viernes, 1 de mayo de 2015

Homenaje a nuestra Madre Patria, a santa Isabel de Castilla y al Gran Almirante


Homenaje a nuestra Madre Patria, a santa Isabel de Castilla
y al Gran Almirante
“EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA ANTE LA CONCIENCIA CATÓLICA”
 Vicente D. Sierra
Discurso leído por su autor en el acto celebrado por el Colegio del Salvador, la Asociación de Exalumnos y la Academia Literaria del Plata, el 29 de octubre pasado [1942]; para conmemorar el 450 aniversario del descubrimiento de América.

Palabras preliminares por el P. Guillermo Furlong S.J.

Error peligroso es, señoras y señores, el creer que se sirve a la Patria calumniando a los que la fundaron, y error no menos peligroso es el creer que quienes fundaron la Patria fueron tan sólo aquellos hombres de 1810 que le dieron forma definitiva, y no los de 1580 y los de 1650, los de 1730 y los de 1790 que lenta, pero vigorosamente, fueron plasmando el alma nacional.
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No desde 1810, sino desde los primeros decenios de la segunda mitad de la pasada centuria, extendiose, por obra de espíritus aberrados, el innoble manto de la calumnia sobre el pasado colonial argentino. Se abominó de los siglos de oscurantismo durante los cuales los hijos de estas regiones yacían en la postración más ignominiosa. La ignorancia y la barbarie dominaban doquier. Los Reyes Católicos impedían celosamente todo desarrollo cultural; los Obispos, católicos, claro está, apagaban todo conato de superación intelectual; la Inquisición, católica y hasta clerical, cuidadosamente impedía la introducción de todo libro científico, permitiendo que  tan sólo  ingresaran novenas y trisagios. No había Consejo alguno de Educación y por ende  no había instrucción alguna primera; no había Ministerio de Instrucción Pública y esta  deficiencia imperdonable  explica sobradamente la ninguna o escasísima  instrucción que, aun entre  los pertenecientes a las llamadas familiar nobles o acomodadas, existió durante aquellos largos siglos de ignorancia  colectiva. Había una Universidad, es cierto, pero era teológica…

Todavía, señoras y señores, hay publicistas rezagados, hay escritores adocenados que se hacen eco  de asertos no sólo desprovistos de toda verdad, pero diametralmente opuesto a toda la  verdad, ya que el florecimientos cultural argentino después de 1810 no sólo no ha superado pero, a nuestro entender, no ha llegado a equipararse en belleza y originalidad, en universalidad y en entusiasmo, a la que existió con anterioridad a aquella  fecha. En 1642 no había más analfabetos que en 1942. Apena el saber que hoy, son 47.559 los niños que en los 10 territorios nacionales jamás han pisado una escuela. No saben leer ni escribir, no obstante llegar a 20.252 los que viven dentro  del radio de las escuelas existentes en aquellas zonas del país, y es algo mayor la distancia entre San Julián y Madrid que entre San Julián y Buenos Aires.

Desde 1910 hasta la fecha no ha sido poco, señoras y señores, lo que afanosa y empeñosamente hemos realizado para esclarecer  los hechos relacionados con la cultura colonial argentina, ya acumulando  hechos concretos y precisos, ya aportando pruebas documentales, ya rectificando errores inveterados,  ya finalmente disipando prejuicios  de profundo arraigo , y hemos de reconocer, y reconocemos complacidos y hasta halagados, que nuestra labor no ha sido inútil. Aún los autores de los libros  de textos generalmente sostenedores , los más reacio, de las leyendas rutinarias y de los viejos errores han dado cabida en sus textos  a algunas,  ya que no ha todas nuestras conclusiones históricas referentes a la cultura colonial.

Pero nos cabe una satisfacción mayor, ya que no ha sido, señoras y señores, un libro de texto, ni un folleto trivial, ni una lucubración de escasa envergadura, sino que ha sido un volumen macizo y robusto, lleno de ciencia histórica y de pensar profundo, rebosante de verdad y de luz; ha sido una obra trabajada en la canteras documentales y en el laboratorio del pensar genuino, el que con gesto mágico ha desplegado en forma sorprendente toda la homérica grandeza de la conquista de América y toda la sublime realización  de los ideales cristianos en los tiempos subsiguientes, con toda su maravillosa efloración de santos y con toda su exhuberante y exultante efloración de sabios.

El “Sentido Misional de la Conquista de América” es el título, título acertado y preciso, del ingente volumen aparecido hace apenas tres meses y que se nos antoja, su autor  disculpará  nuestra presunción, se nos antoja ser el árbol  espléndido y frondoso lleno de verdor y colmado de frutos que en forma prodigiosa , ha salido de los surcos donde otrora derramáramos abundante simiente.



Su autor es hoy  de los nuestros, aunque ayer no más, no era de los nuestros. Después de vivir profundas inquietudes espirituales determinadas por  un jugar vertiginoso de hechos trascendentales,  entre ellos dos guerras que sobrepasan toda ponderación, llegó a la conclusión de que , son palabras suyas, “nuestra generación no es ignorante, ¡Cómo lo va a ser viviendo en medio de enormes rotativos! Pero nuestra generación es estúpida, y lo es, no por pensar ni por no sentir, sino por pensar y sentir sobre bases falsas y engañosas”.

Educado en nuestras escuelas sin alma aprendió cosas, y nada más que cosas. Llegado a la juventud, en un período de auge racionalista, siente el vértigo de las fórmulas mágicas, tan deslumbrantes hasta el día de ayer, pero ellas felizmente no llegaron a aplastar la educación moral, que recibiera en sus primeros años, en un hogar que, a pesar de toda la disolución moral, conservaba todavía, si bien bajo el rescoldo, la vieja piedad propia de la estirpe hispana.

Una fuerza poderosa le impulsó a un autodidactismo terrible; de cuyas consecuencias se salvó su desinterés intelectual y su   ideal de sinceridad para consigo  y para con sus semejantes.

La evolución, señoras y señores, del señor Vicente D. Sierra, desde el positivismo racionalista hasta la verdad única y total, la de la Iglesia, no ha sido sino por las vías de lo racional. Lee ávidamente durante años, lee de todo , lee sin discriminación, sin depurar, y es en el mar de sus lecturas locas, harto amargas para la inteligencia y harto frías para el corazón, que halla la corriente de la verdad. Lo que se escribe contra la Iglesia es lo que le atrae a la Iglesia y lo que se escribe contra la España es lo que le echa en brazos de la hispanidad.

Y su pluma, pregonera valiente y elocuente de sus ideas y  de sus sentimientos, la ha puesto el señor Sierra al servicio de la Iglesia y al servicio de la hispanidad, y lo ha hecho, señores, en un libro tan voluminosos como conceptuoso y tan conceptuoso como novedoso.

No voy a estudiar “El Sentido Misional de la Conquista de América” pero estimo que América no podía brindar a España, al ocurrir el 450 aniversario del descubrimiento, un obsequio más adecuado que este libro en el que América descubre a España.

Claro está que en el libro del señor Sierra el descubrimiento físico del Nuevo Mundo pasa a un segundo plano y su autor nos enfrenta con el descubrimiento espiritual y moral  del continente Americano.  No pocos, antes que él, habían intuido, más que conocido el sentido de la conquista, pero le cabe al señor Sierra exponer en toda su amplitud y comprobar en forma irrefutable el sentido hondamente misionero de la conquista, justificando así aquellas palabras de Ramiro de Maeztu, “toda España es misionera en el siglo XVI”.

No voy, señoras y señores, a desflorar el tema, que a petición del Colegio del Salvador, de la Asociación de ex-alumnos y de la Academia Literaria del Plata ha escogido el señor  Vicente D. Sierra para conmemorar el 450 aniversario del descubrimiento de América, pero permitidme que termine estas frases de presentación con este aserto: el sentido misional de la conquista de América, puesto al descubierto por Vicente D. Sierra constituye un aporte esencial a la fortificación de lo auténticamente americano que por serlo será auténticamente español y por ser español será fundamentalmente católico.

Eso será lo que pondrá en evidencia el Sr. Vicente D. Sierra a quien tengo el placer de ceder esta tribuna.


1.- CATOLICISMO E HISTORIA.

