Desobediencia debida: justificación doctrinal del alzamiento Cristero (1-3)
INTRODUCCIÓN
Promediando ya la centuria son pocos los
que han oído hablar del sangriento episodio que debió sufrir México en
los años posteriores a la “Revolución mexicana”. Quien haya tenido la
posibilidad de viajar allí, apenas si podrá encontrar uno de cada cinco
mexicanos que le den noticia de lo que fue la Cristiada[1].
Desde fuera del silencio oficial
(cincuenta años duró el silencio del Estado y de la Iglesia), quizás el
primer interrogante que surge ante este fenómeno político-religioso es
la pregunta acerca de las bases doctrinarias que justificaron el
levantamiento del pueblo contra el gobierno. He aquí, creemos, el aporte
de estas líneas.
Sucede que la cosmovisión cristiana de la
cual eran deudores los católicos mexicanos no era simplemente un barniz
como en gran parte de nuestro continente hoy en día. Allí y entonces,
el 99%[2]
de la población que adhería a la religión fundada por Jesucristo, no lo
hacía simplemente por una “tradición” folclórica: existía una
convicción, una determinación personal en cada uno de ellos que los
impelía a actuar según las normas de la Iglesia[3].
1. ¿RESISTIR O AGUANTAR AL TIRANO? RESPUESTA DE LA DOCTRINA CATÓLICA
Es verdad que son innúmeras las páginas en las que, en el Antiguo Testamento,
se hablan de guerras y “rumores de guerra”; es que el pueblo de Israel
nunca fue un pueblo sumiso. Sin embargo, no es en la Antigua Ley donde
puede encontrarse un cuerpo doctrinal claro y preciso para contrarrestar
los ataques injustos del enemigo (interior o exterior). Quizás sea una
excepción – por el modo en que está narrada – la agresión que debió
sufrir el pueblo elegido por parte de Antíoco IV Epifanes[4], según se cuenta en el primer y segundo libro de los Macabeos.
Habrá que esperar apenas un siglo y medio
más para que, en la plenitud de los tiempos (Gal 4,4) comenzara a
desparramarse por el orbe conocido la nueva enseñanza de Cristo, y no
sin ciertas divisiones al respecto.
La mansedumbre y humildad de corazón, el poner la otra mejilla y el perdón de las ofensas
eran consigna cristiana; sin embargo, los primeros seguidores del
Crucificado se encontraron frente a una gran disyuntiva: siendo
perseguidos como rebeldes y fanáticos por parte del Imperio Romano,
¿debían o no defenderse?, ¿era lícito rebelarse contra la autoridad
instituida?, ¿acaso no había mandado el Maestro respetar las
autoridades?, ¿acaso no se había Él mismo sometido a un tribunal
injusto?
La letra mata, pero el espíritu vivifica…; la religión católica no es sólo la religión “del Libro” (la sola scriptura de Lutero) sino de lo que se ha creído siempre, por todos y en todo lugar,
según la famosa sentencia de San Vicente de Lerins; a esto se le llama
la Tradición de la Iglesia, segunda fuente de la revelación. Pero
entonces: ¿qué opinó siempre la Iglesia al respecto?
a. Respecto del levantamiento, entre los primeros doctrinarios que se opusieron rotundamente al uso de la violencia tenemos a Tertuliano, San Hipólito, Arnobio, Lactancio y Orígenes,
todos considerados respetables por la Iglesia pero no guías infalibles
de sus enseñanzas (de entre ellos incluso algunos con posturas
claramente contrarias a la enseñanza tradicional, como fue Orígenes).
b. Con otra perspectiva encontramos a
autores más seguros doctrinalmente y tenidos como “santos padres” de la
Iglesia, es decir, aquellos que interpretaron con solidez las enseñanzas
de Cristo. Entre ellos encontramos a San Atanasio, para quien
[…] matar no está permitido, pero aniquilar a los adversarios en la guerra es legítimo y digno de alabanza. Y son recompensados con premios mayores quienes en la guerra combaten con diligencia, y se les levantan columnas funerarias que recuerden sus hazañas[5].
