Un papa rojo y verde
El autor de esta nota
es un liberal. A quien el discurso de Francisco molesta especialmente porque
contiene tópicos anti-liberales. Si bien es cierto que hay un juanpablismo liberal que presenta de
manera sesgada las enseñanzas del polaco sobre la economía de mercado –gusten o
no-, no es menos cierto que Francisco ha realizado críticas más fuertes al capitalismo
de mercado que Juan Pablo II. El artículo de Sorman contiene algunos aciertos:
descubre el doble discurso (en rigor, es un discurso polimorfo); detecta la
intrusión clerical en cuestiones que están más allá de las competencias del
Magisterio eclesial sobre cuestiones temporales; y señala las coincidencias con populismos
actuales. Nos parece que resulta de interés reproducirlo en cuanto revela que la
burbuja de entusiasmo francisquista continúa desinflándose.
UN PAPA ROJO Y VERDE
Por Guy SORMAN
ESTABA tentado de titular la
crónica de esta semana «El Papa Verde», cuando recordé que el escritor de
Guatemala Miguel Ángel Asturias había recibido el premio Nobel por una novela
con ese título. En la obra de Asturias, el Papa Verde es un cultivador de plátanos.
Para evitar cualquier confusión con el Papa Francisco, nosotros le
calificaremos aquí, respetuosamente, como Papa Rojo y Verde, una forma rápida
de connotar sus elecciones sociales, que
son discutibles, pues responden más a la política que a la teología.
El Papa Francisco es a la vez el
jefe de la Iglesia católica, una autoridad moral, y una celebridad, por
elección propia. Benedicto, su predecesor, optó por la teología y la
discreción, lejos de las candilejas, y era poco político. El Papa Francisco, en
cambio, elige expresarse sobre los asuntos del mundo. Por tanto, está permitido
juzgar políticamente sus declaraciones, desde el momento en que no conciernen a
los Evangelios, sino a las ideologías de nuestro tiempo.
¿Un Papa Rojo? Según hemos observado en esta misma crónica, el Papa
Francisco multiplica las declaraciones contrarias a la economía de mercado (que
Juan Pablo II había calificado oportunamente de «economía libre»). Al hacerlo,
abraza las tesis de moda en Latinoamérica, de la que es originario, tal como fueron
formuladas por Dom Helder Camara, el «cardenal rojo» de Recife, o por el
escritor uruguayo Eduardo Galeano, teóricos de la denominada teología de la
liberación. Esta teología, que data de las décadas de 1970 y 1980, fue
repudiada por los hechos y por sus mismos autores. ¿Los hechos? Latinoamérica
ha empezado a librarse de la pobreza de masas al rechazar el marxismo, con
excepción de Argentina (el país del Papa Francisco), que sigue siendo
anticapitalista, y está sumida en la corrupción y la miseria de masas. ¿Sabe el
Papa Francisco que, poco antes de morir, Eduardo Galeano reconoció que se había
equivocado, que su «Biblia» económica, Las
venas abiertas de América Latina (1971), que achacaba la pobreza al
imperialismo, no fue más que un error de juventud? El Papa Francisco permanece
anclado en esta ideología. ¿Es inadmisible la confesión de Galeano? ¿Es más
sano, o santo, perseverar en el error?
Resulta que el Papa Francisco reincide al abrazar la causa de los
ecologistas integristas sobre el «cambio climático». Después de haber consultado en
el Vaticano al secretario general de la ONU, un verdadero militante climatista,
y a «científicos», pero solamente a los que creen en el calentamiento de la
Tierra debido al factor humano, el Papa se dispone a publicar una encíclica,
que se impondrá como un dogma a los católicos. Unas declaraciones preliminares
del Papa («El hombre debe dejar de destrozar la Naturaleza», el pasado 15 de
enero en Manila) que permiten creer no solamente en el calentamiento –lo que es
un hecho–, sino también en la responsabilidad del capitalismo contaminante,
entusiasman a los Verdes. El Papa es de los suyos. Ahora bien, aunque hay
cambio climático, no está demostrado que se deba a las actividades industriales
o a nuestro gusto inmoderado por la electricidad, los automóviles y la luz
eléctrica. Considerar que el factor
humano es la causa principal del cambio climático no es más que una hipótesis
sin verificar: permite oportunamente incriminar al capitalismo, tomando el
relevo del marxismo arcaico. Se observará que los verdes integristas apelan a
la ciencia como Karl Marx, que, en su época, se proclamaba «socialista
científico». ¿No debería el Vaticano, escarmentado por el proceso de Galileo,
mostrarse más prudente antes de casarse con tal o cual «verdad», que es solo
momentánea? Oportunamente también, las tesis integristas sobre el calentamiento
invitan a más normativas, confiriendo una nueva legitimidad a los estados
debilitados por su incapacidad económica: el verde sustituye al rojo o se añade
a él.
Se comprende que la izquierda y los medios de comunicación adoren a
este Papa, cuando no habla de Jesús. Pero ¿cuál es la utilidad del Papa si
piensa como todo el mundo? Se limita a avalar a los conformistas, que no
piensan por sí mismos, sino que piensan como todo el mundo.
Una pausa, de todas formas, para
tranquilizar a los conservadores: el Papa Francisco no hace necesariamente lo
que dice. Después de haber declarado de manera espectacular que no se permitía
condenar la homosexualidad («¿Quién soy yo para juzgar?», ha declarado), rehúsa
acreditar como embajador en el Vaticano al diplomático que le ha enviado
François Hollande. Este diplomático es buen católico, pero es homosexual.
Intentemos comprender: ¿Francisco, jefe de Estado, no quiere un embajador
homosexual, mientras que Francisco, Papa, abraza a los homosexuales?
Habida cuenta de esta dualidad del
Papa, ¿qué Francisco es, el verde o el rojo? ¿El sacerdote o el jefe de Estado?
A los católicos les gustaría saber a qué santo encomendarse, mientras que para
los demás Francisco no es más que un hombre político de tantos, según sople el
viento.