Los hechos históricos, y sólo lo son aquellos que tienen finalidad histórica, o sea, aquellos  que contribuyen a acentuar los rasgos propios de toda tradición –porque sin tradición no hay historia- tienen, para la conciencia católica, una claridad particular.

Surge ella de ver la historia desde dentro y no desde el exterior. No queremos decir que el católico comprenda siempre los hechos.  Aquejan al hombre limitaciones substanciales para comprenderlo todo, pero la conciencia católica se mueve con particular comodidad dentro de la historia, porque no es un extraño en ella.

Si sólo primara el Destino de Dios no se comprendería la posibilidad de la historia, como tampoco si sólo primara  la libertad del hombre sin ninguna finalidad sobrenatural, porque la vida carecería de sentido al carecer de semejante objetivo. No existe una sola concepción de la historia, por racionalista que sea, que no trate de explicar los hechos representativos de la vida de los hombres condicionándolos a alguna finalidad. Yerran en cuanto procuran finalidades razonables, puramente humanas, y por consiguiente, limitadas, que importan una ruptura con todo sentido de lo sagrado de la historia, por lo mismo que vuelven el hombre a la pura naturaleza, renunciando  a su liberación, y por ello,  a lo histórico. Por eso, toda auténtica filosofía de la historia  sigue el camino de Hegel, o sea de liberar el pensamiento de toda particularidad humana, aun corriendo el riesgo, que no supo evitar este pensador, de evaporar abstractivamente la existencia, reduciendo el individuo a la nada. Esa anulación de la persona humana llega a ser en Marx –un neo hegeliano- de carácter absorbente. El hombre, para él, pasa a la categoría de un simple instrumento sometido al proceso dialéctico de un desarrollo groseramente materialista del mundo, aherrojado a una finalidad de puros fundamentos humanos, de forma tal, que, el individuo desaparece supeditado a la colectividad, y ésta, a su vez, se sacrifica a un proceso que, -destruido  por una mayor justicia distributiva el nervio motriz de la historia, que sería   la lucha de clases- conduce la existencia a un vivir sin historia, a un nirvana de incomprensible estabilidad antihistórica.

Si tratamos de desentrañar  las consecuencias de estos conceptos advertimos que siempre que el hombre escapa a lo sagrado, que cuando no acepta por lo menos la posición de Kierkegaard, cuando dice que el hombre vive en la temporalidad, pero tiene una disposición para lo eterno, porque es el más entrañado fundamento de su ser, él se relaciona con lo eterno y lo divino, nos encontramos en plena rebeldía contra lo histórico, porque nos encontramos,  además de en rebeldía contra las finalidades irracionales de la vida, en rebeldía contra la libertad del hombre. Porque la historia no es otra cosa que la lucha  del hombre entre la naturaleza y la divinidad; lucha en la cual, la libertad de la persona humana es instrumento para librarla de las fuerzas ciegas de la primera, y ganarle, por su fe y su voluntad, la salvación o la perdición respecto a la segunda.

El objetivo fundamental de la existencia, ha dicho Kierkegaard, es trascender el vivir propiamente dicho para adquirir, en un instante de alta tensión ética, la vivencia de la trascendente realidad de la religión.

Hay una voluntad de Dios que rige el mundo, pero la Redención, que salvó al hombre del pecado, lo liberó para que pudiera servir a esa voluntad con plena conciencia, y para que, alcanzado ese grande y decisivo momento, reencontrara el paraíso perdido. Comprendiendo bien esta posición del hombre  en el cosmos es como se advierte que la aparición de Cristo, gracias al misterio de la Redención, es lo que eleva al hombre a la categoría de ser espiritual independiente. Visto este hecho  desde el exterior, aparece claro que su consecuencia esencial fue la liberación del hombre en la resolución libre del destino humano. Deja, entonces, de ser un ciego sometido al Destino; deja de pesar sobre el hombre una predestinación irreparable. “Recobra nuevamente –dice Berdiaeff-  el sello de su alto origen divino y desaparece la marca de la esclavitud, la marca bestial de su procedencia animal”.  Esta liberación coloca al ser humano en el centro mismo de la creación, separandolo de todo sentido inmanente de la vida y, al establecer su esencia en el libre albedrío, hace que pueda romper las cadenas de su destino que lo ataba a una naturaleza harto rígida. “Así el Cristianismo –dice Eucken- ha llegado a ser la fuerza impulsora de la historia universal, la patria espiritual de la humanidad y sigue siéndolo aún allí en donde los hombres están poseídos de la oposición contra la Iglesia”.

Lo que diferencia a un racionalista de un católico es que el primero comprende muchas cosas que no entiende, y el segundo entiende muchas cosas que no comprende. El primero vive en un mundo que comprende, porque lo analiza, pero el que no entiende porque lo mira, con su razón, desde afuera. El segundo vive en un mundo que no comprende, pero al que entiende perfectamente, porque lo mira desde adentro y a través de su Creador; y en esa tarea, ha aprendido una cosa fundamental que no cabe en los esquemas gnoseológicos de la pura razón, y es que no existe oposición entre lo  infinito y lo finito, lo temporal y lo eterno, en virtud de los cual hace, como dice el filósofo danés antes citado, lo histórico, eterno, y lo eterno, histórico. Por eso es el cristianismo la fuerza impulsora de la historia; porque si ella no habría ni siquiera historia.

II.- LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON LA HISTORIA.

Nos ayudan estos conceptos a  penetrar con seguridad en la posición en la que vamos a considerar el descubrimiento  y conquista de América, hecho que tiene, para la conciencia católica, un contenido propio que escapa a los historicistas, como diría Belloc, del “punto de vista”. Dice el gran escritor inglés: “Hay un punto de vista protestante, uno judío, otro mahometano, o japonés;  porque todos ellos consideran a Europa desde el exterior. Más el católico contempla a Europa desde dentro, y no puede haber un punto de vista católico de la historia europea, como no puede haber pinto de vista de un hombre con respecto a sí mismo. Sin embargo –continúa diciendo Belloc- la sofistería podría pretender que existe un punto de vista humano del sujeto mismo que lo posee. Pero la falsa filosofía en ningún caso  como en éste da pruebas tan evidentes de su falsedad.  Porque cuando un hombre con franqueza, y luego de un prolijo examen de su mente, desea mirarse lo hará en línea paralela a su Creador y por ende a la realidad; mirará desde su fuero interno”. Es de esas palabras  de donde surge que la posición que Belloc señala es, para la conciencia católica, lo mismo referida a la historia particular de Europa, que a la universal toda,  porque la comprensión de lo histórico, su misma existencia, sólo es posible cuando el hombre después de Cristo, adquiere la conciencia de su pasado y de su destino. “Tenían los antiguos a Homero- dice Spengler- pero a ninguno se le ocurrió, como a Schliemann, excavar la colina de Troya”. Grecia es un pueblo de mitos, no de historia.  Para Platón hubiera sido  incomprensible el concepto que guía a Eucken cuando describe el drama del hombre de hoy ante el mundo, diciendo; “La relación del hombre actual con la historia está llena  de confusión;  estamos ligados a la historia, vivimos de la historia, y al mismo tiempo sentimos nuestra vida  fuertemente oprimida por ella; y quisiéramos deshacernos de esa pesadumbre pero cuanto más nos proponemos hacerlo arriesgamos  caer en el instante mero y simple, y para huir de ese peligro nos refugiamos de nuevo en la historia”.

Estas palabras, lo repetimos,  no hubieran podido ser escritas antes de Cristo, por la razón esencial “que para ese antepasado –como ha dicho Spengler- falta el pasado y el futuro, como perspectivas creadoras de un cierto orden; y el presente puro llena esa vida con una plenitud que nos es por completo desconocida”.

Es sólo después de Cristo cuando en los períodos cruciales el hombre trata de interpretar lo que le rodea creando filosofía de la historia. Queriendo penetrar el secreto de su vivir, pone en juego la inteligencia para saber lo que hay en él que pertenece a la naturaleza y lo que pertenece a la divinidad.

