viernes, 28 de agosto de 2015

DIEZ OLVIDOS

 DIEZ OLVIDOS
CAPONNETTO, RECONOCIDO INTELECTUAL CATÓLICO.
 Por Antonio Caponnetto 

No pasa día —en rigor, no pasa hora— sin que desde todos los medios masivos a su disposición, las izquierdas gobernantes y cogobernantes vuelvan una y otra vez sobre la condena del Proceso y de la Guerra Antisubversiva. Como tampoco pasa una hora sin que desde alguna instancia más o menos jurídica, nacional o transnacional se intente o se ejecute una nueva estrategia para mantener a los presuntos o reales represores de la guerrilla en permanente estado de acusación. Las respuestas y las reacciones que se suscitan ante tal estado de cosas están lejos de ser satisfactorias. 

Empezando por las respuestas de los jefes castrenses, que han optado entre entregarse sin combatir, a expensas de su honor, asociarse vergonzosamente al enemigo sirviéndole de guardia pretoriana o de embajadores, o proferir discursos pacifistas. El resultado es una confusión tan multiforme, una mentira tan honda y una falsificación tan sistemática de la historia, que nos parece oportuno presentar la siguiente enunciación de olvidos: 1.- Se ha olvidado, en primer lugar, la existencia del Comunismo Internacional, con su secuela de cien millones de muertos durante el siglo XX. La cifra no es arbitraria, ni retórica ni antojadiza. Es el resultado de un cálculo científico, corroborado tras prolijas y actualizadas investigaciones de carácter demográfico, en una voluminosa obra escrita por seis autores insospechados de antimarxismo: El libro negro del Comunismo, Barcelona, Planeta-Espasa, 1998, en su versión castellana. Los profesionales de la protesta antigenocida, tan prontos a blandir cantidades más emblemáticas y falsas que reales, (como las de los seis millones del Holocausto o la de los treinta mil desaparecidos), no han dicho una sola palabra a propósito de tan monstruosa constatación. Entre el 12 y 14 de junio de 2000, en Vilnus, Lituania, tuvo lugar el Primer Congreso Internacional sobre la Evaluación de los Crímenes del Comunismo (CIECC), organizado por la Fundación de Investigación de Crímenes Comunistas presidida por Vytas Miliauskas. No se ha visto ni se verá jamás allí a representante alguno de las agrupaciones defensoras de los derechos humanos, ni al juez Garzón y sus múltiples secuaces nativos y foráneos. Con lo que se constata una vez más —sin que haga falta— que los invocados derechos no son más que un recurso dialéctico de la Revolución, y que las tales agrupaciones que los invocan no han nacido sino para custodiar los intereses de la praxis marxista. Lo cual —pongámonos de acuerdo— no sería incoherente ni lo más grave si no mediara el hecho de que los mencionados ideólogos y agitadores insisten en presentarse como pacíficos ciudadanos preocupados por cualquier atentado de lesa humanidad. 2.- Se ha olvidado, en segundo lugar, que al amparo de aquella estructura ideológico-homicida apa­reció en la Argentina el fenómeno del terrorismo marxista, responsable de innúmeros actos delictivos y sanguinarios, y causa eficiente de la guerra revolucionaria, a la que toda Nación así agredida está obligada a enfrentar, aún con el concurso de sus Fuerzas Armadas. No fue un hecho aislado ni eventual ni azaroso ocurrido en nuestro país; fue parte de una planificada y cruenta operación extendida —sucesiva y simultáneamente— por toda América y por otras regiones del mundo. La Argentina no vi­vió una guerra civil. Fue agredida desde las usinas internacionales del marxismo con el concurso de subversivos vernáculos. 3.- Se ha olvidado, en tercer lugar, que el susodicho terrorismo no fue sólo ni principalmente físico, sino psicológico, político, económico y moral, buscando como blanco antes las almas que las armas. El término subversión —hoy olvidado— da una idea exacta, en recta semántica, de lo que aquella planificada ofensiva comunista quería conseguir y consiguió. El terrorismo resultó derrotado, pero la subversión campea victoriosa, gobierna y justifica y legitima ahora a los terroristas. Este triunfo subversivo —que está instalado en todos los ámbitos, desde el universitario hasta el eclesiástico, desde el periodístico hasta el gubernamental— fue consecuencia directa de la imperdonable ceguera e ignorancia doctrinal de las Fuerzas Armadas, a través de sus sucesivas conducciones, partícipes todas de la cosmovisión liberal, progresista y moderna de la política. Prefirieron proclamar que los argentinos eran derechos y humanos —pagando tributo a las categorías mentales del enemigo— cuando lo que correspondía era saber definirse contrarrevolucionarios. Prefirieron tener por fin la democracia antes que la patria. La paradoja es que los titulares de aquellos gobiernos militares, miopes y cómplices del error no son enjuiciados ni castigados, como debieran serlo, por causa de esta derrota contra la subversión, sino en razón de su victoria contra el terrorismo. 4.