El mismo San Ambrosio, obispo de Milán, llegaba a decir que
David nunca llevó a cabo una guerra, sino cuando fue provocado. De esa manera tuvo a la prudencia en el combate como compañera de la fortaleza [la cual] se emplea en la guerra para defender a la patria de los bárbaros, o para defender de los ladrones a la familia o a los amigos, es una fortaleza llena de justicia[6].
Y también la siguiente afirmación, que hace progresar el debate: […] quien pudiendo no protege a un compañero de ser agredido, es tan culpable como el que agrede[7].
Pero ha sido sin duda el gran obispo de Hipona, San Agustín, quien hizo dar un salto cualitativo a la reflexión cristiana.
El otrora maniqueo narraba, al hablar de la guerra, que no por ser una desgracia dejaba de ser necesaria en algunos casos: Una
triste necesidad para los hombres buenos, y felicidad para los malos;
sin embargo, aún sería peor si los malhechores dominaran a los hombres
justos[8]. Este tipo de guerra, en defensa de los buenos, tenía como finalidad restaurar la paz y la justicia. Y, entre la paz y la guerra, siempre debe ser preferida la primera.
Al respecto, escribía alrededor del año 428 a Darío, gobernador del África:
Ciertamente son grandes y tienen su gloria los hombres de guerra fortísimos y fidelísimos – lo que ya es un título de gloria verdadera – a cuyas fatigas se debe, con la ayuda de Dios que los protege, que sea vencido el enemigo indómito y se consiga la paz para la República y las provincias. Pero es objeto de mucho mayor gloria el matar a la misma guerra con la palabra, antes que matar a los hombres con la espada, y conseguir la paz con la paz, no con la guerra. Pues aquellos que pelean, si son buenos, buscan sin duda la paz, aunque a través de la sangre[9].
Si quisiéramos resumir el pensamiento
agustiniano, deberíamos decir que la guerra sólo puede hacerse por una
causa justa y después de haber agotado el recurso de la palabra, siendo
su finalidad siempre el buscar la paz y aplicando la benevolencia contra
el enemigo, es decir, buscando incluso su bien. A estas condiciones,
San Agustín añadía también una última: la guerra debe ser declarada por la autoridad pública y no por los particulares[10].
Como bien señala González Morfín, el santo doctor no hesita al momento de hacer uso de las armas, lejos de todo irenismo:
No pienses que si alguien milita entre las armas guerreras no puede agradar a Dios. Militar era el santo David, de quien el Señor dio tan gran testimonio […]. Soldado era aquel centurión que dijo al Señor: No soy digno de que entres bajo mi techo […]. En las armas estaba aquel Cornelio a quien fue enviado un ángel que le dijo: Cornelio, han sido aceptadas tus oraciones […]. En ellas estaban aquellos que vinieron a hacerse bautizar por San Juan […]. Cuando los militares le preguntaron qué tenían que hacer, les respondió: No golpeéis a nadie ni le calumniéis, y contentaos con vuestros estipendios. No les prohibió militar bajo las armas, pues les mandó que se contentaran con su estipendio[11].
Como este se encuentran otros muchos
pasajes en los que se apoya para autorizar la carrera militar e,
incluso, para justificar cierto tipo de guerras; por lo tanto, a pesar
de que San Agustín no propone una doctrina sistematizada en torno de la
guerra justa, sí ofrece una definición que engloba, hasta cierto punto,
lo que en muchos otros pasajes dice de la guerra:
Se suelen definir como ‘guerras justas’ las que se llevan a cabo para castigar una injusticia, por ejemplo, cuando un pueblo, o una ciudad hace la guerra para corregir una acción mala que se había hecho contra los suyos, o para restituirles lo que por la injusticia les había sido arrebatado[12].
