San Luis Rey de Francia
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25 De Agosto
San Luis nació el 25 de abril de 1214 y fue bautizado en la iglesia de Poissy.
San Luis IX poseía las cualidades de un
gran monarca, de un héroe de epopeya y de un santo. A la sabiduría en el
gobierno unía el arte de la paz y de la guerra; al valor y amplitud de
miras, una gran virtud. En sus empresas la ambición no tenía lugar
alguno; lo único que buscaba el santo rey era la gloria de Dios y el
bien de sus súbditos. Aunque las dos cruzadas en que participó
resultaron un fracaso, humanamente hablando, es un hecho que San Luis
fue uno de los caballeros más valientes de todas las épocas, un ejemplo
perfecto del caballero medieval, sin miedo y sin tacha.
Era hijo de Luis VIII de Francia. Cuando tenía ocho años, murió su abuelo Felipe Augusto y su padre ascendió al trono.
Blanca, su madre, era hija de Alfonso de
Castilla y de Eleonor de Inglaterra. Al ejemplo de las virtudes de su
santa madre debió Luis su magnífica educación. Blanca solía repetirle
con frecuencia cuando era niño: “Te quiero como la madre más amante
puede querer a su hijo; pero preferiría verte caer muerto a mis pies
antes que saber que has cometido un solo pecado mortal”. Luis no olvidó
nunca esa lección.
Su biógrafo y amigo, el señor de
Joinville, cronista de las cruzadas, refiere que el rey le preguntó una
vez: “¿Qué cosa es Dios?” Joinville replicó: “Una cosa tan buena que
nada puede ser mejor que Él”. “Bien dicho”, respondió Luis. “Pero
decidme: ¿Preferiríais contraer la lepra antes que cometer un pecado
mortal?” “Y yo, que nunca he dicho una mentira, prosigue Joinville
repliqué: Preferiría cometer treinta pecados mortales antes que contraer
la lepra”. Más tarde, San Luis le llamó aparte, y le explicó que su
respuesta había sido honrada, pero equivocada.
Luis VIII murió el 8 de noviembre de
1226. San Luis sólo tenía entonces doce años, la reina Blanca de
Castilla le hizo consagrar en Reims, y se ocupó de darle una educación
regia y, sobre todo, sumamente piadosa. De suerte que su madre asumió la
regencia. Durante la minoría de edad del rey, los barones se dedicaron a
perturbar el orden del reino; pero Blanca, que supo hacer alianzas muy
hábiles, los venció con su valor y diligencia en el campo de batalla y
los obligó a mantenerse tranquilos.
Cuando San Luis obtenía una victoria, se
regocijaba sobre todo porque ello significaba la paz para sus súbditos.
Era misericordioso aun con los rebeldes y, como nunca buscaba la
venganza ni ambicionaba la conquista, estaba siempre dispuesto a llegar a
un acuerdo.
Pocos hombres han amado a la Iglesia
tanto como San Luis, y han mostrado tanta reverencia por sus ministros.
Luis gustaba de conversar con los sacerdotes y los religiosos y con
frecuencia los invitaba a palacio (como por ejemplo, a Santo Tomás de
Aquino).
Cuando creaba nuevos caballeros,
celebraba fiestas magníficas; pero logró extirpar de la corte todas las
diversiones inmorales. No toleraba ni la obscenidad, ni la mundanidad
exagerada. Joinville dice: “Yo viví más de veintidós años en compañía
del rey y jamás le oí jurar por Dios, por la Virgen o por los Santos. Ni
siquiera le oí jamás pronunciar el nombre del diablo, excepto cuando
leía en voz alta o cuando discutía lo que acababa de leer sobre él”. Un
fraile de Santo Domingo afirmó también que nunca le había oído hablar
mal de nadie.
A los diecinueve años, San Luis contrajo
matrimonio con Margarita, la hija mayor de Raimundo Berenger, conde de
Provenza. La segunda hija del conde se casó con Enrique III de
Inglaterra; la tercera, Sancha, con Ricardo de Cornwall, y la más joven,
Beatriz, con Carlos, el hermano de San Luis.
Dios bendijo el matrimonio del rey, que
fue muy feliz, con cinco hijos y seis hijas. Sus descendientes ocuparon
el trono de Francia hasta el 21 de enero de 1793, día en que el Padre
Edgeworth dijo a Luis XVI, unos momentos antes de que la guillotina le
decapitase: “Hijo de San Luis, vuela al cielo”.
En 1235, Luis IX tomó el gobierno de su
reino, pero no perdió el gran respeto que tenía a su madre y se
aconsejaba siempre con ella.
La primera de las numerosas abadías que
fundó San Luis, fue la de Royaumont. En 1239, Balduino II, el emperador
latino de Constantinopla, regaló a San Luis la “Corona de Espinas” para
agradecerle la generosidad con que había ayudado a los cristianos de
Palestina y de otros países de oriente. La corona se hallaba entonces en
manos de los venecianos, como depósito por una suma que éstos habían
prestado a Balduino, de suerte que San Luis tuvo que pagar la deuda. El
rey envió a dos frailes de Santo Domingo a traer la reliquia y salió con
toda su corte a recibirla, más allá de Sens. Para depositar la “Corona
de Espinas”, mandó derribar su capilla de San Nicolás y construyó la
“Sainte Chapelle”.
