Los aromas de la Navidad
Un autor francés decía que un hogar no es
maravilloso porque nos abrigue o caliente, ni que nos proteja con unos
muros, sino que haya lentamente depositado en nosotros provisiones de
dulzura. Que forme en el fondo de nuestro corazón, este macizo oscuro
del cual nacen, como el agua del manantial, los sueños.
Esto me hizo recordar las frías y alegres Navidades de otros tiempos. (en España es invierno)
Esto me hizo recordar las frías y alegres Navidades de otros tiempos. (en España es invierno)
Todos
los años, cuando la Navidad se acercaba, bajábamos a la bodega del
subterráneo, para rescatar del olvido las viejas maletas que guardaban
los pequeños tesoros que nos servirían para montar el pesebre.
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La maleta principal nos llamaba la atención pues, por el color y
material de que estaba hecha, se veía que no era de nuestro tiempo:
estaba tan fuera de la moda, que ciertamente ya no se podía utilizar
para viajar. Sin embargo, despertaba una cierta simpatía por ser uno de
esos objetos cuya solidez y seriedad hacía pensar en esas cosas que le
acompañan a uno toda la vida.
Una vez abierta, despertaba nuestra curiosidad reencontrar entre los
papeles del embalaje, las antiguas figuras, que nos acompañaban a lo
largo de los años. Entre pequeños puentes, pozos de agua y casitas,
aparecía aquel pastor vestido con sobrios ropajes a la usanza del
Oriente, y que con una dulce austeridad en su semblante, conducía sus
ovejas hacia el portal de Belén. Sus barbas parecían casi de verdad.
También aquella pastora o campesina que con delicadeza y suavidad
cargaba una cesta llena de frutos para presentarle al Niño Dios.
Recuerdo cómo nos llamaba la atención ver los frutos que llevaba,
manzanas rojas y no sé cuantas cosas más. Después se iban sumando las
ovejas, algunas de ellas ya con una pata quebrada, que había que
intentar componer como se pudiese. En fin, una gran familia de figuras
cuyo redescubrimiento nos llenaba de alegría y entre las cuales siempre
encontrábamos algún viejo pastor con el que nos unía una mayor “amistad”
y del que, por así decir, hacíamos nuestro emblema.
A los pequeños, es verdad, casi no nos dejaban tocar las figuras y
por eso nos conformábamos apenas con mirar. Cuando los Reyes Magos
hacían su aparición, era uno de los momentos más emocionantes:
inmediatamente pensábamos en los regalos que los Reyes nos habían dejado
el año anterior (en España son los que traen los regalos a los niños),
si nos habríamos portado bien y lo que pasaría ese año. Era un fugaz
examen de conciencia en la presencia de la majestad de aquellas figuras.
Todos teníamos nuestro Rey preferido, al que le pedíamos sus mercedes
de modo más especial.
La aparición de la Sagrada Familia era también muy impresionante. El
Niño Jesús era cuidadosamente guardado y nadie lo vería hasta el día de
Navidad. Los fieles acompañantes “el buey y la mula” también hacían su
aparición y como eran un poco grandes imponían un poco de respeto, el
buey casi miedo.
Junto con ello, comenzaba poco a poco el festival de los olores tan
característicos de esa época del año. Olores de paja, de cortezas de
alcornoque, de musgos secos o frescos, de una especie de arena que se
conseguía para hacer los caminos y de otras muchas cosas.
Infelizmente el montaje del Belén estaba reservado a los más mayores y
“artistas” de entre los hermanos. Yo, que era el más pequeño, solía ser
apenas espectador.
El pesebre era colocado en el salón de la casa que tenía una mayor
solemnidad: sólo ya el crujido de las maderas del entarimado del suelo, a
uno le hacían moverse con más cuidado. También el antiguo piano de
pared de color negro y con unos candelabros que daban una nota de
circunstancia, por fin los sillones, etc.
Recuerdo, que, no sé de donde, aparecía una puerta que se colocaba en
posición horizontal para servir de base a toda la pequeña Judá. Allí
poco a poco se iba configurando el Nacimiento.
