HOMENAJE DE RADIO CRISTIANDAD A GARCÍA MORENO EN EL 140º ANIVERSARIO DE SU MARTIRIO
03
ago
Reverendo Padre Augustin Berthe
GARCÍA MORENO
Tomo Segundo
CAPITULO IX
EL HOMBRE
Nuestros lectores nos permitirán que
llamemos un instante su atención sobre las virtudes íntimas de García
Moreno. Sus hechos, sus resoluciones han debido revelarnos ya el alma de
un verdadero pastor de pueblos; pero tanto en honra suya, como para
instrucción nuestra, conviene hacer resaltar las ruedas misteriosas de
esta noble existencia, tan saturada de heroísmo y abnegación. Así
responderemos también a ciertas acusaciones que formulan personas
honradas, pero poco reflexivas.
La naturaleza le había dotado de las cualidades eminentes que forman el hombre emprendedor.
Su inteligencia, tan vasta como
perspicaz, abarcaba de una mirada los negocios más complicados y las
razones más capaces de influir en su decisión. Este don precioso, unido
al estudio profundo de las cuestiones gubernamentales, imprimía a sus
resoluciones aquel sello de repentino acierto, que espantaba más de una
vez a sus mejores amigos.
Desde luego aparecía como hombre de
mando. Gran estatura, vigorosa constitución, noble y digno continente,
paso firme, un poco precipitado, como de quien no tiene tiempo que
perder; todo en él revelaba una actividad devoradora, una soberana
energía.
Su hermosa cabeza noblemente alzada,
cubierta prematuramente de canas que revelaban el trabajo y las
vigilias, su frente alta y espaciosa, inspiraban respeto; sus grandes
ojos, llenos de vivacidad, lanzaban en ciertos momentos rayos de
indignación, que hacían temblar; su voz viril y poderosa, sus frases
incisivas, cortadas, pero de ningún modo académicas; su estilo lleno de
imágenes, su tono animado y vehemente, daban a su palabra autoridad sin
réplica.
Cada rasgo de su fisonomía ardiente y expresiva, denotaba inquebrantable fuerza de voluntad.
Los fisiólogos, que todo lo explican por
la naturaleza física, atribuirán al temperamento bilioso de nuestro
héroe, los actos asombrosos de que se compone su historia. Sin negar la
influencia del temperamento en la actividad del hombre, haremos notar,
sin embargo, que la energía natural buena o mala, según el objeto a que
se aplica, produce indiferentemente grandes santos o grandes
facinerosos. Poderoso instrumento al servicio de la voluntad, ésta se
vale de él para destruir o para edificar, según que se somete al imperio
de los vicios o de las virtudes.
Afortunadamente, las cuatro, que son como
los cuatro puntos cardinales del mundo moral, prudencia, justicia,
fortaleza y templanza, informaron tan bien el alma de García Moreno, que
su energía natural se convirtió en ese heroísmo cristiano de que su
vida privada, más aún que sus actos públicos, nos ofrece innumerables
pruebas.
El hombre de acción tiene necesidad de un
guía seguro, con la mirada constantemente fija en el punto a donde se
dirige y los medios convenientes para alcanzarlo.
La prudencia,
verdadera brújula del mundo moral, desempeña este oficio. Sin su
dirección, el genio anda a grandes pasos; pero fuera de camino; es el
caballo indómito que lanza el carro al abismo; el huracán destructor,
que todo lo arrasa en su tránsito.
Ni a Mirabeau, ni a Danton, ni a Napoleón
les faltó audacia en sus grandes empresas: les faltó aquella prudencia
especial y perfectísima que Aristóteles llama prudencia real o de
gobierno.
García Moreno sabía que un jefe de
Estado, verdadero ministro de Dios para el bien, no domina sino a fin de
asegurar a todos la verdadera felicidad. No se le ocurrió jamás
aprovecharse del poder para sus negocios y no para los del pueblo. Tenía
además la íntima convicción de que las leyes del catolicismo, son leyes
que salvan a las naciones, como a los individuos, y que por
consecuencia, el primer deber de un gobernante en el siglo XIX, era
reintegrar a la Iglesia en todos los derechos de que la ha despojado la
revolución.
“Todo para el pueblo y por la Iglesia,
decía; quien busca ante todo el reino de Dios, obtiene el resto por
añadidura”. ¿Dónde hallaríamos, ni en Europa, ni en América este
principio fundamental de toda sana política, sino en la cabeza de García
Moreno?
Mas si ha de restaurarse el catolicismo
sobre las ruinas de la revolución, la prudencia exige la adopción de
medios anti-revolucionarios. Con el liberalismo gubernamental,
expresamente inventado para crear la licencia, propagar los falsos
cultos, y pervertir la opinión, desencadenando contra la verdad los
clubes, los casinos y los periódicos, el reino del mal está asegurado. Y
como García Moreno quería a toda costa el imperio del bien, sustituyó a
las máximas liberales la divisa de la autoridad: LIBERTAD PARA TODOS Y PARA TODO, EXCEPTO PARA EL MAL Y LOS MALHECHORES.
“No se hace el bien sino por la fuerza,
decía; he ahí por qué la fuerza ha de estar al servicio del derecho”.
