Homenaje a nuestra
Madre Patria, a santa Isabel de Castilla
y al Gran Almirante
“EL DESCUBRIMIENTO
DE AMÉRICA ANTE LA CONCIENCIA CATÓLICA”
Vicente D. Sierra
Discurso leído por su autor en el acto
celebrado por el Colegio del Salvador, la Asociación de Exalumnos y la Academia Literaria
del Plata, el 29 de octubre pasado [1942]; para conmemorar el 450 aniversario
del descubrimiento de América.
Palabras
preliminares por el P. Guillermo Furlong S.J.
Error
peligroso es, señoras y señores, el creer que se sirve a la Patria calumniando a los
que la fundaron, y error no menos peligroso es el creer que quienes fundaron la Patria fueron tan sólo
aquellos hombres de 1810 que le dieron forma definitiva, y no los de 1580 y los
de 1650, los de 1730 y los de 1790 que lenta, pero vigorosamente, fueron
plasmando el alma nacional.
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No
desde 1810, sino desde los primeros decenios de la segunda mitad de la pasada
centuria, extendiose, por obra de espíritus aberrados, el innoble manto de la
calumnia sobre el pasado colonial argentino. Se abominó de los siglos de
oscurantismo durante los cuales los hijos de estas regiones yacían en la
postración más ignominiosa. La ignorancia y la barbarie dominaban doquier. Los
Reyes Católicos impedían celosamente todo desarrollo cultural; los Obispos,
católicos, claro está, apagaban todo conato de superación intelectual; la Inquisición, católica
y hasta clerical, cuidadosamente impedía la introducción de todo libro
científico, permitiendo que tan sólo ingresaran novenas y trisagios. No había Consejo
alguno de Educación y por ende no había
instrucción alguna primera; no había Ministerio de Instrucción Pública y
esta deficiencia imperdonable explica sobradamente la ninguna o
escasísima instrucción que, aun
entre los pertenecientes a las llamadas
familiar nobles o acomodadas, existió durante aquellos largos siglos de
ignorancia colectiva. Había una
Universidad, es cierto, pero era teológica…
Todavía,
señoras y señores, hay publicistas rezagados, hay escritores adocenados que se
hacen eco de asertos no sólo
desprovistos de toda verdad, pero diametralmente opuesto a toda la verdad, ya que el florecimientos cultural
argentino después de 1810 no sólo no ha superado pero, a nuestro entender, no
ha llegado a equipararse en belleza y originalidad, en universalidad y en
entusiasmo, a la que existió con anterioridad a aquella fecha. En 1642 no había más analfabetos que
en 1942. Apena el saber que hoy, son 47.559 los niños que en los 10 territorios
nacionales jamás han pisado una escuela. No saben leer ni escribir, no obstante
llegar a 20.252 los que viven dentro del
radio de las escuelas existentes en aquellas zonas del país, y es algo mayor la
distancia entre San Julián y Madrid que entre San Julián y Buenos Aires.
Desde
1910 hasta la fecha no ha sido poco, señoras y señores, lo que afanosa y
empeñosamente hemos realizado para esclarecer
los hechos relacionados con la cultura colonial argentina, ya
acumulando hechos concretos y precisos,
ya aportando pruebas documentales, ya rectificando errores inveterados,
ya finalmente disipando prejuicios de profundo arraigo , y hemos de
reconocer, y
reconocemos complacidos y hasta halagados, que nuestra labor no ha sido
inútil.
Aún los autores de los libros de textos
generalmente sostenedores , los más reacio, de las leyendas rutinarias y
de los
viejos errores han dado cabida en sus textos
a algunas, ya que no ha todas
nuestras conclusiones históricas referentes a la cultura colonial.
Pero
nos cabe una satisfacción mayor, ya que no ha sido, señoras y señores, un libro
de texto, ni un folleto trivial, ni una lucubración de escasa envergadura, sino
que ha sido un volumen macizo y robusto, lleno de ciencia histórica y de pensar
profundo, rebosante de verdad y de luz; ha sido una obra trabajada en la canteras
documentales y en el laboratorio del pensar genuino, el que con gesto mágico ha
desplegado en forma sorprendente toda la homérica grandeza de la conquista de
América y toda la sublime realización de
los ideales cristianos en los tiempos subsiguientes, con toda su maravillosa efloración
de santos y con toda su exhuberante y exultante efloración de sabios.
El
“Sentido Misional de la
Conquista de América” es el título, título acertado y
preciso, del ingente volumen aparecido hace apenas tres meses y que se nos
antoja, su autor disculpará nuestra presunción, se nos antoja ser el
árbol espléndido y frondoso lleno de
verdor y colmado de frutos que en forma prodigiosa , ha salido de los surcos
donde otrora derramáramos abundante simiente.
Su
autor es hoy de los nuestros, aunque
ayer no más, no era de los nuestros. Después de vivir profundas inquietudes
espirituales determinadas por un jugar
vertiginoso de hechos trascendentales,
entre ellos dos guerras que sobrepasan toda ponderación, llegó a la
conclusión de que , son palabras suyas, “nuestra generación no es ignorante,
¡Cómo lo va a ser viviendo en medio de enormes rotativos! Pero nuestra
generación es estúpida, y lo es, no por pensar ni por no sentir, sino por
pensar y sentir sobre bases falsas y engañosas”.
Educado
en nuestras escuelas sin alma aprendió cosas, y nada más que cosas. Llegado a
la juventud, en un período de auge racionalista, siente el vértigo de las
fórmulas mágicas, tan deslumbrantes hasta el día de ayer, pero ellas felizmente
no llegaron a aplastar la educación moral, que recibiera en sus primeros años,
en un hogar que, a pesar de toda la disolución moral, conservaba todavía, si
bien bajo el rescoldo, la vieja piedad propia de la estirpe hispana.
Una
fuerza poderosa le impulsó a un autodidactismo terrible; de cuyas consecuencias
se salvó su desinterés intelectual y su
ideal de sinceridad para consigo
y para con sus semejantes.
La
evolución, señoras y señores, del señor Vicente D. Sierra, desde el positivismo
racionalista hasta la verdad única y total, la de la Iglesia, no ha sido sino por
las vías de lo racional. Lee ávidamente durante años, lee de todo , lee sin discriminación,
sin depurar, y es en el mar de sus lecturas locas, harto amargas para la
inteligencia y harto frías para el corazón, que halla la corriente de la
verdad. Lo que se escribe contra la
Iglesia es lo que le atrae a la Iglesia y lo que se
escribe contra la España
es lo que le echa en brazos de la hispanidad.
Y
su pluma, pregonera valiente y elocuente de sus ideas y de sus sentimientos, la ha puesto el señor
Sierra al servicio de la
Iglesia y al servicio de la hispanidad, y lo ha hecho,
señores, en un libro tan voluminosos como conceptuoso y tan conceptuoso como
novedoso.
No
voy a estudiar “El Sentido Misional de la Conquista de América” pero estimo que América no
podía brindar a España, al ocurrir el 450 aniversario del descubrimiento, un
obsequio más adecuado que este libro en el que América descubre a España.
Claro
está que en el libro del señor Sierra el descubrimiento físico del Nuevo Mundo
pasa a un segundo plano y su autor nos enfrenta con el descubrimiento
espiritual y moral del continente
Americano. No pocos, antes que él,
habían intuido, más que conocido el sentido de la conquista, pero le cabe al
señor Sierra exponer en toda su amplitud y comprobar en forma irrefutable el
sentido hondamente misionero de la conquista, justificando así aquellas
palabras de Ramiro de Maeztu, “toda España es misionera en el siglo XVI”.
No
voy, señoras y señores, a desflorar el tema, que a petición del Colegio del
Salvador, de la Asociación
de ex-alumnos y de la Academia Literaria
del Plata ha escogido el señor Vicente
D. Sierra para conmemorar el 450 aniversario del descubrimiento de América,
pero permitidme que termine estas frases de presentación con este aserto: el
sentido misional de la conquista de América, puesto al descubierto por Vicente
D. Sierra constituye un aporte esencial a la fortificación de lo auténticamente
americano que por serlo será auténticamente español y por ser español será
fundamentalmente católico.
Eso
será lo que pondrá en evidencia el Sr. Vicente D. Sierra a quien tengo el
placer de ceder esta tribuna.
1.- CATOLICISMO E HISTORIA.
