lunes, 2 de febrero de 2015

"EL ORDEN NATURAL" Carlos Alberto Sacheri-42-ORIGEN Y FUNCIÓN DE LA AUTORIDAD 43-LOS GRUPOS INTERMEDIOS 44-EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD




"EL ORDEN NATURAL"


Carlos Alberto Sacheri


"MUERTO POR DIOS Y POR LA PATRIA"

PARTES
42-ORIGEN Y FUNCIÓN DE LA AUTORIDAD
43-LOS GRUPOS INTERMEDIOS
44-EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
 42. ORIGEN Y FUNCIÓN DE LA AUTORIDAD
Una -vez considerado el concepto de bien común como el fin propio de la sociedad política, debemos examinar la noción de au­toridad, su origen y su función dentro del cuerpo social. Así como un error en la doctrina relativa al bien común entraña enormes con­ secuencias de índole política, así también una equivocada idea res­pecto de la autoridad política tendrá graves implicancias prácticas y dará pie a un sinnúmero de confusiones. La historia de las ideas ilustra abundantemente esta vinculación entre el error conceptual y sus consecuencias negativas en el plano de la praxis política.
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Concepto de autoridad
Etimológicamente, autoridad significa la persona que conduce a otras, o la capacidad de conducirlas hacia un fin determinado, así como el pastor (auctor, agens) conduce el rebaño hacia el prado.
Al enumerar los elementos que constituyen la sociedad política, se estableció que la autoridad asume la función de causa eficiente principal de las operaciones del cuerpo social, en orden al bien co­mún político. Esto implica que la autoridad debe coordinar y orde­nar las acciones de los individuos y grupos intermedios entre sí y con referencia al fin social que ha de procurarse.
No examinaremos aquí las posibles distinciones que pueden es­tablecerse entre las nociones de autoridad, poder y dominio, pues escapa a los límites del trabajo.
Necesidad de autoridad
El pensamiento marxista, coincidiendo con el liberalismo más crudo y con el anarquismo, sostiene la necesaria desaparición del Estado una vez alcanzado el “paraíso” comunista, reino de la liber­tad... Una vez más Rousseau y Marx se estrechan la mano.
Sin embargo, tales utopías contradicen la milenaria experiencia histórica de la humanidad, pues el progreso en el conocimiento del pasado histórico del hombre muestra en la forma más contundente que siempre que se comprueba la existencia de vida social, también se constata la existencia de la autoridad. Las modalidades del ejerci­cio concreto del poder social podrán haber variado sensiblemente a lo largo del tiempo y del espacio. Pero la existencia misma de al­guna forma de autoridad en el grupo social es incuestionable.
Ante tal situación, cabe preguntarse en qué radica la necesidad de una autoridad o, en otras palabras, cuál es la razón de ser de la autoridad política. Ya Aristóteles enunció el principio común, a sa­ber: que en toda realidad compleja, compuesta de partes, debe exis­tir un elemento capaz de asegurar la unidad y cohesión entre las mismas (Política, I, c.5).
La existencia de un principio de unidad del todo es verificable en todos los niveles del universo material, pero encuentra su apli­cación más profunda en el caso de los grupos humanos y, muy particularmente, en la sociedad política. En éstos, a diferencia de los organismos naturales, cada parte es en sí misma independien­te del todo, ya que cada ciudadano es un ser en .sí y por sí mismo, mientras que las partes de un organismo no tienen vida propia si se las separa del todo (todo substantivo). De ahí que las sociedades humanas constituyan un todo accidental o de orden, pues su unidad sólo se basa en él fin común al cual los miembros concurren; di­cha finalidad no es otra que el bien común.
Pero falta determinar cuál es la razón propia que hace a la auto­ridad un elemento esencial de la sociedad política. La misma radica en la distinción esencial que media entre el bien particular y el bien común (cf. cap. “El bien común” ). Tratándose de una diferencia específica, los requerimientos propios del bien común no pueden verse satisfechos por el mero juego de las acciones individuales que se ordenan de suyo a la satisfacción de las necesidades individuales de cada miembro. Cada ciudadano es capaz, en condiciones nor­males, de subvenir a las exigencias de su conservación, de su traba­jo, de la constitución: de su hogar, etc. Pero resulta manifiesto que no todo ciudadano o padre de familia puede desempeñarse eficaz­mente como senador o ministro de finanzas. Tales funciones requie­ren un conocimiento pormenorizado de las exigencias concretas del bien común nacional, y una rectitud moral mayor, cuanto los intere­ses en juego son más importantes.