Esta prudencia parece elemental; pero si se reflexiona que al cabo de un
siglo de revoluciones, los mal llamados conservadores pregonan todavía
los beneficios de las constituciones liberales y los principios de 1789,
se verá que a la prudencia vulgar ha tenido que agregarse el don de consejo, para que este hombre haya podido salirse del pantano en que se han hundido todos sus contemporáneos.
Se le ha echado en cara, además de su
constitución católica y autoritaria, ciertos actos de dictadura en las
circunstancias en que la seguridad del Estado, gravemente comprometida,
exigía la represión severa de los criminales endurecidos: mas sería
preciso probar que la salvación del pueblo no exigía el empleo de estos
medios, o que un príncipe debe asistir impasible a la muerte de su país.
Se le acusa también de haber rehusado
toda concesión a los partidos revolucionarios; pero ¿no debemos en esto
ensalzar más bien su prudencia? Después de haber visto a Luis XVI en el
cadalso, a Carlos X en el destierro, a Pío IX en Gaeta, ¿se puede, sin
demencia, encarecer el sistema de concesiones?
Se ha dicho también que menospreciaba la
opinión y no admitía consejo alguno; lo cierto es que no doblaba la
rodilla ante lo que se llama opinión pública. El gobierno, según él,
debía dirigir la opinión, no seguirla, mandar a la muchedumbre, no
obedecerla.
Esto se hallará en contradicción con el
sistema parlamentario, mas no con el sentido común. En cuanto a
consejos, los recibía con gratitud cuando le parecían dictados por la
prudencia; en el caso contrario, se reservaba, como todo el mundo, el
derecho de no seguirlos.
— “Prescindiremos de usted, le decían un día los conservadores, sino acepta nuestras ideas liberales”.
— “Tanto peor para ustedes, les contestó.
Yo no tengo necesidad de ustedes; y ustedes la tienen muy grande de mí.
El día en que yo no esté aquí para defenderlos, esos revolucionarios, a
quienes miran con tan buenos ojos, los devorarán sin compasión”.
La profecía, realizada un año después,
demostró tarde ya que García Moreno tenía razón contra todos. Era
tenacidad ciertamente; pero esa obstinación en caminar con perseverancia
por las vías de salvación, a pesar de los ejemplos dados por todos los
gobiernos, a pesar de las solicitudes de los amigos y de los clamores de
la revolución, ¿no era, por ventura, un acto heroico de la más alta
prudencia?
Sus enemigos le han acusado mil veces de
obrar con precipitación irreflexiva y temeraria. “A mí me llaman
atolondrado y loco, respondía, porque el pueblo, habituado a leer mil
proyectos escritos, sin verlos jamás realizados, solo ve en mis actos la
presteza y rapidez de la ejecución, y no pone en cuenta la lentitud y
madurez del consejo que precede a mis resoluciones. Yo pienso bien las
cosas antes de hacerlas; mas una vez pensadas, no doy tregua a la mano,
ni desisto hasta no haberlas cuanto antes concluido; este es mi
atolondramiento y locura”.
Cuando la prudencia ha designado el
objeto y trazado el camino, la voluntad se decide a llevarla a cabo, con
tal que las pasiones egoístas del alma y los groseros instintos del
cuerpo no paralicen sus movimientos. Frecuentemente, sobre todo en las
regiones elevadas del poder, se concentra el hombre por orgullo en su
propia personalidad; o bien, esclavo del deleite, olvida como Hércules
sus altos destinos a los pies de una Onfala cualquiera. Para salvar la
voluntad es preciso que una segunda virtud, la templanza, refrenando las pasiones y los vicios, le impida sucumbir a su vergonzoso yugo.
A pesar de su carácter imperioso y de su
talento extraordinario, García Moreno supo conservarse humilde. Este
hombre, a quien sus enemigos se complacían en tachar como lleno de
orgullo y ambición, ni deseó, ni conservó jamás el poder por un
sentimiento de satisfacción personal. Echó por tierra a los malvados, no
para reinar en su lugar, sino para hacer que reinara Dios. No aceptó la
presidencia de 1861 sino contra su voluntad, y en 1863 fue necesario
hacerle violencia para elevarlo por segunda vez a tan alto puesto.
Cuando por la insuficiencia de las leyes, le pareció imposible hacer el
bien, dio generosamente su dimisión. Jamás ambicionó la popularidad;
jamás para obtener el favor del ídolo, dio un paso hacia él, ni le hizo
la menor concesión.
Los periódicos de la revolución lanzaban
diariamente contra García Moreno injurias y calumnias; él los leía sin
alterarse jamás, “muy feliz, decía, de ser tratado como Jesucristo y su
Iglesia”. Un religioso que le daba cuenta de los insultos de que había
sido objeto, recibió esta respuesta tan noble y cristiana: “Compadezco
vuestras penas; pero habéis tenido una magnífica ocasión de atesorar
para la eternidad. Los golpes que os han dado os parecerían menos duros,
si los comparaseis con los que yo estoy recibiendo todos los días.
