UNA SOLA CARNE
«Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gn 2, 24).
Una sola carne: el matrimonio es una dualidad en una unidad. Dualidad de personas; unidad de naturaleza.
Esta
unidad no es sólo una actividad, un hecho, un acto pasajero,
transeúnte, temporal, en el cual los dos sexos se unen: no es una unidad
para un placer sexual; no es una unidad para sentir el cuerpo del otro;
no es una unidad para buscar en el otro lo que no se posee ni corporal
ni humanamente.
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Una sola carne: es la unidad en la indisolubilidad.
La
verdad del encuentro sexual, la verdad de un matrimonio, la verdad de
poner dos vidas en común es su indisolubilidad, que es el origen en la
creación del hombre y de la mujer por Dios:
«
¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Y
dijo: “Por eso dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la
mujer, y serán los dos una sola carne”. De manera que ya no son dos,
sino una sola carne. Por lo tanto, lo que Dios unió no lo separe el
hombre» (Mt 19, 14-6).
Dios,
al crear al hombre y a la mujer, produce la indisolubilidad. El hombre
es creado para una mujer; la mujer a partir del hombre. Y eso es
indisoluble: no se puede cambiar, no se puede separar, no se puede pasar
por alto.
Una sola carne:
es una unidad que el hombre no puede separar, puesto que es Dios mismo
el que la ha constituido en la naturaleza humana, al crearla de esta
manera. La ley natural enseña que la unión entre hombre y mujer, -el
matrimonio-, es indisoluble. El sexo, en la persona humana, es una
inteligencia divina, no es un instinto carnal, como en los animales. El
sexo es para una obra indisoluble y, por lo tanto, eterna, para siempre.
Por eso, el matrimonio o salva o condena: ata para una vida divina o
ata para una vida de demonios. Y, por eso, es necesario discernir bien
la persona para un matrimonio, porque no toda persona lleva a la
salvación del alma en la unión carnal con ella.
Ya no son dos, sino una sola carne:
la alianza del matrimonio, la unión de voluntades, entre hombre y
mujer, es indisoluble, no es un acto transeúnte, temporal, civil,
social. Es un acto permanente, eterno, divino, espiritual y sagrado.
Quien no viva esto, entonces vive, en su matrimonio, lo contrario.
Todo
matrimonio es sagrado por ley natural: tiene la nota de la
indisolubilidad. Quien atente contra la ley natural, está atentando
contra la indisolubilidad del matrimonio.
«Ahora bien, como es sacrílego cortar la carne, así es contra ley separar el hombre de la mujer» (Obras de S. Juan Crisóstomo – Homilía al texto de Mt 19). Es un gran pecado separar el matrimonio.
El
sexo es algo sagrado, no profano. El sexo no es carnalidad, sino que es
la obra del Espíritu. Pertenece a la vida: da vida, ofrece la vida,
ordena a la vida. Y ésta es siempre sagrada porque su origen está sólo
en Dios.
Una sola carne:
es algo que Dios ha unido –no sólo representa una unión carnal- es la
unión de dos almas, de dos espíritus y de dos carnes. Y Dios une en la
voluntad libre de ambos: de hombre y de mujer. Y lo que Dios une, en
esta dualidad de voluntades, ni el hombre ni la mujer pueden romperla.
Es un vínculo divino, hecho en la libertad de dos personas. Y este
vínculo divino refleja una triple unión: en el alma, en el espíritu y en
la carne; que el hombre no puede separarla: indica estabilidad. Son
dos: son una dualidad. Pero en una carne: en una unidad. Los dos se atan
para siempre, ya para el cielo, ya para el infierno.
El varón y la mujer son dos, pero en algo ya no son dos, sino uno. Este el misterio del matrimonio.
Dos cuerpos, dos almas, dos espíritus, que ya no son dos, sino uno.
«Y el Verbo se hizo carne»
(Jn 1, 14): son dos: el Verbo y la naturaleza humana. Pero son una sola
cosa: un solo ser: Jesús, Dios y Hombre verdadero. Es el Verbo que
guía, que rige, que ama su naturaleza humana.