De ahí se sigue la necesidad que toda sociedad política tiene de asignar a una persona o grupo de personas el ejercicio del poder público. Es la naturaleza propia del bien común la que impone como obligación absoluta la existencia de una autoridad social capaz de asumirlo como tarea propia. En otras palabras, la razón de ser del poder político no es otra que la eficaz procuración del bien común de la sociedad política.
¿Dios es la fuente de la autoridad?
A la luz de lo expresado puede responderse a esta pregunta cru­cial. Numerosos textos bíblicos ilustran la dependencia de todo po­der humano con respecto a Dios: “Todo poder viene de Dios” (S. Pablo) resume bien la doctrina cristiana del poder político. ¿Cómo ha de entenderse tal afirmación?
La respuesta es simple. Indudablemente, Dios es el autor del orden natural en virtud del cual todo ser humano tiende a la convi­vencia social como un medio necesario para su perfección. Por otra parte, acabamos de ver que cuanto más compleja es una sociedad, tanta mayor necesidad tiene de contar con una autoridad que asuma la gestión eficaz del bien común. En consecuencia, Dios ha dispuesto de tal suerte las cosas que la autoridad forma parte esencial de su plan providencial y, en tal medida, ha de afirmarse que Dios es el origen de toda autoridad humana.
Otra cosa diferente es el determinar cuál ha de ser el modo más adecuado para la designación de los hombres que han de ejercer la autoridad social. Al respecto las doctrinas difieren sensiblemente entre los autores de relieve (Suárez, Bellarmino, etc.). La doctrina más segura es la que afirma que si bien Dios es el origen de toda autoridad, deja librado a los miembros de cada sociedad el modo de designar a las personas concretas que habrán de desempeñar las distintas magistraturas del Estado.
Función esencia!
En su carácter de procurador del bien común temporal, el Esta­do ha de crear las condiciones exteriores que hagan posible a cada ciudadano el participar de los bienes humanos esenciales (verdad, virtud, orden, seguridad, paz, etc.): “Que toda la actividad política y económica del Estado esté ordenada a la realización permanente del bien común, es decir, del conjunto de condiciones exteriores necesarias a los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades, en los planos religioso, intelectual, moral y material” (Pío XII, Men­ saje del 5-1-42).
En tal sentido no basta limitar la actividad estatal a “la protección de los derechos personales fundamentales y en facilitar el cumpli­miento de los deberes correspondientes” (Clément, Schwalm, Antoine y oíros). Ello se logra, sin duda, mediante las siguientes funcio­nes básicas: 1) enunciar y precisar los derechos por medio de la actividad legislativa; 2) asegurar el ejercicio del derecho protegien­do a todos los sectores; 3) resolverlos conflictos de derechos, me­diante una adecuada administración de justicia.
Tal función no agota el papel de la autoridad política, pues su misión esencial es la de crear y conservar un ordén público justo de convivencia humana. El poder estatal tiene como esfera propia, específica de acción, lo público, lo común, es decir, las acciones de los individuos en la medida en que implican relación con la sociedad en su conjunto y no en cuanto suponen meras relaciones privadas.
La expresión de dicho orden público de convivencia es la ley humana o positiva, por medio de la cual se debe determinar concre­tamente el alcance de los principios universales del orden natural, que es su fundamento y razón de ser. La finalidad del orden jurídico es el fin mismo del ser humano, realizado en y por el bien común, que es su bien más excelente (divinius). Así puede comprenderse que la ley es un instrumento esencial del progreso moral de la ciuda­danía, pues al respetar las exigencias de leyes justas, cada miembro del cuerpo social se ajusta a los requerimientos del bien común tem­poral, alcanzando el pleno desarrollo de todas sus cualidades per­sonales.

43. LOS GRUPOS INTERMEDIOS
Una visión panorámica de las sociedades políticas contemporá­neas evidencia la enorme complejidad de las relaciones sociales que se dan en cada una de ellas. Característica de la vida moderna, tal complejidad de vínculos sociales concretos -en todas las áreas y todos los niveles del cuerpo social- suele recibir los más diversos calificativos. Algunos afirman que el incremento de tales vínculos constituye un factor negativo, alienante o masificador, pues desinte­gra al hombre y lo asfixia en una red de “presiones” varias. Otros, en cambio, creen ver en dicho fenómeno un signo positivo para el indi­viduo, puesto que le permite disponer de bienes y servicios, tanto materiales como espirituales, que antes eran inalcanzables para muchos.
