martes, 23 de junio de 2015

HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN NACIONAL ESPAÑOLA


HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN NACIONAL ESPAÑOLA

TOMO  II: “Historia militar de la guerra”, redactada por el Tte. Cnel.

Don Jorge Vigón y por don José I. Escobar, Marqués de las Marismas

( Editada por la Sociedad Internacional de Ediciones y de Publicidad, Boulevard Haussmann 76, París)



      Capítulo XII:  Nunca se insistirá bastante en la necesidad de conocer bien las cosas antes de juzgarlas. Y en el peligro de que, precisamente, cuando se trata de juzgar acontecimientos e instituciones de países extraños, todos nos creemos autorizados a prescindir  del más elemental conocimiento de los hechos.
LA IMAGEN FUE AGREGADA Y NO CORRESPONDE A LA PUBLICACION ORIGINAL

  
Comprender la verdadera figura del Ejército Español dentro de la política nacional, constituye uno de los factores esenciales para interpretar adecuadamente la historia política de nuestra Patria en los últimos cien años. Pero al mismo tiempo le será muy difícil a un francés, a un inglés, a un norteamericano, partiendo de la imagen de lo que representa el Ejército en sus respectivos países, llegar a darse cuenta exacta de la diferencia de ambiente que justifica la diferencia de misión.

      Es preciso no olvidar, y antes bien grabar como punto fundamental de partida en cualquier investigación acerca de la española, el arraigo de los principios  religiosos y morales en torno a los cuales se ha forjado la historia de nuestro pueblo. Por esa razón,  jamás lograrán hacer mella en él las instituciones de la Revolución Francesa. Se aceptaron porque no había más remedio, como cosa impuesta por la moda que había que soportar para no quedar mal a los ojos de Europa, pero con la convicción íntima de que se trataba de cosas artificiales que algún día desaparecerían para retornar al auténtico modo de vivir.  Y el auténtico modo de vivir no guardaba relación alguna con esas periódicas farsas electorales para construir un parlamento  totalmente desarraigado del sentir nacional y atento sólo al medro personal de sus componentes.  El Ejército, inspirado en la idea de servicio a la Patria, encarnaba mucho más exactamente las esencias nacionales que las instituciones traídas por el viento de la revolución.  Por encima de las corrupciones de los tiempos, el español conservaba el culto por las ideas grandes y generosas. Entre las ruines intrigas para satisfacer mezquinas ambiciones  que constituían todo el tejido de la vida parlamentaria, y la abnegación con que el Ejército laboraba   en silencio y acudía  a sacrificarse por la Patria, cada vez que la torpe conducta de los políticos le obligaba al trance de tal sacrificio en holocausto del honor nacional, el pueblo distinguía con certero  instinto de qué lado estaba  el auténtico espíritu español. Asimismo la figura del oficial recatado y honesto, que en medio de la frivolidad ambiente simbolizaba el último reducto del honor, acertaba mucho mejor a encauzar los verdaderos latidos nacionales que los histriones del parlamento, los cuales, al igual que los del teatro representaban cada día un drama diferente, según la conveniencia de sus empresarios.

      Por eso sería un error enjuiciar la larga serie de pronunciamientos españoles del siglo XIX considerándolos obra de un impulso o ambición personal de sus promotores. Sería fácil descubrir en cada caso, la corriente de opinión nacional, que oprimida por unas instituciones anti nacionales, no encontró otro medio de manifestarse que la espada de un general. El gesto del Caudillo interpretaba  la voluntad del pueblo, como pudo observarse, por ejemplo, en ocasión del golpe de Estado del Gral. Primo de Rivera en el año 1923, acogido por la opinión pública, por su sola significación contra la farsa democrática, con aplauso unánime. Nada de particular tiene por tanto, que en cuanto la República de 1931 empezó a dibujar su verdadera fisonomía entre los resplandores rojos de los  conventos incendiados, todas las miradas convergieron  sobre el Ejército viendo en él, una vez más, la única salvación posible contra la turba de facinerosos ocupantes del poder.

      Mientras el Ejército está ahí, se decía el hombre de la calle, no hay nada perdido y mi único papel es el de esperar confiado el desarrollo de los acontecimientos. Sólo el Ejército, además, tiene la fuerza precisa para cortar, cuando sea oportuno, todos los experimentos de la desintegración nacional.