- Se ha olvidado, en cuarto lugar, que tanto la subversión como el terrorismo contaron con el apoyo explícito e incondicional de las genéricamente llamadas agrupaciones internacionales de solidaridad. Principalmente de la célula Madres de Plaza de Mayo, cuyas integrantes —que manejan ahora hasta el funcionamiento de una “universidad”, y que han sido insensatamente promovidas, homenajeadas y hasta recibidas en los ámbitos presidenciales— no dejan posibilidad alguna de duda sobre sus propósitos a favor de la lucha armada. Tampoco esto nos parece incoherente o lo más grave, sino el hecho de que se pretenda presentar a las Madres como modelos de la defensa de la vida y de la libertad. Hay que decirlo de una buena vez: Madres, Abuelas e Hijos son tres agrupaciones terroristas que gozan de impunidad, y hasta cuentan en algunos casos con subsidios estatales, llamados eufemísticamente indemnizaciones. Si las cosas se hubieran hecho bien, si una inteligencia cristiana hubiera comandado aquellas acciones bélicas, y una voluntad auténticamente castrense las hubiera consumado, no habrían existido desaparecidos sino ajusticiados, como consecuencia de una límpida, pública y responsable acción punitiva. Es posible, se dirá, que las Madres de Plaza de Mayo hubieran existido igual sin desaparecidos, pues su propósito institucional —quedó después en claro— no era recuperarlos sino apoyarlos y encubrirlos, desde la apelación a lo emocional hasta el uso de las armas. Pero si quienes libraron la guerra justa con­tra la subversión se hubieran abstenido de utilizar algunos de los mismos procedimientos perver­sos del adversario, su triunfo moral sobre ellos sería hoy apabullante e incuestionable. 5.- Se ha olvidado, en quinto lugar, que los soldados argentinos que combatieron en la ciudad o en los montes, bajo las formas más o menos clásicas de la guerra o las atípicas que el partisanismo impone, perdiendo por ello sus vidas o arriesgándose a perderlas, merecen la gratitud y el aplauso, el trato heroico y el reconocimiento de su valor. Ellos y sus familias vivieron múltiples peripecias y situaciones de riesgo, hasta que —muchos— cayeron en combate o quedaron gravemente mutilados. Libraron el buen combate sin ensuciar sus uniformes ni sus conductas. Sus nombres y los de las batallas en las que actuaron no pueden ser suprimidos de la memoria nacional, como vilmente viene sucediendo. 6.- Se ha olvidado, en sexto lugar, que no toda acción represiva es inmoral, y que aún del hecho de una represión ilícita no se sigue la inocencia de quienes la hayan padecido. Ambas cosas sucedieron en nuestro país. Hubo una represión del terrorismo perfectamente legítima y encuadrable dentro de los cánones de la guerra justa. Y hubo una represión —aconsejada por los eternos asesores de imagen que continuamente proporciona el poder mundial para estas ocasiones— que violó las normas éticas, siempre vigentes, aún en tiempos de conflagración, desnaturalizando aquella contienda y enlodando a quienes la ordenaban. Mas por enorme que resulte el repudio a aquel modo torcido de reprimir el accionar terrorista, ello no convierte en inocentes a todos aquellos sobre los cuales se ejecutó, ni en torturadores a todos aquellos militares que pelearon. Sin mengua de que hayan podido resultar lesionados algunos inocentes, hubo culpables reprimidos lícitamente y culpables reprimidos ilícitamente. Pero lo más penoso, es que hubo grandes culpables protegidos. Después, y hasta hoy, ocuparían los cargos más encumbrados del Estado. Muchos altos jefes de las FF.AA. deberían responder por esta altísima traición a la patria. 7.- Se ha olvidado, en séptimo lugar, que no existió ninguna dictadura militar ni ningún genoci­dio. Debió existir la primera —posibilidad prevista en la vida política de una nación y en las formas gubernamentales de emergencia en tiempos de anarquía— como respuesta necesaria y oportuna a la situación extraordinaria que se vivía entonces. Contrariamente, las sucesivas cúpulas castrenses procesistas se declararon en pro de “una democracia moderna, eficiente y estable”, y se comportaron como una variante más del Régimen: la del partido militar. Hasta que trasladaron mansamente el poder al más conocido picapleitos del sanguinario jefe erpiano. La imagen de Bignone entregando satisfecho el mando a Alfonsín, defensor de Santucho, es el símbolo más elocuente de la inexistencia de dictadura castrense alguna, y la prueba más patética de la existencia de una connivencia oprobiosa entre aquellas mencionadas cúpulas procesistas y los mandos subversivos. Así como no hubo dictadura no hubo genocidio, pues muertos por procedimientos lícitos o ilícitos, los guerrilleros abatidos no fueron perseguidos por cuestiones raciales o étnicas, sino por constituir un ejército invasor, de raigambre internacionalista, durante una contienda iniciada formalmente por ellos. Todas las comparaciones que se hacen entre el Proceso y el Nacionalsocialismo, resultan ridiculas, falaces, desproporcionadas y carentes de sustento. Tanto por la falsificación que comporta de los hechos argentinos como por la exageración de los hechos ocurridos en la Alemania del Tercer Reich. La estú­pida analogía no es más que propaganda comunista para consumo de ignorantes y de mendaces. 8.