Los hechos históricos, y sólo lo son aquellos que tienen finalidad
histórica, o sea, aquellos que
contribuyen a acentuar los rasgos propios de toda tradición –porque sin
tradición no hay historia- tienen, para la conciencia católica, una claridad
particular.
Surge ella de ver la historia desde dentro y no desde el exterior. No
queremos decir que el católico comprenda siempre los hechos. Aquejan al hombre limitaciones substanciales
para comprenderlo todo, pero la conciencia católica se mueve con particular
comodidad dentro de la historia, porque no es un extraño en ella.
Si sólo primara el Destino de Dios no se comprendería la posibilidad de
la historia, como tampoco si sólo primara
la libertad del hombre sin ninguna finalidad sobrenatural, porque la
vida carecería de sentido al carecer de semejante objetivo. No existe una sola
concepción de la historia, por racionalista que sea, que no trate de explicar
los hechos representativos de la vida de los hombres condicionándolos a alguna
finalidad. Yerran en cuanto procuran finalidades razonables, puramente humanas,
y por consiguiente, limitadas, que importan una ruptura con todo sentido de lo
sagrado de la historia, por lo mismo que vuelven el hombre a la pura
naturaleza, renunciando a su liberación,
y por ello, a lo histórico. Por eso,
toda auténtica filosofía de la historia
sigue el camino de Hegel, o sea de liberar el pensamiento de toda
particularidad humana, aun corriendo el riesgo, que no supo evitar este
pensador, de evaporar abstractivamente la existencia, reduciendo el individuo a
la nada. Esa anulación de la persona humana llega a ser en Marx –un neo
hegeliano- de carácter absorbente. El hombre, para él, pasa a la categoría de
un simple instrumento sometido al proceso dialéctico de un desarrollo
groseramente materialista del mundo, aherrojado a una finalidad de puros
fundamentos humanos, de forma tal, que, el individuo desaparece supeditado a la
colectividad, y ésta, a su vez, se sacrifica a un proceso que, -destruido por una mayor justicia distributiva el nervio
motriz de la historia, que sería la
lucha de clases- conduce la existencia a un vivir sin historia, a un nirvana de
incomprensible estabilidad antihistórica.
Si tratamos de desentrañar las
consecuencias de estos conceptos advertimos que siempre que el hombre escapa a
lo sagrado, que cuando no acepta por lo menos la posición de Kierkegaard,
cuando dice que el hombre vive en la temporalidad, pero tiene una disposición
para lo eterno, porque es el más entrañado fundamento de su ser, él se
relaciona con lo eterno y lo divino, nos encontramos en plena rebeldía contra
lo histórico, porque nos encontramos,
además de en rebeldía contra las finalidades irracionales de la vida, en
rebeldía contra la libertad del hombre. Porque la historia no es otra cosa que
la lucha del hombre entre la naturaleza
y la divinidad; lucha en la cual, la libertad de la persona humana es
instrumento para librarla de las fuerzas ciegas de la primera, y ganarle, por
su fe y su voluntad, la salvación o la perdición respecto a la segunda.
El objetivo fundamental de la existencia, ha dicho Kierkegaard, es
trascender el vivir propiamente dicho para adquirir, en un instante de alta
tensión ética, la vivencia de la trascendente realidad de la religión.
Hay una voluntad de Dios que rige el mundo, pero la Redención, que salvó al
hombre del pecado, lo liberó para que pudiera servir a esa voluntad con plena
conciencia, y para que, alcanzado ese grande y decisivo momento, reencontrara
el paraíso perdido. Comprendiendo bien esta posición del
hombre en el cosmos es como se advierte
que la aparición de Cristo, gracias al misterio de la Redención, es lo que
eleva al hombre a la categoría de ser espiritual independiente. Visto este
hecho desde el exterior, aparece claro
que su consecuencia esencial fue la liberación del hombre en la resolución
libre del destino humano. Deja, entonces, de ser un ciego sometido al Destino;
deja de pesar sobre el hombre una predestinación irreparable. “Recobra
nuevamente –dice Berdiaeff- el sello de
su alto origen divino y desaparece la marca de la esclavitud, la marca bestial
de su procedencia animal”. Esta
liberación coloca al ser humano en el centro mismo de la creación, separandolo
de todo sentido inmanente de la vida y, al establecer su esencia en el libre
albedrío, hace que pueda romper las cadenas de su destino que lo ataba a una
naturaleza harto rígida. “Así el Cristianismo –dice Eucken- ha llegado a ser la
fuerza impulsora de la historia universal, la patria espiritual de la humanidad
y sigue siéndolo aún allí en donde los hombres están poseídos de la oposición
contra la Iglesia”.
Lo que diferencia a un racionalista de un católico es que el primero
comprende muchas cosas que no entiende, y el segundo entiende muchas cosas que
no comprende. El primero vive en un mundo que comprende, porque lo analiza,
pero el que no entiende porque lo mira, con su razón, desde afuera. El segundo
vive en un mundo que no comprende, pero al que entiende perfectamente, porque
lo mira desde adentro y a través de su Creador; y en esa tarea, ha aprendido
una cosa fundamental que no cabe en los esquemas gnoseológicos de la pura
razón, y es que no existe oposición entre lo
infinito y lo finito, lo temporal y lo eterno, en virtud de los cual
hace, como dice el filósofo danés antes citado, lo histórico, eterno, y lo
eterno, histórico. Por eso es el cristianismo la fuerza impulsora de la
historia; porque si ella no habría ni siquiera historia.
II.- LA RELACIÓN DEL
HOMBRE CON LA HISTORIA.
Nos ayudan estos conceptos a
penetrar con seguridad en la posición en la que vamos a considerar el
descubrimiento y conquista de América,
hecho que tiene, para la conciencia católica, un contenido propio que escapa a
los historicistas, como diría Belloc, del “punto de vista”. Dice el gran
escritor inglés: “Hay un punto de vista protestante, uno judío, otro
mahometano, o japonés; porque todos
ellos consideran a Europa desde el exterior. Más el católico contempla a Europa
desde dentro, y no puede haber un punto de vista católico de la historia
europea, como no puede haber pinto de vista de un hombre con respecto a sí
mismo. Sin embargo –continúa diciendo Belloc- la sofistería podría pretender
que existe un punto de vista humano del sujeto mismo que lo posee. Pero la
falsa filosofía en ningún caso como en
éste da pruebas tan evidentes de su falsedad.
Porque cuando un hombre con franqueza, y luego de un prolijo examen de
su mente, desea mirarse lo hará en línea paralela a su Creador y por ende a la
realidad; mirará desde su fuero interno”. Es de esas palabras de donde surge que la posición que Belloc
señala es, para la conciencia católica, lo mismo referida a la historia
particular de Europa, que a la universal toda,
porque la comprensión de lo histórico, su misma existencia, sólo es
posible cuando el hombre después de Cristo, adquiere la conciencia de su pasado
y de su destino. “Tenían los antiguos a Homero- dice Spengler- pero a ninguno
se le ocurrió, como a Schliemann, excavar la colina de Troya”. Grecia es un
pueblo de mitos, no de historia. Para
Platón hubiera sido incomprensible el
concepto que guía a Eucken cuando describe el drama del hombre de hoy ante el
mundo, diciendo; “La relación del hombre actual con la historia está llena de confusión;
estamos ligados a la historia, vivimos de la historia, y al mismo tiempo
sentimos nuestra vida fuertemente
oprimida por ella; y quisiéramos deshacernos de esa pesadumbre pero cuanto más
nos proponemos hacerlo arriesgamos caer
en el instante mero y simple, y para huir de ese peligro nos refugiamos de
nuevo en la historia”.
Estas palabras, lo repetimos, no
hubieran podido ser escritas antes de Cristo, por la razón esencial “que para
ese antepasado –como ha dicho Spengler- falta el pasado y el futuro, como
perspectivas creadoras de un cierto orden; y el presente puro llena esa vida
con una plenitud que nos es por completo desconocida”.
Es sólo después de Cristo cuando en los períodos cruciales el hombre
trata de interpretar lo que le rodea creando filosofía de la historia.
Queriendo penetrar el secreto de su vivir, pone en juego la inteligencia para
saber lo que hay en él que pertenece a la naturaleza y lo que pertenece a la
divinidad.
Es así como la primera filosofía de la historia fue establecida por San
Agustín ante el enorme drama de la caída del mundo antiguo. En su obra, la idea
central gira alrededor de la contraposición entre la Ciudad de Dios y la Ciudad del Diablo. “Dos
amores hicieron las dos ciudades –dice- . Esto es: a la terrena el amor de sí
mismo hasta el desprecio de Dios; a la celeste, el amor de Dios hasta el
desprecio de sí mismo. Además: aquella se gloría en sí misma; ésta es de Dios.