El santo llevó a París a los cartujos y
les regaló el palacio de Vauvert. También ayudó a su madre a fundar el
convento de Maubuisson.
Algunas de las disposiciones del santo
monarca muestran hasta qué punto se preocupaba por la buena
administración de la justicia. Durante el reinado de sus sucesores,
cuando el pueblo se sentía objeto de alguna injusticia, pedía que se le
administrase justicia como se hacía en la época de San Luis.
En 1230, prohibió la usura, en particular
a los judíos; también publicó un decreto por el que condenaba a los
blasfemos a ser marcados con un hierro candente y aplicó esa pena a un
importante personaje de París. Como algunos murmurasen de su severidad,
el monarca declaró que él mismo se sometería a la pena si con ello
pudiese acabar con la blasfemia.
El santo protegía a sus vasallos contra
las opresiones de los señores feudales. Uno de éstos, un flamenco, había
mandado ahorcar a tres niños a quienes había sorprendido cazando
liebres en sus propiedades. El rey le encarceló y le hizo juzgar, no por
un tribunal de caballeros, como lo pedía el noble, sino por el tribunal
ordinario. Aunque San Luis le perdonó la vida, le confiscó la mayor
parte de sus propiedades y empleó el producto en obras de caridad. El
monarca prohibió a los señores feudales que se hiciesen la guerra entre
sí.
Cuando daba su palabra, la cumplía
escrupulosamente y observaba con fidelidad los tratados. Su integridad e
imparcialidad eran tales, que los barones, los prelados y aun los
reyes, se sometían a su arbitraje y se atenían a sus decisiones.
Poco después del comienzo del reinado de
Luis IX, Hugo de Lusignan, conde de La Marche, se rebeló; sus estados
formaban parte del Poitou y él se rehusó a prestar homenaje al conde de
Poitiers, hermano de San Luis. La esposa de Hugo se había casado en
primeras nupcias con el rey Juan de Inglaterra y era la madre de Enrique
III; éste acudió, pues, en ayuda de su padrastro. San Luis derrotó a
Enrique III en la batalla de Taillebourg, en 1242. El vencido se refugió
en Burdeos, hasta el año siguiente, retornó a Inglaterra e hizo la paz
con los franceses. Diecisiete años más tarde, Luis firmó otro tratado
con Enrique III, por el que entregaba a los ingleses el Limousin y el
Périgord, en tanto que éste renunciaba a todo derecho sobre Normandía,
Anjou, Maine, Touraine y Poitou. Los nobles franceses criticaron las
concesiones que había hecho el rey, pero éste explicó que el tratado
permitiría una larga paz con Inglaterra y que la corona francesa se
honraba con tener por vasallo a Enrique III.
En 1244, al restablecerse de una
enfermedad, San Luis determinó emprender una cruzada en oriente. A
principios del año siguiente, escribió a los cristianos de Palestina que
iría a socorrerles en su lucha contra los infieles lo más pronto
posible. Como se sabe, los infieles se habían apoderado nuevamente de
Jerusalén, unos cuantos meses antes. La oposición que el rey encontró
entre sus consejeros y los nobles, los asuntos de su reino y los
preparativos de la cruzada, dilataron la empresa tres años y medio.
En el décimo tercer Concilio de Lyon se
estableció un impuesto de un vigésimo sobre todos los beneficios
eclesiásticos durante tres años para ayudar a la cruzada, a pesar de la
violenta oposición de los representantes de Inglaterra. Esto dio ánimo a
los cruzados, y San Luis se embarcó con rumbo a Chipre en 1248,
acompañado por Guillermo Longsword, conde de Salisbury, y doscientos
caballeros ingleses.
El objetivo de la cruzada era Egipto. La
toma de Damieta, en el delta del Nilo, se llevó a cabo sin dificultad, y
San Luis entró solemnemente en la ciudad, no con la pompa de un
conquistador, sino con la humildad que convenía a un príncipe cristiano.
En efecto, el rey y la reina iban a pie, precedidos de los príncipes y
caballeros y del legado pontificio. El monarca decretó severos castigos
contra el saqueo y el crimen, ordenó que se restituyese todo lo robado y
prohibió que se matase a los infieles, si era posible hacerlos
prisioneros.
Las crecidas del Nilo y el calor del
verano impidieron al rey aprovechar la ventaja que había conseguido y
tuvo que esperar seis meses antes de atacar a los sarracenos, que se
hallaban en la otra ribera del Nilo. Siguieron otros seis meses de
luchas enconadas, en las que los cruzados perdieron muchos hombres,
tanto en las batallas como en las continuas epidemias.
En abril de 1250, San Luis cayó
prisionero y los sarracenos diezmaron su ejército. Durante el
cautiverio, el rey rezaba diariamente el oficio divino con sus dos
capellanes, como si estuviera en su palacio. A las burlas insultantes de
los guardias, respondía con tal aire de majestad y autoridad, que éstos
acabaron por dejarle en paz.