- Se ha olvidado, en octavo lugar, que no hubo un terrorismo de Estado sino una cobardía de Estado; del Estado Liberal concretamente, incapaz de hacerse responsable —con nombres y apellidos al pie de las sentencias— de las sanciones penales públicas más drásticas, perfectamente aplicables en tiempos de guerra contra un invasor externo con apoyos nativos. Pero más allá de esta cobardía repudiable, no puede establecerse ninguna simetría entre el Estado agredido que justamente se defiende y preserva, y la acción disociadora de las células guerrilleras, que pretendían constituirse en un Estado dentro del Estado. Hubo acciones represivas del Estado Argentino perfectamente plausibles, como la intervención militar en Tucumán con el Operativo Independencia. Y otras medrosas e indignas, según las cuales, la clandestinidad y la “ofensiva por izquierda” eran preferibles a la reacción diestra y nítida. 9.- Se ha olvidado, en noveno lugar, que no existieron campos de concentración ni holocaustos de ninguna especie. En todo caso, tan mal pudieron pasarla los guerrilleros detenidos como los secuestrados en las cárceles del pueblo. Los casos de Larrabure e Ibarzábal seguirán siendo terriblemente paradigmáticos al respecto. La tortura es un procedimiento inmoral, aunque quepan algunas distinciones casuísticas sobre la aplicación de los castigos físicos. Mas no existe un determinismo que convierte a todo militar en un torturador, sino una naturaleza humana caída que puede degradar al hombre, cualquiera sea el bando al que pertenezca. La dialéctica que hace del militar un torturador y un secuestrador de criaturas y del guerrillero una víctima mansa e indefensa, no resiste la menor confrontación con la realidad y es parte constitutiva de una nueva y grosera leyenda negra. Pero también debe decirse que no toda medida de contención física de un delincuente es tortura, ni lo es todo interrogatorio de un culpable, y que resulta una hipocresía inadmisible escandalizarse por la falta de un trato humano después de habérselo negado a otros. 10.- Se ha olvidado, en décimo lugar, que no eran alegres utopías las que movilizaban a los cuadros guerrilleros sino un odio visible sostenido en una ideología intrínsecamente perversa. No eran tampoco desprotegidos y desguarnecidos corderos, a merced de una jauría desenfrenada de soldados, sino tropas fríamente adiestradas y entrenadas para matar y morir. Ninguna inocencia los caracterizaba. Ningún atenuante los alcanza. Secuestraron y maltrataron a sus víctimas horrorosamente; extorsionaron y se desempeñaron como victimarios de su propio pueblo; practicaron el sadismo entre sus mismos compañeros de lucha; tuvieron sus centros clandestinos de detención; arrojaron a muchos jóvenes y hasta adolescentes al combate, utilizando después sus muertes como propaganda partidaria y como argumentos sentimentales contra la represión. Y no se privaron de escudarse en sus propios hijos para propiciar sus fugas o para cubrirse en las refriegas, dejándolos abandonados en no pocas ocasiones. Esos hijos por los que hoy se reclama fueron, en algunos casos, abandonados por sus mismos padres, después de haberlos usado como coartada, tal como surge con toda claridad de muchas de las actuaciones judiciales respectivas. No todo hijo de desaparecido fue arrancado de sus padres, adulterado en su identidad y entregado en tenencia a una familia sustituía. Muchos fueron abandonados por la pareja de guerrilleros que eventualmente los tenía consigo o que los había engendrado. Y fueron recogidos, adoptados y criados con las mejores intenciones por abnegados ciudadanos o por solícitas familias castrenses. Queden señalados esquemáticamente estos olvidos. No son los únicos sino los que conviene recor­dar en los duros momentos actuales. Queden señalados, porque recordar es un deber, y olvidar es una culpa. Queden señalados, porque sin la memoria intacta y alerta no se puede marchar al combate. Y el combate aún no ha terminado.
DIEZ OLVIDOS
DIEZ OLVIDOS Por Antonio Caponnetto No pasa día —en rigor, no pasa hora— sin que desde todos los medios masivos a su disposición, las izquierdas gobernantes y cogobernantes vuelvan una y otra vez sobre la condena del Proceso y de la Guerra Antisubversiva. Como tampoco pasa una hora sin que desde alguna instancia más o menos jurídica, nacional o transnacional se intente o se ejecute una nueva estrategia para mantener a los presuntos o reales represores de la guerrilla en permanente estado de acusación. Las respuestas y las reacciones que se suscitan ante tal estado de cosas están lejos de ser satisfactorias. Empezando por las respuestas de los jefes castrenses, que han optado entre entregarse sin combatir, a expensas de su honor, asociarse vergonzosamente al enemigo sirviéndole de guardia pretoriana o de embajadores, o proferir discursos pacifistas. El resultado es una confusión tan multiforme, una mentira tan honda y una falsificación tan sistemática de la historia, que nos parece oportuno presentar la siguiente enunciación de olvidos: 1.