Aquella busca la gloria de los hombres; para ésta la máxima gloria es de Dios,
testigo de la conciencia”. La historia humana, dice Papini, que parecía guiada
por el acaso, por lo climas, por las pasiones del hombre, por sus necesidades,
se revela, como lo demuestra Agustín, enquistada sobre la aceptación o el
repudio de Dios. “Y las vicisitudes humanas, que a nosotros nos parecen las más
importantes del universo, y de las que insensatamente nos jactamos, no son más
que un episodio breve y sangriento que se intercala entre la creación de la
luz, al principio de los tiempos y la creación del nuevo cielo de los
resucitados”.
La Edad Media, que alcanza una extraordinaria
estabilidad espiritual, no muestra gran preocupación por la filosofía de la historia, pero en los
albores mismos del Renacimiento o sea, en otro instante crucial, cuando los
esquemas medievales comienzan a resquebrajarse, asoma Joaquín de Floris, que
deshace la imagen dualista de San Agustín, para ofrecernos un esbozo trino, tal
como la edad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que da motivo a una
visión mística del orden divino del universo. Pero esas visiones del carácter
sagrado de la historia ceden el paso,
ante el desarrollo de la corriente secreta que anima al Renacimiento, y ha determinado el sentido de la historia
hasta nuestros días, obedeciendo a una autoafirmación orgullosa del hombre, que
busca librarse del sentido sagrado de la
historia y procura, a la vez, lógicamente sin resultado, librarse de la pura
naturaleza. En ese camino la filosofía de la historia se deshumaniza, pero no
para divinizarse, sino para bestializarse. Se sobrepuso al ente espiritual el
hombre natural, y por ese camino, si bien
se puso en libertad a las fuerzas creadoras más sorprendentes, se separó
al hombre de los fundamentos divinos de la vida. Todo lo que vino después fue
un fracaso. Fracasó el propio Renacimiento, en primer término; fracasó luego, la Reforma, que prometía
libertad y sólo mostró, al decir de Berdiaeff, “su impotencia religiosa,
adoptando formas negativas y no creativas”. Fracaso, más tarde, de la
revolución que, al olvidar los derechos
del Dios en procura de los derechos del hombre, aniquiló a éstos en mentidas
libertades de puro conceptualismo jurídico.
Surgió entonces el drama a que se refiere Eucken al decir que “ la
relación del hombre actual con la historia está llena de confusión”; y ello fue porque se venía haciendo la
historia desde afuera; porque el hombre
de occidente, viviendo sin conexión con el pasado y sin conexión con ninguna finalidad irracional y
trascendente.
La reacción contra semejante estado de cosas se produce ya a comienzos
del siglo pasado, y su carácter es,
netamente, de índole espiritual. Pero aún en este terreno conviene que no haya
equívocos. “No hace falta ser un religioso militante, hemos leído en estos
días, para poder dar fe que el reino del espíritu existe”. Conviene caminar con
pié de plomo en tales materias, porque quien dijo tales palabras –el Dr. Arturo
Capdevila- considera también como fuerza
espiritual la que guía a los navegantes de la “Mayflower”, que condujera a los
puritanos al norte de América, después de hacer una sociedad anónima entre
ellos, y quienes debiendo llegar al norte de Virginia, arribaron a las costas
que John Smith había descubierto como más productivas, en un secreto cambio de
ruta que la historia no muestra como muy
espiritual. Comparar eso con el sentido misional que toma la conquista española
del Nuevo Mundo es, simplemente, un absurdo en lo espiritual y un desatino en
lo histórico.
Nosotros no reivindicamos lo espiritual, que lo diabólico puede también
ser espiritual, sino lo espiritual en cuanto se condiciona a un sentido
católico de la vida.
Espiritualmente la historia también puede verse desde afuera. Es espiritual el punto de vista
protestante, mahometano, budista o liberal, sobre todo cuando este último
descubre, por boca del citado escritor, que las instituciones políticas
norteamericanas derivas del Libro de los Actos de los Apóstoles, con lo que
estamos a un paso de la
demostración que para certificar la
resurrección del Señor se recurrió al sufragio, como aquellos que en el Ateneo,
del Madrid revolucionario y espiritual a su modo, llegaron a la conclusión de
que Dios existe, pues después de un debate sobre su posible existencia, al
someterse el problema a la deliberación públicas, obtuvo la tesis ‘existencial’
un voto de mayoría.
Las tendencias espiritualistas
que caracterizan al siglo XIX marcan el fracaso del pasado racionalista,
pero no bastan para satisfacer la sed de verdad
que, en este siglo, vuelve a abrevar en las fuentes de la pura ortodoxia
católica. Y es dentro de ella donde decimos
que fuera de la conciencia católica es imposible entender la historia,
porque sólo cuando el hombre comprende
que la religión es algo más que “
un invento de los curas para explotar incautos”, es cuando nace la verdadera
ciencia histórica; la cual, por serlo, no pretende entenderlo todo, sino
comprenderlo para terminar por entenderlo. Que se acerca a la historia mediante
el conocimiento íntimo derivado de la identidad. Y es de esta manera como
frente al descubrimiento y conquista de América, entendemos que se trata de problemas
de fe. La fe es el descubrimiento y la conquista, y el descubrimiento y la
conquista son la fe. Sólo una conciencia católica se encuentra cómoda en esa
historia, porque sólo ella conoce el
como y el porqué de su realización. “El
católico –dice Belloc- entiende el terreno en donde creció la planta de la fe”.
Parodiándolo diremos nosotros: entiende el “error” que guió a Colón, la hazaña
militar de Cortés, la imprenta llevada a Méjico por el obispo Zumárraga antes
del medio siglo de haber sido conquistada, el esfuerzo de los misioneros que no
procuran tierras donde existan sembrados
de maíz, como las buscaron los de la “Mayflower”, sino que la siembran ellos
mismos, mientras siembran la verdad de las palabras divinas en el corazón de
los naturales. Y los entiende, porque todo eso se produce dentro de su propio
mundo espiritual. Porque se realiza en una tierra que es su propia tierra y
respira su propio aire; y si está habilitada para ver como milagrosos los actos
de aquellos conquistadores, lo está para considerar normales las conversiones
de una Santa María de Agreda. Porque, para la conciencia católica, aquello que
suele ser irrazonable para un racionalista le es familiar, y por consiguiente,
altamente razonable. Así, la historia del descubrimiento y conquista de América
es, para una conciencia católica, una sucesión de hechos claros, perfectamente
entendibles, por lo mismo que muchos de
ellos carecen de explicaciones humanas,
pues son el milagro.
III.- EL MILAGRO EN LA
HISTORIA.
Ha escrito el padre Bull: “Como en toda obra de Dios, el fin último del
milagro, no puede ser otro que la comunicación de su bondad, y manifestación de
su gloria”, Para los historiadores, lo que
no logran explicar, nunca es un milagro sino un misterio. El del
descubrimiento y conquista de América es uno de ellos. No es el único que los tortura, porque hasta
ahora, por más vueltas que han dado, no
han logrado explicar el advenimiento del Cristianismo. Para nosotros no hay
tales misterios, aunque hay tales milagros. Pero aún aceptando la denominación de
misterios, que involucra la pretensión de que se llegará a aclararlos, pues de
hecho se les niega todo carácter sagrado, y se admite que la razón terminará
por conocerlos, es lo cierto que el porqué se descubrió América, cómo se
descubrió y para qué fue descubierta,
así por qué fue España la elegida para el descubrimiento, no fue explicado. La
crítica histórica, para la cual, por prescindir de todo sentido sagrado en la historia, sigue
sin resolver el problema de sí primero fue la gallina o el huevo, toma, frente
al descubrimiento, el rábano por las hojas, y dice que, a consecuencia del
éxito de la expedición colombina, el mundo tomó nuevas orientaciones,
libertadas por el Renacimiento y la
Reforma, al vincularse a la economía, que es, según dicen,
una de las grandes fuerzas motoras que mueven la vida del hombre en el cosmos,
encontraron nuevos y amplios campos de acción para que se cumpliera la Ley del Progreso, que
constituye, a pesar de que nadie ha explicado en qué consiste, la finalidad
histórica del historicismo racionalista.