Cuando San Luis se negó a entregar sus
castillos de Siria, los infieles le amenazaron con las más ignominiosas
torturas. El santo monarca repuso serenamente que era su prisionero y
que podían hacer lo que quisiesen de su cuerpo. El sultán le propuso
devolverle la libertad y la de todos sus caballeros, a cambio de un
millón de onzas de oro y de la ciudad de Damieta. Luis respondió que el
rey de Francia no podía pagar su rescate a precio de oro, pero que
estaba dispuesto a entregar Damieta a cambio de su libertad y un millón
de onzas de oro para que sus vasallos quedasen libres. Precisamente
entonces, el sultán fue derrotado por los emires mamelucos, quienes
devolvieron la libertad al rey a sus caballeros al precio convenido,
pero asesinaron traidoramente a todos los heridos y enfermos que se
hallaban en Damieta.
San Luis partió entonces a Palestina con
el resto de su ejército. Ahí permaneció hasta 1254: visitó los Santos
Lugares, alentó a los cristianos y reforzó las defensas del Reino Latino
de Jerusalén. Después de recibir, con profundo dolor, la noticia de la
muerte de su madre, que ejercía la regencia en Francia, San Luis volvió a
su patria, de la que había estado ausente seis años.
Angustiado por el recuerdo de la opresión
que sufrían los cristianos en el oriente, portó siempre el signo de
cruzado en sus vestimentas para demostrar que estaba decidido a volver a
socorrerles. La situación de los cruzados empeoró rápidamente, ya que,
entre 1263 y 1268, los mamelucos tomaron Nazaret, Cesárea, Jaffa y
Antioquía.
Hacia 1257, Roberto de Sorbon, un
canónigo de París, muy erudito fundó en la ciudad la escuela de teología
que más tarde se llamó la Sorbona. Roberto era amigo personal de San
Luis quien en ciertas épocas le tuvo por confesor, de suerte que el
monarca apoyó con entusiasmo su proyecto y le ayudó a realizarlo.
San Luis fundó también en París, el
hospital de ciegos de Quinze-Vingts, (“Los Trescientos”), llamados así
porque al principio albergaba a trescientos enfermos. Pero no fue eso
todo lo que el santo hizo por los pobres: a diario invitaba a comer a
trece indigentes y mandaba repartir alimentos cerca de su palacio a una
gran multitud de necesitados. En la Cuaresma y el Adviento daba de comer
a cuantos se presentaban y, con frecuencia, se encargaba personalmente
de servirlos. Tenía una lista de los necesitados, sobre todo de los
pobres vergonzantes, a los que socorría regularmente en toda la
extensión de sus dominios.
Aunque no se ocupaba personalmente de la
legislación, tenía verdadera pasión por la justicia y, gracias a ello,
pudo transformar la institución feudal de “la corte del rey” en un
verdadero tribunal de justicia a cuyas decisiones se sometían los
monarcas, como en el caso de Enrique III y sus barones.
El santo se esforzó por sustituir el
recurso a las armas por el arbitraje y el proteo judicial. En cierta
ocasión en que había actuado como padrino de bautismo de un judío en
Saint-Denis, el santo confesó al embajador del emir de Túnez que, por
ver al soberano tunecino recibir el bautismo pasaría con gusto el resto
de su vida prisionero de los sarracenos.
Como las intenciones del rey eran bien
conocidas, la promulgación de una nueva cruzada, en 1267, no sorprendió a
nadie, pero tampoco entusiasmó a nadie, pues el pueblo temía, entre
otras cosas, perder a su buen monarca. Aunque San Luis no tenía entonces
más que cincuenta y dos años, estaba gastado por el trabajo, la
penitencia y las penurias. San Luis se embarcó con su ejército en
Aigues-Mortes, en julio de 1270. La armada se dirigió a Cagliari, en la
Cerdeña, y ahí se resolvió proseguir rumbo a Túnez.
El rey y su hijo mayor enfermaron de tifo
al llegar a este puerto. Al sentir que se acercaba su fin, el santo
monarca dio sus últimas instrucciones a sus hijos y a su hija, la reina
de Navarra, y se preparó para la muerte.
El domingo 24 de agosto, recibió los
últimos sacramentos. En seguida mandó llamar a los embajadores griegos y
los exhortó ardientemente a la unión con la Iglesia romana. Al día
siguiente, perdió el habla durante tres horas y, al recuperarla, levantó
los ojos al cielo y dijo en voz alta las palabras del salmista: “Señor, iré a tu casa a adorarte en tu templo santo y a glorificar tu nombre”. A las tres de la tarde, exclamó: “En tus manos encomiendo mi espíritu” y murió.
Sus huesos y su corazón fueron
trasladados a Francia y depositados en la iglesia abacial de
Saint-Denis, donde estuvieron hasta que fueron profanados durante la
Revolución Francesa.
San Luis fue canonizado en 1297.