- Se ha olvidado, en primer lugar, la existencia del Comunismo Internacional, con su secuela de cien millones de muertos durante el siglo XX. La cifra no es arbitraria, ni retórica ni antojadiza. Es el resultado de un cálculo científico, corroborado tras prolijas y actualizadas investigaciones de carácter demográfico, en una voluminosa obra escrita por seis autores insospechados de antimarxismo: El libro negro del Comunismo, Barcelona, Planeta-Espasa, 1998, en su versión castellana. Los profesionales de la protesta antigenocida, tan prontos a blandir cantidades más emblemáticas y falsas que reales, (como las de los seis millones del Holocausto o la de los treinta mil desaparecidos), no han dicho una sola palabra a propósito de tan monstruosa constatación. Entre el 12 y 14 de junio de 2000, en Vilnus, Lituania, tuvo lugar el Primer Congreso Internacional sobre la Evaluación de los Crímenes del Comunismo (CIECC), organizado por la Fundación de Investigación de Crímenes Comunistas presidida por Vytas Miliauskas. No se ha visto ni se verá jamás allí a representante alguno de las agrupaciones defensoras de los derechos humanos, ni al juez Garzón y sus múltiples secuaces nativos y foráneos. Con lo que se constata una vez más —sin que haga falta— que los invocados derechos no son más que un recurso dialéctico de la Revolución, y que las tales agrupaciones que los invocan no han nacido sino para custodiar los intereses de la praxis marxista. Lo cual —pongámonos de acuerdo— no sería incoherente ni lo más grave si no mediara el hecho de que los mencionados ideólogos y agitadores insisten en presentarse como pacíficos ciudadanos preocupados por cualquier atentado de lesa humanidad. 2.- Se ha olvidado, en segundo lugar, que al amparo de aquella estructura ideológico-homicida apa­reció en la Argentina el fenómeno del terrorismo marxista, responsable de innúmeros actos delictivos y sanguinarios, y causa eficiente de la guerra revolucionaria, a la que toda Nación así agredida está obligada a enfrentar, aún con el concurso de sus Fuerzas Armadas. No fue un hecho aislado ni eventual ni azaroso ocurrido en nuestro país; fue parte de una planificada y cruenta operación extendida —sucesiva y simultáneamente— por toda América y por otras regiones del mundo. La Argentina no vi­vió una guerra civil. Fue agredida desde las usinas internacionales del marxismo con el concurso de subversivos vernáculos. 3.- Se ha olvidado, en tercer lugar, que el susodicho terrorismo no fue sólo ni principalmente físico, sino psicológico, político, económico y moral, buscando como blanco antes las almas que las armas. El término subversión —hoy olvidado— da una idea exacta, en recta semántica, de lo que aquella planificada ofensiva comunista quería conseguir y consiguió. El terrorismo resultó derrotado, pero la subversión campea victoriosa, gobierna y justifica y legitima ahora a los terroristas. Este triunfo subversivo —que está instalado en todos los ámbitos, desde el universitario hasta el eclesiástico, desde el periodístico hasta el gubernamental— fue consecuencia directa de la imperdonable ceguera e ignorancia doctrinal de las Fuerzas Armadas, a través de sus sucesivas conducciones, partícipes todas de la cosmovisión liberal, progresista y moderna de la política. Prefirieron proclamar que los argentinos eran derechos y humanos —pagando tributo a las categorías mentales del enemigo— cuando lo que correspondía era saber definirse contrarrevolucionarios. Prefirieron tener por fin la democracia antes que la patria. La paradoja es que los titulares de aquellos gobiernos militares, miopes y cómplices del error no son enjuiciados ni castigados, como debieran serlo, por causa de esta derrota contra la subversión, sino en razón de su victoria contra el terrorismo. 4.- Se ha olvidado, en cuarto lugar, que tanto la subversión como el terrorismo contaron con el apoyo explícito e incondicional de las genéricamente llamadas agrupaciones internacionales de solidaridad. Principalmente de la célula Madres de Plaza de Mayo, cuyas integrantes —que manejan ahora hasta el funcionamiento de una “universidad”, y que han sido insensatamente promovidas, homenajeadas y hasta recibidas en los ámbitos presidenciales— no dejan posibilidad alguna de duda sobre sus propósitos a favor de la lucha armada. Tampoco esto nos parece incoherente o lo más grave, sino el hecho de que se pretenda presentar a las Madres como modelos de la defensa de la vida y de la libertad. Hay que decirlo de una buena vez: Madres, Abuelas e Hijos son tres agrupaciones terroristas que gozan de impunidad, y hasta cuentan en algunos casos con subsidios estatales, llamados eufemísticamente indemnizaciones. Si las cosas se hubieran hecho bien, si una inteligencia cristiana hubiera comandado aquellas acciones bélicas, y una voluntad auténticamente castrense las hubiera consumado, no habrían existido desaparecidos sino ajusticiados, como consecuencia de una límpida, pública y responsable acción punitiva. Es posible, se dirá, que las Madres de Plaza de Mayo hubieran existido igual sin desaparecidos, pues su propósito institucional —quedó después en claro— no era recuperarlos sino apoyarlos y encubrirlos, desde la apelación a lo emocional hasta el uso de las armas. Pero si quienes libraron la guerra justa con­tra la subversión se hubieran abstenido de utilizar algunos de los mismos procedimientos perver­sos del adversario, su triunfo moral sobre ellos sería hoy apabullante e incuestionable. 5.- Se ha olvidado, en quinto lugar, que los soldados argentinos que combatieron en la ciudad o en los montes, bajo las formas más o menos clásicas de la guerra o las atípicas que el partisanismo impone, perdiendo por ello sus vidas o arriesgándose a perderlas, merecen la gratitud y el aplauso, el trato heroico y el reconocimiento de su valor. Ellos y sus familias vivieron múltiples peripecias y situaciones de riesgo, hasta que —muchos— cayeron en combate o quedaron gravemente mutilados. Libraron el buen combate sin ensuciar sus uniformes ni sus conductas. Sus nombres y los de las batallas en las que actuaron no pueden ser suprimidos de la memoria nacional, como vilmente viene sucediendo. 