Es así como la primera filosofía de la historia fue establecida por San Agustín ante el enorme drama de la caída del mundo antiguo. En su obra, la idea central gira alrededor de la contraposición entre la Ciudad de Dios y la Ciudad del Diablo. “Dos amores hicieron las dos ciudades –dice- . Esto es: a la terrena el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios; a la celeste, el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo. Además: aquella se gloría en sí misma; ésta es de Dios. Aquella busca la gloria de los hombres; para ésta la máxima gloria es de Dios, testigo de la conciencia”. La historia humana, dice Papini, que parecía guiada por el acaso, por lo climas, por las pasiones del hombre, por sus necesidades, se revela, como lo demuestra Agustín, enquistada sobre la aceptación o el repudio de Dios. “Y las vicisitudes humanas, que a nosotros nos parecen las más importantes del universo, y de las que insensatamente nos jactamos, no son más que un episodio breve y sangriento que se intercala entre la creación de la luz, al principio de los tiempos y la creación del nuevo cielo de los resucitados”.

La Edad Media, que alcanza una extraordinaria estabilidad espiritual, no muestra gran preocupación  por la filosofía de la historia, pero en los albores mismos del Renacimiento o sea, en otro instante crucial, cuando los esquemas medievales comienzan a resquebrajarse, asoma Joaquín de Floris, que deshace la imagen dualista de San Agustín, para ofrecernos un esbozo trino, tal como la edad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que da motivo a una visión mística del orden divino del universo. Pero esas visiones del carácter sagrado de la  historia ceden el paso, ante el desarrollo de la corriente secreta que anima al Renacimiento, y  ha determinado el sentido de la historia hasta nuestros días, obedeciendo a una autoafirmación orgullosa del hombre, que busca librarse del sentido sagrado  de la historia y procura, a la vez, lógicamente sin resultado, librarse de la pura naturaleza. En ese camino la filosofía de la historia se deshumaniza, pero no para divinizarse, sino para bestializarse. Se sobrepuso al ente espiritual el hombre natural, y por ese camino, si bien  se puso en libertad a las fuerzas creadoras más sorprendentes, se separó al hombre de los fundamentos divinos de la vida. Todo lo que vino después fue un fracaso. Fracasó el propio Renacimiento, en primer término; fracasó luego, la Reforma, que prometía libertad y sólo mostró, al decir de Berdiaeff, “su impotencia religiosa, adoptando formas negativas y no creativas”. Fracaso, más tarde, de la revolución  que, al olvidar los derechos del Dios en procura de los derechos del hombre, aniquiló a éstos en mentidas libertades de puro conceptualismo jurídico.  Surgió entonces el drama a que se refiere Eucken al decir que “ la relación del hombre actual con la historia está llena de confusión”;  y ello fue porque se venía haciendo la historia  desde afuera; porque el hombre de occidente, viviendo sin conexión con el pasado y sin  conexión con ninguna finalidad irracional y trascendente.

La reacción contra semejante estado de cosas se produce ya a comienzos del siglo pasado, y su  carácter es, netamente, de índole espiritual. Pero aún en este terreno conviene que no haya equívocos. “No hace falta ser un religioso militante, hemos leído en estos días, para poder dar fe que el reino del espíritu existe”. Conviene caminar con pié de plomo en tales materias, porque quien dijo tales palabras –el Dr. Arturo Capdevila-  considera también como fuerza espiritual la que guía a los navegantes de la “Mayflower”, que condujera a los puritanos al norte de América, después de hacer una sociedad anónima entre ellos, y quienes debiendo llegar al norte de Virginia, arribaron a las costas que John Smith había descubierto como más productivas, en un secreto cambio de ruta  que la historia no muestra como muy espiritual. Comparar eso con el sentido misional que toma la conquista española del Nuevo Mundo es, simplemente, un absurdo en lo espiritual y un desatino en lo histórico.

Nosotros no reivindicamos lo espiritual, que lo diabólico puede también ser espiritual, sino lo espiritual en cuanto se condiciona a un sentido católico de la vida.

Espiritualmente la historia también puede verse desde  afuera. Es espiritual el punto de vista protestante, mahometano, budista o liberal, sobre todo cuando este último descubre, por boca del citado escritor, que las instituciones políticas norteamericanas derivas del Libro de los Actos de los Apóstoles, con lo que estamos a un paso  de la demostración  que para certificar la resurrección del Señor se recurrió al sufragio, como aquellos que en el Ateneo, del Madrid revolucionario y espiritual a su modo, llegaron a la conclusión de que Dios existe, pues después de un debate sobre su posible existencia, al someterse el problema a la deliberación públicas, obtuvo la tesis ‘existencial’ un voto de mayoría.

Las tendencias espiritualistas  que caracterizan al siglo XIX marcan el fracaso del pasado racionalista, pero no bastan para satisfacer la sed de verdad  que, en este siglo, vuelve a abrevar en las fuentes de la pura ortodoxia católica. Y es dentro de ella donde decimos  que fuera de la conciencia católica es imposible entender la historia, porque sólo cuando el hombre comprende  que la religión es algo más  que “ un invento de los curas para explotar incautos”, es cuando nace la verdadera ciencia histórica; la cual, por serlo, no pretende entenderlo todo, sino comprenderlo para terminar por entenderlo. Que se acerca a la historia mediante el conocimiento íntimo derivado de la identidad. Y es de esta manera como frente al descubrimiento y conquista de América, entendemos que se trata de problemas de fe. La fe es el descubrimiento y la conquista, y el descubrimiento y la conquista son la fe. Sólo una conciencia católica se encuentra cómoda en esa historia,  porque sólo ella conoce el como  y el porqué de su realización. “El católico –dice Belloc- entiende el terreno en donde creció la planta de la fe”. Parodiándolo diremos nosotros: entiende el “error” que guió a Colón, la hazaña militar de Cortés, la imprenta llevada a Méjico por el obispo Zumárraga antes del medio siglo de haber sido conquistada, el esfuerzo de los misioneros que no procuran tierras  donde existan sembrados de maíz, como las buscaron los de la “Mayflower”, sino que la siembran ellos mismos, mientras siembran la verdad de las palabras divinas en el corazón de los naturales. Y los entiende, porque todo eso se produce dentro de su propio mundo espiritual. Porque se realiza en una tierra que es su propia tierra y respira su propio aire; y si está habilitada para ver como milagrosos los actos de aquellos conquistadores, lo está para considerar normales las conversiones de una Santa María de Agreda. Porque, para la conciencia católica, aquello que suele ser irrazonable para un racionalista le es familiar, y por consiguiente, altamente razonable. Así, la historia del descubrimiento y conquista de América es, para una conciencia católica, una sucesión de hechos claros, perfectamente entendibles,  por lo mismo que muchos de ellos carecen  de explicaciones humanas, pues son el milagro.

III.- EL MILAGRO EN LA HISTORIA.