Que como vemos, a pesar de serlo, acepta una finalidad irrazonable
respecto a la naturaleza, lo que es más grave que hacerlo respecto a lo sobrenatural. En este caso,
Colón habría sido movido por las fuerzas imponderables del Progreso, y España,
al realizar su gran labor conquistadora y misional, habría sido impulsada,
según los hemos visto descubierto por “La Vanguardia”, por las fuerzas teluricas, y no por
la fe. Y no es el caso de sonreír, porque “La Prensa” de hoy dice que “A los que creen en la irresistible
influencia de las fuerzas telúricas –parece que el principio forma parte del
Frente Popular- no les arredra el pensar que en el seno de la tierra americana…
tiene la libertad su hervidero propio”, aunque, en este hervidero, no se
explica porqué las fuerzas teluricas no dieron concepto de la libertad a los
mayas y a los incas, que sólo supieron de ella cuando la voz de los misioneros
de Cristo y de España, de libertad les hablaron. Pero no todos participan de
esta posición, y coloco entre ellos a Capdevila, dispuesto a aceptar que hay
algo de milagro, o de misterio, en el descubrimiento y conquista de América,
hecho que advierte en los elementos institucionales y políticos que determinan
en esta parte del mundo, “están de manos dadas –y para siempre- la libertad y
el bien público”. Nos encontramos así, conque lo que el descubrimiento de
América tiene de obra de Dios, vendría a ser una especie de anunciación de la Constitución del 53,
y como el “Contrato Social” de Rousseau, no sería la creación de un hombre,
sino la expresión a través de su pluma, de la actuación orgánica de la
naturaleza, -lo que señala a ese libro un lugar destacado en cualquier
Exposición Rural-, todo aquello que en la vida de nuestro continente no se
comprende o no se entiende, porque se quiere prescindir de la realidad sagrada
de la historia, y hasta de la verdad terrena de la misma, no sería otra cosa
que un acomodar inexplicable de los elementos de la vida y de la naturaleza para sancionar la
Ley Sáenz Peña. Semejante ajustar la
historia a necesidades circunstanciales de orden
terreno, importa, si se lo disfraza de ciencia mediante el empleo de lo
telurico, vulgar charlatanería, y su se lo acepta como milagro, desprestigiar
al milagro. Es quizás, confundir milagro con milagreria, y ya se sabe que para
no caer en esas confusiones España creó el Tribunal del Santo Oficio.
El milagro no es cosa milagrosa.
Los milagros son posibles cuando lejos de pugnar con las perfecciones de
Dios, están en perfecta armonía con sus atributos, y son su más bella y sensible manifestación.
Y sería un exceso creer que Dios supone el sufragio universal como algo en
armonía con sus atributos, o como manifestación de su gloria, y que todo el
milagro de la conquista espiritual de Hispano-América no condicionó a
transitorios objetivos institucionales.
El padre Bull nos ha dicho como el genio de un pintor crea maravillas
con su pincel mientras otro no logra hacer sino borrones; y ha explicado de cómo ese ejemplo demuestra
que nada se opone a que la naturaleza creada esté, en potencia, para producir
–bajo la acción de Dios- efectos que, naturalmente, y por sí sola no alcanzaría
a producir. Y llama a esta cualidad de las cosas creadas , “potencia obediencial”,
conforme a la cual, toda creatura tiene capacidad para obedecer al Creador en
lo que él quiera.
El racionalista, que sabe que el sol alumbra todos los días, pero que
no sabe porqué lo hace, sonreirá ante esta “potencia obediencial”. Un católico,
que no duda que el sol puede dejar de alumbrar algún día, pero que entiende
porqué lo hace diariamente, aunque no comprenda como lo hace, sabe
perfectamente lo que esa “potencia obediencial”, significa; y frente a nuestro problema
advierte que la fuerza impulsora del descubrimiento y conquista de América no
es ni un imperativo telurico, ni uno del progreso, ni uno político de las
instituciones humanas en afán de mejoramiento, sino que es la consecuencia de
la “potencia obediencial” que España tenía y tiene para los mandatos de Dios. Y
es que España vive, dentro de lo humanamente posible, en la ciudad celeste del
dualismo agustiniano y sabe, además, que el paraíso se conquista en la tierra,
pues después de la muerte el destino de cada uno está marcado y todo trueque es
imposible.
Por eso tiene “potencia obediencial”, y el milagro se realiza por sus
manos, porque ellas son las elegidas para comunicar a América la bondad de Dios
enseñándole el camino de la salvación. Y decimos milagro, porque el
descubrimiento y conquista de América constituye una epopeya en mucho
sobrehumana, porque fue, ante y sobre todo, manifestación evidente de la gloria
divina.
Aprendimos estas cosas repasando papeles viejos. Bebimos estas cosas no
en viejas teologías, sino en la historia misma, porque así como el orden
natural del universo, en su grandiosa relojería, es la mejor manifestación de
la grandeza del Creador, y constituye el milagro que se nos muestra en todos
los instantes de la vida, porque es imposible explicarlo por la mera relación
exterior de las cosas, así, lo que en el descubrimiento y conquista de América
es algo más que anécdota, para ser categoría, para constituir lo histórico
propiamente dicho –que es todo lo que tiene finalidad histórica- se nos muestra
como un milagro. Y no pretendemos con ello sacar los hechos de sus normas
naturales, porque el milagro no es antinatural, ni arbitrario, sino de una
naturaleza y de una regularidad más profunda. Lo que es antinatural es eso que
solemos llamar casualidad. Los hombres llaman casual a aquello cuyas causas
ignoran, sin advertir que la casualidad no existe. Varios siglos de
racionalismo estéril nos han hecho insensibles a estas verdades, y hasta hemos
llegado a creer que vivimos en un mundo que nuestra razón conoce, cuando, en
realidad, estamos rodeados por la incertidumbre más absoluta. Nos basta arrojar
la semilla en el surco promisor para saber que germinará en trigo, pero no
advertimos el milagro de que salga trigo de eso que llamamos una semilla. Así,
se va a los papeles para conocer el desarrollo de la historia, pero no se
advierte que encima de ellos hay algo superior, divino, que mueve la vida. El
racionalista renuncia “a priori” a ese conocimiento, y se queda, así, fuera de
la historia, mirándola desde el exterior. La conciencia católica se penetra en
la verdad de esa acción sobrenatural, y aunque no comprenda todo, todo lo que
pasa es entendida por ella, porque vive dentro de la historia y la ve con el
íntimos sentido de la identidad. Y desde esa posición vamos a señalar algunos
aspectos esenciales del hecho histórico que hoy recordamos.
IV.- ANTES DEL DESCUBRIMIENTO.
El primer hecho histórico destacable consiste en que sea España la descubridora.
España, a la que toda una tradición conduce, por la fuerza del ensueño
misionero, a penetrar en África, se encuentra de pronto, impensadamente,
obligada a realizar un vuelco total, pata volcar sobre el Nuevo Mundo la potencia espiritual de su catolicidad
militante.
Aquí fallan todas las interpretaciones científica de la historia. “La
historia es la más difícil de las ciencias porque obliga a abarcar el
panorama de todos los
conocimientos”, hemos leído en estos días, escrito por quien,
seguramente,
buscaba con ello demostrar todo lo que él sabe, más lo cierto es de una
mayor
modestia. Para hacer historia basta tener conocimientos históricos que,
eso sí,
no es tan fácil, no porque investigar y ordenar papeles requiera un
mente
especial, sino porque la requiere lo que muchos historiadores no tienen,
y es
sentido mismo de la historia, comprensión exacta de “lo histórico”.
