domingo, 21 de diciembre de 2014

Los aromas de la Navidad

Los aromas de la Navidad

Un autor francés decía que un hogar no es maravilloso porque nos abrigue o caliente, ni que nos proteja con unos muros, sino que haya lentamente depositado en nosotros provisiones de dulzura. Que forme en el fondo de nuestro corazón, este macizo oscuro del cual nacen, como el agua del manantial, los sueños.
Esto me hizo recordar las frías y alegres Navidades de otros tiempos. (en España es invierno)
 
Todos los años, cuando la Navidad se acercaba, bajábamos a la bodega del subterráneo, para rescatar del olvido las viejas maletas que guardaban los pequeños tesoros que nos servirían para montar el pesebre.
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La maleta principal nos llamaba la atención pues, por el color y material de que estaba hecha, se veía que no era de nuestro tiempo: estaba tan fuera de la moda, que ciertamente ya no se podía utilizar para viajar. Sin embargo, despertaba una cierta simpatía por ser uno de esos objetos cuya solidez y seriedad hacía pensar en esas cosas que le acompañan a uno toda la vida.
Una vez abierta, despertaba nuestra curiosidad reencontrar entre los papeles del embalaje, las antiguas figuras, que nos acompañaban a lo largo de los años. Entre pequeños puentes, pozos de agua y casitas, aparecía aquel pastor vestido con sobrios ropajes a la usanza del Oriente, y que con una dulce austeridad en su semblante, conducía sus ovejas hacia el portal de Belén. Sus barbas parecían casi de verdad. También aquella pastora o campesina que con delicadeza y suavidad cargaba una cesta llena de frutos para presentarle al Niño Dios.
Recuerdo cómo nos llamaba la atención ver los frutos que llevaba, manzanas rojas y no sé cuantas cosas más. Después se iban sumando las ovejas, algunas de ellas ya con una pata quebrada, que había que intentar componer como se pudiese. En fin, una gran familia de figuras cuyo redescubrimiento nos llenaba de alegría y entre las cuales siempre encontrábamos algún viejo pastor con el que nos unía una mayor “amistad” y del que, por así decir, hacíamos nuestro emblema.
A los pequeños, es verdad, casi no nos dejaban tocar las figuras y por eso nos conformábamos apenas con mirar. Cuando los Reyes Magos hacían su aparición, era uno de los momentos más emocionantes: inmediatamente pensábamos en los regalos que los Reyes nos habían dejado el año anterior (en España son los que traen los regalos a los niños), si nos habríamos portado bien y lo que pasaría ese año. Era un fugaz examen de conciencia en la presencia de la majestad de aquellas figuras. Todos teníamos nuestro Rey preferido, al que le pedíamos sus mercedes de modo más especial.
La aparición de la Sagrada Familia era también muy impresionante. El Niño Jesús era cuidadosamente guardado y nadie lo vería hasta el día de Navidad. Los fieles acompañantes “el buey y la mula” también hacían su aparición y como eran un poco grandes imponían un poco de respeto, el buey casi miedo.
Mirábamos mucho a los Reyes Magos, sus presentes y sus camellos
Junto con ello, comenzaba poco a poco el festival de los olores tan característicos de esa época del año. Olores de paja, de cortezas de alcornoque, de musgos secos o frescos, de una especie de arena que se conseguía para hacer los caminos y de otras muchas cosas.
Infelizmente el montaje del Belén estaba reservado a los más mayores y “artistas” de entre los hermanos. Yo, que era el más pequeño, solía ser apenas espectador.
El pesebre era colocado en el salón de la casa que tenía una mayor solemnidad: sólo ya el crujido de las maderas del entarimado del suelo, a uno le hacían moverse con más cuidado. También el antiguo piano de pared de color negro y con unos candelabros que daban una nota de circunstancia, por fin los sillones, etc.
