HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN NACIONAL
ESPAÑOLA
TOMO II: “Historia militar de la guerra”,
redactada por el Tte. Cnel.
Don
Jorge Vigón y por don José I. Escobar, Marqués de las Marismas
( Editada por la Sociedad Internacional
de Ediciones y de Publicidad, Boulevard Haussmann 76, París)
LA IMAGEN FUE AGREGADA Y NO CORRESPONDE A LA PUBLICACION ORIGINALCapítulo XII: Nunca se insistirá bastante en la necesidad de conocer bien las cosas antes de juzgarlas. Y en el peligro de que, precisamente, cuando se trata de juzgar acontecimientos e instituciones de países extraños, todos nos creemos autorizados a prescindir del más elemental conocimiento de los hechos.
Comprender la verdadera figura
del Ejército
Español dentro de la política nacional, constituye uno de los factores
esenciales para interpretar adecuadamente la historia política de
nuestra Patria
en los últimos cien años. Pero al mismo tiempo le será muy difícil a un
francés, a un inglés, a un norteamericano, partiendo de la imagen de lo
que
representa el Ejército en sus respectivos países, llegar a darse cuenta
exacta
de la diferencia de ambiente que justifica la diferencia de misión.
Es preciso no
olvidar, y antes bien grabar como punto fundamental de partida en cualquier
investigación acerca de la española, el arraigo de los principios religiosos y morales en torno a los cuales se
ha forjado la historia de nuestro pueblo. Por esa razón, jamás lograrán hacer mella en él las
instituciones de la
Revolución Francesa. Se aceptaron porque no había más
remedio, como cosa impuesta por la moda que había que soportar para no quedar
mal a los ojos de Europa, pero con la convicción íntima de que se trataba de
cosas artificiales que algún día desaparecerían para retornar al auténtico modo
de vivir. Y el auténtico modo de vivir
no guardaba relación alguna con esas periódicas farsas electorales para
construir un parlamento totalmente
desarraigado del sentir nacional y atento sólo al medro personal de sus
componentes. El Ejército, inspirado en
la idea de servicio a la Patria,
encarnaba mucho más exactamente las esencias nacionales que las instituciones
traídas por el viento de la revolución.
Por encima de las corrupciones de los tiempos, el español conservaba el
culto por las ideas grandes y generosas. Entre las ruines intrigas para
satisfacer mezquinas ambiciones que
constituían todo el tejido de la vida parlamentaria, y la abnegación con que el
Ejército laboraba en silencio y
acudía a sacrificarse por la Patria, cada vez que la torpe
conducta de los políticos le obligaba al trance de tal sacrificio en holocausto
del honor nacional, el pueblo distinguía con certero instinto de qué lado estaba el auténtico espíritu español. Asimismo la
figura del oficial recatado y honesto, que en medio de la frivolidad ambiente
simbolizaba el último reducto del honor, acertaba mucho mejor a encauzar los
verdaderos latidos nacionales que los histriones del parlamento, los cuales, al
igual que los del teatro representaban cada día un drama diferente, según la
conveniencia de sus empresarios.
Por eso sería
un error enjuiciar la larga serie de pronunciamientos españoles del siglo XIX
considerándolos obra de un impulso o ambición personal de sus promotores. Sería
fácil descubrir en cada caso, la corriente de opinión nacional, que oprimida
por unas instituciones anti nacionales, no encontró otro medio de manifestarse
que la espada de un general. El gesto del Caudillo interpretaba la voluntad del pueblo, como pudo observarse,
por ejemplo, en ocasión del golpe de Estado del Gral. Primo de Rivera en el año
1923, acogido por la opinión pública, por su sola significación contra la farsa
democrática, con aplauso unánime. Nada de particular tiene por tanto, que en
cuanto la República
de 1931 empezó a dibujar su verdadera fisonomía entre los resplandores rojos de
los conventos incendiados, todas las
miradas convergieron sobre el Ejército
viendo en él, una vez más, la única salvación posible contra la turba de
facinerosos ocupantes del poder.
Mientras el
Ejército está ahí, se decía el hombre de la calle, no hay nada perdido y mi
único papel es el de esperar confiado el desarrollo de los acontecimientos.
Sólo el Ejército, además, tiene la fuerza precisa para cortar, cuando sea
oportuno, todos los experimentos de la desintegración nacional.
Para la
conciencia española, aparecía en suma el
Ejército como un organismo perfectamente homogéneo inspirado en los más puros
ideales que tenía hasta cierto punto la obligación de dejar a los hombres
civiles enredar en los asuntos públicos siempre y cuando no comprometieran
excesivamente la existencia de la Patria. En
ese momento, al que dentro del juego de las instituciones legadas por la Revolución se llegaba
infaliblemente con cierta periodicidad, la obligación del Ejército se convertía
en la de apartar de un papirotazo a los enredadores y enderezar el rumbo de los
destinos nacionales.