      Para la conciencia española, aparecía  en suma el Ejército como un organismo perfectamente homogéneo inspirado en los más puros ideales que tenía hasta cierto punto la obligación de dejar a los hombres civiles enredar en los asuntos públicos siempre y cuando no comprometieran excesivamente la existencia de la Patria. En ese momento, al que dentro del juego de las instituciones legadas por la Revolución se llegaba infaliblemente con cierta periodicidad, la obligación del Ejército se convertía en la de apartar de un papirotazo a los enredadores y enderezar el rumbo de los destinos nacionales.

      Claro está que la realidad de las cosas no coincidía en los últimos tiempos con esa imagen ingenua. La clase militar, a pesar de su notoria mayor pureza moral que cualquier otra de la Nación,  no era ya ese organismo unido y perfecto que creía el hombre de la calle. Integrado en definitiva por hombres, habían ejercido influjo sobre ellos  las activas propagandas  desarrolladas al término de la Dictadura  del Gral. Primo de Rivera contra todo lo que constituía la esencia de las virtudes militares. La idea religiosa, tan consustancial con el alma española, había sido objeto de toda suerte de ataques. La noción de Patria, integradora de un pasado de glorias y tristezas comunes y de una misión a realizar en el porvenir, fue sustituida por la soberanía popular que confería a la generación presente el derecho a disponer a su antojo de todo el patrimonio material y moral constituido por el esfuerzos común de las generaciones anteriores haciendo caso omiso de las que vinieran después. Al mismo tiempo se habían lanzado una serie de tópicos destinados especialmente a impresionar a la clase militar. “La supremacía del poder civil”. “La necesidad de cortar las intromisiones militares en la política para acabar con la causa más grave  del malestar nacional”. “España es un nación conquistada por su Ejército”. “Hay que hacer retornar el Ejército a los cuarteles”. “Se puede militarizar a un hombre civil, pero es mucho más difícil civilizar a un militar”. En medio de este ambiente, el militar se sentía cohibido, avergonzado de su condición y de su conducta en el pasado, y dispuesto a hacérselas perdonar en el porvenir a fuerza de humildad, resignación y mansedumbre.

……………………………………………….

      (Azaña decreta en el mes de abril de 1931 la opción de retiro de los Oficiales con el sueldo del grado inmediato superior; quedando el Ejército carente de sus mejores soldados).

………………………………………………..

      Más no se desanimaron por ello los elementos nacionales, y la difícil labor de restablecimiento de la fe militar a que incansablemente se dedicaron a lo largo de la República, con el fruto primero del 10 de agosto de 1932 y por último del 18 de julio de 1936, quedará en la historia como un expresivo ejemplo de acierto y clarividencia política en quienes la realizaron, convencidos de la misión especial e intransferible que ha de ejercer el Ejército en España.

      No quiere decir esto que en una coyuntura tan decisiva para la Patria, sintieran tentaciones de eludir riesgos y responsabilidades los sectores nacionales no pertenecientes a la profesión militar. Antes al contrario, como se verá después más detalladamente, entusiastas organizaciones civiles se hallaban dispuestas para secundar desde el primer momento la rebelión. Pero sin la acción del Ejército, la de estas organizaciones civiles hubiera sido completamente ineficaz, como se demostró palmariamente con el hecho  de que en un solo punto donde un piquete de soldados no precediera previamente a fijar el bando del Estado de Guerra, lograron aquellas organizaciones hacerse dueñas de la situación. Había provincias, sin embargo, como Cuenca, donde la mayoría antirrepublicana era tan acusada que, en las elecciones de febrero de 1936, las candidaturas de Don Antonio Goicochea, José Antonio Primo de Rivera y un cedista, obtuvieron el triple número de votos  que las de izquierda, a pesar de todas las coacciones. Pero por faltar el Jefe militar que abriera paso a las nutridas masas de falangistas, monárquicos y gente de derecha, Cuenca no intentó siquiera secundar el Alzamiento nacional. En cambio Sevilla, ciudad de 50 mil comunistas y una tímida burguesía cedista, fue salvada para España.  –y con ella quizá la propia España- por la gesta inmortal del Gral. Queipo de Llano. Estos ejemplos se han repetido en innumerables casos. Solo significan, por supuesto, que  un Estado moderno  tiene tales medios para su defensa que si quiere emplearlos –y éste era el caso de la República a diferencia de la Monarquía- sólo puede ser derribado por una organización que cuente  medios similares  y nunca por una masa desarticulada, pese a su arrojo y decisión, verdad aún más notoria en  España  por las razones antes dichas. Pero donde el Ejército abrió el paso, la avalancha de voluntarios alcanzó tal ímpetu y volumen, que dejó sobradamente demostrado cómo, una vez más en la Historia, el Ejército había sido el intérprete exacto de la voluntad nacional.

………………………………………………….