«El derrocamiento» por Anacleto González Flores
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Título: El derrocamiento -1926-
Autor: Anacleto Gonzáles Flores (1888-1927)
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Nota
previa de B&T: Los mexicanos que sufrieron la persecución religiosa
a principios del siglo XX, conocidos como cristeros, padecieron no
pocos problemas a los que nos enfrentamos hoy, uno de éstos problemas
era la inmovilidad y la ignorancia del pueblo católico sobre su propia
religión, no era posible llamar a levantarse a un pueblo que no sabe la
razón por la que lo hará y que seguramente claudicará ante las primeras
dificultades, de esta manera, Anacleto González Flores, el “maistro”, se
propuso educar a sus correligionarios y fue parte de ese movimiento de
concientización del pueblo católico oprimido, junto a los grandes
esfuerzos del R.P. Bernardo Bergoend, S.J. y otros cristeros, y fue esta
acción catequizadora integral la que rindió gloriosos frutos para
nuestra patria mexicana, que llevó a ofrecer, literalmente, vidas por
Dios, por Su Iglesia y por la Patria mexicana, acciones llenas de
alegría, de abnegación y generosidad.
Supo bien este mártir mexicano que
N.S. Jesucristo no vino a traer la paz del mundo, sino la espada, y que
el amor de Cristo sólo se concreta cuando se da testimonio cabal de los
que se cree, cuando hay acción y movilización, incluso ofrendando la
propia vida, en cualquier comento de la Historia (hoy no es la
excepción). Ojalá que muchos católicos tibios (me incluyo) aquilaten las
palabras del “maistro” Anacleto, quien nunca se escudó en un concepto
falso de amor para evitar la confrontación, ya sea física, moral o
intelectual. Es lamentable que hoy se piense que el irenismo es una
virtud y que está fundado en las palabras y obras del Salvador, cuando
lo que tenemos hoy es a un enemigo de la Iglesia que desea la paz del
mundo a toda costa, porque desea entorpecer la reacción católica y
porque esos enemigos ya están muy cómodos encumbrados en las altas
esferas de la política, la prensa, la cultura, etc. Bien decía N.S.
Jesucristo: ¿Encontraré fe?
Debajo de este derrumbamiento de que
todos somos testigos, está un derrumbamiento que muy pocos ven, que
muchos se empeñan en ignorar y que casi nadie ha sospechado hasta ahora,
Ese derrumbamiento, que está debajo de todos nuestros grandes
derrumbamientos, ha sido llamado con frase casi insuperablemente feliz y
exacta, por Max Scheler, el derrocamiento de los valores. Y esto es
exactamente lo que hay en la base de todo ese inmenso derrumbamiento,
que ha desolado la vida europea y que ha desquiciado y volteado de
arriba a abajo nuestra vida.
Porque todo edificio político y social,
descansa sobre las espaldas de los valores que lo han levantado y que lo
sostienen. Si llega un momento en que un terremoto derriba y voltea
esos valores, toda la construcción se viene abajo de una manera
inevitable. Y si a lo largo de las páginas de la Historia es posible aún
oír el estruendo de grandes edificios que caen y se hunden, es porque
ha llegado la hora del derrocamiento.
La Edad Media ha sido una de las más
amplias arquitecturas sociales y políticas que ha visto levantar la
Historia, descansaba sobre un patrimonio envidiable de valores. No
parecía sino que cada hombre -en esa edad- era un cíclope; fundadores de
escuelas y de filosofías, recia fermentación de donde salieron todas
las monarquías de Europa y poco después los exploradores de mares y de
continentes, príncipes y reyes que habían visto nacer la organización
humana más perfecta que se ha conocido. Y todo este andamiaje que
reposaba sobre los hombres de altos valores, cayó el día del
derrocamiento.
Hasta entonces todo parecía haber sido
hecho para la eternidad, las dinastías -no solamente de reyes sino de
maestros, de pensadores y de artistas- entregaban en herencia a sus
sucesores el patrimonio conquistado y el edificio parecía ser eterno. La
monarquía francesa contaba varias generaciones de reyes, pero un día
oscuro y trágico, los de abajo miraron de pies a cabeza a los nobles y a
los príncipes de Francia, sintieron flacas y derrengadas sus espaldas,
se acercaron a ellos, los doblaron de un solo empuje y los derribaron. Y
al día siguiente (en medio del vértigo de la locura) todo se bamboleaba
y de todos los labios salía esta pregunta que hacía -lleno de inquietud
y de inseguridad frente al porvenir- Juan Bautista Greuze: “¿Hoy quién
es rey?”.