Claro está
que la realidad de las cosas no coincidía en los últimos tiempos con esa imagen
ingenua. La clase militar, a pesar de su notoria mayor pureza moral que
cualquier otra de la Nación, no era ya ese organismo unido y perfecto que
creía el hombre de la calle. Integrado en definitiva por hombres, habían
ejercido influjo sobre ellos las activas
propagandas desarrolladas al término de la Dictadura del Gral. Primo de Rivera contra todo lo que
constituía la esencia de las virtudes militares. La idea religiosa, tan
consustancial con el alma española, había sido objeto de toda suerte de
ataques. La noción de Patria, integradora de un pasado de glorias y tristezas
comunes y de una misión a realizar en el porvenir, fue sustituida por la soberanía
popular que confería a la generación presente el derecho a disponer a su antojo
de todo el patrimonio material y moral constituido por el esfuerzos común de
las generaciones anteriores haciendo caso omiso de las que vinieran después. Al
mismo tiempo se habían lanzado una serie de tópicos destinados especialmente a
impresionar a la clase militar. “La supremacía del poder civil”. “La necesidad
de cortar las intromisiones militares en la política para acabar con la causa más
grave del malestar nacional”. “España es
un nación conquistada por su Ejército”. “Hay que hacer retornar el Ejército a
los cuarteles”. “Se puede militarizar a un hombre civil, pero es mucho más difícil
civilizar a un militar”. En medio de este ambiente, el militar se sentía
cohibido, avergonzado de su condición y de su conducta en el pasado, y
dispuesto a hacérselas perdonar en el porvenir a fuerza de humildad, resignación
y mansedumbre.
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(Azaña
decreta en el mes de abril de 1931 la opción de retiro de los Oficiales con el
sueldo del grado inmediato superior; quedando el Ejército carente de sus
mejores soldados).
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Más no se
desanimaron por ello los elementos nacionales, y la difícil labor de
restablecimiento de la fe militar a que incansablemente se dedicaron a lo largo
de la República,
con el fruto primero del 10 de agosto de 1932 y por último del 18 de julio de
1936, quedará en la historia como un expresivo ejemplo de acierto y
clarividencia política en quienes la realizaron, convencidos de la misión
especial e intransferible que ha de ejercer el Ejército en España.
No quiere
decir esto que en una coyuntura tan decisiva para la Patria, sintieran
tentaciones de eludir riesgos y responsabilidades los sectores nacionales no
pertenecientes a la profesión militar. Antes al contrario, como se verá después
más detalladamente, entusiastas organizaciones civiles se hallaban dispuestas
para secundar desde el primer momento la rebelión. Pero sin la acción del Ejército,
la de estas organizaciones civiles hubiera sido completamente ineficaz, como se
demostró palmariamente con el hecho de
que en un solo punto donde un piquete de soldados no precediera previamente a
fijar el bando del Estado de Guerra, lograron aquellas organizaciones hacerse
dueñas de la situación. Había provincias, sin embargo, como Cuenca, donde la
mayoría antirrepublicana era tan acusada que, en las elecciones de febrero de
1936, las candidaturas de Don Antonio Goicochea, José Antonio Primo de Rivera y
un cedista, obtuvieron el triple número de votos que las de izquierda, a pesar de todas las
coacciones. Pero por faltar el Jefe militar que abriera paso a las nutridas
masas de falangistas, monárquicos y gente de derecha, Cuenca no intentó
siquiera secundar el Alzamiento nacional. En cambio Sevilla, ciudad de 50 mil
comunistas y una tímida burguesía cedista, fue salvada para España. –y con ella quizá la propia España- por la
gesta inmortal del Gral. Queipo de Llano. Estos ejemplos se han repetido en innumerables
casos. Solo significan, por supuesto, que un Estado moderno tiene tales medios para su defensa que si
quiere emplearlos –y éste era el caso de la República a diferencia
de la Monarquía-
sólo puede ser derribado por una organización que cuente medios similares y nunca por una masa desarticulada, pese a su
arrojo y decisión, verdad aún más notoria en
España por las razones antes
dichas. Pero donde el Ejército abrió el paso, la avalancha de voluntarios
alcanzó tal ímpetu y volumen, que dejó sobradamente demostrado cómo, una vez más
en la Historia,
el Ejército había sido el intérprete exacto de la voluntad nacional.
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