Ha escrito el padre Bull: “Como en toda obra de Dios, el fin último del milagro, no puede ser otro que la comunicación de su bondad, y manifestación de su gloria”, Para los historiadores, lo que  no logran explicar, nunca es un milagro sino un misterio. El del descubrimiento y conquista de América es uno de ellos.  No es el único que los tortura, porque hasta ahora, por más vueltas que han dado,  no han logrado explicar el advenimiento del Cristianismo. Para nosotros no hay tales misterios, aunque hay tales milagros.  Pero aún aceptando la denominación de misterios, que involucra la pretensión de que se llegará a aclararlos, pues de hecho se les niega todo carácter sagrado, y se admite que la razón terminará por conocerlos, es lo cierto que el porqué se descubrió América, cómo se descubrió y para  qué fue descubierta, así por qué fue España la elegida para el descubrimiento, no fue explicado. La crítica histórica, para la cual, por prescindir de  todo sentido sagrado en la historia, sigue sin resolver el problema de sí primero fue la gallina o el huevo, toma, frente al descubrimiento, el rábano por las hojas, y dice que, a consecuencia del éxito de la expedición colombina, el mundo tomó nuevas orientaciones, libertadas por el Renacimiento y la Reforma, al vincularse a la economía, que es, según dicen, una de las grandes fuerzas motoras que mueven la vida del hombre en el cosmos, encontraron nuevos y amplios campos de acción para que se cumpliera la Ley del Progreso, que constituye, a pesar de que nadie ha explicado en qué consiste, la finalidad histórica del historicismo racionalista.  Que como vemos, a pesar de serlo, acepta una finalidad irrazonable respecto a la naturaleza, lo que es más grave que hacerlo  respecto a lo sobrenatural. En este caso, Colón habría sido movido por las fuerzas imponderables del Progreso, y España, al realizar su gran labor conquistadora y misional, habría sido impulsada, según los hemos visto descubierto por “La Vanguardia”, por las fuerzas teluricas, y no por la fe. Y no es el caso de sonreír, porque “La Prensa” de hoy dice que “A los que creen en la irresistible influencia de las fuerzas telúricas –parece que el principio forma parte del Frente Popular- no les arredra el pensar que en el seno de la tierra americana… tiene la libertad su hervidero propio”, aunque, en este hervidero, no se explica porqué las fuerzas teluricas no dieron concepto de la libertad a los mayas y a los incas, que sólo supieron de ella cuando la voz de los misioneros de Cristo y de España, de libertad les hablaron. Pero no todos participan de esta posición, y coloco entre ellos a Capdevila, dispuesto a aceptar que hay algo de milagro, o de misterio, en el descubrimiento y conquista de América, hecho que advierte en los elementos institucionales y políticos que determinan en esta parte del mundo, “están de manos dadas –y para siempre- la libertad y el bien público”. Nos encontramos así, conque lo que el descubrimiento de América tiene de obra de Dios, vendría a ser una especie de anunciación de la Constitución del 53, y como el “Contrato Social” de Rousseau, no sería la creación de un hombre, sino la expresión a través de su pluma, de la actuación orgánica de la naturaleza, -lo que señala a ese libro un lugar destacado en cualquier Exposición Rural-, todo aquello que en la vida de nuestro continente no se comprende o no se entiende, porque se quiere prescindir de la realidad sagrada de la historia, y hasta de la verdad terrena de la misma, no sería otra cosa que un acomodar inexplicable de los elementos de la vida y  de la naturaleza para sancionar la Ley Sáenz Peña. Semejante ajustar la historia  a  necesidades circunstanciales de orden terreno, importa, si se lo disfraza de ciencia mediante el empleo de lo telurico, vulgar charlatanería, y su se lo acepta como milagro, desprestigiar al milagro. Es quizás, confundir milagro con milagreria, y ya se sabe que para no caer en esas confusiones España creó el Tribunal del Santo Oficio.

El milagro no es cosa milagrosa.  Los milagros son posibles cuando lejos de pugnar con las perfecciones de Dios, están en perfecta armonía con sus atributos,  y son su más bella y sensible manifestación. Y sería un exceso creer que Dios supone el sufragio universal como algo en armonía con sus atributos, o como manifestación de su gloria, y que todo el milagro de la conquista espiritual de Hispano-América no condicionó a transitorios objetivos institucionales.

El padre Bull nos ha dicho como el genio de un pintor crea maravillas con su pincel mientras otro no logra hacer sino borrones;  y ha explicado de cómo ese ejemplo demuestra que nada se opone a que la naturaleza creada esté, en potencia, para producir –bajo la acción de Dios- efectos que, naturalmente, y por sí sola no alcanzaría a producir. Y llama a esta cualidad de las cosas creadas , “potencia obediencial”, conforme a la cual, toda creatura tiene capacidad para obedecer al Creador en lo que él quiera.

El racionalista, que sabe que el sol alumbra todos los días, pero que no sabe porqué lo hace, sonreirá ante esta “potencia obediencial”. Un católico, que no duda que el sol puede dejar de alumbrar algún día, pero que entiende porqué lo hace diariamente, aunque no comprenda como lo hace, sabe perfectamente lo que esa “potencia obediencial”,  significa; y frente a nuestro problema advierte que la fuerza impulsora del descubrimiento y conquista de América no es ni un imperativo telurico, ni uno del progreso, ni uno político de las instituciones humanas en afán de mejoramiento, sino que es la consecuencia de la “potencia obediencial” que España tenía y tiene para los mandatos de Dios. Y es que España vive, dentro de lo humanamente posible, en la ciudad celeste del dualismo agustiniano y sabe, además, que el paraíso se conquista en la tierra, pues después de la muerte el destino de cada uno está marcado y todo trueque es imposible.

Por eso tiene “potencia obediencial”, y el milagro se realiza por sus manos, porque ellas son las elegidas para comunicar a América la bondad de Dios enseñándole el camino de la salvación. Y decimos milagro, porque el descubrimiento y conquista de América constituye una epopeya en mucho sobrehumana, porque fue, ante y sobre todo, manifestación evidente de la gloria divina.

Aprendimos estas cosas repasando papeles viejos. Bebimos estas cosas no en viejas teologías, sino en la historia misma, porque así como el orden natural del universo, en su grandiosa relojería, es la mejor manifestación de la grandeza del Creador, y constituye el milagro que se nos muestra en todos los instantes de la vida, porque es imposible explicarlo por la mera relación exterior de las cosas, así, lo que en el descubrimiento y conquista de América es algo más que anécdota, para ser categoría, para constituir lo histórico propiamente dicho –que es todo lo que tiene finalidad histórica- se nos muestra como un milagro. Y no pretendemos con ello sacar los hechos de sus normas naturales, porque el milagro no es antinatural, ni arbitrario, sino de una naturaleza y de una regularidad más profunda. Lo que es antinatural es eso que solemos llamar casualidad. Los hombres llaman casual a aquello cuyas causas ignoran, sin advertir que la casualidad no existe. Varios siglos de racionalismo estéril nos han hecho insensibles a estas verdades, y hasta hemos llegado a creer que vivimos en un mundo que nuestra razón conoce, cuando, en realidad, estamos rodeados por la incertidumbre más absoluta. Nos basta arrojar la semilla en el surco promisor para saber que germinará en trigo, pero no advertimos el milagro de que salga trigo de eso que llamamos una semilla. Así, se va a los papeles para conocer el desarrollo de la historia, pero no se advierte que encima de ellos hay algo superior, divino, que mueve la vida. El racionalista renuncia “a priori” a ese conocimiento, y se queda, así, fuera de la historia, mirándola desde el exterior. La conciencia católica se penetra en la verdad de esa acción sobrenatural, y aunque no comprenda todo, todo lo que pasa es entendida por ella, porque vive dentro de la historia y la ve con el íntimos sentido de la identidad. Y desde esa posición vamos a señalar algunos aspectos esenciales del hecho histórico que hoy recordamos.

IV.- ANTES DEL DESCUBRIMIENTO.

El primer hecho histórico destacable consiste  en que sea España la descubridora.

España, a la que toda una tradición conduce, por la fuerza del ensueño misionero, a penetrar en África, se encuentra de pronto, impensadamente, obligada a realizar un vuelco total, pata volcar sobre el Nuevo Mundo  la potencia espiritual de su catolicidad militante.

