Adveniat Regnum tuum
Vivimos
en los últimos momentos de un mundo que expira y ya vemos las señales
precursoras de otro que nace, la Navidad tiene para nosotros un
significado profundo, que debemos meditar
En todas las épocas de la historia
cristiana, la fecha de Navidad abre un remanso alegre y tranquilo en el
curso normal y laborioso de la vida de todos los días. Pero en nuestra
época la tregua navideña asume un significado especial, porque equivale a
un gran y universal “sursum corda”, deseado por una humanidad
atormentada, que va sumergiéndose aceleradamente en el caos de la más
completa disolución moral y social.
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Nuestra época es un valle sombrío entre dos cumbres: la civilización
del pasado, de la que decaímos a través de sucesivas catástrofes que
comenzaron con la pseudo‒Reforma y culminaron con los totalitarismos de
derecha e izquierda; y la civilización del futuro, hacia la cual
caminamos a través de luchas y sinsabores que llenan, a cada momento, de
cruces nuestro camino.
Precisamente por eso, porque vivimos en los últimos momentos de un
mundo que expira y ya vemos las señales precursoras de otro que nace, la
Navidad tiene para nosotros un significado profundo, que debemos
meditar.
El pueblo elegido esperaba la salvación por medio de un Mesías nacido
de la estirpe de David, según la promesa divina. Los demás pueblos de
la tierra, no habiendo recibido mensajes divinos por medio de los
Profetas, conservaban sin embargo una reminiscencia de la promesa de un
Salvador, hecha por Dios a Adán y Eva. Y por eso también ellos
mantenían, más o menos deformada, la esperanza tradicional de que un
Salvador habría de regenerar a la humanidad pecadora.
Esta esperanza llegó a su auge en la época en que Nuestro Señor vino
al mundo. Como afirmó un historiador famoso, toda la humanidad se sentía
vieja y gastada. Las fórmulas políticas y sociales utilizadas entonces,
ya no correspondían a los anhelos y a la mentalidad de aquellos
hombres. Un inmenso deseo de reforma sacudía a distintos pueblos y la
lucha de clases en Grecia, Italia, Fenicia y otros países estaba en
ebullición. La organización política se hacía cada vez más opresiva.
Roma había dilatado por todo el mundo las fronteras de su Imperio y la
Ciudad Eterna era en aquella época, no la reina, sino la tirana de toda
la humanidad, a la cual ella sujetaba a las más injustas extorsiones
para pagar las orgías de los patricios romanos. En todos los países el
contraste entre riqueza y miseria era patente.
Por un lado, hombres riquísimos vivían en el fausto y en el lujo
desordenado; por otro, una multitud de cesantes llenaba muchos barrios
de las grandes ciudades de entonces. Finalmente, como negro fondo de
cuadro, millones y millones de esclavos, arrinconados en las bodegas de
las naves, aparejados como animales en las carretas o uncidos
sólidamente al arado, gemían bajo el yugo de una opresión que parecía no
tener fin.
Una profunda corrupción de costumbres se extendía por todo el Imperio
y arruinaba todas las instituciones. Los escándalos se multiplicaban en
la más alta aristocracia y de ahí se extendían a toda la sociedad.
Augusto intentó en vano reaccionar contra la creciente decadencia, pero
sus leyes reformistas no surtieron efecto. En el seno de su propia
familia las aberraciones más monstruosas se multiplicaban. Y todo el
mundo sentía que una crisis inmensa amenazaba la sociedad de una ruina
inevitable.
Fue en este ambiente, mientras los hombres de Estado y los moralistas
de la época discutían gravemente sobre tantos y tan insolubles
problemas que, en el establo de Belén, en medio de una noche profunda,
rayó para el mundo la salvación.
Una
profunda corrupción de costumbres se extendía por todo el Imperio y
arruinaba todas las instituciones. Los escándalos se multiplicaban en la
más alta aristocracia y de ahí se extendían a toda la sociedad.
Es posible que, en el momento exacto en que el Salvador nació, el
emperador romano estuviese en su palacio entregado a las más amargas
reflexiones que le sugerían el fracaso de su política moralizadora. Es
posible que, a poca distancia de la casa imperial, se prolongase hasta
la madrugada alguna de aquellas descabelladas orgías que eran el tema
obligatorio de los “chismes” de la época.
