domingo, 2 de agosto de 2015

 

domingo, 2 de agosto de 2015

Moeller: Jesucristo para los cristianos no católicos

El equilibrio es difícil entre los dos polos de una antinomia cuyo lazo de unión es un misterio. Las herejías nestorianas y monofisitas han sido condenadas; pero más allá de las fórmulas existen imponderables que determinan una tendencia, un clima. Sin que se pueda hablar de una verdadera herejía, se puede temer siempre un «centro izquierda», un exclusivismo. Un pequeño error en el centro del cuadro supone, en el infinito, innumerables desviaciones. Es menester predicar y dar a Cristo, al verdadero Cristo (6). Aun no entrando dentro de la herejía caracterizada, el peligro de dejar en la sombra uno u otro aspecto de la persona de Cristo entraña consecuencias incalculables. La desunión de las iglesias cristianas es un índice trágico (7). 
 
En nuestro siglo, tan fecundo en esperanzas desde el punto de vista de la unidad cristiana, conviene decir algunas palabras al respecto.
1. Jesucristo en la ortodoxia.
De una manera general y sin que podamos entrar ahora en los detalles, la antropología oriental está centrada sobre la idea de la transfiguración: el hombre es verdaderamente él mismo cuando, identificado con lo que es, imagen de Dios, se diviniza.
«No ver la maravillosa humanidad de la que está saturada la liturgia bizantina es desconocerla completamente. Pero mientras que en occidente tenemos siempre la tendencia a oponer el aspecto de la majestad de Dios-Padre con el aspecto de la humanidad de Dios-Hijo, quizá nada es tan propio de la liturgia bizantina como la unión observada siempre entre los dos aspectos. Sin duda es una de las consecuencias de la vitalidad del tema de la imagen divina en oriente, tema que en occidente cayó en la abstracción. Porque el hombre se ve siempre como portador de un reflejo de Dios, de una centella divina, sin la que el mismo hombre no sería él mismo, la oposición cede el lugar a la unión. En estas perspectivas, considerar a Cristo como plenamente hombre, no es la antítesis de su divinidad, sino su resultante» (8).
En la espiritualidad de la teología oriental, la humanidad de Cristo aparece ante todo como divinizada, transfigurada (nótese, por ejemplo, la importancia de la fiesta de la transfiguración en oriente, fiesta demasiado ignorada entre nosotros); la liturgia bizantina es una especie de anticipación de la ciudad celestial; el arte bizantino es también, a través de medios visibles, una ventana abierta al mundo invisible. La liturgia de la semana santa bizantina inscribe los sufrimientos reales de Jesús en un cuadro en el que se oye repetir constantemente el glorioso Aleluya de la ciudad celestial, mientras que en occidente el Aleluya se omite durante toda la cuaresma; de igual manera es frecuente la oración al Logos hecho carne, mientras que en la liturgia latina se prefiere el «por Jesucristo, nuestro Señor», aunque ciertamente los bizantinos tampoco lo olvidan. Basta ver, entender el desarrollo de la santa liturgia, para entrar en una especie de contacto con la humanidad glorificada del Salvador.
En esta perspectiva, el sufrimiento de Jesús se convierte en «pasión de Dios»; según la carne, añaden los teólogos. La espiritualidad bizantina logra la paradoja de unir el sentido agudo de los dolores con la visión de una gloria divina que irradia a través de ellos. Señalemos, en esta línea, la obra de Dostoyevski: personajes como Muichkin, Aliocha y Dimitri Karamazov, encarnan en ellos mismos el sufrimiento transfigurado. De la misma manera, en La hora veinticinco, Gheorghiu hace entrever cómo la tropa de los deportados forman como una imagen de Cristo, Dios sufriente. Señalemos también, sin poder insistir en ello, la tendencia profunda de la ortodoxia, sobre todo en la teoría de los hesicastas, que ve en el abandono de Jesús en la cruz como una misteriosa pasión de la misma divinidad; esta idea no tiene nada de común con la teoría de la kenosis. Si se profundiza más esta línea del pensamiento, se llega a la famosa «humildad» de la espiritualidad bizantina; Cristo, Dios encarnado, hombre transfigurado, Logos glorioso en la humildad de sus