Aquí fallan todas las interpretaciones científica de la historia. “La historia es la más difícil de las ciencias porque  obliga a abarcar el panorama de todos los conocimientos”, hemos leído en estos días, escrito por quien, seguramente, buscaba con ello demostrar todo lo que él sabe, más lo cierto es de una mayor modestia. Para hacer historia basta tener conocimientos históricos que, eso sí, no es tan fácil, no porque investigar y ordenar papeles requiera un mente especial, sino porque la requiere lo que muchos historiadores no tienen, y es sentido mismo de la historia, comprensión exacta de “lo histórico”. Todos los conocimientos juntos son incapaces de explicar este hecho simple, pero concreto, de que sea España la descubridora;  porque es la circunstancia de  haber sido España la que da al descubrimiento de América un sentido universal de que habría carecido si sus descubridores hubieran sido los normandos, o, posteriormente cualquiera de los grupos sociales que apostataron del catolicismo. Porque, y es éste el nudo de la cuestión, España no se encontraba en condiciones  materiales para realizar expansiones colonizadoras.   Carecía de los elementos básicos que, según cualquier tratado de economía política, son indispensables para intentar empresas de colonización. El materialismo histórico  no tiene nada que hacer para explicar la gesta. Acababa España de salir de una guerra de siglos, y su pobreza era tanta que las alhajas de la corona estaban empeñadas, al punto que, para cierta ceremonia, debió Fernando buscar  garantías para que el prestamista facilitara a su esposa la corona pignorada.  Pero, en cambio de todo eso, la fe se había fortificado en el alma española con sólida contextura en la lucha contra los moros. Asistía con temor al derrumbamiento de la Edad Media y avizoraba, hacia Oriente el avance amenazados del Islam siguiendo las trilladas rutas del Danubio y el Mediterráneo. En aquellas horas cruciales para la cristiandad, porque ya los signos de la próxima herejía comenzaban a mostrar su faz repugnante en muchas partes de Europa. España es el único grupo nacional europeo que se afirma en sí mismo y emprende  la labor extraordinaria de limpiar sus propias filas, depurar su propia vida, reafirmar su propia tradición. Expulsa de su seno a moriscos y judíos que, a fines del siglo XV, vivían en tanto número  mezclados con la población católica, y lo hace a riesgo efectivo de destruir gran parte de su agricultura y debilitar su fortaleza económica. Y que no fue aquello una cosa puramente española, porque fue un hecho de trascendencia universal se puso de manifiesto en la conquista de América, en la acción militante de la Contrarreforma, que salvó la catolicidad de parte de Europa, y en la gloria de Dios que fue el siglo de oro. ¿Qué sino extraordinario guía sus pasos? Si de fines del siglo XV damos un salta hasta nuestros días, advertimos que, en medio de la confusión mental de esta hora, cuando las palabras tienen más importancia que sus contenidos, en España y América Española las que anuncian vivir una “unidad de destino en lo universal”, es decir, que continúa siendo la hispanidad la que proclama la tesis salvadora que rebalza los particularismos políticos nacionales, que sobrepasa lo puramente temporal, para señalar, como saldo de su ensueño misionero, un futuro que supera, necesariamente, lo puramente humano. Es la posición que España adopta en aquel declinar de la Edad Media, y cuando  la secreta corriente diabólica que nutre al Renacimiento amenaza torcer el rumbo de la historia de Occidente, lo que la muestra elegida para menesteres universales. Y ya tenemos las condiciones  esenciales para que el milagro se produzca. Y él no consiste  en el hecho de que España fuera descubridora, sino la que fuera la que descubriera. Sus marinos gozaban de sólidos prestigios, y ya en 1492 la navegación de altura había logrado grandes éxitos en la península. El milagro consiste en que, naturalmente, sin alterar ningún orden universal, sin nada arbitrario, sin eso que la ignorancia sapiente denomina casualidad, España fuera la descubridora.

Y que el descubrimiento se hiciera en aquel año de 1492 ¡Era el sino, el sino de la catolicidad! Al día siguiente del descubrimiento el mundo caerá en el equívoco de  colocar a la física por encima de todas las demás formas del saber; la moral abandonará a la economía, y los medios de producción comenzarán a pasar a pocas manos para explotar a los más; el principio de autoridad comenzará a resquebrajarse y, destruyendo la persona humana, comenzará a identificarse con la fuerza pública; y ese incremento de la riqueza total, juntamente  con el desarrollo del materialismo, conducirá el mundo a las formas escépticas y negativas que terminarán por enfangar a Europa en la tragedia de dos guerras de extraordinaria crueldad en menos de treinta años, y en este derrumbe de todos los valores gratos al espíritu, lo único nobilísimo que se salva, lo único que asoma para nutrir las esperanzas, lo único que alumbra el camino de la posteridad es la fe, la fe que como sedimento insobornable permanecía en el fondo  tradicional de los pueblos  a los que la ortodoxia militante de España colocó en la verdad, lo mismo en estas tierras de América por la evangelización heroica, que en Europa, donde, simultáneamente a la conquista del nuevo mundo, la ciencia española, durante el siglo XVI, ciencia de noble estirpe católica que fundió en el alma nacional el humanismo renacentista para cristianizar el paganismo del Renacimiento, expandió la doctrina de la gracia suficiente salvadora para asegurar la unidad moral de los hombres.  Porque la Providencia no llama a España solo a misionar en las tierras vírgenes de América, sino en las cultas de Europa, y es esa sincronización de misiones lo que revela que en aquella hora  el descubrimiento de América es algo más  que una aventura marítima, o un afán de expansión nacional, porque su evangelización coincide  con la defensa que de la catolicidad España emprende en el viejo mundo, dentro de una unidad de ofensiva que gana adeptos a la fe en estas tierras, defiende a los creyentes de la herejía en aquellas, y pone barreras infranqueables para que esa misma herejía no atraviese el mar y haga pié en las costas del Nuevo Mundo. Y mientras salva así la fe de Europa, compensa así las ganancias de la Ciudad del Diablo haciendo entrar en la Ciudad Celeste a los naturales del continente recién descubierto. Aquí son los misioneros los que  dicen al indio la nueva verdad liberadora, mientras allá, en las universidades de Clermont, Lovaina, Oilinga, Inglstad, Viena, Praga, Varsovia, Coimbra, Ebora y Roma, son los Arias Montano, Mariana, Vitoria, Maldonado, Ledesma, Suárez, Valdez, Pedro de Soto, Gregorio de Valencias, Salmerón, Treviño y cien más, los que proclaman la fe y siembran las doctrinas que fructifican ahora, después del fracaso de la corriente secreta del Renacimiento, para salvar al mundo. Esta unidad de destino que Dios otorga a España, y a la que se liga el descubrimiento y la conquista de América, no ha sido explicado por la historiografía. Ni lo será nunca, porque no lo puede ser, porque estas no son cosas del conocimiento sino del entendimiento. La historiografía se ha conformado con  describir los hechos sin penetrar en ellos, porque todos los conocimientos que obstruyen  la mente de los historiadores, recargadas con tanto peso, repletas de tanta ciencia como la que supone la cita que antes hemos hecho, no sirven para explicar lo que para cualquier conciencia dé la sujeción del destino humano a los designios de lo eterno, salvando la libertad del hombre para elegir el camino de la salvación o de las perdición, resulta claro, justamente por ser milagroso. Y es milagroso, porque se siente  que hay una voluntad sobrenatural rigiendo el destino de la hispanidad en aquellas horas cruciales  de la vida de los hombres. Si en aquel momento la verdad de la Iglesia no hubiera contado con el brazo español, es posible que la ciudad celeste de la dualidad agustiniana hubiera desaparecido del globo, desdeñada por una diabólica ola de orgullo humano. 

V.- EL DESCUBRIMIENTO.