Haced como yo; poned los ultrajes al pie de la cruz, y pedid a Dios que
perdone a los culpables. Pedidle que me dé bastante fuerza, no sólo para
hacer el bien a los que derraman sobre mí de palabra y por escrito los
torrentes de odio que guardan en su corazón; sino para regocijarme ante
Dios de tener que sufrir algo en unión con Nuestro Señor. Para mí es una
verdadera felicidad, al propio tiempo que un honor inmerecido, tener
que sufrir los insultos de la revolución en compañía de los institutos
religiosos, de los Obispos y hasta del Sumo Pontífice”.
Alguna vez le aconteció defender una idea
con animosidad, y aun diré, con el encarnizamiento apasionado de un
campeón decidido a sostenerla con todas armas; pero en medio de sus más
violentas disputas, sentíase que aquella alma franca y leal, luchaba
menos por humillar al adversario, que por exaltar y vengar la verdad.
Con su superioridad intelectual, su fe y su lógica, juzgaba muy de
arriba abajo las teorías modernas que, de acuerdo con la Iglesia, creía
subversivas de la sociedad. Si algún liberal osaba encarecerlas delante
de él, o disfrazar con vanas razones de oportunidad las tendencias de su
espíritu extraviado, García Moreno se rebelaba contra el sofisma y con
palabra dura, a veces, derribaba las tendencias del imprudente.
Entonces, penetrando hasta el fondo de la cuestión, ponía coto a las
argucias por una demostración que no daba lugar a subterfugios.
“En aritmética, decía, nada de
elocuencia, sino de números; en filosofía y en política nada de
habladurías, sino razones”. Por lo demás, en materias que no interesaban
ni a la verdad ni a la justicia; por ejemplo, en problemas de ciencia o
de historia, discutía con la mayor calma y toleraba fácilmente la
contradicción: “Me equivoqué, decía a su adversario, esta cuestión la
conoce usted mejor que yo”.
Como todos los grandes hombres, sabia
reconocer sus yerros y repararlos valerosamente. Un día que estaba
abrumado por el trabajo, y sobreexcitado además por la torpeza de un
arquitecto, a quien había confiado trabajos importantes, cierto
eclesiástico interrumpió sus tareas para tratar de un asunto importante,
según él decía. Lo recibió de un modo un poco brusco, y al ver que se
trataba de un negocio insignificante lo despidió de peor humor todavía:
“No merecía la pena, le dijo, que usted se incomodara, ni haberme
incomodado por semejante pequeñez”. El sacerdote se retiró bastante
mortificado, y al día siguiente, cuando ya no se acordaba de aquella
viveza del presidente, le vio llegar muy de mañana a su casa a pedirle
perdón de su conducta violenta e irrespetuosa. Muchas veces, a
consecuencia de un momento de vivacidad, se humilló hasta excusarse con
personas a quienes había contristado, y aun de las que había recibido
motivos de queja.
Un oficial amigo suyo, por razones
fútiles había dejado de verle y saludarle. Encontrándolo un día el
presidente, se acercó a él sin cumplimiento. “Te nombro mi ayudante”, le
dijo. El oficial, estupefacto, no le contestó. “Toma, añadió
inclinándose delante de él, si quieres mi cabeza, aquí la tienes”. No
hay que decir que se reconciliaron y quedaron buenos amigos.
Jamás se vanaglorió de sus obras, que no
obstante excitaban la admiración del mundo entero. En el Congreso no
hablaba de ellas más que para glorificar a Dios, persuadido como estaba
que todo lo debía a la divina gracia. Así pedía constantemente que se le
ayudase rogando al Cielo por él.
Durante su segunda presidencia dirigía a
fin de año una circular a los Obispos para solicitar acciones de gracias
y presentar a Dios sus nuevas peticiones. En sus cartas particulares,
dirigidas a los Prelados que gozaban de toda su confianza, les instaba a
que le señalaran los actos que hubieran podido parecerles reprensibles,
así como los medios de utilizar su poder de la manera más ventajosa a
la causa de Dios y de su Iglesia.
Penetrado de su impotencia para hacer el
más pequeño bien sin el socorro de lo alto, atribuía el éxito a la
protección de Dios y de la Virgen María, a las bendiciones de Pío IX, y a
las oraciones de su santa madre y de una hermana ciega, a la cual
profesaba la mayor veneración.
Habiendo descubierto un profesor de
botánica cierta flor no calificada todavía en la flora del país, le
pidió el permiso de bautizarla con el nombre de Tacsonia García-Moreno.
“Si quiere usted darme gusto, le contestó el presidente, dejad a un
lado mi pobre personalidad; si la flor es rara, bonita y desconocida en
el Ecuador, haced homenaje de vuestro descubrimiento a la Flor del
Cielo; llamadla Tacsonia Mariæ.” El hombre que se olvida de sí
hasta ese punto, no dejará que el amor propio aparte su voluntad de los
grandes intereses que le están encomendados.
Jamás la voluptuosidad se apoderó de su corazón.
A pesar de su natural ardiente y
apasionado, nunca permitió a la adormecedora hacer esclavas de sus
sentidos sus nobles facultades. Trató a su cuerpo como una bestia de
carga destinada a ejecutar las órdenes del alma. Para él no había
fiestas, placeres, diversiones más o menos honestas, pasatiempos más o
menos lícitos, sino vida de trabajo regular y uniforme.