Es la misma pregunta que se oye por todas
partes y que nadie sabe ni puede contestar, porque los hombres recios
de los valores en que descansan los edificios humanos han flaqueado y se
han roto. Los príncipes y reyes de la monarquía francesa pudieron
mantenerse en pie y pudieron ser derrocados mucho tiempo antes. Sin
embargo, no lo fueron hasta en los días de 1793. ¿Por qué? Porque antes
tenían firme el puño y llevaban la espada en la vaina. Más tarde
perdieron la vaina y la espada juntamente, dejaron de ser verdaderos y
firmes valores humanos y un motín fue bastante para derribar un trono
que Carlomagno había levantado en medio de un desfiladero de batallas y
de enemigos.
Son posibles los valores humanos, es
posible que lleguen a pesar sobre su siglo y que lleguen a ser oráculos y
reyes, pero también es posible el derrocamiento. Aníbal había
emprendido su expedición a Roma, seguro de que con su ejército y su
astucia, doblaría la mano encallecida de los capitanes romanos, nada ni
nadie pudo detenerlo.
Los Alpes vieron a aquel arrojado
caudillo pasar por encima de su lomo cuajado de ventisqueros y
derrumbes, las viejas legiones amamantadas por la loba del Capitolio, se
desbandaron y llegó un instante en que al parecer de Roma caería el
puño del Cartaginés.
Pero vinieron los reveses, la distancia,
el clima y la consunción se aliaron para echar a Aníbal fuera de las
fronteras de Roma. Poco después se libró la batalla de Zama y Aníbal fue
derrotado por Escipión y más tarde aquel caudillo que había soñado
poner su planta sobre el orgullo de los romanos y desfogar sus viejos y
encarnizados odios, se refugió en la corte del rey Prusias y, después de
haber sorbido una taza de veneno, dijo: “Soseguemos la inquietud de los
romanos que han tenido por insufrible el esperar la muerte de un viejo
desgraciado”. Antes, en plática con Escipión, Aníbal -al ser preguntado
acerca de quién era el primer capitán del mundo- había dicho que el
primero fue Alejandro, el segundo Pirro y el tercero el mismo Aníbal.
“¿Y si te venciese?” -repuso Escipión-. “Entonces -replicó Aníbal- no me
pondré yo el tercero sino que a ti te declararé el primero entre
todos”. Y llegó la hora del derrocamiento de Aníbal y no fue ya para
Roma más que un viejo arruinado que se mató de impotencia.
Ésta puede ser la suerte de los valores
humanos: el derrocamiento. Y llegada la hora del derrocamiento -y en
esta hora nos encontramos- no hay término medio, o se emprende la
reconquista para ganar los puestos perdidos o se rehuye la batalla
encarnizada que hay que librar para volver a arrebatar la púrpura y en
este último caso, se deja de ser un valor humano para no ser más que una
arista rota y pisoteada. Esto quiere decir que los valores humanos
(para tener de hecho toda la significación que les corresponde)
necesitan ponerse en marcha para abrirse paso, ganar una posición,
retenerla invenciblemente y entregarla a una descendencia que sepa
conservarla y para esto no hay más recurso que la guerra.
La inquietud más viva de estos momentos,
es la de la pacificación universal. Todos los grandes estadistas de
Europa padecen la obsesión de suprimir la guerra para siempre, son
víctimas de lo que Brunetiere llamó en su tiempo la “mentira de la
pacificación”, porque a pesar de todo, la guerra no desaparecerá.
Arístides Briand ha hecho hasta ahora, una obra tenazmente pacificadora y
sus trabajos han alcanzado ciertos éxitos. Por esto en estos últimos
días [1926], se le adjudicó el Premio Nobel de la Paz y se le ha rendido un ferviente homenaje.
Una agrupación francesa le entregó una
corona con listón en que se leían estas palabras: “Al gran artesano de
la paz”. Los periodistas extranjeros le enviaron una estatua de bronce
que representa a Pasteur. Al recibirla, Briand se llenó de emoción y
dijo: “Estaré siempre feliz al tener delante de mí, sobre mi escritorio,
el emblema del más grande benefactor de la humanidad, que me alentará
todavía más a perseverar y combatir hasta hacer desaparecer la terrible
enfermedad que se llama ‘la guerra’.”