¡Las cosas que se han escrito sobre Colón! ¡Y las que se escriben! Toda una literatura historicista que en el infundio y la confusión llega al delirio, se ha volcado, sobre todo en estos días, sobre el papel impreso.  Santo, vidente, equivocado, negociante, de todo se le ha dicho. Se lo ha querido  unir a Pablo de Osorio, con una línea que abarca simplemente mil años; se lo ha hecho discípulo de San Francisco y realizador de los sueños de Raimundo Lulio. Unas veces razona como el Dante o Petrarca, y otras desciende como vulgar marinero. Y es que el hombre cuando quiere explicar las cosas prescindiendo en absoluto del Creador, por considerar ese camino harto irracional cuando se posee tanta ciencia y tantos conocimientos  como dicen que tienen los historiadores, cae en afirmaciones mucho más irracionales. Renuncian a creer en Dios para substituirlo por una nebulosa; no creen en la Divina Providencia, pero están dispuestos a aceptar que el universo vive dentro de una sustancia que tiene, simultáneamente, según lo que se trate de demostrar con ella, propiedades correspondientes a los sólidos, a los líquidos y a los gases. Así, todo se ha dicho de Colón, pero lo que no se ha buscado en él, es lo único que en él vale, y es el ser un hombre. Los que creemos en los milagros, y en el milagro del descubrimiento, vemos en Colón a un hombre; los que no creen en los milagros ven en él a un iluminado, a un vidente, a un santo, a un genio, a un ambicioso, a un equivocado, es decir, tratan de agregar a lo puramente humano, condiciones especiales que lo saquen del orden de lo puramente humano. Y puestos en este terreno, la verdad es que las ideas de Colón tuviera sobre el globo terráqueo, sus conocimientos cosmográficos o geográficos,  y todas esas paparruchas pedantescas y hasta idiotas con que se procura demostrar que el descubrimiento fue obra de la casualidad o de la videncia, nada tiene que ver con el descubrimiento mismo. Si el impulso que lleva las naves colombinas hasta San Salvador hubiera sido  una obra individual, el papel de España habría comenzado y terminado con Cristóbal Colón.  Como comenzó y acabó con aquellos navegantes normandos y daneses que, según comprobaciones historiográficas llegaron  siglos antes a las costas de América, y volvieron a sus tierras sin haber sentido que el descubrimiento  les determinara alguna labor o alguna misión. Ha dicho Carlos Pereyra: “Se ha divinizado a Colón y se ha envuelto su proeza en las  nieblas de la falacia que pretende explicar el movimiento social por la acción singular de ciertos grandes hombres, figuras solitarias sin antecedentes, sin auxiliares, sin posteridad. Se ha querido hacer de Colón un mártir, un adivino, un héroe; un santo entre malvados; un vidente rodeado de ciegos; un audaz en peligro de ser arrojado al mar por la confabulación de los cobardes. Todo esto es invención romántica –falsedad pseudopoética- y en sus nueve décimas partes, propaganda anti española”. Y cuando se dice propaganda antiespañola se dice propaganda anticatólica. Consiste ella en no querer ver  que lo esencial no es el descubrimiento, porque lo esencial, y ahí está lo milagroso, es ver que al día siguiente de tenerse la conciencia de haberse descubierto tierras desconocidas, y antes de tener una idea de la continentalidad de lo descubierto, todo un pueblo, animado por una idea que lo abarca en su totalidad, se siente arrastrado por un arrebato místico, cual si América poseyera imanes sobrenaturales, y condiciona su razón de ser en la labor misionera que emprende de inmediato con militancia heroica hasta la sublimidad. Pareciera que el mentado sueño de Colón hubiera sido ensueño de toda el alma española; pareciera que España había tenido la anunciación de un destino trasatlántico porque no hay en ella ninguna sorpresa y, naturalmente, sin vacilaciones pide al Romano Pontífice, Bula de Donación, , y ya organiza, como un hecho normal de su vida, la primera misión que, encabezada por el padre Bull, parte con Colón en la segunda expedición descubridora. ¡Cuántos hechos concordantes a este fin! La guerra contra los moros ha terminado; del seno de la nación ha sido expulsados los elementos que podrían haber llegado a perjudicar su ortodoxia. El cuerpo administrativo de la Iglesia  ha sido reformado por la acción  de aquel grande cardenal Cisneros, y el  Tribunal del Santo Oficio se cuida de la fe española presintiendo sus destinos extraordinarios. En medio de toda esa renovación llega Colón a Santa Fe y pacta con los Reyes su primer viaje. Comienza ya entonces a trabajar la leyenda negra. ¿En mérito de qué derechos los Reyes de España concedían títulos y concesiones a Colón en las tierras que descubriera? ¿Con qué derechos los Reyes Católicos pactaban con el navegando afirmando ser señores de la Mar Oceana donde Colón navegaría? No falseaban la verdad Isabel ni Fernando. Convenios firmados entre la Corona de Castilla y la de Portugal, en 1480, habían delimitado las respectivas soberanías oceánicas, y con Colón se conviene, en Santa fe, navegar dentro del mar correspondiente a la soberanía castellana, para descubrir algunas tierras desconocidas que se suponía existían en él, y que, inclusive, se las colocaba como correspondientes al archipiélago canario. Todo este ha sido debidamente aclarado por un ilustre historiógrafo argentino, el Dr. Rómulo D. Carbia, y no ha sido desvirtuado por ninguna crítica seria ni responsable. A ella sólo se le ha opuesto el palabrerío, y muchas veces el charlatanismo audaz, que, engaña a los incautos, y no es óbice para llegar hasta las academias.

Cuando Colón regresa triunfador se produce algo sorprendente, y es que en Europa nadie da el descubrimiento el valor que realmente tiene, y que entonces se desconoce, pues hasta 1502, por obra de Vespucio, no se tuvo sentido de la continentalidad de los descubierto, pero en España  no sucede lo mismo. Una sorprendente iluminación, una auténtica revelación –que no se inspira en datos materiales- dice a los Reyes Católicos que lo descubierto no es lo que se buscaba; que aquella modesta isla  a que Colón arribara en el Mar Oceana, navegando hacia las Indias y no a las Indias, no pertenece a la soberanía de España y es un presente que la divinidad que impone una tarea, y es entonces que los mismos Reyes que años antes han  pactado para navegar en mares de su pertenencia, comprenden que aquello no les pertenece, y no invocan títulos de descubridores, ni de conquistadores, sino que recurren al Pontífice Romano en busca de la Bula de Donación, para ir a llevar la palabra de Cristo.

En un instante, inmedible en el tiempo, España tuerce su destino africano y emprende la ruta de sus destino americanos. Y cuando sale la segunda expedición, el sentido misional predomina en la conciencia de España, porque ella, que tiene “potencia obediencial”, sigue el mandato que la empuja a buscar la mayor gloria de dios.

Todo esto es milagroso, en fuerza de ser normal; todo esto es extraordinaria en fuerza de no tener nada de extraordinario. Pero para percibir lo que dentro de lo natural de los hechos rebalza las posibilidades de la razón para entenderlo, basta la conciencia católica que nos sume dentro de la historia, esa historia que no entienden quienes la miran desde el exterior, los que buscan una ambiciosa unión de Oriente con Occidente basándose en relatos posteriores al descubrimiento, en fantasías deliberadamente tejidas o en falsificaciones  concientemente realizadas. Todos esos elementos tienen orígenes conocidos en beneficio de una gloria que se desplomaba como consecuencia de lo que dejaron demostrado los pleitos y difundieron Oviedo, López de Gomara y sus traductores y difundidores extranjeros; en beneficio de una gloria que se necesitaba aumentar para disminuir la real, o sea que la obra del descubrimiento de un pueblo con destino misional, y no la de un hombre con videncias geniales. Después del descubrimiento primigenio es posible que Colón soñara con la ruta de Oriente, pero es una superchería hacer del descubridor un genio que había  avisorado las posibilidades de aquella ruta, y despertado con ello –y está aquí el nudo de otro aspecto antihispano- la ambición de Fernando por tierras donde las piedras preciosas y la especiería ofrecían tesoros inextinguibles al alcance de la mano. ¡Bueno era Fernando, con su realismo aragonés, para creer en historias a lo Marco Polo! Sin contar que si hubiera creído en aquellas riquezas, algo más que las tres caraberas, reunidas con préstamos particulares, hubiera enviado aquel Rey que tanto necesitaba para saldar las deudas de la corona de descubrir tesoros donde los hubiera.

VI.- HUMANIZACIÓN DEL DESCUBRIMIENTO.

Uno de los aspectos que más admiro en la obra historiográfica de Rómulo D. Carbia, dedicada al estudio del descubrimiento es la de haber humanizado a Colón, y ser la única historia de aquel gran  suceso  hecha a base de documentos auténticos, vinculados al mismo. Por que lo que la mayoría ignora es que las historias de Colón y de sus viajes se vienen construyendo, desde las del padre Bartolomé de las Casas hasta nuestros días, a base de documentos que nadie ha visto y de otros de cuya existencia ni siquiera ha sido probada. Y hasta ahora, contra Carbia se han usado adjetivos, pero no conocemos un análisis serio que provoque dudas sobre  uno sólo de los elementos documentales que ha empleado. Y estamos en condiciones de afirmar que Carbia no ha dado ha conocer toda su documentación, y que, entre ella, se encuentran constancias concretas de cómo España informó a Portugal de que Colón salía a completar  los descubrimientos que se estimaban posibles en el archipiélago canario, en virtud de los cual Portugal se desinteresó de la expedición, cosa que no hubiera sido posible si la misma hubiera tendido a fines orientales, los que, por otra parte, no hubieran sido nunca intentados por España dados los acuerdos y las Bulas que, alrededor de este cuestión, existían en la época.