En pie desde las cinco de la mañana, a
cosa de las seis, iba a la iglesia para oír Misa, y penetrarse por la
meditación, de los grandes deberes que tenía que cumplir aquel día. A
las siete, después de una visita a los pobres del hospital, se encerraba
en su despacho para trabajar hasta las diez. Tomaba entonces un
desayuno frugal y corto, después se dirigía al palacio del gobierno, en
donde hasta las tres se ocupaba con sus ministros en los negocios de
Estado. Después de la comida, que se verificaba a los cuatro de la
tarde, su recreo consistía en algunas visitas, en la inspección de las
obras públicas o en pacificar las reyertas que se le sometían.
Vuelto a casa a las seis, pasaba la noche
en familia con algunos amigos. Así que daban las nueve, cuando todo el
mundo se retiraba a descansar, él iba a concluir su correspondencia, a
leer los periódicos y a trabajar hasta las once y muchas veces hasta
media noche. Tal era su método de vida en los momentos de calma.
Pero a menudo, como lo hemos visto, a la
calma sucedía la tempestad, y a la vida regular, la vida borrascosa.
Entonces andaba o trabajaba día y noche, según las necesidades del
momento. Su alma indomable no conocía imposibilidades; su temperamento
de hierro era superior a las fatigas.
En las inspecciones, combates y viajes,
se contentaba con algunas horas de sueño, muchas veces en el duro suelo o
envuelto en una sencilla manta. Un sacerdote le ofrecía en cierta
ocasión un lecho de campaña: “Jamás, le dijo; es preciso no hacer el
cuerpo a malas costumbres. Si hoy le dais un lecho como ese, mañana la
tierra le parecerá dura”.
Cuando lo llamaba el deber, montaba a
caballo con el tiempo más horrible, y cruzaba selvas y montañas con
increíble rapidez. En aquella vía de Quito a Guayaquil que recorrió
tantas veces, llegó un día a una aldea en que no se encontraba otra casa
habitable que la del cura. Era la estación de las lluvias, y el pobre
viajero se presentó calado hasta los huesos. Después de una modesta
recepción, el buen sacerdote le ofreció una cama para descansar.
“Empapado como estoy, le dijo el Presidente, no puedo ni desnudarme ni
quitarme las botas; mañana me será imposible ponérmelas”. Se acostó en
un canapé y durmió hasta el amanecer. A las cuatro de la mañana, fresco y
descansado, volvió a cabalgar y continuó su camino.
Al trabajo y la fatiga, añadía para
endurecer y refrenar su cuerpo, la más rígida sobriedad. En las penosas
excursiones de que acabamos de hablar, el presidente se contentaba por
todo alimento con un poco de galleta, chocolate y algunos sorbos de café
puro. Por lo demás, en todo tiempo su mesa era sencilla y casi pobre.
Rara vez probaba el vino; jamás daba un festín, ni aceptaba convite
alguno.
“Un jefe de Estado, decía, debe vivir
para trabajar, no para engordar”. A pesar de sus indisposiciones, de su
excesiva fatiga, y de la falta absoluta de alimentos de sustancia,
practicaba escrupulosamente los ayunos y abstinencias impuestas por la
Iglesia.
De este modo, hecho al trabajo y a la
disciplina, el cuerpo se entregaba cada día a su ruda faena, sin dar
coces contra el aguijón. García Moreno hacía la obra de diez
trabajadores, revisaba por sí mismo toda su correspondencia, expedía a
sus subordinados cartas, informes, órdenes de toda especie, discutía con
los interesados negocios, empresas, proyectos de ley, planes de
campaña, y encontraba todavía tiempo de profundizar los misterios de la
filosofía y de la historia, de las ciencias y de la religión.
Jamás, por disgusto o por cansancio, dejó
para el día siguiente una carta o un negocio. “Usted no se puede matar,
le decían alguna vez, esa persona esperará.” — “Dios puede hacer
esperar, respondía sonriéndose, yo no tengo ese derecho. Cuando Dios
quiera que yo descanse, me enviará una enfermedad o la muerte.”
Un día, no obstante, su ministro Carvajal
queriendo procurarle algunas horas de esparcimiento, de acuerdo con los
demás ministros, lo llevó a una hacienda que acababa de comprar.
Después de andar a caballo algunas leguas, García Moreno inspeccionó el
establecimiento. Carvajal ofreció a sus huéspedes una comida suntuosa,
excelentes cigarros y un juego de naipes. El tiempo pasa pronto en tan
dulces entretenimientos, y los ministros parece que no lo advertían.
Cuando a la tarde García Moreno quiso despedirse, le suplicó Carvajal
que prolongase su visita, añadiendo que se daría por ofendido si
rehusaba pasar la noche en su casa.
“Consiento con mucho gusto en permanecer,
dijo García Moreno; pero ustedes, señores Ministros, ¿seréis capaces de
pasar aquí la noche y de hallaros en vuestro despacho mañana a las
once?” Le contestaron con una afirmación solemne, y se pusieron a jugar.