Todos los
conocimientos juntos son incapaces de explicar este hecho simple, pero
concreto, de que sea España la descubridora; porque es la circunstancia
de haber sido España la que da al descubrimiento
de América un sentido universal de que habría carecido si sus
descubridores
hubieran sido los normandos, o, posteriormente cualquiera de los grupos
sociales que apostataron del catolicismo. Porque, y es éste el nudo de
la
cuestión, España no se encontraba en condiciones materiales para
realizar expansiones colonizadoras. Carecía de los elementos básicos
que, según
cualquier tratado de economía política, son indispensables para intentar
empresas de colonización. El materialismo histórico no tiene nada que
hacer para explicar la
gesta. Acababa España de salir de una guerra de siglos, y su pobreza era
tanta
que las alhajas de la corona estaban empeñadas, al punto que, para
cierta
ceremonia, debió Fernando buscar
garantías para que el prestamista facilitara a su esposa la corona
pignorada. Pero, en cambio de todo eso,
la fe se había fortificado en el alma española con sólida contextura en
la
lucha contra los moros. Asistía con temor al derrumbamiento de la
Edad Media y avizoraba, hacia Oriente el
avance amenazados del Islam siguiendo las trilladas rutas del Danubio y el
Mediterráneo. En aquellas horas cruciales para la cristiandad, porque ya los
signos de la próxima herejía comenzaban a mostrar su faz repugnante en muchas
partes de Europa. España es el único grupo nacional europeo que se afirma en sí
mismo y emprende la labor extraordinaria
de limpiar sus propias filas, depurar su propia vida, reafirmar su propia
tradición. Expulsa de su seno a moriscos y judíos que, a fines del siglo XV,
vivían en tanto número mezclados con la
población católica, y lo hace a riesgo efectivo de destruir gran parte de su
agricultura y debilitar su fortaleza económica. Y que no fue aquello una cosa
puramente española, porque fue un hecho de trascendencia universal se puso de
manifiesto en la conquista de América, en la acción militante de la Contrarreforma, que
salvó la catolicidad de parte de Europa, y en la gloria de Dios que fue el
siglo de oro. ¿Qué sino extraordinario guía sus pasos? Si de fines del siglo XV
damos un salta hasta nuestros días, advertimos que, en medio de la confusión
mental de esta hora, cuando las palabras tienen más importancia que sus
contenidos, en España y América Española las que anuncian vivir una “unidad de
destino en lo universal”, es decir, que continúa siendo la hispanidad la que
proclama la tesis salvadora que rebalza los particularismos políticos
nacionales, que sobrepasa lo puramente temporal, para señalar, como saldo de su
ensueño misionero, un futuro que supera, necesariamente, lo puramente humano.
Es la posición que España adopta en aquel declinar de la Edad Media, y
cuando la secreta corriente diabólica
que nutre al Renacimiento amenaza torcer el rumbo de la historia de Occidente,
lo que la muestra elegida para menesteres universales. Y ya tenemos las
condiciones esenciales para que el milagro
se produzca. Y él no consiste en el
hecho de que España fuera descubridora, sino la que fuera la que descubriera.
Sus marinos gozaban de sólidos prestigios, y ya en 1492 la navegación de altura
había logrado grandes éxitos en la península. El milagro consiste en que,
naturalmente, sin alterar ningún orden universal, sin nada arbitrario, sin eso
que la ignorancia sapiente denomina casualidad, España fuera la descubridora.
Y que el descubrimiento se hiciera en aquel año de 1492 ¡Era el sino,
el sino de la catolicidad! Al día siguiente del descubrimiento el mundo caerá
en el equívoco de colocar a la física
por encima de todas las demás formas del saber; la moral abandonará a la
economía, y los medios de producción comenzarán a pasar a pocas manos para explotar
a los más; el principio de autoridad comenzará a resquebrajarse y, destruyendo
la persona humana, comenzará a identificarse con la fuerza pública; y ese
incremento de la riqueza total, juntamente
con el desarrollo del materialismo, conducirá el mundo a las formas
escépticas y negativas que terminarán por enfangar a Europa en la tragedia de
dos guerras de extraordinaria crueldad en menos de treinta años, y en este
derrumbe de todos los valores gratos al espíritu, lo único nobilísimo que se
salva, lo único que asoma para nutrir las esperanzas, lo único que alumbra el
camino de la posteridad es la fe, la fe que como sedimento insobornable
permanecía en el fondo tradicional de
los pueblos a los que la ortodoxia
militante de España colocó en la verdad, lo mismo en estas tierras de América
por la evangelización heroica, que en Europa, donde, simultáneamente a la
conquista del nuevo mundo, la ciencia española, durante el siglo XVI, ciencia
de noble estirpe católica que fundió en el alma nacional el humanismo
renacentista para cristianizar el paganismo del Renacimiento, expandió la
doctrina de la gracia suficiente salvadora para asegurar la unidad moral de los
hombres. Porque la Providencia no llama a
España solo a misionar en las tierras vírgenes de América, sino en las cultas
de Europa, y es esa sincronización de misiones lo que revela que en aquella
hora el descubrimiento de América es
algo más que una aventura marítima, o un
afán de expansión nacional, porque su evangelización coincide con la defensa que de la catolicidad España
emprende en el viejo mundo, dentro de una unidad de ofensiva que gana adeptos a
la fe en estas tierras, defiende a los creyentes de la herejía en aquellas, y pone
barreras infranqueables para que esa misma herejía no atraviese el mar y haga
pié en las costas del Nuevo Mundo. Y mientras salva así la fe de Europa,
compensa así las ganancias de la
Ciudad del Diablo haciendo entrar en la Ciudad Celeste a
los naturales del continente recién descubierto. Aquí son los misioneros los
que dicen al indio la nueva verdad
liberadora, mientras allá, en las universidades de Clermont, Lovaina, Oilinga,
Inglstad, Viena, Praga, Varsovia, Coimbra, Ebora y Roma, son los Arias Montano,
Mariana, Vitoria, Maldonado, Ledesma, Suárez, Valdez, Pedro de Soto, Gregorio
de Valencias, Salmerón, Treviño y cien más, los que proclaman la fe y siembran
las doctrinas que fructifican ahora, después del fracaso de la corriente
secreta del Renacimiento, para salvar al mundo. Esta unidad de destino que Dios
otorga a España, y a la que se liga el descubrimiento y la conquista de
América, no ha sido explicado por la historiografía. Ni lo será nunca, porque
no lo puede ser, porque estas no son cosas del conocimiento sino del
entendimiento. La historiografía se ha conformado con describir los hechos sin penetrar en ellos,
porque todos los conocimientos que obstruyen
la mente de los historiadores, recargadas con tanto peso, repletas de
tanta ciencia como la que supone la cita que antes hemos hecho, no sirven para
explicar lo que para cualquier conciencia dé la sujeción del destino humano a
los designios de lo eterno, salvando la libertad del hombre para elegir el
camino de la salvación o de las perdición, resulta claro, justamente por ser
milagroso. Y es milagroso, porque se siente
que hay una voluntad sobrenatural rigiendo el destino de la hispanidad
en aquellas horas cruciales de la vida
de los hombres. Si en aquel momento la verdad de la Iglesia no hubiera contado
con el brazo español, es posible que la ciudad celeste de la dualidad
agustiniana hubiera desaparecido del globo, desdeñada por una diabólica ola de
orgullo humano.
V.- EL DESCUBRIMIENTO.
¡Las cosas que se han escrito sobre Colón! ¡Y las que se escriben! Toda
una literatura historicista que en el infundio y la confusión llega al delirio,
se ha volcado, sobre todo en estos días, sobre el papel impreso. Santo, vidente, equivocado, negociante, de
todo se le ha dicho. Se lo ha querido
unir a Pablo de Osorio, con una línea que abarca simplemente mil años;
se lo ha hecho discípulo de San Francisco y realizador de los sueños de
Raimundo Lulio. Unas veces razona como el Dante o Petrarca, y otras desciende
como vulgar marinero. Y es que el hombre cuando quiere explicar las cosas
prescindiendo en absoluto del Creador, por considerar ese camino harto
irracional cuando se posee tanta ciencia y tantos conocimientos como dicen que tienen los historiadores, cae
en afirmaciones mucho más irracionales. Renuncian a creer en Dios para substituirlo
por una nebulosa; no creen en la Divina
Providencia, pero están dispuestos a aceptar que el universo
vive dentro de una sustancia que tiene, simultáneamente, según lo que se trate
de demostrar con ella, propiedades correspondientes a los sólidos, a los
líquidos y a los gases. Así, todo se ha dicho de Colón, pero lo que no se ha
buscado en él, es lo único que en él vale, y es el ser un hombre. Los que
creemos en los milagros, y en el milagro del descubrimiento, vemos en Colón a
un hombre; los que no creen en los milagros ven en él a un iluminado, a un
vidente, a un santo, a un genio, a un ambicioso, a un equivocado, es decir,
tratan de agregar a lo puramente humano, condiciones especiales que lo saquen
del orden de lo puramente humano. Y puestos en este terreno, la verdad es que
las ideas de Colón tuviera sobre el globo terráqueo, sus conocimientos
cosmográficos o geográficos, y todas
esas paparruchas pedantescas y hasta idiotas con que se procura demostrar que
el descubrimiento fue obra de la casualidad o de la videncia, nada tiene que
ver con el descubrimiento mismo. Si el impulso que lleva las naves colombinas
hasta San Salvador hubiera sido una obra
individual, el papel de España habría comenzado y terminado con Cristóbal Colón. Como comenzó y acabó con aquellos navegantes
normandos y daneses que, según comprobaciones historiográficas llegaron siglos antes a las costas de América, y
volvieron a sus tierras sin haber sentido que el descubrimiento les determinara alguna labor o alguna misión.