Una vez montado todos esperábamos ansiosos la llegada de la Navidad.
Durante las fiestas el Belén experimentaba una discreta evolución:
algunos pastores avanzaban, otros retrocedían, cruzaban el puente,
subían la montaña, otros más allá llegaban al Portal.Nuestros ojos
ponían una muy particular atención en la senda seguida por los Magos del
Oriente, a quienes no habríamos permitido que perdieran el camino. Los
mirábamos mucho, a ellos, a sus presentes, a sus camellos. Ciertamente
nos dejaban encantados. A eso del cambio del año venían las primeras
nieves, con lo que corríamos a la cocina para coger un poco de harina y
empezar a esparcirla por montes y collados y por supuesto también por
encima de los pastores.
En la cena de Nochebuena cuando tocaban las doce, mi madre – que era
el alma de los festejos – hacía que la cena se detuviera y
desenvolviendo cuidadosamente al Niño Jesús, nos lo presentaba para que
lo adoráramos. Luego se colocaba en el Portal donde más tarde se
cantarían los villancicos al Niño Dios. Mi madre cantaba y acompañaba
con el piano, los demás hacíamos lo que podíamos. Recuerdo especialmente
un curioso Villancico que ella cantaba y que nunca volví a escuchar en
ningún otro lugar: “Suene el pandero, suene el rabel, que ya ha nacido el Dios de Israel / En venturoso día nació y un sol hermoso resplandeció.”
* * *
Es cierto que todos estos perfumes de la Navidad tradicional iban siendo reemplazados por otros modos de encarar los festejos.
Recuerdo, por ejemplo, que ya mi madre debía cohibir las risas
burlonas de algunos hermanos más mayores, cuando los pequeños cantábamos
villancicos ante el pesebre iluminado en la oscuridad. Ellos más
imbuidos por la mentalidad moderna, pasado el tiempo de los villancicos
acompañados al piano, comenzaban a poner músicas ligeras en un viejo
tocadiscos, y al cabo de un rato ya eran fácilmente los propios Beatles que sonaban por los altavoces.
Cuando íbamos a casa de mis tíos, encontrábamos allí un pesebre casi
simbólico. Sus figuras eran unos auténticos muñecos sin ninguna
personalidad, hechos de alambre y de trapo, cuya vista por así decir me
dejaba casi paralizado. La televisión siempre encendida siguiendo los
programas especiales de las noches de Navidad que incluían canciones,
bailes, humor, etc, y donde ya iba entrando la inmoralidad. Pero sobre
todo lo que más electrizaba era el humor: reír y reír mucho, pero en
realidad sin mucha razón de reír.
En casa de estos tíos se tomaban las doce uvas, cuyo significado me
escapaba, aunque se sentía que era una especie de ceremonia-juego que
traería una cierta prosperidad medio supersticiosa para el año
siguiente. Llegaba alguno de los primos mayores con su coche deportivo, y
cuyo “look” era el símbolo del éxito y del goce de la vida
despreocupado. Tradición cero.
Han pasado los años y los coches deportivos que hipnotizaban; ese
humor ordinario que consiste en reír por reír y a todo momento, dando
más lugar a la materia que al espíritu; ese goce despreocupado de la
vida que olvida las graves responsabilidades que todos tenemos; esa
“prosperidad” pagana cuyo advenimiento se nos prometía a cambio del
desprecio de las tradiciones; todo eso hoy la realidad de la vida nos lo
muestra como lo que era: un espejismo o mejor dicho una mentira.
Sin embargo cuando todavía hoy llega la Navidad y desembalo las
figuras del pesebre – ¡tan inferiores en calidad a las de otrora! “ me
viene el alegre recuerdo de aquellos olores, de aquellas maletas, de
aquellos inocentes villancicos, y comprendo entonces bien aquello de que
lo más maravilloso que nos puede dar un hogar es aquel cúmulo de
provisiones de dulzura que nos hacen soñar y que nos acompañarán
siempre.