Por otra parte, las recientes formulaciones de la teoría política replantean el tema de los grupos y sociedades intermedias a través de las cuales se crean y canalizan los vínculos sociales antes mencio­ nados. De ahí la necesidad de clarificar el concepto de “grupos inter­ medios” , determinar su naturaleza y sus funciones propias dentro de la sociedad.
En la vida social
La vida humana se desarrolla en el marco de la sociedad política, como medio necesario en el cual los hombres se perfeccionan. Pero su incorporación a la sociedad política propiamente dicha no se produce de golpe; por el contrario, el individuo se va insertando desde su nacimiento en un plexo de grupos humanos de variada índole y funciones para, a través de ellos, acceder a la vida política del Estado.
De este modo comprobamos que la vida humana parte del seno mismo de una primera institución, la familia, y no de una individua­lidad abstracta como afirmaban los liberales. Pero entre la familia y el Estado se dan diferentes niveles y grados de sociabilidad. A es­ tos grupos o asociaciones intermedias entre la familia y la sociedad política, los denominamos grupos intermedios.
La importancia de esté concepto es capital para una recta com­prensión del orden social natural. Tanto el liberalismo rousseauniano como el marxismo y el socialismo han coincidido en negar la reali­dad misma de estas sociedades intermedias; los liberales, por cuan­to veían en toda asociación una limitación efectiva de la libertad individual absoluta; los socialistas, reaccionando contra los efectos del individualismo, remitían al Estado todas las funciones sociales, y creían ver en estos grupos intermedios otros tantos obstáculos al control estatal sobre las acciones del individuo.
No obstante los desvarios de las ideologías mencionadas, la rea­lidad y vitalidad propia de tales grupos resulta incuestionable a la luz de la experiencia cotidiana. Del mismo modo que el ser humano no es una mera aglomeración de átomos o moléculas independien­tes, sino que éstas existen agrupadas en tejidos, órganos y aparatos o sistemas biológicos, así también el cuerpo social no consiste en la mera adición de individuos, sino que éstos existen incorporados a distintas sociedades parciales, con fines y medios propios. Estas agrupaciones se articulan entre sí en razón de los fines que persiguen, los recursos humanos y materiales con que cuentan, etc., configurando así una trama o plexo social en permanente actividad y en permanente adaptación a las cambiantes condiciones del cuerpo social en su conjunto.
Diversidad de grupos
Las comunidades humanas se articulan en una gradación espon­tánea según su afinidad, complementariedad, etc. El individuo se va incorporando -a medida que evoluciona hacia su madurez a diversos medios sociales. En primer lugar, la vida familiar transcurre en una aldea, pueblo o barrio urbano. Los niños asisten a institucio­nes escolares y de recreación, mientras los adultos trabajan en em­presas o comercios y se vinculan a una serie de actividades e ins­tituciones de todo tipo.
Los grupos intermedios son de diferente naturaleza, según la función social que están llamados a desempeñar. Las distintas uni­dades geográficas en las cuales se asientan y desarrollan las aldeas, pueblos y ciudades, se insertan a su vez en unidades más vastas denominadas municipios y departamentos. Éstos, a su vez, se incor­poran a las provincias y regiones, el conjunto de las cuales configura la sociedad política nacional. Vemos así que las sociedades van cons­tituyendo espontáneamente un orden jerárquico que va de las más simples y limitadas a las más complejas y amplias.
En el orden socio-económico, comprobamos la existencia de una articulación semejante. Los individuos desempeñan diversos oficios en el seno de las empresas. A su vez las empresas se vinculan entre sí por afinidad de tareas conformando las profesiones o ramas de producción. Por su parte, también se organizan asociaciones parale­ las para la defensa de los intereses sectoriales, como ser los sindica­tos obreros, las uniones patronales, las mutuales, cooperativas, etc. También aquí constatamos el ordenamiento de los grupos más pe­queños y limitados a los más poderosos y perfectos. Por último, al­gunos países cuentan con asociaciones interprofesionales, que se dan en los niveles local, regional y nacional.
También en lo que respecta a las actividades educativas y cultu­rales, recreativas, etc., observamos una gradación entre las institu­ciones o centros más pequeños hasta las universidades, ateneos, grandes clubes deportivos.
Hemos esbozado apenas la enorme diversidad de agrupaciones de toda índole que existen en las sociedades modernas. La trama o tejido constituido por las mismas reviste una enorme importancia para el buen funcionamiento del cuerpo social. De ahí la necesidad imperiosa de proteger y favorecer su existencia, multiplicación y vitalidad.
Fuimción
Resulta fácil descubrir en cada caso particular cuál es la función que cada uno de los grupos asume dentro del conjunto. Lo que no suele considerarse, en cambio, es el carácter “educativo” que revis­ten, carácter que traduce la importancia de su papel.