Pero Briand no matará la guerra, la
guerra lo matará a él. Ya empezó a amenazarlo y en los días en que
volvió últimamente a París, ya pudo oír el grito de guerra de la
juventud monarquista que le decía audaz y enconadamente: “Muera Briand”,
“Vete a Berlín”. Y este grito de guerra no es más que una señal de que
la guerra acabará por matar a Briand. No, la guerra no morirá. Y no
morirá porque solamente por ese camino ganan los valores humanos las
alturas y hacen sentir el peso decisivo de su propia significación.
Léase la Historia con ánimo de saber si la guerra ha desaparecido un
sólo momento de la vida humana y se la verá aparecer en todas partes y
en múltiples formas. ¿Cómo llegó a ser Roma la señora de la antigüedad?
Espada en mano. ¿Cómo llegó a ser Sócrates el maestro de su tiempo? Por
medio de la guerra. ¿Cómo llegó el Cristianismo a derrocar los dioses
del paganismo y a colocar sobre sus despojos el madero sagrado en que se
libró y sigue librándose la más enconada de las batallas, según una
expresión de Renán? Por medio de la guerra. Y la filosofía, la
literatura, las escuelas, los sistemas, las artes, la política y la
historia no son más que un inmenso campo por donde han pasado y pasan
todos los días -con el puño cerrado y la cabeza hacia las alturas- los
valores humanos.
Miguel Ángel, Leonardo de Vinci y Rafael
de Urbina, se disputaron encarnizadamente la supremacía. Su rivalidad ha
pasado las páginas de la historia de cada uno de esos grandes artistas y
ha quedado allí como una señal inequívoca de que para abrirse paso los
valores humanos -en todos los órdenes- la guerra es inevitable.
Wagner tuvo que verse rodeado de gritos
de guerra el día en que dio un paso hacia el torrente de la vida para
disputarles su lugar a los valores que ya habían sido consagrados. Y si
ha logrado llegar y quedarse como un alto valor artístico, tuvo que
llegar mordido, desangrado, cubierto de heridas que la crítica y la
envidia abrieron sobre el brazo del insigne músico alemán.
Pasteur, al día siguiente que formuló su
teoría de la imposibilidad de la generación espontánea, tuvo que oír un
grito de guerra, ardiente y enconado y para mantenerse en su puesto
sostuvo una batalla encarnizada que es una página escrita con sudor y
fatigas agotantes. Bonaparte, el día en que se presentó por primera vez
entre los viejos generales de Francia, fue recibido con visible gesto de
desdén y con encogimiento de hombros. Sin embargo, pudo abrirse paso en
medio de todos los obstáculos y más tarde Kleber -transportado de
admiración- lo saludaba y le decía que era tan grande que no cabía en el
mundo.
Schiller y Goethe (los valores poéticos
más insignes de su siglo) el primer día en que se encontraron, se vieron
con un recelo que se tradujo en una encendida rivalidad que hubiera
sido una batalla ruidosa, si antes no hubieran celebrado el pacto de
alianza de la amistad para llegar juntos.
No hay que equivocarse: los valores
humanos se abren paso en medio de una batalla sangrienta y es que cada
valor que hace su aparición halla ocupado el solio de la consagración.
Raro es el caso en que están todos los caminos más o menos abiertos para
los recién llegados; lo ordinario es que todas las rutas están
cerradas, que hay reyes que ya fueron consagrados y que los nuevos
valores -como los antiguos- van a reñir una pelea desesperada para
abrirse paso y para llegar. Y si nos acercamos a cada uno de los altos
valores, para verlos de arriba a abajo y para escudriñar las señales de
sus pies y de sus manos, descubriremos muy fácilmente las huellas de una
guerra ardiente que hubieron de sostener para tocar las alturas y para
ganar su posición.
Pero no basta llegar, porque si ya es
mucho que se logre que los valores humanos asciendan y conquisten su
posición natural para hacer sentir desde allí el alcance de su poder,
sin embargo, llegar no lo es todo, llegar no basta, es necesario
mantener irreductiblemente la posición conquistada. Y aquí aparece de
nuevo la guerra como el único recurso de quedarse en el solio de la
consagración. La Historia está igualmente llena de esta verdad, Roma
llegó, su espada y sus águilas habían llegado a ser el nudo de los
destinos de muchos pueblos.