Recuerdo, que, no sé de donde, aparecía una puerta que se colocaba en posición horizontal para servir de base a toda la pequeña Judá. Allí poco a poco se iba configurando el Nacimiento.
Una vez montado todos esperábamos ansiosos la llegada de la Navidad.
Durante las fiestas el Belén experimentaba una discreta evolución: algunos pastores avanzaban, otros retrocedían, cruzaban el puente, subían la montaña, otros más allá llegaban al Portal.Nuestros ojos ponían una muy particular atención en la senda seguida por los Magos del Oriente, a quienes no habríamos permitido que perdieran el camino. Los mirábamos mucho, a ellos, a sus presentes, a sus camellos. Ciertamente nos dejaban encantados. A eso del cambio del año venían las primeras nieves, con lo que corríamos a la cocina para coger un poco de harina y empezar a esparcirla por montes y collados y por supuesto también por encima de los pastores.
En la cena de Nochebuena cuando tocaban las doce, mi madre – que era el alma de los festejos – hacía que la cena se detuviera y desenvolviendo cuidadosamente al Niño Jesús, nos lo presentaba para que lo adoráramos. Luego se colocaba en el Portal donde más tarde se cantarían los villancicos al Niño Dios. Mi madre cantaba y acompañaba con el piano, los demás hacíamos lo que podíamos. Recuerdo especialmente un curioso Villancico que ella cantaba y que nunca volví a escuchar en ningún otro lugar: “Suene el pandero, suene el rabel, que ya ha nacido el Dios de Israel / En venturoso día nació y un sol hermoso resplandeció.”
* * *
El antiguo piano de pared de color negro y con unos candelabros que daban una nota de circunstancia
Es cierto que todos estos perfumes de la Navidad tradicional iban siendo reemplazados por otros modos de encarar los festejos.
Recuerdo, por ejemplo, que ya mi madre debía cohibir las risas burlonas de algunos hermanos más mayores, cuando los pequeños cantábamos villancicos ante el pesebre iluminado en la oscuridad. Ellos más imbuidos por la mentalidad moderna, pasado el tiempo de los villancicos acompañados al piano, comenzaban a poner músicas ligeras en un viejo tocadiscos, y al cabo de un rato ya eran fácilmente los propios Beatles que sonaban por los altavoces.
Cuando íbamos a casa de mis tíos, encontrábamos allí un pesebre casi simbólico. Sus figuras eran unos auténticos muñecos sin ninguna personalidad, hechos de alambre y de trapo, cuya vista por así decir me dejaba casi paralizado. La televisión siempre encendida siguiendo los programas especiales de las noches de Navidad que incluían canciones, bailes, humor, etc, y donde ya iba entrando la inmoralidad. Pero sobre todo lo que más electrizaba era el humor: reír y reír mucho, pero en realidad sin mucha razón de reír.
En casa de estos tíos se tomaban las doce uvas, cuyo significado me escapaba, aunque se sentía que era una especie de ceremonia-juego que traería una cierta prosperidad medio supersticiosa para el año siguiente. Llegaba alguno de los primos mayores con su coche deportivo, y cuyo “look” era el símbolo del éxito y del goce de la vida despreocupado. Tradición cero.
Han pasado los años y los coches deportivos que hipnotizaban; ese humor ordinario que consiste en reír por reír y a todo momento, dando más lugar a la materia que al espíritu; ese goce despreocupado de la vida que olvida las graves responsabilidades que todos tenemos; esa “prosperidad” pagana cuyo advenimiento se nos prometía a cambio del desprecio de las tradiciones; todo eso hoy la realidad de la vida nos lo muestra como lo que era: un espejismo o mejor dicho una mentira.
Sin embargo cuando todavía hoy llega la Navidad y desembalo las figuras del pesebre – ¡tan inferiores en calidad a las de otrora! “ me viene el alegre recuerdo de aquellos olores, de aquellas maletas, de aquellos inocentes villancicos, y comprendo entonces bien aquello de que lo más maravilloso que nos puede dar un hogar es aquel cúmulo de provisiones de dulzura que nos hacen soñar y que nos acompañarán siempre.