En atención al futuro de las especies, no menos que en implícita alusión
a las cualidades de hombres como Bergoglio y su escriba el «Tucho»
Fernández -ambos de suceso inexplicable si hubiese que juzgar por sus
talentos-, la nueva encíclica podría ir encabezada por este acápite
genial de Gómez Dávila: se avecinan las épocas en que sólo podrá sobrevivir lo que repta. Rastrero
el destino de una humanidad globalizada a golpe de consigna,
disciplinada bajo la capa de plomo de axiomas engañosos, sin ya el menor
adarme ascensional, sin alguna dilección celeste; rastrera la
comandancia del ínfimo entre los parvenus, coronado tras décadas de paciente selección inversa.
Unas pocas consideraciones al vuelo -relativas apenas a lo que podría
llamarse "rasgos de estilo"- ya que la administración de este espacio
nos obliga ingratamente a detenernos siquiera un rato en unas páginas
que no son para leídas ni que sea bajo amenaza de fusta. Primero: la
profusión de obviedades, como en aquel nº 22 que incorpora al magisterio
la lección de ciencias naturales de tercer grado: «las plantas
sintetizan sustancias nutritivas que alimentan a los herbívoros; éstos, a
su vez, alimentan a los carnívoros, que aportan importantes cantidades
de desechos orgánicos, los cuales dan lugar a una nueva generación de
vegetales». Una risueña selección de obviedades de este tipo, con sus
merecidos cáusticos comentos, puede leerse en The Wanderer.
Segundo: los imprevistos saltos de tono, como cuando después de
describir con el más parsimonioso recurso a los lugares comunes los
problemas de los países subdesarrollados al momento de afrontar las
catástrofes telúricas y la deuda externa, prorrumpe en románticas
expresiones del tipo de «estas situaciones provocan los gemidos de la hermana tierra» (53).
Tercero: la fumosa impronta panteísta, como en pasajes (67) como aquel
en el que, en referencia al libro del Génesis, se recuerda el mandato de
«cultivar y custodiar» el jardín del mundo. «Esto implica una relación
de reciprocidad responsable entre ser humano y naturaleza», sic,
como si la naturaleza, así, en general, estuviese dotada de espíritu
como el hombre -único éste entre los seres, en rigor, dotado de
responsabilidad. Todo el texto, pese a las inevitables concesiones a la
dignidad peculiar del hombre, rezuma este vaho panteísta que hace del
hombre un ser más entre los seres. Cuarto: el altruísmo inmanentista,
como cuando, al tratar del episodio de Caín y Abel y el primer
homicidio, concluye: «soslayar el deber de mantener una relación
correcta con el prójimo, hacia el cual tengo el deber del cuidado y la
custodia, destruye mi relación interior con mí mismo, con los demás, con
Dios y con la tierra» (70). Como se ve, Dios aparece en tercer lugar,
recién después de mí mismo y el prójimo y apenas antes de la tierra, lo
que podría justificar una reversión del orden del doble mandato, ahora a
enunciarse así: «amarás al prójimo como a ti mismo y al Señor tu Dios
con todas tus fuerzas». Por lo demás y en estricto rigor, consta que el
desorden de Caín comenzó por su desordenada relación con Dios, a quien
le ofreció un sacrificio no acepto.