Su palabra era la voz de mando para
millones de hombres. Y mientras supo y quiso hacer y sostener la guerra,
pudo conservar la posición de señora del mundo, tan trabajosamente
ganada, sin embargo, vino un día en que un bárbaro venido de uno de los
confines del mundo -Yugurta- vio las señales inequívocas de la
decadencia de Roma y se convenció de que ya no quedaba de aquella fuerte
y austera república, más que un mercado en que todo se vendía al mejor
postor. Y más tarde (cuando los demás bárbaros se acercaron a los
límites donde se asentaba la señora del mundo) no encontraron más que
unas manos trémulas de miedo, dispuestas a comprar la paz; es decir, a
comprar con oro -no con la espada- la permanencia en la posición
conquistada. Pero el día en que todas las manos aflojaron la empuñadura
de la espada para comprar la paz, los bárbaros derribaron de un puntapié
a los guardias del Capitolio y echaron suertes en derredor de la
ciudad, que había sido el centro de los destinos del mundo.
Benito Mussolini, después de un largo y
sudoroso trabajo y de muchas batallas, logró llegar a ser dueño de la
suerte de Italia. Llegó como todos tienen que llegar, como todos han
llegado; con las manos todavía olorosas a pólvora y desolladas por el
esfuerzo para subir.
Y apenas ha tocado con su planta las
alturas, ya se ha dejado sentir debajo de sus pies un desesperado
trabajo de derrocamiento. La guerra ha aparecido al día siguiente de su
encumbramiento, ha tenido que combatir por dentro y por fuera con los
suyos y con los extraños.
Han estallado a su paso máquinas
infernales preparadas para derribarlo y ha estado a punto de perecer
bajo el golpe de sus adversarios.
Allí esta todavía después de mucho tiempo
de luchar y si en estos momentos alguien se acerca a este dictador que
recuerda a los viejos romanos que levantaron las primeras murallas de la
república, llegará a oír todo el penetrante rumor de una guerra sin
tregua. Y verá que con esa guerra es con lo que Mussolini conserva su
posición de valor humano que ha venido a ser árbitro de la suerte de
Italia.
Francia había llegado a ser la hija
predilecta de la Iglesia y sus oradores y sus príncipes y sus poetas y
sus maestros habían llenado todo; escuelas, libros, cátedras,
universidades, tribunales, cabañas y palacios con el acento penetrante y
salvador de la doctrina del Maestro de Nazaret. Pero bajo el esplendor
de la corte y en medio del boato de Luis XIV, se dieron un estrecho
abrazo los antiguos filósofos, artistas y maestros con los recién
llegados. Entre éstos se encontraba Voltaire y Rousseau y mientras los
antiguos valores flaqueaban y se caían, los recién llegados vinieron a
ser los oráculos de su siglo. Y más tarde los crucifijos eran arrancados
de todas partes, para cumplir la última orden de guerra resumida en
estas palabras que había dicho uno de los recién llegados: “Aplastemos
al infame”.
Algún tiempo después, cátedras y
universidades, libros y escuelas vinieron a ser una hornaza encendida de
odio. Y un día, lo cuenta Armando de Melun, en una de las nuevas
escuelas se puso a discusión la existencia de Dios y puesto que era cosa
del siglo apelar al voto, se puso a votación la existencia de Dios.
Hecho el cómputo se vio que Dios no había obtenido más que un sólo voto,
era el de Armando de Melun, que fue el único que votó por Dios.
Clodoveo y San Luis habían puesto a
Cristo como piedra angular de la monarquía francesa. Luis XIV
(enflaquecido por los vicios de su siglo e impotente para hacerles la
guerra a los nuevos valores, salidos de las fraguas del odio y aliado a
ellos en las orgías de su tiempo) entregó la monarquía francesa en manos
de los enciclopedistas, para que éstos la entregaran a la guillotina.