sufrimientos, es igualmente «misericordioso» y amigo de los hombres. Ante su gloria, el pecador se prosterna con un sentimiento desgarrador por su radical alejamiento y una confianza absoluta en su perdón. Se trata aquí de la umilenié de la espiritualidad ortodoxa. Se encuentran ejemplos en Dostoyevski (Fiodor Karamazov, Lebedev, Sonia, Marmeladov, etc.) y en las Narraciones de un peregrino ruso. El gesto por el que el monje Zósimo se prosterna ante Dimitri Karamazov, al fin del drama, es umilenié. Porque Gogol no tenía este sentimiento, fue finalmente devorado por su miedo a Satán, y por eso también destruyó la segunda parte de Almas muertas. Algo de esta umilenié se encuentra en los «idiotas» que presenta Tolstoi en Guerra y paz.
Esta visión de Cristo, a la vez divino, humano, sufriente, misericordioso, pero sobre todo transfigurado, implica una serie de consecuencias en el cristianismo oriental. Señalemos únicamente dos que se oponen solamente en apariencia: cierto desprecio de lo temporal histórico (y, por lo tanto, de los progresos humanistas) y al mismo tiempo un sentido agudo del carácter cósmico de la redención: el universo material está, él también, transfigurado. Basta releer los discursos de Zósimo en Los hermanos Karamazov para ver hasta qué punto los ortodoxos han tomado en serio la revelación sobre la creación del mundo a imagen del Verbo divino.
Todos estos aspectos de Jesús son verdaderos; si subrayan sobre todo lo divino en nuestro Señor, son ciertamente verdades centrales de nuestra fe. El Cristo de la ortodoxia es ante todo el Cristo de Pascua. Esta cristología, sin descuidar a san Pablo, está sobre todo inspirada en san Juan. A los ojos del oriente, el catolicismo romano estaría sucumbiendo a la tentación de cierto nestorianismo.
«La tradición oriental jamás ha distinguido claramente entre mística y teología, entre la experiencia personal de los misterios divinos y el dogma afirmado por la Iglesia... El dogma que expresa una verdad revelada, que nos parece como un misterio insondable, debe ser vivido por nosotros como en un proceso en el curso del cual, en lugar de asimilar el misterio a nuestro modo de entender, será necesario, por el contrario, que aspiremos a un cambio profundo, a una transformación interior de nuestro espíritu para que nos hagamos dignos de la experiencia mística. Lejos de oponerse, la teología y la mística se sostienen y se completan mutuamente. Una es imposible sin la otra: si la experiencia mística es una valoración personal del contenido de la fe común, la teología es una expresión, para utilidad de todos, de lo que puede ser experimentado por cada uno» (9). «Este abismo entre lo absoluto y lo relativo, lo increado y las criaturas, aparece constantemente en el Antiguo Testamento y, entre los espirituales y los teólogos cristianos, se expresa en las doctrinas de la "trascendencia" y de la "incognoscibilidad" de la esencia divina. Las criaturas pueden conocerse entre sí, pero, al dirigirse hacia Dios, están como aplastadas por su dependencia total y, de hecho, por su inexistencia. Su única salida es afirmar que Dios no es lo que ellas pueden conocer, que Dios no es asimilable a ninguna criatura, que ninguna imagen, ninguna palabra puede expresar su ser. Siendo desconocido en su esencia, Dios, sin embargo, se ha revelado como Padre, Hijo y Espíritu Santo: el Hijo se ha hecho hombre y el Espíritu Santo ha bajado sobre su Iglesia. El Dios cristiano no es el "Dios desconocido" venerado por los filósofos, sino un Dios vivo que se revela y obra. Es el sentido de la doctrina ortodoxa sobre las energías o acciones divinas, distintas de la esencia incognoscible, tal como fue formulada por Gregorio Palamas en el siglo xiv. El Antiguo Testamento relata ya la continua acción de Dios en el pueblo elegido, pero la revelación cristiana nos conduce a su plenitud: el Hijo de Dios "se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Phil 2, 7-8). De ahora en adelante, los actos divinos no alcanzan solamente al hombre desde el exterior, sino que la misma fuente de la divinidad está en la naturaleza humana, deificada, de Jesucristo. Ya no se trata de limitarse a reconocer