Por eso, el matrimonio revela este Misterio de la Encarnación:
«Esta
revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el
Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en
el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la Cruz por su Esposa,
la Iglesia.
En
este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso
en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación; el
matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la
nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo.
El
Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a
la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza
de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la
caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos
participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se
dona sobre la cruz». (Juan Pablo II, Ex. Apost. Familiaris Consortio, n. 13).
Cristo ama a Su Iglesia como una Esposa. Y esa caridad esponsal está en el Sacramento del Matrimonio.
Es lo que dice San Pablo: «Gran misterio éste; pero entendido de Cristo y de la Iglesia» (Ef 5, 32).
La unidad en el matrimonio, la unidad entre hombre y mujer, refleja la unidad de la Iglesia, la unión entre Cristo y Su Iglesia.
«Cristo amó a la Iglesia y se entregó por Ella» (Ef 5, 25): esta unidad en la verdad, que es el amor de Cristo, es la unidad en el matrimonio.
El
hombre tiene que amar a su mujer como Cristo amó a la Iglesia. Cristo
ama a la Iglesia para salvar las almas y santificarlas. Un hombre ama a
su mujer para salvarla y santificarla. Esto es lo que muchos no
comprenden: el amor a una mujer, en el matrimonio, es el mismo amor de
Cristo a la Iglesia: Cristo ama cada alma de Su Cuerpo Místico: la ama y
pone a cada alma un camino de salvación y de santificación.
Siendo el hombre cabeza de la mujer (cf. Ef 5, 23), tiene la misma misión que Cristo en Su Iglesia.
Cristo funda la Iglesia para llevar las almas al cielo.
Un hombre se une a una mujer para llevar las almas al Cielo: la suya, la de su mujer, las de sus hijos.
Pero
los hombres no viven así el espíritu del matrimonio, porque no saben
amar a Cristo, no saben ser de Cristo, no saben estar en la Iglesia
imitando sólo a Cristo.
«Y así como la Iglesia está sujeta a Cristo» (Ef 5, 24), así la mujer debe estar sujeta al hombre.
Es el hombre el que se entrega a su mujer, pero es la mujer la que marca el camino al hombre.
La Iglesia es el camino de la salvación para todo hombre que se una a Cristo en la gracia. Y no hay otro camino.
En
el matrimonio, el camino es la mujer; no es el hombre. El hombre debe
entregarse a su mujer, debe amarla como Cristo ama a cada alma: buscando
el bien de la mujer, el bien de cada hijo, que es bien sobrenatural,
divino, no humano, no natural.
La
doctrina de Cristo es para obrar una verdad espiritual, no para un
negocio humano. Así debe ser el matrimonio: para una verdad espiritual,
no para una verdad humana.
Cristo
ama a la Iglesia dándole una doctrina de verdad, una enseñanza que sólo
está apoyada en la verdad. Cristo se entrega a la Iglesia en la verdad,
nunca en la mentira. Y así el hombre tiene que amar a su mujer en la
verdad, no en la mentira. Si el hombre no sigue la doctrina de Cristo,
no la asimila, entonces el amor a su mujer, su entrega, en el
matrimonio, no puede ser nunca en la verdad. Habrá muchas cosas, en esa
entrega, en ese matrimonio, que no sean de Cristo, que no pertenezcan a
Dios. Se hará un matrimonio para algo humano, pero no un matrimonio para
reflejar la caridad de Cristo con su Esposa, la Iglesia.
Un
matrimonio es de Cristo porque los dos, hombre y mujer, se han
transformado en Cristo: son otros Cristos. Es la transformación mística,
la unión mística del alma con Cristo.
Todo matrimonio está llamado a reflejar, a ser, «a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la Cruz».
Por tanto, en todo matrimonio debe prevalecer la oración y la
penitencia, para que se muestre este amor de Cristo, este amor que se
dona hasta la muerte en Cruz, para salvar, para santificar las almas.