A media noche, sin embargo, volvieron todos a la ciudad. Al otro día a
las once llegó como de costumbre García Moreno al palacio del gobierno,
para ponerse a trabajar, y no encontrando allí a nadie, mandó sendos
avisos a los ministros para que viniese cada cual a su respectivo
despacho.
La virtud de la templanza
que destruye los vicios y somete las pasiones a las exigencias de la
recta razón, supone ya la energía de la voluntad; sin embargo, para
llegar a la cumbre de los grandes deberes, sin retroceder ni ante las
dificultades, ni ante los peligros, ni siquiera ante la muerte, la
voluntad debe estar sostenida por otra virtud que se llama fortaleza, y cuyo papel, inspirando la audacia de las cosas grandes, consiste en desterrar absolutamente todo temor.
Dios había dotado a García Moreno de esta
fuerza que forma los héroes. Bastaba verlo ante cualquier peligro, para
quedar persuadido de su intrepidez. Su acento breve y prepotente, su
gesto imperioso, su mirada inflamada, su imperturbable sangre fría,
hacían pensar en el justo de Horacio que, aun en medio del
desquiciamiento del orbe, sabe conservarse impávido. Su energía natural
se había acrecentado por actos de valor inaudito.
En su juventud trabajaba por dominar los
movimientos instintivos de temor familiarizándose con los mayores
peligros, bajo las rocas oscilantes y en el fondo de los volcanes. Las
batallas, las revoluciones, las maquinaciones ordinarias de sus
enemigos, le hicieron mirar la muerte como un suceso con el cual había
que contar a cada paso.
Estando un día en Guayaquil supo que se
urdía una conspiración contra él, y que en aquel mismo momento los
conjurados tenían su conciliábulo en casa de un peluquero de la ciudad.
Al oír esta noticia, se dirige a la peluquería, toma un asiento, y pide
que se le corte el pelo. Estupefactos y temblando de miedo, los
sicarios, en vez de lanzarse sobre él, huyeron a toda prisa.
Por amor a la patria aceptaba la muerte como un sacrificio necesario. De aquí las proféticas palabras de su epístola a Fabio:
Présago, triste el pecho me lo anuncia
En sangrientas imágenes, que en torno
Siento girar en agitado ensueño…
Plomo alevoso romperá silbando
Mi corazón tal vez; mas si mi Patria
Respira libre de opresión, entonces
Descansaré feliz en el sepulcro.
En sangrientas imágenes, que en torno
Siento girar en agitado ensueño…
Plomo alevoso romperá silbando
Mi corazón tal vez; mas si mi Patria
Respira libre de opresión, entonces
Descansaré feliz en el sepulcro.
La gracia divina penetrando cada día más
en su alma tan profundamente cristiana, la templó más fuertemente aún:
no solo no temía la muerte, sino que, como los santos, como los
mártires, la deseaba por amor de Dios. ¡Cuántas veces en sus cartas, en
sus conversaciones, en sus mensajes a las cámaras le acontecía tener que
formular este voto: Qué dicha y que gloria para mí, si pudiese derramar
mi sangre por Jesucristo y su Iglesia!
Cuando la voluntad, desatada de toda
influencia corrompida, llega a esta cumbre, se establece en la perfecta
rectitud; es decir, en la justicia, cuarta
virtud que perfecciona al hombre moral: “Haz lo que debes, suceda lo que
quiera.” Tal es su divisa, que pudiera grabarse en las armas de García
Moreno, tan bien como en el escudo del más encopetado caballero.
A semejanza del divino Maestro, de quien
era representante en su cualidad de jefe de Estado, García Moreno
resolvió “cumplir toda justicia”, y poner alma y vida al servicio del
derecho.
El primer derecho violado que encontró en su carrera fue el de Jesucristo, Rey de los Reyes y Señor de los señores. En vez de dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios,
el César revolucionario había tenido a bien confiscar todos los
derechos de Dios para apropiárselos con el nombre de derechos del
hombre.
García Moreno no se detuvo ante esa
usurpación secular, aceptada por la opinión, defendida por las
potencias, y sancionada por las Cartas y constituciones de ambos mundos;
en nombre de la justicia eterna y del derecho del pueblo, conducido
fatalmente al abismo por la rebelión contra Dios, derribó de un golpe el
edificio de la revolución. Los liberales apelaron a leyes escritas por
ellos; él les opuso las leyes escritas por Dios en el corazón del
hombre. Tomaron las armas y los derrotó en veinte encuentros; maquinaron
su muerte y condujo a los asesinos al cadalso. Vencedor a fuerza de
heroísmo, trazó con mano firme la constitución cristiana, que terminó la
Revolución de los derechos del hombre por una nueva y solemne
promulgación de los derechos de Dios.
En esta guerra sin cuartel contra el
moderno satanismo; guerra de veinte años, nunca cesó de arrostrar la
muerte con sencillez, sin énfasis, como un hombre a quien nada cuesta el
heroísmo cuando se trata de cumplir con un deber. Supongamos un siglo
menos positivo y menos impío que el nuestro, y García Moreno llegaría a
ser uno de esos héroes legendarios de quien se cuentan magníficas
proezas, como las del Cid, o de Roldan.