Durante las últimas crisis de ministerios
que han estremecido al pueblo francés, fue llamado por segunda vez el
socialista Joseph Caillaux para hacerse cargo del Ministerio de
Hacienda. Con anterioridad, Caillaux había escrito un libro intitulado
“El Rubicón”, en el cual el nuevo Ministro esbozaba un programa de
gobierno que equivalía al establecimiento de la dictadura. Apenas había
tomado posesión de su cargo empezó la guerra contra Caillaux; varios
diputados denunciaron -fundados en las primeras páginas de “El Rubicón”-
el proyecto de la dictadura y el gabinete entero de que formaba parte
Caillaux y que encabezaba el mismo Briand cayó ruidosamente. Y si a
pesar de la guerra muchos llegan a caer, más pronto caen los que se
echan en brazos de la desbandada y se empeñan en comprar la paz. Y todos
los valores que al día siguiente de su encumbramiento, mellan su
espalda o celebran una alianza para disipar el fantasma de la guerra,
pronto serán derrocados porque se han herido de muerte y han perdido su
propia significación.
Abrirse paso para llegar por medio de la
guerra; quedarse allí por medio de la guerra, he aquí dos de los
aspectos fundamentales de la actuación de los valores humanos, para que
no sean fuerzas estériles ni factores sin sentido y sin fecundidad, sin
embargo, después de haber llegado y de haber sabido quedarse allí es
preciso saber quedarse para siempre. En otros términos, los valores
humanos deben fundar una dinastía, deben dejar sucesores. Solamente los
espíritus estrechos y empequeñecidos pueden voltear las espaldas al
porvenir y pronunciar las palabras de Luis XIV: “Después de mí, el
diluvio”.
Pero los espíritus de amplias
concepciones y, sobre todo los que se sienten ligados a la suerte de las
ideas y de los destinos de patrias y de razas, siempre tienden a
trabajar para la eternidad, y procuran edificar sobre roca. Y todos los
que quieren trabajar para la eternidad, buscan sucesores y tienden a
hacer su dinastía, con sobrada razón.
Porque la dinastía no viene a ser más que
el reemplazo de los valores -enflaquecidos por los años- con valores
nuevos que representan, no a comenzar ni a echar otra vez cimientos sino
a continuar y, si es posible a terminar.
La inquietud por dejar sucesores no es
cosa nueva ni solamente una preocupación de príncipes y reyes. Ha sido
el ansia más ardiente y fecunda de maestros, de fundadores de escuelas y
de imperios.
Un discípulo -en relación con el maestro-
no es más que un aprendiz que se prepara a ser sucesor. Y la escuela
(en su significado histórico, doctrinal y artístico) no es más que una
dinastía. El maestro sabe que tiene que llegar un día en que se ha de
marchar y se llevará lo mejor de su alma y busca ansiosamente un renuevo
donde quedará su pensamiento para vivir.
Aníbal no era en su odio a Roma el
iniciador de una empresa, era el continuador de la vieja obra del odio a
Cartago. Su padre, que sentía la inquietud de fundar una dinastía, lo
llevó un día a un templo y allí -todavía joven- lo hizo jurar odio
eterno a los romanos.
Bonaparte había llegado a ser emperador y
los últimos días en que fue árbitro de Francia, lo atormentó de una
manera singular el ansia de dejar sucesores. Su divorcio con Josefina se
debió a eso principalmente, su matrimonio con María Luisa, hija del
emperador de Austria, tenía por fin dejar una dinastía. Es cierto que
fracasó porque no logró dejar sucesores; sin embargo, su suegro, que
sabía todo lo que significa un sucesor en relación con el provenir, tuvo
buen cuidado de rodear a Napoleón II -hijo de Bonaparte- de una
conjuración de aislamiento y de olvido y no se sintió tranquilo en
presencia del aguilucho hasta que pudo verlo demacrado y roído por la
tuberculosis.
Los valores humanos no deben dar por
terminada su tarea con llegar y quedarse allí, necesitan sentirse
atormentados por la inquietud de dejar una dinastía, de dejar sucesores y
al decir que deben dejar una dinastía, se quiere significar que deben
dejar nuevos y firmes valores. La democracia -en este punto- se ha
mostrado tan ciega e imbécil como en todo, los sucesores, las dinastías
-para ella- son un estorbo y una consagración que fue apuñalada
juntamente con todos los demás ídolos que odia el sufragio universal,
pero porque la democracia rechaza las dinastías, nunca ha terminado ni
termina nada.