Hombre
y mujer se unen en matrimonio para salvar sus almas, para encontrar un
camino de santidad para sus almas, para obrar la verdad de sus vidas
dando a Dios hijos para el Cielo: hijos que se salven y se santifiquen.
Si
ellos dos no son de Cristo, ni el matrimonio ni los hijos son de
Cristo. Si los dos no trabajan para ser sólo de Cristo, entonces nunca
podrán, en su matrimonio, reflejar el amor de Cristo hacia Su Iglesia:
un amor redentor, un amor que expía los pecados, un amor penitente, de
sacrificio perpetuo.
Son
muy pocos los matrimonios que se aman así: en el dolor de una vida, en
el sacrificio de una vida, en la entrega de una vida por solo amor a
Cristo. Hay otros amores en ellos que son impedimentos para su
matrimonio, para su unión de almas, de espíritus y de cuerpos.
Este
es el misterio de todo matrimonio, que muy pocos han meditado, han
profundizado, porque hacen sus matrimonios para lo humano, para lo
natural, para lo finito.
Este
fin divino en todo matrimonio es el sentido del matrimonio. Un
matrimonio sin este fin divino no sirve para nada: los cónyuges y los
hijos se condenan, no encuentran el camino de salvación ni de
santificación.
«Cristo
amó a la Iglesia y se entregó por Ella para santificarla, purificándola
con la Palabra, a fin de presentársela así gloriosa, sin mancha o
arruga o cosa semejante, sino santa e intachable» (Ef 5, 26-27).
El
matrimonio es para una santidad de vida. Pero sólo se puede conseguir
esta santidad purificándose con la Palabra de la Verdad: con la doctrina
de Cristo. Si los matrimonios no viven esta doctrina, esta verdad
inmutable, revelada, sus matrimonios no son para la santidad, sino para
la condenación.
Es
el hombre el encargado de mostrar la verdad a su mujer: de enseñar la
doctrina a su mujer. Y es la mujer la que se sujeta al hombre: a esa
verdad que enseña. Y, por tanto, un hombre que no dé la verdad de Cristo
al matrimonio, la mujer no puede sujetarse a una mentira. El varón es
cabeza para obrar una verdad en su matrimonio, no para obrar una mentira
con su mujer.
La
mujer tiene que sujetarse a esa verdad y ser camino para que se obre
esa verdad en su matrimonio. La mujer es como la Iglesia: camino de
salvación. Lleva a las almas por el camino que Cristo ha marcado con la
palabra de Su Verdad, con su doctrina.
Toda
mujer, sometiéndose a la verdad, a la única verdad, que es Cristo, es
camino para su hombre y para sus hijos: camino de salvación y de
santificación. La mujer es la que guarda en su corazón la verdad que
enseña el hombre, que predica el hombre, que vive el hombre.
¡Pocos hombres existen que en sus matrimonios vivan la verdad de la ley natural, de la ley divina, de la ley de la gracia!
¡Pocos
son lo que predican la verdad que viven! ¡Muchos hombres son los que
engañan a sus mujeres con sus palabras, mientras viven otra cosa a lo
que predican, a lo que hablan! Y, por eso, son pocas las mujeres que
obren la verdad con un hombre en sus matrimonios. Son pocas las mujeres
que lleven a sus hijos por el camino de la cruz para salvar sus almas.
En el hombre está la verdad, la doctrina, pero en la mujer, está el amor, la vida, la obra de esa verdad.
El
sexo de la mujer es para obrar la verdad que está en el sexo del
hombre. Si el hombre no respeta su sexo, su verdad, entonces obra con la
mujer una mentira: pone su sexo para un placer, pero no para un amor
redentor.
La
mujer es el camino para el hombre: tiene que llevar al hombre hacia ese
amor redentor, ese amor verdadero, ese amor que da la vida, ese amor
que purifica el corazón, en la que el alma encuentra la salvación, la
santidad.