6.- Se ha olvidado, en sexto lugar, que no toda acción represiva es inmoral, y que aún del hecho de una represión ilícita no se sigue la inocencia de quienes la hayan padecido. Ambas cosas sucedieron en nuestro país. Hubo una represión del terrorismo perfectamente legítima y encuadrable dentro de los cánones de la guerra justa. Y hubo una represión —aconsejada por los eternos asesores de imagen que continuamente proporciona el poder mundial para estas ocasiones— que violó las normas éticas, siempre vigentes, aún en tiempos de conflagración, desnaturalizando aquella contienda y enlodando a quienes la ordenaban. Mas por enorme que resulte el repudio a aquel modo torcido de reprimir el accionar terrorista, ello no convierte en inocentes a todos aquellos sobre los cuales se ejecutó, ni en torturadores a todos aquellos militares que pelearon. Sin mengua de que hayan podido resultar lesionados algunos inocentes, hubo culpables reprimidos lícitamente y culpables reprimidos ilícitamente. Pero lo más penoso, es que hubo grandes culpables protegidos. Después, y hasta hoy, ocuparían los cargos más encumbrados del Estado. Muchos altos jefes de las FF.AA. deberían responder por esta altísima traición a la patria. 7.- Se ha olvidado, en séptimo lugar, que no existió ninguna dictadura militar ni ningún genoci­dio. Debió existir la primera —posibilidad prevista en la vida política de una nación y en las formas gubernamentales de emergencia en tiempos de anarquía— como respuesta necesaria y oportuna a la situación extraordinaria que se vivía entonces. Contrariamente, las sucesivas cúpulas castrenses procesistas se declararon en pro de “una democracia moderna, eficiente y estable”, y se comportaron como una variante más del Régimen: la del partido militar. Hasta que trasladaron mansamente el poder al más conocido picapleitos del sanguinario jefe erpiano. La imagen de Bignone entregando satisfecho el mando a Alfonsín, defensor de Santucho, es el símbolo más elocuente de la inexistencia de dictadura castrense alguna, y la prueba más patética de la existencia de una connivencia oprobiosa entre aquellas mencionadas cúpulas procesistas y los mandos subversivos. Así como no hubo dictadura no hubo genocidio, pues muertos por procedimientos lícitos o ilícitos, los guerrilleros abatidos no fueron perseguidos por cuestiones raciales o étnicas, sino por constituir un ejército invasor, de raigambre internacionalista, durante una contienda iniciada formalmente por ellos. Todas las comparaciones que se hacen entre el Proceso y el Nacionalsocialismo, resultan ridiculas, falaces, desproporcionadas y carentes de sustento. Tanto por la falsificación que comporta de los hechos argentinos como por la exageración de los hechos ocurridos en la Alemania del Tercer Reich. La estú­pida analogía no es más que propaganda comunista para consumo de ignorantes y de mendaces. 8.- Se ha olvidado, en octavo lugar, que no hubo un terrorismo de Estado sino una cobardía de Estado; del Estado Liberal concretamente, incapaz de hacerse responsable —con nombres y apellidos al pie de las sentencias— de las sanciones penales públicas más drásticas, perfectamente aplicables en tiempos de guerra contra un invasor externo con apoyos nativos. Pero más allá de esta cobardía repudiable, no puede establecerse ninguna simetría entre el Estado agredido que justamente se defiende y preserva, y la acción disociadora de las células guerrilleras, que pretendían constituirse en un Estado dentro del Estado. Hubo acciones represivas del Estado Argentino perfectamente plausibles, como la intervención militar en Tucumán con el Operativo Independencia. Y otras medrosas e indignas, según las cuales, la clandestinidad y la “ofensiva por izquierda” eran preferibles a la reacción diestra y nítida. 9.- Se ha olvidado, en noveno lugar, que no existieron campos de concentración ni holocaustos de ninguna especie. En todo caso, tan mal pudieron pasarla los guerrilleros detenidos como los secuestrados en las cárceles del pueblo. Los casos de Larrabure e Ibarzábal seguirán siendo terriblemente paradigmáticos al respecto. La tortura es un procedimiento inmoral, aunque quepan algunas distinciones casuísticas sobre la aplicación de los castigos físicos. Mas no existe un determinismo que convierte a todo militar en un torturador, sino una naturaleza humana caída que puede degradar al hombre, cualquiera sea el bando al que pertenezca. La dialéctica que hace del militar un torturador y un secuestrador de criaturas y del guerrillero una víctima mansa e indefensa, no resiste la menor confrontación con la realidad y es parte constitutiva de una nueva y grosera leyenda negra. Pero también debe decirse que no toda medida de contención física de un delincuente es tortura, ni lo es todo interrogatorio de un culpable, y que resulta una hipocresía inadmisible escandalizarse por la falta de un trato humano después de habérselo negado a otros. 10.