Esto, sin el menor ánimo de rebasar más que una tercera parte del
indigesto: sin dudas lo siguiente debe abundar en no más gratos
hallazgos. Hemos leído al pasar, en otras reseñas, que pese a las
justificadas y a menudo también obvias críticas al modelo de producción
capitalista, la encíclica señala que el derecho natural a la propiedad
privada (que la Iglesia siempre sostuvo como inviolable y como garantía
de la dignidad del hombre) debe subordinarse a la "función social" y a
los "derechos de los desposeídos", lo que implica la eventualidad de
tener que negar este derecho. Ya sabemos a cuántos siniestros despojos y
a cuánta granjería de burócratas condujo la impostura marxista para que
nos vengan con este cuento. También se ha notado el aparente
contrasentido en deplorar las políticas antinatalistas impuestas a los
países pobres con el tributo implícito a Jeffrey Sachs, neo-malthusiano
de cabecera de Francisco y apóstol de la llamada "salud reproductiva" y
del derecho al aborto, e impulsor de la indemostrable hipótesis de la
causalidad humana en el presunto «cambio climático» (hipótesis que anima
de punta a punta al documento). Bien han recordado en Infocaótica
que «el Magisterio no tiene competencia en los aspectos estrictamente
científicos y técnicos» porque «ni la Iglesia, ni ciencia alguna, puede
aportar la solución definitiva de un problema cuyos datos se renuevan
constantemente». Resulta por lo menos paradójico que a la Iglesia se le
haya endilgado el cargo de haberse supuestamente inmiscuido en
discusiones científicas durante el proceso a Galileo (proceso que, en
realidad, no versó sobre la teoría heliocéntrica) y que ahora se la
inste a tomar parte en las disputas sobre esta materia. Capítulo aparte,
en punto a contrasentidos, merece el impulso a una llamada "ecología
integral" en la que quepa la continuidad de las migraciones masivas,
según consta habitualmente en el demagógico discurso de Francisco.
Horroriza el ver citados como autoridades a Teillard de Chardin y a la
«Carta de la Tierra», no menos que aquel parágrafo 175, en el que se
repite una escabrosa iniciativa común al menos a varios de los
pontificados post-conciliares: «el siglo XXI, mientras mantiene un
sistema de gobernanza propio de épocas pasadas, es escenario de un
debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la
dimensión económico-financiera, de características transnacionales,
tiende a predominar sobre la política. (…) Como afirmaba Benedicto XVI
en la línea ya desarrollada por la doctrina social de la Iglesia, "para
gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la
crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios
consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad
alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y
regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial,
como fue ya esbozada por mi Predecesor, Juan XXIII" (subrayado en el
original)». Habida cuenta de que no estamos ya en tiempos del Sacro
Imperio, ¿de qué signo puede llegar a ser esa mentada «Autoridad»
añorada por los últimos pontífices? (Un detallado comentario a este
deseo puede leerse en el capítulo 13 del Apocalipsis.)
Ahora falta esperar la apoyatura cinematográfica de la imagen del Papa
eco-paladín, la pantomima del justiciero orbital opuesto a los intereses
más desorbitados, los mismos que se esmeran en dorarlo. Por lo pronto
ya circula el anticipo, tan ridículo como el sujeto homenajeado:
Hace unos meses publicamos una entrada anticipando lo que Francisco omitirá decir en su encíclica. No
era arriesgada la predicción, se entiende, que el rey está desnudo
desde su primera aparición pública, pero allí -entre otras omisiones
cantadas- se recordaba la necesidad de recuperar el concepto clásico de
naturaleza, entendida no sólo unívocamente como el «conjunto de todos
los seres creados» sino también como «esencia en tanto principio de la
actividad», lo que implica reconocer las leyes inherentes a lo real
-incluidas las leyes morales, que signan como contrarias a la naturaleza
a las aberraciones sexuales, tan sistemáticamente soslayadas por
Bergoglio. La difusión de Laudato sii confirmó las peores expectativas a este respecto.
En la primera encíclica de la historia no dirigida, según es uso, «a los
obispos, el clero, los religiosos y fieles en general» sino más
genéricamente «a todas las personas de buena voluntad», aquel mismo que
detenta el cargo de Sumo Pontífice llega a preguntarse: «¿por qué
incluir en este documento [...] un capítulo referido a las convicciones
de fe?» (62). Apaga y vámonos, que esto ya es el mundo al revés, y la
principal entre las especies en extinción es la fe misma.
La «cultura del descarte», frecuentemente censurada en el texto, resulta
el sustrato mismo de una encíclica -como era previsible- descartable. Un desecho, un detritus al que no le cabe ni siquiera el mezquino honor del reciclado.