Son
muy pocos los matrimonios con esta visión del Sacramento del
matrimonio. Esto no se suele enseñar, porque la Jerarquía no vive para
ser otro Cristo. No vive para asimilarse a Cristo. Y, por tanto, no
puede enseñar a las almas, a los matrimonios, cómo imitar a Cristo en el
matrimonio, como ser de Cristo en la unión de almas, de espíritus y de
cuerpos.
«¿Quién
confirma la oblación del sacrifico, sella la bendición del sacerdote,
lo anuncian los ángeles y ratifica el Padre Celestial…? ¡Qué vinculación
la de dos fieles que tienen la misma esperanza, el mismo deseo, la
misma disciplina, el mismo Señor! Dos hermanos, comprometidos en el
mismo servicio: no hay división de espíritu ni de carne; realmente son
dos en una sola carne. Donde hay una sola carne, allí también hay un
solo espíritu. Juntos oran, juntos se acuestan, juntos cumplen la ley
del ayuno. Uno a otro se exhortan, uno a otro se soportan…» (Tertuliano, Ad uxorem, II, 8, 6).
Donde hay una sola carne, allí hay un solo espíritu:
es la unidad de espíritu, de destino, de vida. Es el espíritu del
matrimonio, que guía al hombre y a la mujer en el matrimonio.
En
toda unión sexual, carnal, hay una unión de espíritus. Los espíritus
que trae el hombre, por generación, pasan a la mujer; y los de la mujer,
al hombre. Y se forma un espíritu: el del matrimonio, que gobierna
todos esos espíritus, que marca el camino a la vida espiritual de ambos
en el matrimonio.
El
matrimonio es para una vida divina, no es para una vida humana. Hombre y
mujer se casan sólo para amar a Cristo, para que Cristo obre, a través
de ellos, la salvación y la santificación para muchas almas en Su
Iglesia.
Un matrimonio santo santifica las almas en la Iglesia; un matrimonio pecador corrompe a las almas en la Iglesia.
Si
se permite comulgar a lo malcasados es señal de que nadie vive en la
Iglesia la verdad del matrimonio, de que nadie ha entendido cuál es el
amor de Cristo a Su Iglesia: un amor que purifica a todas las almas para
que la Iglesia se muestre al mundo como es: gloriosa, invencible,
divina.
Pero
si las almas, en la Iglesia, sólo se asientan en sus pecados y pasan
sus vidas amando el mundo, siendo tiernos, cariñosos, con el mundo,
entonces lo que viven, lo que obran, sus apostolados en la Iglesia son
para condenar a mucha gente que se ha creído con que decir que son
católicos ya están salvados. El católico es el que obra la verdad
enfrentándose a todos los hombres, a todo el mundo. El católico no es
para un amor universal, sino para un amor en la verdad de la vida. Si no
se encuentra en la verdad, el hombre sólo vive para su mentira y obra
el odio en toda su vida.
Cuando
en la Iglesia se combate al matrimonio por la Jerarquía, entonces sólo
hay que esperar una cosa: la destrucción de la misma Iglesia. Hombre y
mujer deben reflejar la unidad de la Iglesia en sus matrimonios. Si se
ataca la indisolubilidad, desparece la unidad de la Iglesia y así se
levanta una nueva iglesia, en la que el hombre y la mujer ya no se unen
para una obra divina, sino sólo para una obra humana, en la cual es
imposible que encuentren la salvación de sus almas.
Si
quieren ser matrimonios de Cristo y para Cristo, salgan de las
estructuras de una iglesia que ya no da la verdad, la doctrina que
Cristo enseñó a Sus Apóstoles. Salgan de esa iglesia, porque no es la
Iglesia de Cristo. En la Iglesia de Cristo, el matrimonio es
indisoluble. Y eso es vivir el amor de Cristo por Su Iglesia: eso es
revelar en un matrimonio el amor que purifica, el amor que salva, el
amor que santifica a las almas.
Pocos hombres hay que se asimilen a Cristo. ¡Cuántos son los que se asimilan al mundo y al hombre!