la trascendencia y la omnipotencia de Dios, sino de aceptar la salvación que se nos ofrece, de asimilar la vida divina que nos da; es lo que los padres llaman la "deificación": Dios se ha hecho hombre para que nosotros nos hagamos Dios. Esta deificación se cumple por nuestra incorporación al cuerpo místico de Cristo, pero también por la unción que el Espíritu pone sobre cada uno de nosotros, en cuanto persona: la economía del Espíritu Santo consiste precisamente en hacernos a todos comunicar, a lo largo de los siglos de historia que se extiende desde la ascensión hasta la parusía, en una sola y única humanidad deificada de Jesucristo: "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre!" (Gal 4, 6)» (10).
En fin, un texto de Palamas terminará esta iniciación a la cristología ortodoxa: «Puesto que el Hijo de Dios, por su inconcebible amor hacia los hombres, no solamente ha unido su hipóstasis divina a nuestra naturaleza y, adoptando un cuerpo animado y un alma con su correspondiente inteligencia, ha aparecido sobre la tierra y vivido entre los hombres, sino que también — ¡oh milagro verdaderamente magnífico!— se ha unido con las mismas hipóstasis humanas y, confundiéndose con cada uno de los creyentes por la comunión de su santo cuerpo, se hace con-corporal con nosotros mismos y hace de nosotros un templo de toda la divinidad por entero, porque en Él habita la plenitud de la divinidad (Col 2, 9), ¿cómo no iluminará envolviéndolas en luz por el resplandor divino de su cuerpo que se encuentra en nosotros, las almas de los que participan dignamente en la comunión, como iluminó los mismos cuerpos de los discípulos en el Tabor? Entonces, en efecto, este cuerpo, que poseía la fuente de la luz de la gracia, no se había confundido todavía con nuestro cuerpo; iluminó entonces el exterior de los que se acercaban a Él dignamente y hacía entrar la iluminación en sus almas a través de sus ojos sensibles. Pero ahora Él se ha confundido con nosotros, permanece en nosotros y, naturalmente, ilumina nuestra alma desde el interior... Uno solo puede ver a Dios: Cristo. Nosotros debemos estar unidos a Cristo — ¡y con qué intimidad de unión! — para ver a Dios» (11).
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(6) El libro fundamental sobre Calcedonia, el concilio cristológico esencial, es Chalkedon-  Geschichte und Gegenwart, Echter, Wurtzburgo, 1951-1954, publicado bajo la dirección de A. GRILL.  MEIER y H. BACHT, de la facultad de la Compañía de Jesús de Francfort. El primer tomo contiene  una serie de estudios históricos y doctrinales sobre la prehistoria y la historia de este concilio. Los  tomos II y ni estudian la historia de este concilio hasta nuestros días. Léanse las recensiones sobre  el libro publicadas en «Rev. d'Hist. eccl.» XLVIII (1953) 252-261; XLIX (1954) 896-907; XL (1955)  916-919. Más accesible es CONGAR, Y., Le Christ, Marie et l'Église, París 1952, 106 páginas. El que  quiera estudiar más a fondo los distintos problemas encontrará en este libro todas las referencias  necesarias. Recordemos el libro clásico: MESURE, E.f Le sacrifice du chef, París, con numerosas  reediciones. En fin, nuestros artículos sobre el concilio en «Collectanea mechliniensia» 2, 4 (1951),  3 (1952); en «Questions liturgiques et paroissiales», 1952, n.° 1 (sobre Calcedonia y la liturgia); en  «La vie intellectuelle», diciembre 1951 (historia del concilio, resumen de su importancia).
(7) La raíz de los cismas no puede ser la mariología o la eclesiología, sino la cristología (dirigida a su vez por una antropología y una doctrina de la justificación, tres elementos que están inseparablemente unidos).
(8) BOUYER. L., Les catholiaues et la liturgie byzantine, en «Dieu vivant», 21 (1952) 27.
(9) LOSSKY, V., Essai sur théologie mystique de L´Église d'Orient, París 1944, p. 6-7.
(10) MEYENDORFF, J., L'Église ortodoxe. Hier et aujourd'hui (col. «Les Univers»), París 1960, p. 164-165.
(11) Citado por J. MEYENDORFF y reproducido en MOELLER, C, y PHILIPS, G., Gráce et oecumenisme (col. «Irénikon»), Chevetogne 1957, p. 57.

Tomado de:
Moeller, Ch. Mentalidad moderna y evangelización. 2ª ed., Herder (1967), ps. 127 y ss.