Es decir, se aprecia cómo lo que da lugar a que una guerra se pueda considerar justa no es otra cosa que la iniquitas inimicorum (iniquidad del enemigo), es decir, será justa en la medida en que se acometa para evitar un mal o reparar una injusticia.
Es en San Agustín donde la reflexión de
los Padres encuentra su expresión más madura. En ella, la guerra aparece
como una lamentable realidad que, para ser lícita, necesita cumplir una
serie de características, algunas de las cuales han pasado hasta
nuestros días como condiciones indispensables para que se pueda
justificar una reacción armada ante una grave injusticia. Extraídas de
fragmentos recogidos en obras diversas, estas condiciones establecidas
por el obispo de Hipona son cinco: a) una causa justa; b) que tenga como
finalidad la paz; c) rectitud de intención al pelear; d) agotar antes
el recurso del diálogo y e) que sea una autoridad legítima quien la
declare[13].
Sin duda que el converso Agustín sentó las bases doctrinales; sin embargo la enseñanza de la Iglesia no culminó en Hipona.
De entre los doctores de la Iglesia, el
hijo de los condes de Aquino, Santo Tomás, ha sido siempre la guía
segura a lo largo de los siglos. En sus obras – principalmente en la Suma Teológica – hay elementos claros (clarísimos), para abrevar en una doctrina sobre la resistencia armada sin desfallecer en el esfuerzo[14].
En el marco de la moralidad o inmoralidad
de la guerra, tratado en la cuestión 40 de la II-II de su obra magna,
plantea si emprender un conflicto bélico es siempre pecado, a lo que
responde negativamente, es decir, existen casos en los que justamente se
puede recurrir a la guerra; sin embargo, para que ésta sea considerada
“justa”, son necesarias tres condiciones: 1) que sea convocada por la autoridad del príncipe (pues no compete a persona privada promover una guerra); 2) que exista una causa justa, es decir, que se haga para reparar un agravio; y 3) que la intención de los que la emprenden sea recta, esto es, que busquen obtener un gran bien o evitar un gran mal, pero que no se muevan por la ambición, ni por la crueldad[15].
En el mismo sentido y ahondando en el
tema, dos cuestiones más adelante, en la cuestión 42, trata acerca de la
sedición y, después de explicar que se trata de un pecado especial y
que difiere de la simple guerra porque no se trata de atacar – o
prepararse para atacar – a un enemigo extranjero, sino que son dos
partes de un mismo pueblo las que se enfrentan, Santo Tomás se
cuestiona, en el artículo segundo, si la sedición es siempre un pecado
mortal, y afirma que sí. Sin embargo, aclara que como un régimen
tiránico no es justo, pues no está ordenado al bien común, una rebelión
en contra de un gobierno así no tendría carácter de sedición. Es más, un
tirano que sólo buscase su propio bien en perjuicio de su pueblo, sí
podría ser acusado de sedicioso, pues al subyugar a su pueblo alimenta
discordias y sediciones.
Como bien anota González Morfín, sin
ser todavía un verdadero tratado sobre la resistencia armada, este
pasaje de Santo Tomás contempla la posibilidad de resistir a un régimen
que haya abandonado la búsqueda del bien común para centrarse sólo en su
propio provecho[16].
Finalmente, en la cuestión 69, artículo 4, de la Summa,
se plantea si es lícito a un condenado a muerte defenderse para evitar
que se ejecute la sentencia. En la respuesta, el Aquinate afirma el
derecho del reo a defenderse si ha sido condenado injustamente, sin
embargo, incluso este derecho está sujeto a ciertos condicionamientos: Pues
así como es lícito resistir a los ladrones, de la misma manera es
lícito resistir a los malos gobernantes, excepción hecha si se causa
escándalo cuando de una actitud así se puede seguir un desorden muy
grave[17].