Ha dicho Carlos Pereyra: “Se ha divinizado a Colón y se ha envuelto su proeza
en las nieblas de la falacia que
pretende explicar el movimiento social por la acción singular de ciertos
grandes hombres, figuras solitarias sin antecedentes, sin auxiliares, sin
posteridad. Se ha querido hacer de Colón un mártir, un adivino, un héroe; un
santo entre malvados; un vidente rodeado de ciegos; un audaz en peligro de ser
arrojado al mar por la confabulación de los cobardes. Todo esto es invención
romántica –falsedad pseudopoética- y en sus nueve décimas partes, propaganda
anti española”. Y cuando se dice propaganda antiespañola se dice propaganda
anticatólica. Consiste ella en no querer ver
que lo esencial no es el descubrimiento, porque lo esencial, y ahí está
lo milagroso, es ver que al día siguiente de tenerse la conciencia de haberse
descubierto tierras desconocidas, y antes de tener una idea de la
continentalidad de lo descubierto, todo un pueblo, animado por una idea que lo
abarca en su totalidad, se siente arrastrado por un arrebato místico, cual si
América poseyera imanes sobrenaturales, y condiciona su razón de ser en la
labor misionera que emprende de inmediato con militancia heroica hasta la sublimidad.
Pareciera que el mentado sueño de Colón hubiera sido ensueño de toda el alma
española; pareciera que España había tenido la anunciación de un destino
trasatlántico porque no hay en ella ninguna sorpresa y, naturalmente, sin
vacilaciones pide al Romano Pontífice, Bula de Donación, , y ya organiza, como
un hecho normal de su vida, la primera misión que, encabezada por el padre Bull,
parte con Colón en la segunda expedición descubridora. ¡Cuántos hechos
concordantes a este fin! La guerra contra los moros ha terminado; del seno de
la nación ha sido expulsados los elementos que podrían haber llegado a perjudicar
su ortodoxia. El cuerpo administrativo de la Iglesia ha
sido reformado por la acción de aquel
grande cardenal Cisneros, y el Tribunal
del Santo Oficio se cuida de la fe española presintiendo sus destinos
extraordinarios. En medio de toda esa renovación llega Colón a Santa Fe y pacta
con los Reyes su primer viaje. Comienza ya entonces a trabajar la leyenda
negra. ¿En mérito de qué derechos los Reyes de España concedían títulos y
concesiones a Colón en las tierras que descubriera? ¿Con qué derechos los Reyes
Católicos pactaban con el navegando afirmando ser señores de la
Mar Oceana donde Colón navegaría? No
falseaban la verdad Isabel ni Fernando. Convenios firmados entre la Corona de Castilla y la de
Portugal, en 1480, habían delimitado las respectivas soberanías oceánicas, y
con Colón se conviene, en Santa fe, navegar dentro del mar correspondiente a la
soberanía castellana, para descubrir algunas tierras desconocidas que se
suponía existían en él, y que, inclusive, se las colocaba como correspondientes
al archipiélago canario. Todo este ha sido debidamente aclarado por un ilustre
historiógrafo argentino, el Dr. Rómulo D. Carbia, y no ha sido desvirtuado por
ninguna crítica seria ni responsable. A ella sólo se le ha opuesto el
palabrerío, y muchas veces el charlatanismo audaz, que, engaña a los incautos,
y no es óbice para llegar hasta las academias.
Cuando Colón regresa triunfador se produce algo sorprendente, y es que
en Europa nadie da el descubrimiento el valor que realmente tiene, y que entonces
se desconoce, pues hasta 1502, por obra de Vespucio, no se tuvo sentido de la
continentalidad de los descubierto, pero en España no sucede lo mismo. Una sorprendente
iluminación, una auténtica revelación –que no se inspira en datos materiales-
dice a los Reyes Católicos que lo descubierto no es lo que se buscaba; que
aquella modesta isla a que Colón
arribara en el Mar Oceana, navegando hacia las Indias y no a las Indias, no
pertenece a la soberanía de España y es un presente que la divinidad que impone
una tarea, y es entonces que los mismos Reyes que años antes han pactado para navegar en mares de su
pertenencia, comprenden que aquello no les pertenece, y no invocan títulos de
descubridores, ni de conquistadores, sino que recurren al Pontífice Romano en
busca de la Bula
de Donación, para ir a llevar la palabra de Cristo.
En un instante, inmedible en el tiempo, España tuerce su destino
africano y emprende la ruta de sus destino americanos. Y cuando sale la segunda
expedición, el sentido misional predomina en la conciencia de España, porque
ella, que tiene “potencia obediencial”, sigue el mandato que la empuja a buscar
la mayor gloria de dios.
Todo esto es milagroso, en fuerza de ser normal; todo esto es
extraordinaria en fuerza de no tener nada de extraordinario. Pero para percibir
lo que dentro de lo natural de los hechos rebalza las posibilidades de la razón
para entenderlo, basta la conciencia católica que nos sume dentro de la
historia, esa historia que no entienden quienes la miran desde el exterior, los
que buscan una ambiciosa unión de Oriente con Occidente basándose en relatos
posteriores al descubrimiento, en fantasías deliberadamente tejidas o en
falsificaciones concientemente
realizadas. Todos esos elementos tienen orígenes conocidos en beneficio de una
gloria que se desplomaba como consecuencia de lo que dejaron demostrado los
pleitos y difundieron Oviedo, López de Gomara y sus traductores y difundidores
extranjeros; en beneficio de una gloria que se necesitaba aumentar para
disminuir la real, o sea que la obra del descubrimiento de un pueblo con destino
misional, y no la de un hombre con videncias geniales. Después del
descubrimiento primigenio es posible que Colón soñara con la ruta de Oriente,
pero es una superchería hacer del descubridor un genio que había avisorado las posibilidades de aquella ruta,
y despertado con ello –y está aquí el nudo de otro aspecto antihispano- la
ambición de Fernando por tierras donde las piedras preciosas y la especiería
ofrecían tesoros inextinguibles al alcance de la mano. ¡Bueno era Fernando, con
su realismo aragonés, para creer en historias a lo Marco Polo! Sin contar que
si hubiera creído en aquellas riquezas, algo más que las tres caraberas,
reunidas con préstamos particulares, hubiera enviado aquel Rey que tanto
necesitaba para saldar las deudas de la corona de descubrir tesoros donde los hubiera.
VI.- HUMANIZACIÓN DEL DESCUBRIMIENTO.
Uno de los aspectos que más admiro en la obra historiográfica de Rómulo
D. Carbia, dedicada al estudio del descubrimiento es la de haber humanizado a
Colón, y ser la única historia de aquel gran
suceso hecha a base de documentos
auténticos, vinculados al mismo. Por que lo que la mayoría ignora es que las
historias de Colón y de sus viajes se vienen construyendo, desde las del padre
Bartolomé de las Casas hasta nuestros días, a base de documentos que nadie ha
visto y de otros de cuya existencia ni siquiera ha sido probada. Y hasta ahora,
contra Carbia se han usado adjetivos, pero no conocemos un análisis serio que
provoque dudas sobre uno sólo de los
elementos documentales que ha empleado. Y estamos en condiciones de afirmar que
Carbia no ha dado ha conocer toda su documentación, y que, entre ella, se
encuentran constancias concretas de cómo España informó a Portugal de que Colón
salía a completar los descubrimientos
que se estimaban posibles en el archipiélago canario, en virtud de los cual
Portugal se desinteresó de la expedición, cosa que no hubiera sido posible si
la misma hubiera tendido a fines orientales, los que, por otra parte, no
hubieran sido nunca intentados por España dados los acuerdos y las Bulas que,
alrededor de este cuestión, existían en la época.