La tesis tradicional sobre el descubrimiento es obra de Bartolomé de las Casas, y tiende a demostrar que Colón proyectó un viaje al Asia, navegando al poniente y que los Reyes católicos propiciaron la empresa con fines expansivos y evangélicos. Los fundamentos de esta versión son los siguientes:

1º. La carta prólogo al “Diario de Abordo” del primer viaje, cuyo original nadie ha visto, pues sólo existe una copia hecha por el padre Las Casas, que no es, según propia declaración, copia literal, sino glosa de la misma. La lectura de esta carta demuestra la intención del padre Las Casas de dar a la primera expedición finalidades que, por cierto, no están de acuerdo con lo que surge de la lectura del propio “Diario Abordo”, lo que confirma la tesis de Carbia, o sea, que la carta de referencia ha llegado a nosotros tergiversada.

2º. Las informaciones que el mismo Las Casas ofrece en su “Historia de las Indias”, la cual permaneció oculta y vedada hasta fines del siglo XVI. Está probado, además,  que Las Casas modificó el contenido original de su “Historia de las Indias” para hacer un alegato forense a favor de Colón.

3º. El libro de Fernando Colón, “Historia del Almirante” cuya apocricidad no puede ser negada por ningún historiador responsable. Se trata de una superchería realizada en base a un historia de Colón escrita por Pérez de Oliva y destinada a salvar, sobre todo, la nobleza de los descendientes del Almirante. Cabe agregar, además, que la supuesta obra de Fernando Colón abunda en plagios de obras publicadas después de su muerte.

4º.   Una epístola atribuida al cosmógrafo florentino Pablo del Pozzo Toscanelli, dirigida a Colón, y de la cual nunca fue hallado el original ni indicio alguno de su autenticidad.

A estos documentos esenciales, y como vemos, inexistentes en sus originales, o notoriamente falsos, se agregan muchos otros de menor importancia, pero, en todos los casos, la crítica advierte, con facilidad, interpretaciones indefendibles; tal, por ejemplo, la de la carta del Duque de Medina Coeli al gran Cardenal de España, fechada en Cogolludo, el 19 de marzo de 1493, en la que le informa  acerca del retorno del descubridor y en la que se habla de sus ideas para “ir a buscar las Indias”. Este “ir a buscar las Indias” es interpretación de una frase contenida en el pasaporte  otorgado por los reyes a Colón, y en que se indica el contenido que se ha dado a éste. La frase reza: “Mittimus…  per maría oceana al par  les indie…” lo que no quiere decir, como se ha pretendido, que Colón surcara el Océano para  ir a buscar las Indias, sino “hacia el lado de las Indias”, para que se entienda bien que su empresa no tiene el propósito de violar lo tratado entre Castilla y Portugal en 1480. y de conformidad con lo cual estaba vedada toda navegación castellana, por mar, en dirección al África. Y dice Carbia: “La India, según es sabido, era, en 1492, la región geográfica opuesta, en el Atlántico, a las tierras del continente negro, entonces usufructuadas por los lusitanos.  En este hecho está la única razón de la frase: “Ad partes Indie”, que equivalía a establecer que Colón no iba al  África, sino en dirección contraria a ella. Y agrega Carbia: “Y  que eso era necesario precisarlo, para evitar  un choque entre Portugal y Castilla, nos lo hacen comprender varios documentos de aquella época histórica. Cuando menos dos: una real cédula  en la que los reyes vedan a las naves colombinas tomar rumbo a Guinea, y una terrible orden del monarca portugués mandando hundir todo barco extranjero que fuera sorprendido en las aguas limitadas por la costa africana y una marca que saliendo de Madeira correría hacia el Sur, pasando por las Islas de Cabo Verde, con la sola exclusión de las Canarias”.

Frente al gran acopio de documentos inexistentes, Carbia, que es un historiador auténtico, en abierta rebeldía con la tradición ha demostrado que la empresa colombina tenía por objetivo concreto el hallazgo y conquista de islas que podían ser buscadas por los castellanos sin violar lo pactado con Portugal, y por mi parte, creo haber demostrado, en obra reciente, el ningún carácter misional de la primera expedición de Colón ( “El sentido misional de la conquista de América”, Buenos Aires, 1942). La documentación en que se apoya es grande, concordante y sobre todo real. Se trata de documentos que existen. Aunque no corresponde al tema de esta conferencia digamos que nuestro ilustre compatriota  ha demostrado, además, las razones de la superchería de la leyenda tradicional que como historia aún circula respecto al primer viaje de Colón, ha señalado las falsificaciones y ha denunciado a su autor. Para hacerlo ha afectado, además de la petulancia de muchos, a ciertas tendencias indianistas, de corte antihispánico, que se apoyan en el Padre Bartolomé de las Casas y su proverbial falta de veracidad, para desprestigiar la acción de España en América, y en tal sentido, como la superchería colombina fue obra del agresivo obispo de Chiapas, poner en duda su historia colombina es poner en duda su “Destrucción de las Indias", mamotreto indefendible, en el cual el polemista no repara en medios, pues era hombre cuyo temperamento lo conducía  a obtener el triunfo  de lo que tenía por justo, sin respeto alguno por la verdad de lo que argumentara a favor de su causa. La obra del padre Las Casas sirvió luego para nutrir la “leyenda negra” en cuanto a los indios, y una leyenda antiespañola, respecto al descubrimiento, que es, en el fondo, leyenda anticatólica, y que consiste en dar a un hecho que es, esencialmente, obra de un pueblo, el valor de obra de un genio, de un vidente, pretendiendo explicar un hecho de la trascendencia histórica, material, espiritual y moral, del descubrimiento y conquista de América, como acción singular de ciertos hombres, figuras solitarias sin antecedentes, sin auxiliares, sin posteridad, como decía Carlos Pereira.  La tesis de Carbia irrita por lo mismo que hace de Colón un ser normal, un buen hijo de vecino, como tantos otros, en cuya historia no caben aquellos frailes cínicos y socarrones –y por ser frailes, notoriamente ignorantes- que se burlaron de sus teorías, para regocijo de los librepensadores que en las peluquerías de antaño,  mientras se “hacían la barba”, observaban en las paredes del negocio un cuadro de Colón derrotado ante una sonrisita que, si esta conferencia se transmitiera por radiotelefonía se podría calificar de “cachadora”, junto a otro cuadro donde, invariablemente, figuraba Galileo en el momento de declarar “E pur si muove”, a pesar de estar quieto en la lámina.

Carbia ha humanizado a Colón, y ha humanizado a la expedición descubridora.  Y hacerlo era importante, no sólo porque siempre es importante saber la verdad, sino por cuanto saberlo es, justamente, lo que da grandeza al descubrimiento de América.

Lejos de nosotros desestimar el factor humano en la historia. Todos lo genuinamente histórico tiene un carácter concreto e individual, pero al hombre en la historia, o se lo toma  como a un ser sobrehumano que lo determina todo por su cuenta y riesgo, o se lo deshumaniza hasta hacer de él un títere. No hay términos medios. La época napoleónica, por ejemplo,  es  explicada por muchos en exclusiva función  de las reacciones hasta glandulares de Bonaparte,  y no falta quien haya querido hacerlo excluyéndolo del todo, como consecuencia de los factores económicos que constituirían la suprema estructura de la historia. Estamos lejos de tales posiciones. El hombre es el ser histórico por excelencia, y sin hombre no hay historia. La sociología podría prescindir del hombre, la historia no. La primera juega con abstracciones, la segunda, lo repetimos, es concreta e individual.  Lo que pasa es que no todos advierten  que lo individual no supone siempre al individuo. Así es como ha podido decir Berdiaeff que si el concepto de “nación histórica” es colectivo, al mismo tiempo es un concepto plenamente individual.  Y donde lo advertimos es en aquella España descubridora y conquistadora. Toda España es misionera en el siglo XVI, dice Ramiro de Maeztu. Creo haber demostrado documentalmente esa tesis. No hay una individualidad española, en ese período de grandes individualidades, que no este fundida en la individualidad misma de la nación. Por eso el descubrimiento es obra de España. Si Colón no hubiera salido de España o si su expedición hubiera sido una mera aventura de un soñador o de un sabio, de un vidente o de un pobre navegante que se había enamorado de los errores de Ptolomeo; si Colón no hubiera sido otra cosa que un soñador o hubiera sido un equivocado, al llegar de su expedición habría expuesto los resultados de la misma, ellos se habrían, o no, discutido, y es probable que algunas expediciones de aventureros especuladores hubiera penetrado tras el mar tenebroso en procura de aventuras o de dinero. Pero lo que sucede es distinto. Lo que sucede es que cuando Colón llega a España  y dice que ha arribado a una isla que se encuentra en mares que no pertenecen a la corona de Castilla, España corre a los pies del Pontífice, pide Bula de Donación, se compromete a una empresa misionera y España hace todo eso porque -¡y he ahí el milagro!- España ha descubierto lo que no ha descubierto Colón: España ha descubierto a América. Colón ha descubierto una isla, pero España descubre un destino. España ve lo que Colón no ha visto. He ahí lo que no es fácil  comprender porque es inútil buscar documentos para verlo, y que es lo que la conciencia católica  entiende. He ahí lo que no tiene explicación histórica porque sólo tiene explicación mística. Recordad la conversión de Saulo, llamado después Pablo. “Y yendo por el camino aconteció que llegó cerca de Damasco, y súbitamente le cercó un resplandor de luz del cielo”. España va camino de Damasco con las carabelas que procuran nuevas islas  para aumentar el patrimonio de Castilla, y la isla Guanahani que sale a su encuentro es como Jesús apareciendo a Ananías para que Pablo reciba la vista y sea lleno del Espíritu Santo. “Y al instante le cayeron de los ojos como escamas…”. Colón trajo una isla y España abrió los bazos porque, intuitivamente, sabía que le llegaba un nuevo mundo y una nueva misión. Ella descubría a América.