En efecto, el ser humano desarrolla su capacidad de iniciativa y su sentido de responsabilidad a través de los distintos cargos a que tiene acceso en cada grupo. Los diversos medios sociales desarrollan hábitos mentales y morales, tradiciones, usos, etc., que completan la personalidad de cada miembro. La gradación y variedad de los grupos permite a todos los ciudadanos el aprendizaje de sus capaci­dades y vocación propias, así como el ir adquiriendo diversas com­petencias. Su capacitación habrá de ser la mejor medida de su buen desempeño en responsabilidades sociales más importantes. Por úl­timo, la existencia de los cuerpos intermedios constituye un eficaz medio de protección de los intereses de sus miembros frente a los posibles abusos de sociedades más poderosas o del mismo Estado nacional, riesgo muy frecuente hoy.
Autonomía
El arraigo social que tales agrupamientos humanos brindan re­quiere ser protegido de todo abuso de los entes poderosos, para no comprometer su funcionamiento normal.
Por eso resulta importantísimo reconocerles una autonomía real especialmente frente al poder público, en defensa de sus intereses legítimos. Para ello es necesario que las sociedades más fuertes dejen a los grupos más reducidos un amplio margen de iniciativa y de acción. Tal es la condición fundamental para que una sociedad polí­tica evolucione vigorosamente en la realización cotidiana del bien común nacional (cf. cap. “El principio de subsidiaridad” ).
La contribución de los grupos intermedios al bien común es ines­timable, pues es a través de ellos que se canalizan las grandes deci­siones políticas de un país. Al mismo tiempo, los responsables so­ciales de los diferentes grupos brindan a la nación las élites dirigentes que, con competencia y una experiencia decantada, aseguran su destino.

44. EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
El tema de los “grupos intermedios” requiere, como comple­mento, un análisis de las relaciones entre sí y, en particular, sus re­laciones con el Estado o autoridad política.
Tal es, en efecto, uno de los problemas más candentes en la ac­tualidad, en razón de la incesante extensión de las funciones del Estado moderno. Resulta imprescindible, en consecuencia, deter­minar cuál ha de ser el principio rector en materia tan delicada para el establecimiento de un sano orden social. Dicho principio no es otro que el denominado principio de subsidiaridad en la doctrina social cristiana.
Enunciado
La palabra subsidiaridad proviene del latín subsidium que sig­nifica “ayuda, apoyo, suplencia” . Derivadas del mismo son las ex­presiones actuales de subsidio, suplente, acción supletoria, acción subsidiaria, mediante las cuales se significa la acción que realiza al­ guien en ayuda, auxilio, de otro, para suplir o completar aquello que éste no puede hacer por sí solo.
Así decimos que la escuela “suple” la función educativa de los padres en la familia, pues completa y perfecciona la misma en aque­llo que los padres, por lo general, no pueden brindar a sus hijos en materia de instrucción. Del mismo modo hablamos de la acción supletoria que una provincia ejerce en apoyo a ciertas iniciativas de orden municipal, cuando la comuna no puede asumirlas plena­mente con sus solos recursos. También hablamos de una pequeña empresa que es “subsidiaria” de otra mayor, pues esta última utiliza la contribución de la primera para la elaboración de un artículo complejo, que escapa a las posibilidades de aquélla. Por último, sue­ le hablarse de que el Estado subsidia tal o cual actividad, otorgando fondos especiales para la ejecución de determinadas tareas (asistenciales, etc.) o para complementar la rentabilidad de ciertos bienes (por ej. los “precios-de sostén” para productos agrícolas).
El principio de subsidiaridad implica los ejemplos mencionados y muchos otros más, sintetizándolos en una fórmula de alcance uni­versal, como podría ser la siguiente: toda actividad sociales, por esencia, subsidiaria, debiendo servir de apoyo a los miembros de la sociedad, sin jamás absorberlos ni destruirlos. Este principio es aplicable a todas las actividades o funciones, desde las más mate­riales hasta las más espirituales.
En tal sentido encontramos una formulación más completa en dos documentos recientes: “Es verdad y lo prueba la historia palma­riamente, que la mudanza de las condiciones sociales hace que mu­ chas cosas que antes hacían aun las asociaciones pequeñas, hoy no las puedan ejercer las grandes colectividades. Y sin embargo, queda en la filosofía social, fijo y permanente, aquel principió que no puede ser suprimido ni alterado: así como es ilícito quitar a los particulares lo que con su propiar iniciativa y propia industria pueden realizar, para encomendarlo a una comunidad, así también es injusto y, al mismo tiempo, de grave perjuicio y perturbación del recto orden social, abocar a una sobiedad mayor y más elevada lo que pueden hacer y procurar asociáciones menores e inferiores. Toda interven­ción social debe, en consecuencia, prestar auxilio a los miembros del cuerpo social, nunca absorberlos ni destruirlos” (Quadragesimo Anno; id. Mater et Magistra).