Renán -según parece- fue el que ha
llamado a la Iglesia la eterna recomenzadora, porque sobrevive a todas
las ruinas y a todos los hundimientos y rehace (con piedras arrancadas a
los edificios de ayer) las nuevas construcciones. Sin embargo, no hay
exactitud en la frase: la Iglesia no ha comenzado más que una vez; desde
entonces no comienza, continúa; no vuelve a hacer, sigue haciendo. Los
hombres son los que recomienzan o rehacen sus vidas en torno a ella.
Y la democracia sí es la eterna y estéril
recomenzadora, porque a cada minuto llama al primero que pasa frente al
Capitolio, lo urge con el voto, lo encumbra y lo consagra. El nuevo
consagrado encuentra pésimo el plan de su antecesor o lo encuentra
bueno, pero no sabe ni puede llevarlo a feliz término y formula otro
plan de gobierno. Al día siguiente la democracia llama a otro ciudadano
que acaba de pasar frente al Capitolio, le entrega de nuevo la suerte de
la patria y lo hace jurar que trabajará sin descanso por ella y este
nuevo soberano formula otro plan.
Se ha dicho que Francia ha reformado su
Constitución (la constitución que le ha dado la democracia moderna)
cerca de ochenta veces en unos cuantos años. La democracia es la eterna
recomenzadora, porque nunca hace más que comenzar, todo lo deja
comenzado, porque -entre otras cosas- aborrece las dinastías y está
reñida con el sistema de la sucesión.
A pesar de esto, los valores humanos
necesitan escapar del contagio de la democracia y entregarse a la tarea
alta de fundar una dinastía y de dejar sucesores. Y esto a nadie le
interesa tanto como a los valores humanos, empeñados en fundar imperios
para las ideas y para las doctrinas, porque los valores humanos que han
vivido y han querido vivir para abrirles paso, no a sus intereses
personales ni a su vanidad de pensadores ni a su ambición de mando y de
riqueza sino a una vanguardia de ideas que deben ser el cimiento y la
arquitectura de todas las vidas, deben tener bien entendido que si no
han vuelto sus ojos en su derredor para buscar sucesores y para formar
dinastías y nuevos valores que reemplacen a los valores que se van, fue
inútil o casi inútil, haber guerreado para llegar; fue estéril o casi
estéril haber reñido sangrientamente para retener la posición
conquistada, puesto que en la hora del derrocamiento inevitable -que es
la de la vejez y de la muerte- no estará allí gallarda y brillante, como
la guardia del Emperador, la nueva guardia de valores que hagan el nudo
irrompible del pasado con el porvenir.
César tuvo que ver entre los conjurados
contra él a Marco Bruto, que era su hijo adoptivo. este hecho es muy
frecuente en el orden de las ideas y se ha repetido muchas veces, sobre
todo en estos tiempos.
La sublevación de los propios hijos del
pensamiento o de la sangre, es una de las herencias del siglo presente. Y
es que no ha habido viva y seria inquietud por formar dinastías y por
dejar sucesores, no en el sentido más o menos exacto de las palabras,
sino en su sentido más enérgico y fecundo.
Nuestros derrumbamientos se aclaran y se
explican si acudimos para entenderlos al derrocamiento de los valores.
Más bien entre nosotros podemos decir que ha habido una desbandada de
valores y que a partir de ese día -ya un tanto lejano- nadie o casi
nadie ha sentido la preocupación de hacer y de acuñar valores. Y los
pocos que han sobrevivido al naufragio padecen una petrificación
desesperante.
Y mientras todos los días se encumbran
medianías y nulidades y visten la púrpura de reyes, nuestros valores
-los pocos que tenemos- se mantienen alejados de las corrientes de la
vida y de los caminos por donde se va a reinar. Y todos los dominios
(filosofía, pensamiento, literatura, oratoria, política, problemas
sociales) han caído totalmente bajo el peso de la audacia de los que no
temen subir, por más que saben demasiado que están muy lejos de haber
adquirido la preparación indispensable para hacer obra fecunda y segura
en éxitos.
Entre tanto nosotros, nos retorcemos en
medio de nuestra mendicidad de valores humanos, de un lado y del otro en
medio de la inercia, de los titubeos y de la pusilanimidad de los pocos
valores que tenemos.
