La corrupción atraviesa
a los gobiernos desde hace mucho tiempo. Su omnipresencia
abruma y su permanencia se sostiene sobre su naturaleza
estructural, esa que la hace casi imposible de erradicar.
Es tal su potencia que ha logrado que la sociedad la naturalice,
la incorpore como parte del paisaje y, en ese contexto,
tolere convivir con ella casi sin escandalizarse.
Este fenómeno cultural ha penetrado con tanta
fuerza que no solo los corruptos creen estar haciendo lo
correcto y asumen que cualquiera haría lo mismo en
su lugar, sino que también los que entienden que ese
modo de vida es incorrecto parecen haber caído en la
trampa de la mansedumbre.
El daño que este
perverso hábito ha generado no solo impacta a la hora
de vaciar las arcas del Estado en cualquiera de sus formas,
saqueando los recursos de toda la sociedad. El asunto es
más complejo aún y los alcances del deterioro
moral son mucho más profundos que lo que pueda imaginarse.Es increíble observar como se ha desplazado
el umbral que traza la línea entre las personas integras
y los criminales. El saber popular solo colocará en
la lista de los corruptos a aquellos que delinquen con obscenidad,
los que lo hacen con absoluto descaro y sin ningún
tipo de escrúpulo.
Los sutiles, los mesurados,
los más educados y menos burdos, quedarán prácticamente
eximidos de su responsabilidad. Es que la experiencia cotidiana
indica que todos los que conducen los destinos del gobierno,
tendrán que hacerlo de algún modo, por lo tanto
lo que termina importando son las formas y eventualmente
los montos, y no necesariamente la actitud. Es
demasiado impactante seguir de cerca esos diálogos
en los que parece vital desplazar del poder a los delincuentes
de turno para reemplazarlos por otros que, haciendo lo mismo,
solo han tenido ciertos cuidados para no parecerse demasiado
a los primeros. Es tiempo de que la sociedad
se sincere plenamente y se anime a explicitar con total
claridad cuáles son sus verdaderos valores morales.
Es relevante saber, a estas alturas, si realmente la corrupción
es absolutamente inaceptable o solo se trata de rechazar
lo grosero y rústico, de cuestionar los modos y ciertos
desagradables estilos personales. Por triste
que resulte, se ha instalado vigorosamente una postura demasiado
frecuente, que plantea argumentos frágiles, de gran
debilidad no solo intelectual, sino de una relatividad moral
que espanta. Gente inteligente, con acceso a
la educación, sin carencias económicas que condicionen
su supervivencia, son los que militan con más vehemencia
en esta eterna e inexplicable doble moral. Despotrican
contra los malhechores cuestionando sus aptitudes y criticando
su indecencia crónica, pero con idéntico entusiasmo
idolatran a personajes de dudosa reputación que solo
pueden mostrarse como una versión atenuada de similares
conductas. Al final, todo parece ser una simple
cuestión de magnitudes. Los que roban mucho son considerados
corruptos, pero para los que lo hacen moderadamente existe
un indulto social completamente incomprensible. Es patético, pero definitivamente contemporáneo.
Una importante porción de la sociedad solo aspira a
elegir a los ladrones más civilizados, simpáticos
y discretos. Los honestos prácticamente no aparecen
en la grilla y entonces la comunidad no hace más que
optar entre diferentes delincuentes. El problema
de fondo es que los honrados no participan lo suficiente
como para cambiar la esencia de la política, aunque
es justo reconocer que muchos lo intentaron. Algunos, luego
de hacer su máximo esfuerzo, se encontraron con que
todo era mucho más complejo de lo previsto. Los menos
perseveraron y aún siguen intentando ese difícil
recorrido. Otros decidieron desistir frente a las infinitas
e insalvables dificultades. Un grupo importante
de los que ingresaron a la política para aportar integridad,
decidieron mutar y aceptar las impiadosas reglas de juego,
claudicando en sus convicciones, bajo el cómodo argumento
de asumir que no existe otro modo de hacer política
que abandonar los principios. Es importante
no resignarse con tanta docilidad y creer que todo seguirá
siendo igual, solo porque siempre fue así. Los cambios
se consiguen, primero asumiendo que resulta posible lograrlo.
Las utopías dejan de serlo cuando se actúa en
consonancia con los sueños. Si no se hace nada al respecto,
seguirán siendo solo ideales vacios de los que nadie
se ocupa. Claro que se pueden admitir que existen
ciertas circunstancias en las que se debe elegir el mal
menor. No se debe dejar de lado lo pragmático frente
a una situación límite. Muchas veces se trata
justamente de optar por la alternativa menos desagradable. Lo que resulta inadmisible es convertirse en un
entusiasta impulsor de un grupo de bandidos, con el agravante
de disimular deliberadamente sus inocultables vicios, minimizar
sus defectos, para transformarlos en artificiales adalides
de la eficiencia y la honestidad. Lamentablemente son lo
que son, solo más de lo mismo. En todo caso pueden
ser aceptados como parte de una amarga transición que
permita luego empezar a construir una opción superadora,
mucho mejor, más aceptable, esa que valga la pena promover
y de la que se pueda sentir un genuino orgullo. El camino consiste en ser suficientemente crítico,
disponerse a ser parte de una construcción realmente
virtuosa y evitar la infantil complacencia de siempre, esa
que termina siendo la impudicia de la indulgencia.
Alberto Medina Méndez albertomedinamendez@gmail.com
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