La tesis tradicional sobre el descubrimiento es obra de Bartolomé de
las Casas, y tiende a demostrar que Colón proyectó un viaje al Asia, navegando
al poniente y que los Reyes católicos propiciaron la empresa con fines
expansivos y evangélicos. Los fundamentos de esta versión son los siguientes:
1º. La carta prólogo al “Diario de Abordo” del primer viaje, cuyo original
nadie ha visto, pues sólo existe una copia hecha por el padre Las Casas, que no
es, según propia declaración, copia literal, sino glosa de la misma. La lectura
de esta carta demuestra la intención del padre Las Casas de dar a la primera
expedición finalidades que, por cierto, no están de acuerdo con lo que surge de
la lectura del propio “Diario Abordo”, lo que confirma la tesis de Carbia, o
sea, que la carta de referencia ha llegado a nosotros tergiversada.
2º. Las informaciones que el mismo Las Casas ofrece en su “Historia de
las Indias”, la cual permaneció oculta y vedada hasta fines del siglo XVI. Está
probado, además, que Las Casas modificó
el contenido original de su “Historia de las Indias” para hacer un alegato
forense a favor de Colón.
3º. El libro de Fernando Colón, “Historia del Almirante” cuya
apocricidad no puede ser negada por ningún historiador responsable. Se trata de
una superchería realizada en base a un historia de Colón escrita por Pérez de
Oliva y destinada a salvar, sobre todo, la nobleza de los descendientes del
Almirante. Cabe agregar, además, que la supuesta obra de Fernando Colón abunda
en plagios de obras publicadas después de su muerte.
4º. Una epístola atribuida al
cosmógrafo florentino Pablo del Pozzo Toscanelli, dirigida a Colón, y de la
cual nunca fue hallado el original ni indicio alguno de su autenticidad.
A estos documentos esenciales, y como vemos, inexistentes en sus
originales, o notoriamente falsos, se agregan muchos otros de menor
importancia, pero, en todos los casos, la crítica advierte, con facilidad,
interpretaciones indefendibles; tal, por ejemplo, la de la carta del Duque de
Medina Coeli al gran Cardenal de España, fechada en Cogolludo, el 19 de marzo
de 1493, en la que le informa acerca del
retorno del descubridor y en la que se habla de sus ideas para “ir a buscar las
Indias”. Este “ir a buscar las Indias” es interpretación de una frase contenida
en el pasaporte otorgado por los reyes a
Colón, y en que se indica el contenido que se ha dado a éste. La frase reza:
“Mittimus… per maría oceana al par les indie…” lo que no quiere decir, como se
ha pretendido, que Colón surcara el Océano para
ir a buscar las Indias, sino “hacia el lado de las Indias”, para que se
entienda bien que su empresa no tiene el propósito de violar lo tratado entre
Castilla y Portugal en 1480. y de conformidad con lo cual estaba vedada toda
navegación castellana, por mar, en dirección al África. Y dice Carbia: “La India, según es sabido, era,
en 1492, la región geográfica opuesta, en el Atlántico, a las tierras del
continente negro, entonces usufructuadas por los lusitanos. En este hecho está la única razón de la frase:
“Ad partes Indie”, que equivalía a establecer que Colón no iba al África, sino en dirección contraria a ella. Y
agrega Carbia: “Y que eso era necesario
precisarlo, para evitar un choque entre
Portugal y Castilla, nos lo hacen comprender varios documentos de aquella época
histórica. Cuando menos dos: una real cédula
en la que los reyes vedan a las naves colombinas tomar rumbo a Guinea, y
una terrible orden del monarca portugués mandando hundir todo barco extranjero
que fuera sorprendido en las aguas limitadas por la costa africana y una marca
que saliendo de Madeira correría hacia el Sur, pasando por las Islas de Cabo
Verde, con la sola exclusión de las Canarias”.
Frente al gran acopio de documentos inexistentes, Carbia, que es un
historiador auténtico, en abierta rebeldía con la tradición ha demostrado que
la empresa colombina tenía por objetivo concreto el hallazgo y conquista de
islas que podían ser buscadas por los castellanos sin violar lo pactado con
Portugal, y por mi parte, creo haber demostrado, en obra reciente, el ningún
carácter misional de la primera expedición de Colón ( “El sentido misional de
la conquista de América”, Buenos Aires, 1942). La documentación en que se apoya
es grande, concordante y sobre todo real. Se trata de documentos que existen.
Aunque no corresponde al tema de esta conferencia digamos que nuestro ilustre
compatriota ha demostrado, además, las
razones de la superchería de la leyenda tradicional que como historia aún
circula respecto al primer viaje de Colón, ha señalado las falsificaciones y ha
denunciado a su autor. Para hacerlo ha afectado, además de la petulancia de
muchos, a ciertas tendencias indianistas, de corte antihispánico, que se apoyan
en el Padre Bartolomé de las Casas y su proverbial falta de veracidad, para
desprestigiar la acción de España en América, y en tal sentido, como la
superchería colombina fue obra del agresivo obispo de Chiapas, poner en duda su
historia colombina es poner en duda su “Destrucción de las Indias",
mamotreto indefendible, en el cual el polemista no repara en medios, pues era
hombre cuyo temperamento lo conducía a
obtener el triunfo de lo que tenía por
justo, sin respeto alguno por la verdad de lo que argumentara a favor de su
causa. La obra del padre Las Casas sirvió luego para nutrir la “leyenda negra”
en cuanto a los indios, y una leyenda antiespañola, respecto al descubrimiento,
que es, en el fondo, leyenda anticatólica, y que consiste en dar a un hecho que
es, esencialmente, obra de un pueblo, el valor de obra de un genio, de un
vidente, pretendiendo explicar un hecho de la trascendencia histórica,
material, espiritual y moral, del descubrimiento y conquista de América, como
acción singular de ciertos hombres, figuras solitarias sin antecedentes, sin
auxiliares, sin posteridad, como decía Carlos Pereira. La tesis de Carbia irrita por lo mismo que
hace de Colón un ser normal, un buen hijo de vecino, como tantos otros, en cuya
historia no caben aquellos frailes cínicos y socarrones –y por ser frailes,
notoriamente ignorantes- que se burlaron de sus teorías, para regocijo de los
librepensadores que en las peluquerías de antaño, mientras se “hacían la barba”, observaban en
las paredes del negocio un cuadro de Colón derrotado ante una sonrisita que, si
esta conferencia se transmitiera por radiotelefonía se podría calificar de
“cachadora”, junto a otro cuadro donde, invariablemente, figuraba Galileo en el
momento de declarar “E pur si muove”, a pesar de estar quieto en la lámina.
Carbia ha humanizado a Colón, y ha humanizado a la expedición
descubridora. Y hacerlo era importante,
no sólo porque siempre es importante saber la verdad, sino por cuanto saberlo
es, justamente, lo que da grandeza al descubrimiento de América.
Lejos de nosotros desestimar el factor humano en la historia. Todos lo
genuinamente histórico tiene un carácter concreto e individual, pero al hombre
en la historia, o se lo toma como a un
ser sobrehumano que lo determina todo por su cuenta y riesgo, o se lo
deshumaniza hasta hacer de él un títere. No hay términos medios. La época
napoleónica, por ejemplo, es explicada por muchos en exclusiva
función de las reacciones hasta glandulares
de Bonaparte, y no falta quien haya
querido hacerlo excluyéndolo del todo, como consecuencia de los factores
económicos que constituirían la suprema estructura de la historia. Estamos
lejos de tales posiciones. El hombre es el ser histórico por excelencia, y sin
hombre no hay historia. La sociología podría prescindir del hombre, la historia
no. La primera juega con abstracciones, la segunda, lo repetimos, es concreta e
individual. Lo que pasa es que no todos
advierten que lo individual no supone siempre
al individuo. Así es como ha podido decir Berdiaeff que si el concepto de
“nación histórica” es colectivo, al mismo tiempo es un concepto plenamente
individual. Y donde lo advertimos es en
aquella España descubridora y conquistadora. Toda España es misionera en el
siglo XVI, dice Ramiro de Maeztu. Creo haber demostrado documentalmente esa
tesis. No hay una individualidad española, en ese período de grandes
individualidades, que no este fundida en la individualidad misma de la nación.
Por eso el descubrimiento es obra de España. Si Colón no hubiera salido de
España o si su expedición hubiera sido una mera aventura de un soñador o de un
sabio, de un vidente o de un pobre navegante que se había enamorado de los
errores de Ptolomeo; si Colón no hubiera sido otra cosa que un soñador o
hubiera sido un equivocado, al llegar de su expedición habría expuesto los
resultados de la misma, ellos se habrían, o no, discutido, y es probable que
algunas expediciones de aventureros especuladores hubiera penetrado tras el mar
tenebroso en procura de aventuras o de dinero. Pero lo que sucede es distinto.
