Decisiones intermitentes Aberto M.Mendez
Decisiones
intermitentes
Cuando se observa la realidad cotidiana y sus frecuentes
despropósitos es importante entender que la responsabilidad
primaria siempre le cabe a la dirigencia política. Ellos no pueden hacerse los distraídos y,
mucho menos, endilgarle a la sociedad la culpa sobre todo
lo que acaece. Si ocupan ciertos cargos es porque han tomado
la decisión individual de postularse para alcanzarlos.
No importa mucho si han sido electos o solo convocados por
quienes consiguieron ese apoyo popular. En cualquier caso
no están ahí por casualidad sino como consecuencia
de una determinación explícita.
No
es diferente el caso de los que aún no han logrado
obtener esos puestos solo por no haber cosechado suficiente
respaldo. Nadie los está empujando hacia esa meta.
Son ellos los que se proponen ese desafío personal. Sin embargo, no es bueno ignorar que los ciudadanos
tienen también una elevada cuota de responsabilidad
frente a lo que acontece a diario. Ellos tampoco pueden
desentenderse como si todo fuera producto exclusivo de la
acción maligna de terceros inescrupulosos. Lo que sucede no es más que el resultado de una compleja
combinación entre las intenciones de los políticos
y las actitudes de la sociedad. En algún lugar entre
esos dos puntos, se termina ubicando lo que finalmente ocurre. A veces son los políticos los que imponen
sus prioridades y manipulan todo para hacer lo que les conviene.
En algunos casos su tarea pasa por concretar sus visiones
y conseguir el consenso para que su idea tenga el sustento
suficiente. En otras ocasiones, solo usan a la gente para
sus fechorías de rutina. No menos cierto
es que la sociedad funciona de un modo bastante similar.
A veces empuja a los políticos hacia el sendero adecuado
reclamando lo necesario, pero tampoco están ausentes
esos momentos en los que se los impulsa a promover planes
insensatos, absurdos e imprudentes. Tal vez
el mayor pecado de una comunidad sea el de la omisión,
esa instancia en la que la inacción y el silencio se
convierten en esa letal herramienta, que con cierta complicidad,
le entrega un cheque en blanco a la política para hacer
lo que sea, sin medir sus abominables derivaciones.
Si se comprenden los niveles de incumbencia que le
caben a la ciudadanía y se logra mensurar el costo
de la pasividad, es posible que la gente consiga estructurar
los mecanismos precisos para construir instituciones que
puedan articular los intereses de todos e incidir con fuerza
en la clase política. El talón de
Aquiles de la política sigue siendo su temor a la gente.
Cuando la sociedad civil logra coordinar acciones y consigue
conformar un grupo sólido de actores relevantes, finalmente
establece una agenda consistente y entonces su potencialidad
se vuelve temible y su poder trascendente. Abundan
saludables ejemplos de instituciones de la sociedad civil
que han logrado una acción compacta de la mano de una
vigorosa perseverancia. Esas entidades se transformaron
en un verdadero y eficiente muro de contención frente
a los abusos tan habituales. Allí donde esas organizaciones
florecen, la política tiene menos poder, se encuentra
muy acotada y sus movimientos quedan absolutamente condicionados. Lamentablemente, demasiada gente sigue creyendo
en los esfuerzos espasmódicos. Se irritan frente a
un hecho puntual, se escandalizan cuando algún disparate
emerge, pero su escasa tenacidad termina siendo su mayor
enemigo. La política conoce muy bien esa dinámica.
Sabe que el enojo caótico dura solo algún tiempo
para luego desvanecerse. Los dirigentes solo deben tener
la paciencia indispensable y esperar que todo se diluya. Una ciudadanía activa no es suficiente para
garantizar que la política haga lo correcto, pero se
convierte en un instrumento vital para evitar que ciertos
dislates se reproduzcan. Para ello hace falta que aparezcan
liderazgos ciudadanos capaces de coordinar una participación
inteligente. Nada es seguro, pero una sociedad civil organizada,
desestimula a los mediocres, a los improvisados y a los
corruptos, de esos que pululan en la política.
El modo más eficiente de mejorar la política
no solo es poblarla de figuras de mayor jerarquía.
También resulta importante que la contribución
ciudadana sea significativa y para eso es esencial que la
gente se encargue de ocupar los espacios indelegables que
le tocan en suerte. En el barrio, en el club, en el consorcio,
allí donde resulte posible y necesario, debe existir
una ciudadanía comprometida capaz de señalar el
camino. Si esto se entiende, será cuestión
entonces de pasar a la fase siguiente, la de la organización,
la del aprendizaje y la imprescindible gimnasia que solo
el ejercicio cotidiano de una ciudadanía responsable
otorga. Queda claro que nada es fácil. Algunos creen
que su deber es quejarse y que eso es suficiente. Otros
suponen que la política siempre reaccionará correctamente
frente al enojo circunstancial de la sociedad. Ambos se
equivocan. Tal vez sea tiempo de comprender
lo que sucede y abandonar esa patética actitud de victimizarse
sistemáticamente, de enfurecerse por poco tiempo, para
pasar a la etapa de la acción consistente, esa que
no promete resultados, pero que tiene una chance concreta
de lograrlos. Sin dejar de lado la importante
responsabilidad que le cabe a la política, tal vez
la ciudadanía puede evitar que la inercia presente
siga su curso. Para eso será imprescindible no repetir
las lamentables experiencias, esas que la historia muestra
como esa secuencia conocida de movilizaciones coyunturales,
enfados anecdóticos e innumerables decisiones intermitentes.
Alberto Medina Méndez albertomedinamendez@gmail.com