viernes, 7 de agosto de 2015

A PROFANAR SE HA DICHO


A PROFANAR SE HA DICHO

 
Un fenómeno que hubiera sido imprevisible hace unos años, visto el avance imparable de la impiedad y la creciente indiferencia y escarnio para con todo lo tocante a la religión, es éste de la presión ostensible de las masas sobre la Iglesia para instarla a mudar la disciplina de los sacramentos, requiriendo a viva voz un indulto para su recepción incondicional. Como en todos los casos en los que se manifiesta el monstruo tele-dirigido de la opinión pública, haremos bien en desconfiar de la espontaneidad del clamor y en atribuirle un agente oculto, pero lo cierto es que este reclamo cunde entonces cuando todo hacía entender, humanamente hablando, que la atención a la práctica religiosa se extinguiría al mismo paso que la tecnología siguiera propiciando una indefinida inmersión en los goces terrenos, sin margen para recordar las postrimerías ni por azar.
 
Pero no. Y como este imprevisto interés por la Eucaristía parece escaparle a toda lógica humana -y máxime en atención a lo que supone- tendremos que remitirlo a influjo demoníaco, no sin profunda analogía con la increíble condensación de injusticia y crueldad verificadas en la Pasión del Señor, cuando Él mismo -en atención a la acción conjunta de hombres y demonios- pronunció esa sentencia por siempre memorable: haec est hora vestra et potestas tenebrarum. 

Consta que esta manifestación del misterio de iniquidad próxima a verificarse -el de la admisión oficial a comulgar el Cuerpo de Cristo a quienquiera, sin importar las disposiciones: adúlteros, invertidos, impenitentes de toda ralea, quizás incluso animales- viene copiosamente precedida de vistosos jalones anticipatorios: la reforma -mejor «ruptura»- litúrgica; la práctica de la comunión en la mano, impartida a menudo por los mismos fieles; la reducción al mínimo del ayuno eucarístico, que resulta irónico seguir llamando ayuno, etc. No ha faltado, para mayor oprobio, el obispo presidente de Conferencia Episcopal dando la comunión a un notorio transexual; ni se les ha ahorrado a las sufrientes conciencias cristianas el espectáculo de la sustitución del copón por vasitos de plástico en las misas papales multitudinarias, incluyendo las hostias consagradas caídas en el fango por inadvertencia, y la omisión ya constante y definitiva de las respectivas genuflexiones, de parte del pontífice, al momento de la doble consagración... En las Flores de poetas ilustres, de Pedro Espinosa (antología de autores del Siglo de Oro preparada por un contemporáneo) se cuenta un soneto de Alonso de Salas Barbadillo al Bautista en el que, luego de encomiar al Precursor, le dirige a éste un retórico reproche a propósito del Ecce Agnus Dei, y dice:
¿Para qué le mostráis, varón famoso,
a un pueblo que después tiranamente
ha de ser de su sangre carnicero?

Encoged vuestro dedo milagroso,
y advertid que mostrarle a aquesta gente
es mostrar a los lobos el cordero.

Esto es, señaladamente, lo que ya se viene ejecutando en la nueva Iglesia, en la que, al par que el sacramento de la confesión se ha vuelto superfluo, las filas para comulgar rebosan gente. Esto es lo que, con una nueva torción en las crapulosas maquinaciones de los responsables, se intentará lograr después de octubre: exhibir al Cordero de Dios a la angurria de los lobos, que ahora vale retocar el dicho de Hobbes en homo, homini Deoque lupus. No sabemos aún si la novedad en ciernes incluirá una alteración de la epíclesis consecratoria, de modo que la misa deba ser considerada a todas luces inválida -y por tanto, una parodia del verdadero Sacrificio- o bien si, para mayor daño, las fórmulas continuarán inmutables y la Presencia Real será mancillada más a sabiendas, con acrecido ultraje. En cualquier caso, la autoafirmación del hombre y el afán deicida conocerán una profundización inaudita. Se surtirá una redención automática, a la medida del más patán, y el Señor seguirá sufriendo en sus miembros; y no sería de extrañar que, recitada por el sacerdote la invitación a comulgar, los asistentes respondan «soy digno, dignísimo, de que entres en mi casa...». Hasta que, después de esta suprema humillación inscrita en su obra redentora, Él mismo disponga manifestarse -para estupor de todos aquellos que proclamarán el definitivo «Ecce»- como aquel Cordero degollado «digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza». Entonces se verificará el doble y pendiente veredicto que hacía felices a los que lloran y pronunciaba el ¡ay! sobre los satisfechos.