El
pretexto de la "conciencia tributaria".
La hipocresía es moneda
corriente y eso ya no es primicia. Esta inadecuada postura
cívica aparece, también, en el terreno de la tan
mentada "conciencia tributaria". Algunos han tenido hasta
el atrevimiento de definirla con cierto sesgo académico,
diciendo que es la "interiorización en los individuos
de los deberes tributarios fijados por las leyes, para cumplirlos
de una manera voluntaria, conociendo que su cumplimiento
acarreará un beneficio común para la sociedad
en la cual ellos están insertados".
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Es
un verdadero disparate igualar dos términos que claramente
se contradicen. Abonar impuestos no es un acto voluntario,
porque la palabra impuesto se refiere a lo forzado, a lo
obligado. Si fuera un gesto auténtico, espontaneo,
vinculado al deseo genuino, en todo caso, sería una
donación.
Como suele pasar en diferentes
órdenes de la vida cotidiana, este tipo de justificación
retorcida no deja de ser un mero ardid, casi un consuelo,
que intenta convertir en aceptable algo que es intrínsecamente
malo. Existen, al menos, cuatro grupos bien definidos que
utilizan este recurso argumental y pretenden transformarlo
en un axioma indiscutible, en un mandato bíblico.
Por un lado están, los recaudadores, los que
trabajando de esto preservan la gestión de los organismos
de recolección compulsiva de gravámenes. La medida
de su eficiencia está directamente relacionada con
el monto percibido. Por eso, en las campañas de difusión
masiva apelan a esta consigna por ser la menos antipática.
"La gente debe pagar sus impuestos porque es el único
modo de que el Estado funcione y cuantas más personas
lo hagan mucho mejor será para la sociedad", sostienen.
A veces inclusive recurren al ruin artilugio del "sorteo"
como dispositivo para que unos ciudadanos sean delatores
del resto, denunciando así a los que no cumplen.
Otro sector que opera en idéntica dirección
es el de la parasitaria estructura estatal. Todos los que
viven del Estado, saben que la sangre que fluye por esas
venas se nutre de impuestos, emisión monetaria y endeudamiento.
En tiempos en el que los dos últimos no son una posibilidad
relevante, los impuestos, es decir el dinero detraído
de la sociedad en forma coercitiva, posibilita la existencia
del empleo estatal y de su cuantía depende, en buena
medida, que sus remuneraciones puedan ser mejoradas.
Un tercer espacio lo ocupan los que no pagan casi
ningún impuesto o, al menos, no perciben hacerlo. Son
trabajadores, subsidiados o desocupados. Sus ingresos son
bajos y no son alcanzados por algunos de los voraces impuestos
diseñados especialmente para escarmentar a los segmentos
más elevados. Ellos reclaman conciencia tributaria
como fórmula para aliviar su rencor contra los que
más producen. Pretenden igualdad y creen que un sistema
tributario que les quita demasiado a los que más disponen,
los nivela rápidamente. No saben como aumentar sus
propios ingresos y se creen víctimas de este mundo
cruel. Este perverso esquema es positivo porque les quita
a los demás, a quienes culpan por tener más que
ellos.
El último grupo está compuesto
por los que pagan MUCHO en impuestos. No contribuyen por
convicción, sino porque su actividad no les permite
escapatoria. La administración ya ha encontrado el
modo eficiente de tenerlos de rehenes. Como no pueden evadir,
no admiten ser los únicos tontos y quieren compañía
ante semejante abuso. Rendidos frente a la impotencia de
estar atrapados por el régimen, apelan desesperadamente
a este recurso dialéctico tan pobre como inmoral. En
esto, se parecen al grupo anterior. Sus motivaciones surgen
del resentimiento y eso no habla bien de ellos. Las garras
del sistema los han cooptado y no desean sentirse tan estúpidos,
por eso acusan al resto, para que reciban el mismo castigo.
Pagar impuestos no es un acto voluntario. El impuesto
implica que el Estado detrae, por la fuerza, una parte demasiado
relevante del esfuerzo personal. Nadie paga con satisfacción
y alegría. En todo caso lo hace porque no puede evitarlo,
porque el esquema se ha diseñado para que no se lleve
el producto deseado sin ese "peaje" o bien porque no pagarlo
implica un riesgo legal trascendente que se traduce en multas
costosas o inclusive prisión.
Esta afirmación
general puede verificarse empíricamente a diario. Quien
intente refutarla puede dar testimonio personal de ello
y hacer hoy mismo el ejercicio pidiendo que le aumenten
el precio de un bien y le carguen impuestos no cobrados
o hasta dejando un extra, ya no como propina para el individuo
que le facilita el producto, sino directamente para el Estado.
Es más, si un individuo cree tan férreamente
en la bondad de los impuestos podría pedir a los gobiernos,
en cualquiera de sus jurisdicciones, que le facilite un
número de cuenta bancaria para depositar allí
dinero propio como donación para los "loables" fines
para los cuales el Estado destina el dinero.
Después
de todo este individuo que defiende la idea de "conciencia
tributaria" cree que lo recaudado como tributo no termina
en manos del aparato político, la corrupción o
el despilfarro tradicional. El recita, a viva voz, que todo
eso es para la salud, la educación y la seguridad.
Pues bueno, que deposite masivamente sus recursos propios
allí, en vez de utilizarlo para su entretenimiento
o el consumo suntuario de innecesarios bienes. La inconsistencia
ideológica es tan evidente que no admite casi ningún
argumento serio que pueda ser tenido en cuenta con cierta
sensatez.
Si finalmente se opta por pagar impuestos,
asumiéndolo como el "mal menor", si se lo hace porque
no se ha encontrado un mejor modo de financiar las "supuestas"
necesidades que permiten vivir en comunidad, al menos sería
saludable evitarse los retorcidos planteos intelectuales
que pretenden justificarlo. No es razonable intentar convertir
lo malvado en bondadoso. En todo caso, un poco de resignación
ciudadana, puede servir como transición, pero solo
para intentar ser más creativos y seguir buscando mecanismos
que permitan sustituir este atropello cotidiano por algo
superador. Mientras tanto, sería muy conveniente asumir
que cuando se habla de impuestos no se dispone de buenas
razones que lo respalden. El desafío es pensar como
se abandona el pretexto de la conciencia tributaria.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com