De aquí que se impone inevitablemente que
nos demos a la tarea de acuñar valores para acabar con este estado de
bancarrota y de empobrecimiento que nos hace y nos hará volver los ojos
hacia todas partes, sin encontrar ni la tabla rota de un navío. Y urgen
que nuestros valores se compenetren íntimamente de sus responsabilidades
y que de una vez por todas, se convenzan de que no hay ni puede haber
verdaderos valores humanos si no se acepta la verdad indiscutible de que
la guerra es necesaria, de que deberá haber batallas sangrientas para
ponerse en marcha y llegar y de que no se puede ganar una posición desde
donde se pese, se valga y se haga inclinar la balanza de los destinos,
más que con las manos ensangrentadas y con los pies desgarrados.
Cincinato era llamado ansiosamente en los
días de las grandes crisis, pasadas éstas se retiraba a tomar el arado
para cultivar la tierra.
Pero esperar que se llame a los valores
humanos para que dejen sentir el peso de su significación, debe ser algo
excepcional porque los valores humanos deben encontrarse siempre arriba
y siempre en medio del tumulto hirviente de las corrientes de la vida
de su siglo.
Y no deben esperar que se les haga un
llamamiento, porque mientras esperan, habrá otros valores u otras
medianías o nulidades, que ganen las alturas y que cierren el paso a los
verdaderos valores. Se necesita una acometividad ardiente y viva para
ponerse en marcha, para abrirse paso aunque sea preciso padecer
desgarramientos y seguir hacia arriba con encarnizamiento, hasta llegar y
después de llegar quedarse allí porfiadamente sin desmayar en la
batalla, sin rendirse a los desfallecimientos y con los dos ojos y las
dos manos puestas en el porvenir, para acuñar nuevos valores y para
dejar enraizada una fuerte briosa y atrevida dinastía. Y juntamente con
todo esto una sed insaciable de saltar por encima de las fronteras, de
todos los dominios y hacer todos los días a todas horas y en todas
partes, actos de presencia en la mitad, en el corazón de las rudas
peleas del pensamiento y del arte. Filosofía, cátedras, libros,
escuelas, universidades, parlamentos, periodismo, política, organización
social; todo deberá sentir y recibir los golpes del acometimiento
encendido de nuestros valores, el influjo de nuestra llegada y de
nuestra presencia, el ardor para resistir a todo derrocamiento y el
ruido de las fraguas que moldean los valores de las nuevas dinastías.
Valores humanos anémicos y demacrados,
enfermos de aislamiento, de pusilanimidad y de inercia, son valores
condenados de antemano al desdén y a la ignominia. Cuando mucho (y esto
no pocas veces ha sucedido entre nosotros y en otras partes) se los
llama en momentos de las crisis amenazadoras, se les explota, se les
exprime y después se les arroja a la soledad y al desierto. Valores que
-como el hermano fundador de Roma- saltan por encima de todas las
murallas y quiebran con su brazo la mano de las medianías, de las
nulidades y de los incompetentes y en seguida se sientan a reinar como
en trono propio y a soltar desde allí las velas de todos los destinos y
que no tiemblan delante de los encarnizamientos para llegar y para no
ser arrojados hacia afuera; son verdaderos, son plenos, son fecundos
valores humanos en el sentido profundo y vital de las palabras.
Ya podemos precisar los tres últimos
caracteres de los valores humanos: acometividad para abrirse paso y
llegar, persistencia en quedarse a pesar de todas las vicisitudes y
fuerte e incansable inquietud por dejar una sucesión.
En la mitad de las crisis y de las
batallas ardientes de la vida actual de Alemania, pelea (con los dos
brazos desnudos hasta los hombros y con el puño cerrado y firme de los
verdaderos valores humanos) un hombre que tiene asombrados a los que se
han procurado seguir de cerca sus guerras y sus empresas. Se llama
Wilhelm Marx: es católico y lleva en su diestra bien desplegada y hacia
todos los vientos la bandera de la Iglesia. ¿De dónde surgió este
batallador y qué se ha hecho hasta ahora? Surgió de la vieja guardia
reclutada por Luis Windthrost para defender a los católicos de las
acometividades de los protestantes acaudillados por Bismarck, el célebre
Canciller de Hierro y por las avanzadas del socialismo. Marx -con plena
conciencia de que los valores momificados apenas sirven para los
museos- penetró de cuerpo entero en los dominios de la política de su
propio país. Tenía que hallarse -como todos los católicos alemanes- en
una posición muy desventajosa, tenía que representar a una minoría más o
menos poderosa delante de las banderas de una mayoría aplastante por su
número y temible por sus viejos y enconados odios contra la Iglesia. A
pesar de esto Marx -a la vuelta de muchas, recias batallas- vino a ser
un valor alto, robusto y avasallador, hasta el punto de rendir la misma
desconfianza de sus adversarios.