Lo que viene después constituye el episodio más dramático de la historia de Occidente. La herejía religiosa rompe la unidad europea, y en ese momento España encabeza el movimiento de reacción, batiéndose en todos los terrenos, en todos los climas y en todos los pueblos.

Mientras sus doctores combaten en las Universidades, sus misioneros penetran en las selvas y conquistan almas. El conquistador clásico, el tipo casi fabuloso de conquistador no existió en aquellas  primeras islas que fueron apareciendo a la avidez curiosa de los descubridores. En la Española se instalan agricultores. Se inicia allí el milagro extraordinario de  trasplantar la flora y la fauna europea a las nuevas tierras, creando, inconcientemente, las bases alimentarias de la próxima expansión continental. “La conquista de Méjico, la del Perú, la de Nueva Granada, fueron obra de los estancieros antillanos –dice Carlos Pereira- que proveían a los empresarios de las expediciones”. Y cuando esas bases de sustento fueron suficientes, comenzó lo extraordinario.

La reforma de las ordenes religiosas que había realizado la excelsa figura del Cardenal Cisneros, y ello, ya lo hemos dicho es otro signo de la Providencia que contribuía al sentido integral  de la misión hispánica, había dotado a España de un estado religioso  superior al de ningún otro pueblo. Al purificar y elevar la vida religiosa de la nación, ésta se volcó sobre el nuevo Mundo de tal manera que, en pocos años, la labor evangelizadora supera por sus resultados toda posibilidad estrictamente humana. Fecunda podría llamarse la España de entonces, aunque sólo hubiera producido a una Santa Teresa de Jesús, pero es que, en realidad, la hispanidad toda, en España como en América, florece en santidades. Y si en la Península junto a Santa Teresa nos encontramos a Fr. Pedro de Alcántara, con su rostro que al decir de la santa, “no parecía sino hecho de raíces de árboles”, a Fr. Juan Bautista de la Concepción, al P. Alonso Monroy, a Fr. Juan del Santísimo Sacramento, a Fr. Tomé de Jesús, y a tantos otros que dan nueva vitalidad a las ordenes religiosas, y aparecen más tarde San Ignacio de Loyola, fundando la auténtica milicia católica, y San José de Calazans, padre de las escuelas pías, y tantos otros; en América refulge la gloria celestial de los doce  apóstoles franciscanos que forjan la civilización mejicana, y con ellos un Fr. Pedro de Gante, apóstol de la enseñanza, y la santidad de Santo Toribio de Mogrovejo, y la de San Francisco Solano, y toda esa pléyade imposible de nombrar, porque son más que los que alberga la memoria, entre los que nuestro país debe gratitud a los padres Diego de Torres, Alonzo de Bazana, Roque González, Luis de Bolaños, Rivandeneyra, y otros.  Es así como al día siguiente de fundada la ciudad de Méjico, había en ella una catequesis para niños y adultos, una escuela de primeras letras y de bellas artes para nobles aztecas y una escuela industrial para artesanos. En 1538 ya se inauguraba la Universidad de Santo Domingo, y sólo hacía 40 años que ante los ojos del muchacho de Triana había aparecido la luminosa verdad de un nuevo mundo. Veinte años después del arribo de los primeros misioneros a Méjico, el obispo Zumarraga pedía imprenta para imprimir libros escritos en parlas indígenas, porque muchos de los naturales ya sabían leer.  Debieron aprender  aquellos ejemplares pastores, centenares de idiomas, formar gramáticas con ellos, y constituir así un monumento histórico  filológico que no tiene parecido. Antes del siglo del descubrimiento se funda Buenos Aires, poniendo broche a la conquista que abarca ya, desde la península de la Florida al Río de la Plata, todo el variado panorama del continente, cubriéndolo de ciudades, levantando templos que aún resisten el insulto de los siglos, y todo eso en tan breve tiempo y con tales consecuencias que, en realidad, son años que no transcurren en el tiempo no en el espacio, porque se desarrollan en lo puramente milagroso.

Cuando Felipe II para combatir la leyenda negra, quiere demostrar a Europa lo que España ha hecho en América, funda la “Crónica de Indias”, y es su primer cronista, Herrera, quien escribe para justificar su libro diciendo que ha sido hecho para que “sopieran las naciones extranjeras que todos estos católicos Reyes o sus consejeros han cumplido con la “Bula del Pontífice”, es decir, que se había descubierto y conquistado un mundo para la exclusiva gloria de Dios. Y que se lo había hecho mediante un esfuerzo tan ciclopeo, en una obra tan vasta, tan enorme, tan inconmensurable, que acercarse a ella , asombra y anonada. Por temor al vértigo, la historiografía liberal se conforma con citarla, al paso, sin penetrar en su contenido.  Prefiere las hazañas militares o los gestos vanos de los políticos, porque le interesa el desprestigio de España que es el de la catolicidad, pues mediante ese desprestigio ha procurado dejar indefensa a América para someterla a finalidades transitorias y políticas. Pero el engaño ha sido de balde. Ni la leyenda negra ni la literatura de guerra anticatólica han logrado que el Nuevo Mundo no se sienta  atado, también él, a una “potencia obediencial” que lo coloca ante la posibilidad de misiones imprevistas. Somos el continente de la fe y lo somos por una sucesión de milagros que marcan de manera indeleble nuestro irrenunciable futuro.

Asistimos en este momento al derrumbe de todo lo que se quiso oponer a él. Todas las autoafirmaciones orgullosas del hombre occidental, que lograron aislarle el alma, se vienen estrepitosamente al suelo, mientras una luz en las tinieblas, “la unidad de destino en lo universal” que une a los pueblos de hispana estirpe aparece como un remanso promisor, como la esperanza bienhechora de paz y de consuelo, que torne a los hombres por el camino que conduce a la ciudad celeste. El descubrimiento y conquista de América salvaron así, para la humanidad, los rincones apacibles en donde fructificada las mieses de la fe, reencontrarán los hombres sus almas perdidas. Si América siente la plenitud de ese milagro, que es claro en la conciencia de todo católico, habrá justificado su razón de ser; si América renuncia a su porvenir,  desaparecerá devorada por las fuerzas implacables del mal. Somos el continente elegido. Lo dice la gesta del descubrimiento y de la conquista, y lo dice, a pesar de todo, la resistencia tenaz con que hemos sabido resistir un siglo y medio de destrucción, en manos de las tendencias liberales a la francesa, con las que se quiso torcer nuestra alma inmortal ¡América fue descubierta para la fe, conquistada para la fe, salvada para la fe!

Tornar ahora a ella que es volver a su destino eterno. Reserva excepcional de la hispanidad, tiene escrito, en el libro de la historia, el poder ser la levadura de la humanidad que vendrá, devota de su origen divino y consciente de su sagrada misión terrenal.+

Vicente D. Sierra