- Se ha olvidado, en décimo lugar, que no eran alegres utopías las que movilizaban a los cuadros guerrilleros sino un odio visible sostenido en una ideología intrínsecamente perversa. No eran tampoco desprotegidos y desguarnecidos corderos, a merced de una jauría desenfrenada de soldados, sino tropas fríamente adiestradas y entrenadas para matar y morir. Ninguna inocencia los caracterizaba. Ningún atenuante los alcanza. Secuestraron y maltrataron a sus víctimas horrorosamente; extorsionaron y se desempeñaron como victimarios de su propio pueblo; practicaron el sadismo entre sus mismos compañeros de lucha; tuvieron sus centros clandestinos de detención; arrojaron a muchos jóvenes y hasta adolescentes al combate, utilizando después sus muertes como propaganda partidaria y como argumentos sentimentales contra la represión. Y no se privaron de escudarse en sus propios hijos para propiciar sus fugas o para cubrirse en las refriegas, dejándolos abandonados en no pocas ocasiones. Esos hijos por los que hoy se reclama fueron, en algunos casos, abandonados por sus mismos padres, después de haberlos usado como coartada, tal como surge con toda claridad de muchas de las actuaciones judiciales respectivas. No todo hijo de desaparecido fue arrancado de sus padres, adulterado en su identidad y entregado en tenencia a una familia sustituía. Muchos fueron abandonados por la pareja de guerrilleros que eventualmente los tenía consigo o que los había engendrado. Y fueron recogidos, adoptados y criados con las mejores intenciones por abnegados ciudadanos o por solícitas familias castrenses. Queden señalados esquemáticamente estos olvidos. No son los únicos sino los que conviene recor­dar en los duros momentos actuales. Queden señalados, porque recordar es un deber, y olvidar es una culpa. Queden señalados, porque sin la memoria intacta y alerta no se puede marchar al combate. Y el combate aún no ha terminado.
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DIEZ OLVIDOS Por Antonio Caponnetto No pasa día —en rigor, no pasa hora— sin que desde todos los medios masivos a su disposición, las izquierdas gobernantes y cogobernantes vuelvan una y otra vez sobre la condena del Proceso y de la Guerra Antisubversiva. Como tampoco pasa una hora sin que desde alguna instancia más o menos jurídica, nacional o transnacional se intente o se ejecute una nueva estrategia para mantener a los presuntos o reales represores de la guerrilla en permanente estado de acusación. Las respuestas y las reacciones que se suscitan ante tal estado de cosas están lejos de ser satisfactorias. Empezando por las respuestas de los jefes castrenses, que han optado entre entregarse sin combatir, a expensas de su honor, asociarse vergonzosamente al enemigo sirviéndole de guardia pretoriana o de embajadores, o proferir discursos pacifistas. El resultado es una confusión tan multiforme, una mentira tan honda y una falsificación tan sistemática de la historia, que nos parece oportuno presentar la siguiente enunciación de olvidos: 1.- Se ha olvidado, en primer lugar, la existencia del Comunismo Internacional, con su secuela de cien millones de muertos durante el siglo XX. La cifra no es arbitraria, ni retórica ni antojadiza. Es el resultado de un cálculo científico, corroborado tras prolijas y actualizadas investigaciones de carácter demográfico, en una voluminosa obra escrita por seis autores insospechados de antimarxismo: El libro negro del Comunismo, Barcelona, Planeta-Espasa, 1998, en su versión castellana. Los profesionales de la protesta antigenocida, tan prontos a blandir cantidades más emblemáticas y falsas que reales, (como las de los seis millones del Holocausto o la de los treinta mil desaparecidos), no han dicho una sola palabra a propósito de tan monstruosa constatación. Entre el 12 y 14 de junio de 2000, en Vilnus, Lituania, tuvo lugar el Primer Congreso Internacional sobre la Evaluación de los Crímenes del Comunismo (CIECC), organizado por la Fundación de Investigación de Crímenes Comunistas presidida por Vytas Miliauskas. No se ha visto ni se verá jamás allí a representante alguno de las agrupaciones defensoras de los derechos humanos, ni al juez Garzón y sus múltiples secuaces nativos y foráneos. Con lo que se constata una vez más —sin que haga falta— que los invocados derechos no son más que un recurso dialéctico de la Revolución, y que las tales agrupaciones que los invocan no han nacido sino para custodiar los intereses de la praxis marxista. Lo cual —pongámonos de acuerdo— no sería incoherente ni lo más grave si no mediara el hecho de que los mencionados ideólogos y agitadores insisten en presentarse como pacíficos ciudadanos preocupados por cualquier atentado de lesa humanidad. 2.- Se ha olvidado, en segundo lugar, que al amparo de aquella estructura ideológico-homicida apa­reció en la Argentina el fenómeno del terrorismo marxista, responsable de innúmeros actos delictivos y sanguinarios, y causa eficiente de la guerra revolucionaria, a la que toda Nación así agredida está obligada a enfrentar, aún con el concurso de sus Fuerzas Armadas. No fue un hecho aislado ni eventual ni azaroso ocurrido en nuestro país; fue parte de una planificada y cruenta operación extendida —sucesiva y simultáneamente— por toda América y por otras regiones del mundo. La Argentina no vi­vió una guerra civil. Fue agredida desde las usinas internacionales del marxismo con el concurso de subversivos vernáculos. 3.