En otra de sus obras, De regimine principum
(del gobierno de los príncipes), el santo doctor se plantea la
posibilidad de resistir a un gobierno tiránico. Allí el Aquinate
establece al menos tres condiciones para que moralmente sea permitida
una acción de resistencia armada: a) la existencia de una tiranía que
violente fuertemente los derechos de la sociedad civil; b) que el
levantamiento contra el gobierno tiránico ofrezca probabilidades de
éxito; y c) que los males que se provoquen no sean mayores que aquellos
que se intenta remediar.
En resumen, dice González Morfín,
De lo tratado por Santo Tomás tanto en la Summa como en el De regimine, se puede establecer que, aunque dispersos en distintas partes de su obra y sin la finalidad de ofrecer una respuesta concreta, se encuentran elementos muy valiosos para establecer una doctrina sobre la resistencia armada a un gobierno opresor. En primer lugar, éste afirma que es justa y que debe distinguirse de la sedición, pues una rebelión en contra de un gobierno que está ordenado al bien del pueblo no tiene carácter de sedición. En segundo lugar, establece cuatro condiciones que debe cumplir un movimiento de resistencia armada para ser considerado moralmente lícito: a) la existencia de una tiranía real; b) que el movimiento contra la tiranía posea serias posibilidades de éxito; c) que no se provoquen desórdenes peores y d) que de esta actitud no se siga escándalo[18].
Pero el pensamiento escolástico no
termina con Santo Tomás. Más adelante y no sin ciertas desviaciones en
otras ramas de la filosofía, el Renacimiento también se vio interesado
en el asunto; así Francisco de Vitoria, en sus Comentarios a la obra del
Aquinate, abordará expresamente el tema de la resistencia a un gobierno
tiránico al comentar la cuestión 42 de la Summa (II-IIae) en
la que, como dijimos, se admite la posibilidad de rebelión frente a un
gobierno injusto, sin caer en sedición. Vitoria acepta este principio,
pero insiste las proporciones (lo que se ha dado en llamar el principio
de proporcionalidad): “conviene siempre prever si a partir de esto se
sigue un mal mayor; por ejemplo, si hay diez mil hombres en la ciudad y a
causa de mi sedición mueren ocho mil, mejor es que el tirano sea
tolerado a que mueran tantos hombres”[19], dice.
Francisco Suárez, por su parte, y en una
dudosa interpretación de Cayetano (al parecer, le hace decir lo que no
dice) establece que, quien emprende una guerra está obligado
[…] a procurar la máxima certeza posible en relación con la victoria; además, está obligado a comparar la esperanza de la victoria con el peligro de los daños y ver si ponderadas todas estas cosas la esperanza prevalece. Pero si es imposible conseguir tanta certidumbre, al menos debe tener una esperanza más probable de victoria, o igualmente dudosa según sea la necesidad del Estado y del bien común[20].
En síntesis, según este breve pantallazo,
en las reflexiones desarrolladas por los citados autores clásicos se
encuentran las condiciones que posteriormente prevalecerán en la
doctrina de la Iglesia al entender un levantamiento como legítimo. Así
resume González M., las condiciones:
En primer lugar, la existencia de una causa justa, actualmente explicitada como la existencia de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales, o bien, que el daño causado por el agresor a una nación o a la comunidad de las naciones haya sido duradero, grave y cierto.
En segundo lugar, la rectitud de intención. Esto entraña que la opción por las armas nunca será la primera para dirimir un conflicto ni, mucho menos, una alternativa válida para reivindicar ambiciones. A la guerra se va sólo por necesidad […].
En tercer lugar, la aplicación cuidadosa del principio de proporcionalidad, que entraña el no acudir a la defensa militar cuando es previsible que el empleo de las armas entrañe males y desórdenes más graves que aquel que se pretende eliminar […].
