién se atreverá a amar la vanidad y soberbia, que aborrece y condena el Criador de Cielo y tierra con su ejemplo? Ni tampoco podrá aborrecer la humildad, pobreza y desnudez que el mismo Señor amó y eligió para sí, enseñando el medio verdadero de la vida eterna.
Pocos son los que se detienen a considerar esta verdad y ejemplo, y con tan fea ingratitud son pocos los que consiguen el fruto de tan grandes sacramentos.
Pero si la dignación de Mi Hijo Santísimo se ha mostrado tan liberal contigo en la ciencia y luz tan clara que te ha dado de estos admirables beneficios del linaje humano, considera bien, carísima, tu obligación y pondera cuánto y cómo debes obrar con la luz que recibes.
Y para que correspondas a esta deuda, te advierto y exhorto de nuevo que olvides todo lo terreno y lo pierdas de vista, y no quieras ni admitas otra cosa del mundo más de lo que te puede alejar y ocultar de él y de sus moradores, para que desnudo el corazón de todo afecto terreno, te dispongas para celebrar en él los misterios de la pobreza, humildad y amor de tu Dios humanado.
Aprende de mi ejemplo la reverencia, temor y respeto con que le has de tratar, como yo lo hacía cuando le tenía en mis brazos; y ejecutarás esta doctrina cuando tú le recibas en tu pecho en el venerable Sacramento de la Eucaristía, donde está el mismo Dios y Hombre verdadero, que nació de Mis Entrañas. Y en este Sacramento le recibes y tienes realmente tan cerca, que está dentro de ti misma con la verdad que yo le trataba y tenía, aunque por otro modo.
En esta reverencia y temor santo quiero que seas extremada, y que también adviertas y entiendas, que con la obra de entrar Dios Sacramentado en tu pecho te dice lo mismo que a Mí me dijo en aquellas razones: Que me asimilase a Él, como lo has entendido y escrito. El bajar del Cielo a la tierra, nacer en pobreza y humildad, vivir y morir en ella con tan raro ejemplo y enseñanza del desprecio del mundo y de sus engaños, y la ciencia que de estas obras te ha dado, señalándose contigo en alta y encumbrada inteligencia y penetración, todo esto ha de ser para ti una voz viva que debes oír con íntima atención de tu alma y escribirla en tu corazón, para que con discreción hagas propios los beneficios comunes y entiendas que de ti quiere mi Hijo Santísimo y Mi Señor los agradezcas y recibas, como si por ti sola hubiera bajado del Cielo a redimirte y obrar todas las maravillas y doctrina que dejó en su Iglesia Santa”»
(Agreda de Jesús – Mística Ciudad de Dios, parte IX – Capítulo X: Nace Cristo, Nuestro Bien, de María Virgen en Belén de Judea, núm. 480,481, 486-488)
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Feliz Navidad para toda alma que ha aprendido a abrir su corazón al Amor que nace, y que llama a seguirle por el camino de la cruz. Sólo el que ama da a su vida el sentido del sufrimiento y de la renuncia de todas las cosas humanas, para asemejarse, lo más posible, a Su Redentor, Cristo Jesús. «Asimílate a Mí».