¡Ay! las caballerescas leyendas harían
surgir acaso el hombre que García Moreno deseaba para Francia, después
de los desastres de 1870: “¡Que desgracia, exclamaba él en la época de
la Commune, que esta Francia, cuyo glorioso pasado tanto amo,
sea gobernada por bandidos! Conducida por un hombre de energía, pronto
volvería a tomar su puesto de hija primogénita de la Iglesia.”
Después de Dios, el pueblo. La justicia
distributiva exigía reparto más equitativo de las dignidades y de los
empleos. A riesgo de conquistarse implacables odios, García Moreno no
consultó más que el mérito y la aptitud en la colación de los cargos
públicos. Ni parcialidad, ni compromiso, ni cobardía; pretendientes,
protectores, deudos o amigos eran inexorablemente rechazados.
“El mal de este siglo, decía, es no saber
decir que no. Vosotros solicitáis este empleo como un favor, y yo os
digo: el hombre para el empleo, y no el empleo para el hombre.”
La Revolución, cuya poca escrupulosa
conciencia ha creado por necesidad una infinidad de sinecuras para dar
de comer a sus séquitos a costa de los contribuyentes, se burlará de
este varón justo, que creyó poder gobernar según los principios de la
sana moral, sin comprar, ni corromper almas; pero las gentes honradas
admirarán por el contrario, ese fenómeno muy raro hoy en los Estados
republicanos y en esas repúblicas disfrazadas que se llaman monarquías
parlamentarias.
Su amor a la justicia le hizo inexorable
con cualquiera que se valía de su posición o de su autoridad para
despojar a los desdichados. Tan notorio era su respeto al derecho, que
los débiles oprimidos por los poderosos, preferían tomarlo por árbitro
de sus diferencias, a recurrir a los tribunales. En sus excursiones por
las provincias, en los caminos, en las posadas estaba siempre asaltado
de pobres que pedían justicia. Los acogía con la mayor bondad; escuchaba
sus quejas, como San Luis bajo la encina de Vincennes; y cuando había
pronunciado su fallo, ambas parles se marchaban contentas.
Unos indios le contaron un día que un
rico propietario no había encontrado nada más sencillo ni mejor para
redondear y engrandecer su hacienda, que trazar la línea que le pareció
conveniente, haciendo entrar en su coto parcelas de terreno que les
pertenecían. Muy pobres para pleitear contra semejante adversario,
esperaban en el camino al presidente para pedir justicia; el señor y el
indio eran iguales ante el tribunal de García Moreno: condenó al rico
propietario a restituir los terrenos usurpados, y además, como ocupaba
altos puestos, le destituyó vergonzosamente de todos sus cargos.
En otra ocasión vio llegar a una pobre
viuda a quien cierto particular había arrancado diez mil pesos; ella le
contó su historia y se deshacía en lágrimas. Conmovido e indignado,
García Moreno dijo a su tesorero: — “Dé usted a esta mujer diez mil
duros.” — “¿Y quién los reembolsará?” — “Fulano, contestó, nombrando al
ladrón. Ponga usted esa cantidad por su cuenta.” Mandó llamar al
interesado, le reprendió su crimen, y le sacó los diez mil pesos.
Las gentes se dirigían a él para obtener
reparación de una injusticia, con tanto más gusto y confianza, cuanto
que con su rectitud natural, su agudeza, aumentada por la prudencia
cristiana, y su hábito de sondar el corazón de los malvados, descubría
la verdad con más rapidez y seguridad que el mejor juez de instrucción.
De esta perspicacia casi intuitiva, se
citan rasgos maravillosos. En su genial inventiva, hallaba medios
originales para obligar a los culpables a confesar su falta, aun cuando
la legalidad se reconocía impotente. Una pobre viuda le expuso un día en
una posada que un miserable estafador la había robado todo su peculio.
Para educar a sus hijos, había tenido que vender una pequeña propiedad
en mil pesos, que el comprador le había prometido pagar en un mes, pero
exigiéndole desde luego el recibo. Pasado el mes; como no le entregase
el dinero, lo había reclamado, y el comprador por toda respuesta le
había presentado el papel debidamente legalizado, y mandado ponerla
inmediatamente en la calle. Al escuchar esto relato, de cuya sinceridad
no podía dudarse, García Moreno no pudo contener un movimiento de
indignación; pero reponiéndose al punto, andaba revolviendo en su cabeza
de qué medios podía valerse para obligar al redomado pillastre a
vomitar el dinero robado. La justicia estaba evidentemente lastimada;
pero la legalidad nada podía hacer para curar la llaga. Habiendo hecho
comparecer ante sí al estafador, le preguntó si era cierto que había
comprado la propiedad de una pobre viuda. Al oír su respuesta
afirmativa, añadió en tono paternal: “Esta mujer tiene necesidad de
dinero y se lamenta de que la hagáis esperar demasiado la suma que le
debéis.” El atrevido ladrón, juró por todos los santos que había pagado
la deuda y que tenia de ello recibo en toda regla. García Moreno
esperaba esta protesta. — “Amigo mío, dijo él fingiéndose sorprendido,
he hecho mal en sospechar de vuestra lealtad, y os debo una reparación.