La exigencia de que existan probabilidades fundadas de éxito. Condición atenuada por Suárez, quien la reduce a la exigencia de que, al menos, la posibilidad de la victoria sea más probable que la de ser derrotado. Condición recogida por el Catecismo, pero que es omitida en algunos tratados clásicos sobre la guerra.
Por otra parte, cabe señalar que ha quedado fuera de la doctrina recibida la primera condición exigida por Santo Tomás para declarar una guerra, es decir, el sujeto competente para tomar esta decisión. El Aquinate concede esta potestad al príncipe […]. Con el tiempo prevaleció lo postulado por Vitoria: “Cualquiera, aunque sea un simple particular, puede emprender una acción de guerra defensiva”[21].
[1]
Sin ir más lejos, hace apenas algunos meses (escrito en abril de 2012)
se proyectó en la televisión mexicana una serie de cortometrajes muy
bien logrados sobre la Historia de México, titulada El encanto del águila,
donde apenas si le dedican un par de minutos mal narrados a este
episodio nacional. Quizás, para remediarlo, pueda verse el largometraje
recién estrenado titulado Cristiada.
[2]
Según el censo oficial de 1910, los católicos en México eran
15.033.176, mientras que los no católicos sólo 127.193; según el
episcopado mexicano, diez años después, luego de la guerra cristera, ese
total sólo había disminuido en un 2%, probablemente a raíz de la
persecución que se había desatado (Cfr. Carta que el Episcopado
Mexicano dirige a los Venerables Episcopados de los Estados Unidos,
Inglaterra, España, Centro y Sud América, Antillas y Filipinas, 11-2-1936).
[3]
Entre los estudios más serios al respecto se encuentra el de nuestro
colega Juan González Morfín (2009), en quien nos inspiramos y usamos de
guía.
[4]
Antíoco Epifanes (215-164 a. C.) era el tercer hijo de Antíoco III el
Grande que reinó en la Siria helenística del 175 al 164 a. C.
[5] San Atanasio, Epist. ad Amunem monachum, PG 26, 1173.
[6] Cfr. San Ambrosio, De officiis, Mauritius Testard (ed.) I, XXXV, 177, CChL 15, 65 y I, XXVII, 129, 15, 47.
[7] Ibídem, I, XXXVI, 179, CChl 16,66.
[8] San Agustín, La ciudad de Dios, Bernardus Dombart y Alphonsus Kalb (eds.), IV, 15, CChL, 47, 111.
[9] San Agustín, Epistulae, Alois Goldbacher (ed.), 229, 2, CSEL 57, 497-498.
[10] Cfr. San Agustín, Contra Faustum, Joseph Zycha (ed.) XXII, 75, CSEL 25, 673.
[11] San Agustín, Epist. 189, 4, CSEL 57, 133-134.
[12] San Agustín, In Heptateuchum, Ioannes Fraipont (ed.), VI, 10, CSEL 28, 429.
[13] González Morfín, 2009:34.
[14]
Tan clara es la posición del Aquinate que en nuestro país, la
Argentina, hicieron uso de ella tanto los movimientos guerrilleros de
extracción católica (Montoneros), aun cuando terminaron apoyando una
revolución marxista, cuanto los cuadros militares que dieron el golpe
cívico-militar de 1976, para detener el avance de la misma.
[15] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-IIae, q. 40, a. 1.
[16] González Morfín, 2009: 37.
[17] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-IIae, q. 69, a. 4.
[18] González Morfín, 2009: 39.
[19] Francisco de Vitoria, Comentarios a la Secunda Secundae de Santo Tomás, q. 42, a. 2, ad 3, en Francisco de Vitoria, Comentarios a la Secunda Secundae de Santo Tomás, tomo II: De caritate et prudentia (qq. 23-56), en Beltrán de Heredia, 1932: 300-301.
[20] Francisco Suárez, De bello IV, 10, en Pereña Vicente, 1954: 144.
[21] González Morfín, 2009: 45-46.