La utopía de un gobierno diáfano.
La
utopía de un gobierno diáfano.
La humanidad ha intentado
evolucionar en la articulación de sistemas de convivencia
que fueran superadores, que permitieran dejar de lado prácticas
inapropiadas para reemplazarlas por otras mejores. El primer
desafío fue abandonar la vigencia de la eterna "ley
del más fuerte" como método único para resolver
conflictos, y eso fue parcialmente logrado. Los
sistemas de gobierno han ido progresando en ciertos aspectos
y deteriorándose, sin disimulo, en muchos otros. El
más escandaloso lo protagoniza la falta de transparencia
en el uso de los dineros públicos.
Las
decisiones de los gobernantes, el modo en el que actúan
a diario, forman parte de una gran "caja negra". Solo se
conoce el inicio y el final, pero nada se sabe del proceso
por el que se atraviesa para llegar hasta allí.
Mecanismos como esos fueron acumulándose inexorablemente
en un contexto de crecimiento exponencial del tamaño
de los Estados, con más roles a su cargo y con una
desproporcionada magnitud del gasto.
Esa compleja
estructura sirvió de justificación para ocultar
la cantidad y calidad de ese gasto. Esos gobernantes han
utilizado, sin miramientos ni reparos, esta dinámica
para perpetrar sus más variados delitos. Instrumentaron
intrincados procedimientos, intencionalmente plagados de
infinitos pasos burocráticos, tendientes a generar
mayor confusión, con la meta clara de disfrazar sus
innumerables irregularidades.
Que la ciudadanía
conozca en detalle, cómo, cuánto, dónde y
cuándo gastan los gobiernos es un derecho inalienable
y no precisamente un favor, un gesto o una concesión
que deban hacer quienes administran el Estado.
En tiempos de tanta tecnología disponible, las excusas
ya no sirven. Todo el gasto estatal puede ser transparentado
en la medida que exista suficiente voluntad política.
Si aún no se ha avanzado en esta dirección es
solo porque los gobernantes han tomado la explicita determinación
de no hacerlo.
Eso no es casualidad. Es la consecuencia
inevitable de una combinación casi letal. Por un lado
la primacía de políticos corruptos que utilizan
esta oscura ventana para sus dislates, para manejar todo
con absoluta discrecionalidad, sin rendirle cuentas a nadie.
Ellos actúan como si se tratara de su dinero, olvidando
que son recursos que han sido previamente detraídos
de los ciudadanos, vía impuestos, para supuestos loables
fines que luego no se concretan en lo más mínimo.
Pero nada de esto se podría llevar adelante
si la sociedad no fuera la principal cómplice silenciosa
de estas aventuras demasiado habituales. La naturalización
de ciertos rituales de la política, como el ocultamiento
premeditado de información vital, debería preocupar,
sin embargo forma parte de una rutina contemporánea
que la gente erróneamente aprueba.
A no
confundirse. Este no es un problema exclusivo de los que
gobiernan ahora. Los circunstanciales opositores hacen poco
al respecto. Denuncias aisladas, cuestionamientos puntuales,
son utilizados como un ardid político solo para sumar
votos. Ellos, también pretenden ocupar los mismos lugares
de poder y, en esa instancia, utilizar esos fondos con idéntica
arbitrariedad.
Si se comprende cabalmente que
el problema de fondo radica en la equivocada conducta de
los políticos y de la sociedad, unos ejecutando y otros
soportando pasivamente, pues la solución está
un poco más cerca.
No se puede esperar
que la clase política elimine sus propios privilegios.
Nunca destruirán lo que han diseñado con esmero.
La administración de la caja estatal es su principal
fuente de poder y no piensan ceder su control.
Pedirles un acto de renunciamiento sería desconocer
su esencia y caer en un infantilismo demasiado imprudente.
Por lo tanto, el derrotero para desmontar esta atrocidad
que crece a diario, es que la sociedad tome una enérgica
postura, diametralmente opuesta a su indiferencia actual.
Muchas organizaciones de la sociedad civil se dedican
a encomiables objetivos cívicos, desde la difusión
de ideas, a la solidaridad, pasando por la defensa de intereses
sectoriales, la promoción de buenas conductas y el
combate contra diferentes males que aquejan a muchas personas.
Eso no está nada mal, pero queda claro también
que ninguna ha hecho esfuerzos suficientes para exigir transparencia.
No sirve que la queja se haga de tanto en tanto. Se precisa
de una acción directa, permanente, perseverante, que
se constituya en un verdadero límite para que los inescrupulosos
de siempre se sientan suficientemente observados.
Ellos no muestran demasiado pudor, pero es probable
que tengan algún temor a ser descubiertos. Saben que
no gozan de prestigio. Eso no los intimida. Su pánico
reside en pagar costos políticos elevados y que esas
situaciones atenten contra la posibilidad de continuar con
sus fechorías.
Existe una luz de esperanza
para aquellos que creen que los sueños pueden hacerse
realidad. Claro que no es fácil ni simple. Nada ocurrirá
sin esfuerzo. Una eficaz organización de la sociedad
y un tenaz accionar en el sentido correcto puede poner ciertas
cosas en orden, disuadir a muchos, y después de incansables
luchas, posiblemente, logre inclusive marginar a los peores.
No resulta necesario que toda la sociedad tome
ese camino. Un pequeño, pero decidido, grupo de entusiastas
ciudadanos podría asumir la responsabilidad de liderar
ese proceso exponiendo las felonías cotidianas de la
casta política. La pretensión de contar con funcionarios
que administren la cosa pública con transparencia no
es una fantasía si se empieza a recorrer el sendero
adecuado. Aunque parezca difícil, bien vale la pena
intentar esa batalla para lograr, algún día, la
utopía de un gobierno diáfano.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com