- Se ha olvidado, en tercer lugar, que el susodicho terrorismo no fue sólo ni principalmente físico, sino psicológico, político, económico y moral, buscando como blanco antes las almas que las armas. El término subversión —hoy olvidado— da una idea exacta, en recta semántica, de lo que aquella planificada ofensiva comunista quería conseguir y consiguió. El terrorismo resultó derrotado, pero la subversión campea victoriosa, gobierna y justifica y legitima ahora a los terroristas. Este triunfo subversivo —que está instalado en todos los ámbitos, desde el universitario hasta el eclesiástico, desde el periodístico hasta el gubernamental— fue consecuencia directa de la imperdonable ceguera e ignorancia doctrinal de las Fuerzas Armadas, a través de sus sucesivas conducciones, partícipes todas de la cosmovisión liberal, progresista y moderna de la política. Prefirieron proclamar que los argentinos eran derechos y humanos —pagando tributo a las categorías mentales del enemigo— cuando lo que correspondía era saber definirse contrarrevolucionarios. Prefirieron tener por fin la democracia antes que la patria. La paradoja es que los titulares de aquellos gobiernos militares, miopes y cómplices del error no son enjuiciados ni castigados, como debieran serlo, por causa de esta derrota contra la subversión, sino en razón de su victoria contra el terrorismo. 4.- Se ha olvidado, en cuarto lugar, que tanto la subversión como el terrorismo contaron con el apoyo explícito e incondicional de las genéricamente llamadas agrupaciones internacionales de solidaridad. Principalmente de la célula Madres de Plaza de Mayo, cuyas integrantes —que manejan ahora hasta el funcionamiento de una “universidad”, y que han sido insensatamente promovidas, homenajeadas y hasta recibidas en los ámbitos presidenciales— no dejan posibilidad alguna de duda sobre sus propósitos a favor de la lucha armada. Tampoco esto nos parece incoherente o lo más grave, sino el hecho de que se pretenda presentar a las Madres como modelos de la defensa de la vida y de la libertad. Hay que decirlo de una buena vez: Madres, Abuelas e Hijos son tres agrupaciones terroristas que gozan de impunidad, y hasta cuentan en algunos casos con subsidios estatales, llamados eufemísticamente indemnizaciones. Si las cosas se hubieran hecho bien, si una inteligencia cristiana hubiera comandado aquellas acciones bélicas, y una voluntad auténticamente castrense las hubiera consumado, no habrían existido desaparecidos sino ajusticiados, como consecuencia de una límpida, pública y responsable acción punitiva. Es posible, se dirá, que las Madres de Plaza de Mayo hubieran existido igual sin desaparecidos, pues su propósito institucional —quedó después en claro— no era recuperarlos sino apoyarlos y encubrirlos, desde la apelación a lo emocional hasta el uso de las armas. Pero si quienes libraron la guerra justa con­tra la subversión se hubieran abstenido de utilizar algunos de los mismos procedimientos perver­sos del adversario, su triunfo moral sobre ellos sería hoy apabullante e incuestionable. 5.- Se ha olvidado, en quinto lugar, que los soldados argentinos que combatieron en la ciudad o en los montes, bajo las formas más o menos clásicas de la guerra o las atípicas que el partisanismo impone, perdiendo por ello sus vidas o arriesgándose a perderlas, merecen la gratitud y el aplauso, el trato heroico y el reconocimiento de su valor. Ellos y sus familias vivieron múltiples peripecias y situaciones de riesgo, hasta que —muchos— cayeron en combate o quedaron gravemente mutilados. Libraron el buen combate sin ensuciar sus uniformes ni sus conductas. Sus nombres y los de las batallas en las que actuaron no pueden ser suprimidos de la memoria nacional, como vilmente viene sucediendo. 6.- Se ha olvidado, en sexto lugar, que no toda acción represiva es inmoral, y que aún del hecho de una represión ilícita no se sigue la inocencia de quienes la hayan padecido. Ambas cosas sucedieron en nuestro país. Hubo una represión del terrorismo perfectamente legítima y encuadrable dentro de los cánones de la guerra justa. Y hubo una represión —aconsejada por los eternos asesores de imagen que continuamente proporciona el poder mundial para estas ocasiones— que violó las normas éticas, siempre vigentes, aún en tiempos de conflagración, desnaturalizando aquella contienda y enlodando a quienes la ordenaban. Mas por enorme que resulte el repudio a aquel modo torcido de reprimir el accionar terrorista, ello no convierte en inocentes a todos aquellos sobre los cuales se ejecutó, ni en torturadores a todos aquellos militares que pelearon. Sin mengua de que hayan podido resultar lesionados algunos inocentes, hubo culpables reprimidos lícitamente y culpables reprimidos ilícitamente. Pero lo más penoso, es que hubo grandes culpables protegidos. Después, y hasta hoy, ocuparían los cargos más encumbrados del Estado. Muchos altos jefes de las FF.AA. deberían responder por esta altísima traición a la patria. 7.