Hace mucho tiempo que ando buscando un hombre honrado de vuestra especie
para un nuevo empleo que voy a crear: os nombro gobernador de las islas
de los Galápagos; y como no conviene que un gran dignatario viaje sin
escolta, dos agentes os acompañarán a vuestro domicilio, donde haréis
inmediatamente vuestros preparativos de viaje.” Dicho esto le despidió,
lanzándole una mirada terrible. Mas muerto que vivo, se retiró este,
pensando en las islas de los Galápagos, en aquellas rocas perdidas en
medio de los mares y en las cuales, más abandonado que Robinson, no
hallaría otros vivientes que culebras y bestias feroces. En su
desesperación, hizo llamar a la viuda, le entregó su dinero y le suplicó
de rodillas que obtuviese la revocación de la fatal sentencia. La buena
mujer refirió al Presidente cómo el bellaco había reconocido su delito y
pagado su deuda, y pedía gracia de no ir a la isla de los Galápagos. —
“Yo lo había nombrado gobernador, dijo García Moreno sonriendo; mas ya
que tiene tan poco apego a las dignidades, anunciadle que admito su
dimisión.”
Jamás García Moreno cometió a sabiendas
una injusticia para con el prójimo. Los menores perjuicios, aun
involuntariamente causados, turbaban su conciencia por extremo delicada.
Durante la guerra de 1839, los soldados habían destruido una casa para
buscar combustible. Acordándose más tarde de este hecho, creyó deber
suyo indemnizar al propietario y encargó al Obispo que lo descubriese.
Los enemigos mismos del presidente han
rendido homenaje a su justicia; pero le han reprochado el haber
exagerado este sentimiento hasta mostrarse inexorable. El hecho es, sin
embargo, que si de algo pecaba era por exceso de clemencia; muchas veces
tuvo que arrepentirse de haber indultado a conspiradores incorregibles,
que se aprovechaban de esta gracia para urdir nuevas tramas contra el
gobierno.
Uno de los revolucionarios más francos,
el coronel Vivero, para evitar las persecuciones de la policía, se vio
reducido a ocultarse en los alrededores de la capital. Pero luego,
cansado de aquella vida de ilota, resolvió alejarse, y pidió a un
comerciante de Quito cierta cantidad de dinero que le había confiado.
Después de haber despedido al mensajero con diferentes pretextos, acabó
por prometer a Vivero, que personalmente había acudido de noche a
pedirle explicaciones, que al día siguiente lo reembolsaría. Entre
tanto, el bribón informó a García Moreno de que el coronel Vivero iba
disfrazado a su casa hacia media noche para tramar una nueva
insurrección; pero que habiendo logrado que fuese a casa del mismo
comerciante, los esbirros podrían apoderarse allí fácilmente de él.
Vivero atrapado en la trampa, compareció delante del Presidente, quien
le pidió explicaciones de sus salidas nocturnas, amenazándole con un
consejo de guerra. — “Haga usted de mi lo que quiera, contestó el
coronel; pero que este malvado comerciante no se aproveche de su
traición.” Y le explicó cómo aquel desventurado le habla delatado, para
librarse de su deuda. Obligado a confirmar la declaración de Vivero, el
comerciante fue arrestado como traidor y estafador. “En cuanto a vos,
coronel, dijo García Moreno, sois libre; id, y no conspiréis más.”
Grandeza de alma es soltar a un mortal
enemigo cuando se le tiene en las manos; pero esta generosidad, ejercida
inoportunamente, degeneraría en debilidad culpable. Con un jefe que
hubiese perdonado a los Maldonados, Campoverdes y asesinos del Talca, el
Ecuador habría sido presa de los anarquistas. Por perdonar la vida de
unos cuantos culpables, el Presidente hubiera tenido que verter raudales
de sangre inocente.
Esta razón de alta justicia la hizo valer
para un religioso que intercedía a favor de un joven atrapado con las
armas en la mano en el último motín de Cuenca, y deportado por este
crimen. Ni el arrepentimiento del desterrado, ni el inconsolable dolor
de su madre pudieron ablandarle: — “Tenemos bastantes asesinos en el
Ecuador, sin que vuelva este, dijo a su intercesor. Usted se lamenta de
la suerte de los verdugos; yo tengo compasión de las víctimas.”
Terminemos este retrato moral, afirmando que en las almas superiores, la justicia no excluye jamás la bondad.
La justicia, que consiste en el cumplimiento del deber respecto de
todos, cuenta entre sus anejas, como dice Santo Tomás, la dulzura, la
afabilidad, la piedad filial, que también son deberes.
Sin asombro sabremos, pues, que sobre la
fortaleza de carácter y el apasionado amor a la justicia, rebosaba el
corazón de García Moreno en la más exquisita bondad.
Su entrañable caridad para los huérfanos,
los pobres, los enfermos y los presos, lo prueba superabundantemente.