Lo que sucede es que cuando Colón llega a España y dice que ha arribado a una isla que se
encuentra en mares que no pertenecen a la corona de Castilla, España corre a
los pies del Pontífice, pide Bula de Donación, se compromete a una empresa
misionera y España hace todo eso porque -¡y he ahí el milagro!- España ha
descubierto lo que no ha descubierto Colón: España ha descubierto a América.
Colón ha descubierto una isla, pero España descubre un destino. España ve lo
que Colón no ha visto. He ahí lo que no es fácil comprender porque es inútil buscar documentos
para verlo, y que es lo que la conciencia católica entiende. He ahí lo que no tiene explicación
histórica porque sólo tiene explicación mística. Recordad la conversión de
Saulo, llamado después Pablo. “Y yendo por el camino aconteció que llegó cerca
de Damasco, y súbitamente le cercó un resplandor de luz del cielo”. España va
camino de Damasco con las carabelas que procuran nuevas islas para aumentar el patrimonio de Castilla, y la
isla Guanahani que sale a su encuentro es como Jesús apareciendo a Ananías para
que Pablo reciba la vista y sea lleno del Espíritu Santo. “Y al instante le
cayeron de los ojos como escamas…”. Colón trajo una isla y España abrió los
bazos porque, intuitivamente, sabía que le llegaba un nuevo mundo y una nueva
misión. Ella descubría a América.
Lo que viene después constituye el episodio más dramático de la
historia de Occidente. La herejía religiosa rompe la unidad europea, y en ese
momento España encabeza el movimiento de reacción, batiéndose en todos los
terrenos, en todos los climas y en todos los pueblos.
Mientras sus doctores combaten en las Universidades, sus misioneros
penetran en las selvas y conquistan almas. El conquistador clásico, el tipo
casi fabuloso de conquistador no existió en aquellas primeras islas que fueron apareciendo a la
avidez curiosa de los descubridores. En la Española se instalan agricultores. Se inicia allí
el milagro extraordinario de trasplantar
la flora y la fauna europea a las nuevas tierras, creando, inconcientemente,
las bases alimentarias de la próxima expansión continental. “La conquista de
Méjico, la del Perú, la de Nueva Granada, fueron obra de los estancieros
antillanos –dice Carlos Pereira- que proveían a los empresarios de las
expediciones”. Y cuando esas bases de sustento fueron suficientes, comenzó lo
extraordinario.
La reforma de las ordenes religiosas que había realizado la excelsa
figura del Cardenal Cisneros, y ello, ya lo hemos dicho es otro signo de la Providencia que
contribuía al sentido integral de la
misión hispánica, había dotado a España de un estado religioso superior al de ningún otro pueblo. Al
purificar y elevar la vida religiosa de la nación, ésta se volcó sobre el nuevo
Mundo de tal manera que, en pocos años, la labor evangelizadora supera por sus
resultados toda posibilidad estrictamente humana. Fecunda podría llamarse la España de entonces, aunque
sólo hubiera producido a una Santa Teresa de Jesús, pero es que, en realidad,
la hispanidad toda, en España como en América, florece en santidades. Y si en la Península junto a Santa
Teresa nos encontramos a Fr. Pedro de Alcántara, con su rostro que al decir de
la santa, “no parecía sino hecho de raíces de árboles”, a Fr. Juan Bautista de la Concepción, al P.
Alonso Monroy, a Fr. Juan del Santísimo Sacramento, a Fr. Tomé de Jesús, y a
tantos otros que dan nueva vitalidad a las ordenes religiosas, y aparecen más
tarde San Ignacio de Loyola, fundando la auténtica milicia católica, y San José
de Calazans, padre de las escuelas pías, y tantos otros; en América refulge la
gloria celestial de los doce apóstoles
franciscanos que forjan la civilización mejicana, y con ellos un Fr. Pedro de
Gante, apóstol de la enseñanza, y la santidad de Santo Toribio de Mogrovejo, y
la de San Francisco Solano, y toda esa pléyade imposible de nombrar, porque son
más que los que alberga la memoria, entre los que nuestro país debe gratitud a
los padres Diego de Torres, Alonzo de Bazana, Roque González, Luis de Bolaños,
Rivandeneyra, y otros. Es así como al
día siguiente de fundada la ciudad de Méjico, había en ella una catequesis para
niños y adultos, una escuela de primeras letras y de bellas artes para nobles
aztecas y una escuela industrial para artesanos. En 1538 ya se inauguraba la Universidad de Santo
Domingo, y sólo hacía 40 años que ante los ojos del muchacho de Triana había
aparecido la luminosa verdad de un nuevo mundo. Veinte años después del arribo
de los primeros misioneros a Méjico, el obispo Zumarraga pedía imprenta para
imprimir libros escritos en parlas indígenas, porque muchos de los naturales ya
sabían leer. Debieron aprender aquellos ejemplares pastores, centenares de
idiomas, formar gramáticas con ellos, y constituir así un monumento histórico filológico que no tiene parecido. Antes del
siglo del descubrimiento se funda Buenos Aires, poniendo broche a la conquista
que abarca ya, desde la península de la Florida al Río de la Plata, todo el variado
panorama del continente, cubriéndolo de ciudades, levantando templos que aún
resisten el insulto de los siglos, y todo eso en tan breve tiempo y con tales
consecuencias que, en realidad, son años que no transcurren en el tiempo no en
el espacio, porque se desarrollan en lo puramente milagroso.
Cuando Felipe II para combatir la leyenda negra, quiere demostrar a
Europa lo que España ha hecho en América, funda la “Crónica de Indias”, y es su
primer cronista, Herrera, quien escribe para justificar su libro diciendo que
ha sido hecho para que “sopieran las naciones extranjeras que todos estos
católicos Reyes o sus consejeros han cumplido con la “Bula del Pontífice”, es
decir, que se había descubierto y conquistado un mundo para la exclusiva gloria
de Dios. Y que se lo había hecho mediante un esfuerzo tan ciclopeo, en una obra
tan vasta, tan enorme, tan inconmensurable, que acercarse a ella , asombra y
anonada. Por temor al vértigo, la historiografía liberal se conforma con
citarla, al paso, sin penetrar en su contenido.
Prefiere las hazañas militares o los gestos vanos de los políticos,
porque le interesa el desprestigio de España que es el de la catolicidad, pues
mediante ese desprestigio ha procurado dejar indefensa a América para someterla
a finalidades transitorias y políticas. Pero el engaño ha sido de balde. Ni la
leyenda negra ni la literatura de guerra anticatólica han logrado que el Nuevo
Mundo no se sienta atado, también él, a
una “potencia obediencial” que lo coloca ante la posibilidad de misiones
imprevistas. Somos el continente de la fe y lo somos por una sucesión de
milagros que marcan de manera indeleble nuestro irrenunciable futuro.
Asistimos en este momento al derrumbe de todo lo que se quiso oponer a
él. Todas las autoafirmaciones orgullosas del hombre occidental, que lograron
aislarle el alma, se vienen estrepitosamente al suelo, mientras una luz en las
tinieblas, “la unidad de destino en lo universal” que une a los pueblos de
hispana estirpe aparece como un remanso promisor, como la esperanza bienhechora
de paz y de consuelo, que torne a los hombres por el camino que conduce a la
ciudad celeste. El descubrimiento y conquista de América salvaron así, para la
humanidad, los rincones apacibles en donde fructificada las mieses de la fe,
reencontrarán los hombres sus almas perdidas. Si América siente la plenitud de
ese milagro, que es claro en la conciencia de todo católico, habrá justificado
su razón de ser; si América renuncia a su porvenir, desaparecerá devorada por las fuerzas
implacables del mal. Somos el continente elegido. Lo dice la gesta del
descubrimiento y de la conquista, y lo dice, a pesar de todo, la resistencia
tenaz con que hemos sabido resistir un siglo y medio de destrucción, en manos
de las tendencias liberales a la francesa, con las que se quiso torcer nuestra
alma inmortal ¡América fue descubierta para la fe, conquistada para la fe,
salvada para la fe!
Tornar ahora a ella que es volver a su destino eterno. Reserva
excepcional de la hispanidad, tiene escrito, en el libro de la historia, el
poder ser la levadura de la humanidad que vendrá, devota de su origen divino y
consciente de su sagrada misión terrenal.+
Vicente
D. Sierra