- Se ha olvidado, en séptimo lugar, que no existió ninguna dictadura militar ni ningún genoci­dio. Debió existir la primera —posibilidad prevista en la vida política de una nación y en las formas gubernamentales de emergencia en tiempos de anarquía— como respuesta necesaria y oportuna a la situación extraordinaria que se vivía entonces. Contrariamente, las sucesivas cúpulas castrenses procesistas se declararon en pro de “una democracia moderna, eficiente y estable”, y se comportaron como una variante más del Régimen: la del partido militar. Hasta que trasladaron mansamente el poder al más conocido picapleitos del sanguinario jefe erpiano. La imagen de Bignone entregando satisfecho el mando a Alfonsín, defensor de Santucho, es el símbolo más elocuente de la inexistencia de dictadura castrense alguna, y la prueba más patética de la existencia de una connivencia oprobiosa entre aquellas mencionadas cúpulas procesistas y los mandos subversivos. Así como no hubo dictadura no hubo genocidio, pues muertos por procedimientos lícitos o ilícitos, los guerrilleros abatidos no fueron perseguidos por cuestiones raciales o étnicas, sino por constituir un ejército invasor, de raigambre internacionalista, durante una contienda iniciada formalmente por ellos. Todas las comparaciones que se hacen entre el Proceso y el Nacionalsocialismo, resultan ridiculas, falaces, desproporcionadas y carentes de sustento. Tanto por la falsificación que comporta de los hechos argentinos como por la exageración de los hechos ocurridos en la Alemania del Tercer Reich. La estú­pida analogía no es más que propaganda comunista para consumo de ignorantes y de mendaces. 8.- Se ha olvidado, en octavo lugar, que no hubo un terrorismo de Estado sino una cobardía de Estado; del Estado Liberal concretamente, incapaz de hacerse responsable —con nombres y apellidos al pie de las sentencias— de las sanciones penales públicas más drásticas, perfectamente aplicables en tiempos de guerra contra un invasor externo con apoyos nativos. Pero más allá de esta cobardía repudiable, no puede establecerse ninguna simetría entre el Estado agredido que justamente se defiende y preserva, y la acción disociadora de las células guerrilleras, que pretendían constituirse en un Estado dentro del Estado. Hubo acciones represivas del Estado Argentino perfectamente plausibles, como la intervención militar en Tucumán con el Operativo Independencia. Y otras medrosas e indignas, según las cuales, la clandestinidad y la “ofensiva por izquierda” eran preferibles a la reacción diestra y nítida. 9.- Se ha olvidado, en noveno lugar, que no existieron campos de concentración ni holocaustos de ninguna especie. En todo caso, tan mal pudieron pasarla los guerrilleros detenidos como los secuestrados en las cárceles del pueblo. Los casos de Larrabure e Ibarzábal seguirán siendo terriblemente paradigmáticos al respecto. La tortura es un procedimiento inmoral, aunque quepan algunas distinciones casuísticas sobre la aplicación de los castigos físicos. Mas no existe un determinismo que convierte a todo militar en un torturador, sino una naturaleza humana caída que puede degradar al hombre, cualquiera sea el bando al que pertenezca. La dialéctica que hace del militar un torturador y un secuestrador de criaturas y del guerrillero una víctima mansa e indefensa, no resiste la menor confrontación con la realidad y es parte constitutiva de una nueva y grosera leyenda negra. Pero también debe decirse que no toda medida de contención física de un delincuente es tortura, ni lo es todo interrogatorio de un culpable, y que resulta una hipocresía inadmisible escandalizarse por la falta de un trato humano después de habérselo negado a otros. 10.- Se ha olvidado, en décimo lugar, que no eran alegres utopías las que movilizaban a los cuadros guerrilleros sino un odio visible sostenido en una ideología intrínsecamente perversa. No eran tampoco desprotegidos y desguarnecidos corderos, a merced de una jauría desenfrenada de soldados, sino tropas fríamente adiestradas y entrenadas para matar y morir. Ninguna inocencia los caracterizaba. Ningún atenuante los alcanza. Secuestraron y maltrataron a sus víctimas horrorosamente; extorsionaron y se desempeñaron como victimarios de su propio pueblo; practicaron el sadismo entre sus mismos compañeros de lucha; tuvieron sus centros clandestinos de detención; arrojaron a muchos jóvenes y hasta adolescentes al combate, utilizando después sus muertes como propaganda partidaria y como argumentos sentimentales contra la represión. Y no se privaron de escudarse en sus propios hijos para propiciar sus fugas o para cubrirse en las refriegas, dejándolos abandonados en no pocas ocasiones. Esos hijos por los que hoy se reclama fueron, en algunos casos, abandonados por sus mismos padres, después de haberlos usado como coartada, tal como surge con toda claridad de muchas de las actuaciones judiciales respectivas. No todo hijo de desaparecido fue arrancado de sus padres, adulterado en su identidad y entregado en tenencia a una familia sustituía. Muchos fueron abandonados por la pareja de guerrilleros que eventualmente los tenía consigo o que los había engendrado. Y fueron recogidos, adoptados y criados con las mejores intenciones por abnegados ciudadanos o por solícitas familias castrenses. Queden señalados esquemáticamente estos olvidos. No son los únicos sino los que conviene recor­dar en los duros momentos actuales. Queden señalados, porque recordar es un deber, y olvidar es una culpa. Queden señalados, porque sin la memoria intacta y alerta no se puede marchar al combate. Y el combate aún no ha terminado.
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