El pueblo no se equivocaba: cuando entraba en su casa para descansar un
rato, se le veía siempre escoltado de pobres y ricos, de clérigos y
seglares que le pedían audiencia. Escuchaba pacientemente a unos y a
otros, ayudando a estos con sus consejos y a aquellos con su bolsa. Si
todos los desdichados a quienes socorrió pudiesen hablar, más admiración
causaría como bienhechor de sus súbditos, que como libertador de su
país.
El espectáculo del dolor le enternecía
sobre manera y hacia brotar en su corazón los más vivos sentimientos de
compasión. Un día que iba a su casa con algunos amigos, tropezó en la
calle con un niño que estaba llorando: “¿Qué tienes, le dijo, para
llorar de ese modo?” — Mi madre acaba de morir, respondió el niño
sollozando. Era la difunta, mujer de un oficial muy recomendable.
Afectado el Presidente con aquella noticia, se esforzó para calmar al
pobre niño con buenas palabras, y despidiéndose de sus acompañantes, se
dirigió inmediatamente a casa del oficial para consolarle igualmente.
Con sus amigos se mostraba siempre
sencillo, expansivo y hasta regocijado, sin perder nunca cierta
dignidad. Su conversación fácil, interesante, siempre instructiva, era
el encanto de toda su sociedad. Iniciado en las diferentes ramas de la
ciencia, hablaba de medicina con médicos, de jurisprudencia con los
abogados, de teología con los eclesiásticos, de agricultura con los
aldeanos, y cada uno de sus interlocutores encontraba breve la tertulia.
Bajo este aspecto se notó que su alma se modificó sensiblemente en los veinticinco postreros años de su vida.
Durante su primera presidencia, la
firmeza que imprime respeto, dominaba en sus actos y aun en su
continente. Érale preciso para contener la feroz jauría desatada contra
él. En el último período de su vida, por el contrario, el país estaba
pacífico y tranquilo, y en el semblante del Presidente, completamente
sereno, se manifestaba libremente la bondad de su corazón.
Los sabios europeos, prevenidos contra él
por sus enemigos, después de algunas entrevistas particulares, se
retiraban más asombrados de su perfecta amabilidad, que de la inmensidad
de sus conocimientos.
Pero donde la ternura de su alma se
derramaba toda entera, era en el interior de la familia. Deseaba vivir
en medio de los que le amaban, y de los cuales el trabajo y los
acontecimientos le obligaban a menudo a separarse. Su mujer, para la
cual no tenía ningún secreto, participaba de sus alegrías y sus
tristezas. Cuando Dios le arrebató a su hija, este hombre, en apariencia
tan rudo y tan austero, inconsolable por largo tiempo no hacía más que
llorar. — “¡Oh! ¡Qué débil soy! ¡Y tan fuerte como me creía!”
Su ternura se concentró en su hijo, de
quien quería hacer otro hombre como el. Lo educó, sin embargo, sin
debilidad, en el amor de Dios y en el deber. En 1864, presentó este niño
al Director de los Hermanos con esta simple recomendación: “Aquí está
mi hijo; tiene seis años; y lo que deseo es que hagáis de él un buen
cristiano. La ciencia y la virtud harán de él un buen ciudadano. No
tengáis consideración con él, os lo ruego; y si merece castigo, no
miréis en él al hijo del Presidente de la República, sino un escolar
cualquiera a quien es preciso enderezar.”
Hemos dicho que amaba apasionadamente a
su madre. Dios se la conservó hasta la edad de noventa y cuatro años, y
siempre le profesó la misma ternura y la misma veneración. Murió en
1873, el día de la Virgen del Carmen. A los sentimientos de pésame que
se le manifestaron en aquella circunstancia, respondió como perfecto
cristiano: — “Felicitadme más bien: mi madre ha vivido cerca de un siglo
y era una santa; ha muerto el día del Carmen; ¡está en el Cielo!”
Su primo, Arzobispo de Toledo, sobrino de
la difunta, le escribió con ocasión de la pérdida que acababa de tener.
En su contestación, obra maestra del sentimiento cristiano, después de
haber dado gracias al Prelado por haber ofrecido el Santo Sacrificio en
reposo de aquella alma querida, añade: “Estoy seguro de que Dios habrá
premiado sus cristianas virtudes. Entre ellas, resplandecía la fe más
viva que he conocido, aquella fe capaz de mover los montes; y por eso,
siendo natural y excesivamente tímida, se revestía de un valor heroico
cuando era preciso arrostrar cualquier desgracia o peligro para cumplir
su deber y no ofender a Dios, aun en cosas de escasa importancia.
¡Cuántas veces, en mi niñez, me inculcaba con tanto celo que una sola
cosa debía temer en este mundo, el pecado; y que sería feliz si por no
cometerlo lo sacrificaba todo, sin exceptuar los bienes, el honor y la
vida! No acabaría esta carta, si quisiera referirte todo lo que fue mi
santa madre y todo lo que le debo. El mayor favor que puedes hacerme, es
rogar a Dios por ella; y encargar a mis queridos primos y primas, la
recuerden también en sus oraciones.”
Nuestros lectores conocen ya las virtudes
que componían, por decirlo así, la fisonomía moral de García Moreno.
Fáltanos ahora revelarles el gran motor de estas virtudes, o, si se
quiere, el primer principio de esta vida heroica.
Continuará