EL BALANCE
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Donde hubo un altar, oficia el barman |
El fin del año civil suele instar a los hombres que se alimentan de pan a
componer el temido «balance». Análogo al examen de conciencia, que de
suyo aspira a ser imparcial e insobornable, acá debieran confluir, como
en un punto de fuga, los fastos y nefastos del ciclo anual, pues es
entonces cuando las luces y las sombras del período se revistan.
Balance o diagnóstico, retrato o cosecha, lo que estos doce meses -o el
lustro, ¡bah!, o las últimas décadas- le dejan a la Iglesia es
suficientemente elocuente como para alentar la menor expectativa humana
de restauración.
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Vale decir: sabemos que es Dios mismo quien gobierna
los destinos de la Iglesia, sólo que la cooperación humana exigida por
el orden mismo de la gracia parece hoy, en este respecto, escatimarse
tanto como para reducirse a nada. La caída vertical ya largamente
ensayada, que por razón de las leyes que gobiernan a la materia se
acelera más y más hacia su fin (motus in fine velocior), podría
ser fotografiada en cualquiera de sus cotas descendentes, al azar, en
cualquier punto de su trayectoria de meteorito, y bastará el menor de
los instantes examinados para contemplar la fealdad, la impudicia, la
palmaria degeneración de toda una estirpe que se decía nacida non ex sanguinibus neque ex carne, finalmente
rendida a los atractivos del mundo. Se cumple así lo que crípticamente
expresa el Génesis (6, 1ss) acerca de la coyunda entre los hijos de Dios
y las hijas de los hombres, de la que nacieron monstruos y que motivó
la punición del diluvio. Se cumple sin atenuantes ni remilgos la gran
apostasía anunciada por el Apóstol (II Thess 2,3).
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Otrora se ofrecía el Santo Sacrificio.
Hoy se juega al ping-pong |
«Et in fronte eius nomen scriptum: Mysterium: Babylon magna, mater fornicationum, et abominationum terrae» (Ap
17,5). De manera que no hay balance, pues prácticamente carecemos de
uno de los dos términos que oscilan en la balanza. Hay un misterio -el
de iniquidad- corroyendo aceleradamente la obra que Dios dispuso para
la salvación de la humana prole. Pues si el enemigo pudo reportarse un
transitorio triunfo sobre la Creación al vulnerar a la entera naturaleza
por la caída del primer hombre, ahora su malograda victoria estriba en
neutralizar la obra de la Redención, minimizando sus efectos y
corrompiendo las mismas fuentes de la gracia. Baste la calidad de la
liturgia-pop a comprobarlo; baste la aversión generalizada en nuestros
templos a todo cuanto inste a la piedad y al recogimiento.
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Antigua iglesia italiana devenida hotel |
La aristofobia que caracteriza a los tiempos modernos, y que se plasmó y
se cebó en la universal imposición de la democracia, acabó por
transfundirse de manera tan prolija y exitosa en la Iglesia que no vale
ya sorprenderse ante las insistentes apelaciones al Concilio -lo que
entraña, en la intención de los novatores, oponer el principio
parlamentario al monárquico y supremo- ni en la convocatoria a sínodos y
encuestas masivas para plebiscitar la moral evangélica, aparte de la
promoción ininterrumpida de los sujetos más mediocres para ocupar las
sedes de gobierno eclesiástico. Los resultados brillan con tanta
facundia que acaba uno por pasmarse ante la desvergüenza de tanto
prelado que sale con su mejor sonrisa -y no, como los tiempos lo
exigirían, de saco y ceniza- a enfrentar a las cámaras, cuando por caso
la maquinaria de prensa lo solicita para bendecir al mundo.
Pues no basta con la universal deserción, la religio depopulata que
con razón traía el pseudo-Malaquías como lema para uno de los
pontífices de nuestro tiempo. Una vez vaciada la religión, se impone
repoblarla con nueva estofa. Ahí está el clamoroso caso de las monjas rebeldes de Estados Unidos, feministas y lesbianas apertis verbis que, lejos del menor apercibimiento pontificio, resultan halagadas por el informe del cardenal interviniente en el inverecundo pasticcio, quien
termina por convocarlas al maldito diálogo tan de rigor en nuestros
días. Ahí están las ininterrumpidas bofetadas y escupidas del cretino de
Bergoglio al rostro sufriente de Cristo (cuyo elenco resulta
increíblemente pródigo) que, no contento con alentar la comunión para el
mayor número con desdeñoso desprecio de las debidas disposiciones, felicita ahora a un modisto homosexual acogido al "matrimonio igualitario" y le pide lo incluya en sus oraciones.
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Atelier de artista moderno ocupando
lo que fue una iglesia católica |
Con razón, y replicando a los católicos hibernantes que todavía se esmeran en cubrir las vergüenzas de Francisco, una autora comparó recientemente
la figura del neopontífice a la del «gran dictador» de Chaplin, aquel
que «habla sólo de la libertad y del bien para propiciar la destrucción
total». En concreto, «tanta incontinencia oratoria» se vende sin rémoras
«porque el mercado está listo para absorberla. ¿Nos hemos acostumbrado a
la fétida consistencia de los tejidos chinos y a su nauseabundo hedor
petroquímico, y por ello podemos acoger sin pestañear el perfil
formalmente mínimo de los discursos de aquella que fue, por siglos, la
más alta autoridad moral, aunque sus contenidos sean devastadores para
todos y mortificantes para la Iglesia de Cristo? ¿Podemos verdaderamente
eludir los significados de lo que se dice y no advertir el eco
ensordecedor de lo que no se dice?». Y aplicándole al pontífice las
palabras con que Umberto Eco describía a un exitoso conductor televisivo
de su país, explica que «este hombre debe su suceso al hecho de que en
cada acto y en cada palabra del personaje al que da vida ante las
cámaras, se transparenta una mediocridad absoluta unida a una
fascinación inmediata y espontánea, explicable por el hecho de que en él
no se advierte ninguna construcción escénica. Se vende por lo que es,
de manera que lo que es sea tal como para no poner en estado de
inferioridad a ningún espectador, ni siquiera al más desprevenido». El
diagnóstico no podía ser más claro: se trata, al fin, de los efectos
anestésicos causados por la torción democrática de los criterios.
Contraída la peste en la misma Iglesia, ésta está madura para aceptar en
el Solio incluso al enemigo.
Es muy de notar la premura con la que los apóstatas, sobre todo si
invisten altas dignidades, se entregan al cumplimiento de las profecías
más aciagas en sus mismas personas. Aquellos que, como Judas, encarnan
la figura del traidor que come a la misma Mesa que el Señor, sin
importarle un ardite que David ya lo hubiese desenmascarado con
anticipación de mil años. Esta fiebre endemoniada de cumplir la
fatalidad asignada y revestirse del oscuro brillo de las dramatis personae (acuciada por la incontrovertible orden del quod facis, fac cito) concurre
a una con el embotamiento general, que hace al pueblo solícito en
premiar a sus tiranos. Y los templos, como inmóviles testigos del
cambio, convertidos en cocheras o en locales bailables, entregan a ojos
vistas su balance. Que no resultará tanto como imprevisto o novedoso:
apenas rigurosamente actual.
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¿Qué debió ser antes este lavadero de autos? |