Tres ideas
Tal como ha sido formulado el principio de subsidiaridad, pode­mos discernir tres ideas básicas que se complementan mutuamente y se equilibran:
1) Debe acordarse a los. individuos y a los grupos más reducidos todas las funciones y atribuciones que puedan ejercer por su propia iniciativa y competencia.
2) Los grupos de orden superior tienen por razón de ser y como única finalidad la de ayudar a los individuos y grupos inferiores su­pliéndolos en aquello que no puedan realizar por sí mismos. No deben reemplazarlos, ni absorberlos, ni destruirlos.
3) Un grupo de orden superior puede, y aun debe, reemplazar a uno inferior cuando manifiestamente este último no esté en condi­ciones de cumplir con su función específica. Dicha intervención de­berá al mismo tiempo crear las condiciones que permitan al grupo inferior asumir sus funciones propias.
Las dos primeras ideas mantienen la verdad parcial de la doctri­na liberal, en cuanto asegura a todo miembro del cuerpo social el debido margen de iniciativa y libertad. Pero asimismo, respeta una sana intervención del Estado o de los organismos más poderosos en la medida en que el bien de la sociedad así lo exija. Quedan, pues, salvados los aspectos a los cuales son particularmente sensi­bles el liberalismo y el socialismo respectivamente, pero armonizados en una síntesis superior que permite evitar los graves errores que vician a ambas doclrinas.
Fundamento
Podrá preguntarse: ¿por qué considerar al principio de subsidiaridad como un principio esencial de todo recto ordenamiento social? ¿Es acaso tan importante?
Para hallar la respuesta adecuada debemos reflexionar sobre el fundamento de este principio, que no es otro que la misma natu­raleza del hombre. De ahí su carácter esencial. En efecto, se ha di­cho anteriormente que la persona humana es un ser racional, libre y responsable (cf. cap. “La persona humana”). En la idea de subsídiaridad quedan directamente implicados los dos últimos carac­teres: libertad y responsabilidad.
Cuando una sociedad niega en los hechos la vigencia de este principio, dando pie a un intervencionismo abusivo por parte del propio Estado y/o de los sectores más poderosos, los grupos más pequeños y las personas que lo constituyen se ven menoscabados en su capacidad de iniciativa, en su competencia y en su responsabilidad personal. La negáción de la subsidiaridad anula prácticamen­te la condición de ser responsable que posee todo hombre, por cuanto al cercenar su iniciativa, su inventiva, etc., lo trata como si fuera un elemento pasivo que no tiene otra capacidad que la de recibir órdenes o las dádivas (y no derechos) que el grupo superior le otorgue.
En síntesis, la violación del principio de subsidiaridad acarrea inevitablemente la negación de la persona, pues al no reconocérsele el adecuado margen de iniciativa y competencia propias, se la con­vierte en un ser irresponsable, coartado en su libertad. Es, por lo tanto, la esencia misma del ser humano la que está directamente enjuego a través del concepto de subsidiaridad. De ahí la insistente recomendación pontificia de consolidar los grupos intermedios den­tro del cuerpo social: “[es necesaria] una reestructuración de la con­ vivencia social mediante la reconstrucción de grupos intermedios autónomos, de finalidad económica y profesional, no impuestos por el Estado sino creados espontáneamente por sus miembros” {Mater et Magistra). El mismo criterio rige para todos los órdenes de la vida social.
Grupos intermedios y Estado
La idea de acción subsidiaria rige no sólo para el Estado sino para todos los grupos intermedios más poderosos, en sus relacio­nes con los sectores inferiores. Pero, evidentemente, es el Estado quien debe velar específicamente para que la subsidiaridad tenga vigencia en todos los niveles, en su carácter de procurador del bien común nacional.
Para ello es menester que el orden jurídico público acuerde a los grupos sociales (municipios, empresas, etc.) una real autonomía y poder de decisión en los asuntos que les competen. Esto resulta muy urgente, dada la tendencia centralizadora de muchos Estados “democráticos” . Se impone una efectiva descentralización de funciones y poderes en beneficio del municipio, la provincia y la región. Lo cual supone una reforma del Estado y sus estructuras.