Ni el genial emperador, ni los sibaritas que pervertían la sociedad
imaginaban lo que en aquel momento sucedía en Belén. No, no era en el
palacio imperial, ni en las orgías de los plutócratas, ni en los
conciliábulos de los conspiradores, donde se estaba decidiendo el
destino del mundo. La sociedad del futuro, con la solución perfecta y
completa de los más fundamentales problemas de la época, nacía en Belén,
y era de las manos virginales de María, de las que el mundo recibía al
Mesías que habría de redimirlo con su sangre y reorganizarlo con su
Evangelio.
¿Cuál es la lección principal que debemos sacar de esto?
En primer lugar, así como para la humanidad del tiempo de Augusto la
solución de los más intrincados problemas sociales y políticos no fue
encontrada a no ser en Cristo; también en nuestra época, sólo en la
Iglesia Católica ‒Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo‒ es donde
debemos concentrar nuestras esperanzas.
Es posible que, imitando inconscientemente la vigilia de Augusto en
la noche de Navidad, muchos Césares modernos (¡qué diferencia de
envergadura entre el César auténtico y los de hoy en día!) hayan pasado
la noche de Navidad volcados sobre sus mesas de trabajo ‒indiferentes a
la piedad de las multitudes que rezan en las iglesias‒ pensando en los
medios para sacar del atolladero de la crisis contemporánea a sus
atribuladas patrias.
Es posible que esa misma noche, las desatinadas orgías en muchas
“dancins” (discotecas de la época) modernos ‒“palacios” que el mundo de
hoy erige en honra de su propia corrupción‒ rompan el silencio de la
noche con el sonido de las músicas profanas del “reveillón”. Es posible
que muchos conspiradores estén tramando la revolución y la guerra, en el
silencio de la noche, mientras el pueblo conmemora el nacimiento del
Príncipe de la Paz.
A pesar de todo esto, no es de los nuevos “césares”, ni del
conspirador de nuestros días y, mucho menos, de la sociedad que se
corrompe en los “dancins”, que nos vendrá la salvación. Si somos
católicos, debemos esperar la salvación exclusivamente de la Santa
Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Pero hay aún otra reflexión de mayor utilidad.
Todos los teólogos son unánimes en afirmar que si la salvación rayó
para el mundo en aquella época, lo debemos a las oraciones omnipotentes
de María, quien consiguió anticipar el día de la venida del Mesías.
Nadie puede decir cuántos y cuántos siglos habría tardado aún la
Redención sin las oraciones de María.
Por lo tanto, la reorganización del mundo, no vino de aquellos que,
en tiempos de Augusto, se agitaban en las plazas públicas o en los
conciliábulos políticos para conseguirla. Ella vino de la oración
humilde y llena de confianza de la Virgen María, completamente ignorada
por sus contemporáneos, y que llevaba una vida contemplativa y
solitaria, en el pequeño rincón, donde la Providencia le hizo nacer.
Sin querer con esto rebajar el papel de la vida activa, es necesario
reconocer que fue por medio de la oración y de la contemplación, que se
anticipó el momento de la Redención. Y que los beneficios que el genio
de Augusto y el tino de todos los grandes generales y administradores de
su tiempo no consiguieron dar al mundo, Dios los dispensó por medio de
María Santísima. No benefició más al mundo quien más estudió, ni quien
más actuó, sino quien más y mejor supo orar.
Así, con una suave y austera lección, termina esta breve meditación
de Navidad. Es sobre todo de las almas elegidas que Dios llamó al estado
sacerdotal o al religioso, que puede depender la anticipación o el
retraso de la restauración del reinado social de Nuestro Señor
Jesucristo.
Conscientes de la grandeza de esa misión, los seglares que militamos
por la Iglesia, debemos hacer una oración junto al pesebre del Niño
Dios: “Domine, adveniat Regnun tuum”.
“Señor, venga a nosotros tu Reino”. Que lo realicemos en nosotros,
para que después, con vuestro auxilio, lo hagamos también a nuestro
alrededor.