Fundada la república alemana, se necesitó
un canciller hábil para manejar los resortes altos de la política y se
le llamó. Se presentó con toda su talla de luchador y se encargó de su
puesto, después de esto sobrevinieron y han pasado varias crisis y Marx,
con todo y ser representante de una minoría, ha sido siete veces
canciller de su patria.
Hasta aquí ya habría motivos suficientes
para saludarlo como un alto valor, pero su atrevimiento fue más lejos y
en las elecciones de presidente de la República alemana el año pasado [1925],
aceptó su candidatura y se enfrentó a Hindemburg, el mariscal
consagrado de Alemania. El encuentro fue enconado, por fin Hindemburg
triunfó, obtuvo catorce millones de votos, Marx obtuvo trece millones. Y
este solo número -aunque no haya sido electo- da la medida de la
significación de Marx que logró juntar en su derredor una masa de
electores formada por católicos y por socialistas y que sobrepuja a todo
lo que podía esperarse. Al día siguiente, al organizar Hindemburg su
gabinete sobrevinieron las crisis, fracasó en la formación del gabinete
Stresseman, fracasó Luther por segunda vez Stresseman y entonces fue
llamado Marx. Sobrevino entonces una crisis inesperada Hindemburg le
escribió a Marx para rogarle que no renunciara, se anunció una sesión
borrascosísima y se aseguraba que allí, en aquella ocasión, quedaría
disuelto el gabinete organizado por Marx. Y cuando todos los partidos se
preparaban para deshacer la obra del canciller, éste se presentó, leyó
tranquilamente su proyecto para conjurar la crisis y fue tal el estupor
causado por la solución propuesta, que -lo dice literalmente una nota
periodística- hubo un profundo silencio que duró un minuto. De allí
salió Marx para seguir su marcha de fuerte y alto valor humano y allí
sigue hoy llamado por Hindemburg -que es protestante- y a la cabeza de
un país de protestantes.
Decía Paul Bourget que si después de
muerto se quería -al revolver los huesos de las sepulturas-
identificarlo a él, bastaría que se encontraran los huesos compenetrados
de tinta, que allí se encontraría, porque toda su vida no ha hecho otra
cosa que escribir. ¿Qué descubrirán los que intenten ver de cerca a
Marx, actual valor humano siempre en marcha, siempre con los brazos
extendidos en medio de la pelea? De seguro que será posible encontrar
“las cicatrices de una espantosa lucha” para acudir a una frase de
Harnack. Y esas cicatrices que son las huellas de las heridas y de las
batallas que ha librado Marx para abrirse paso, para llegar, para
quedarse allí y para moldear el porvenir, son las señales seguras y
características de todos los verdaderos valores.
La juventud es el hierro negro de donde
salen y se acuñan todos los valores que acabarán con nuestro
empobrecimiento y nuestra mendicidad y que saltarán por encima de todas
las murallas para quebrar medianías, para pisar nulidades y para empinar
a Dios, majestuoso y radiante, sobre los tejados y sobre los hombros de
patrias y de multitudes. Nada de valores a medias, nada de valores
incompletos, nada de valores que se aferran a su aislamiento, que
titubean, que se ponen en fuga frente a la Historia y que se satisfacen
con un milímetro de tierra. Que salgan hoy mismo de ese hierro negro
valores enteros y cabales, valores arrebatados, por el grito de guerra
de una actividad irresistible que los haga abrirse paso, que los haga
llegar, que los haga quedarse y que se les vea siempre como a Marx, con
los brazos levantados en medio de la batalla y en todos los dominios
(prensa, cátedras, libros, literatura, oratoria, filosofía, doctrinas,
sistemas, política, arte, problemas sociales) y que si llegan a caer
después de dejar una dinastía firme y enraizada en la roca, tengan por
sudario glorioso -como Cristo- las cicatrices de una lucha espantosa. Y
por encima del derrocamiento, de los despojos y de la pusilanimidad de
nuestros valores actuales, pasarán las pezuñas de los corceles en que
cabalgan los jinetes audaces de la reconquista.
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