viernes, 7 de agosto de 2015

HOMENAJE DE RADIO CRISTIANDAD A GARCÍA MORENO EN EL 140º ANIVERSARIO DE SU MARTIRIO


HOMENAJE DE RADIO CRISTIANDAD A GARCÍA MORENO EN EL 140º ANIVERSARIO DE SU MARTIRIO

03 ago

Reverendo Padre Augustin Berthe
2) De pie

GARCÍA MORENO

Tomo Segundo
CAPITULO IX
EL HOMBRE
Nuestros lectores nos permitirán que llamemos un instante su atención sobre las virtudes íntimas de García Moreno. Sus hechos, sus resoluciones han debido revelarnos ya el alma de un verdadero pastor de pueblos; pero tanto en honra suya, como para instrucción nuestra, conviene hacer resaltar las ruedas misteriosas de esta noble existencia, tan saturada de heroísmo y abnegación. Así responderemos también a ciertas acusaciones que formulan personas honradas, pero poco reflexivas.

La naturaleza le había dotado de las cualidades eminentes que forman el hombre emprendedor.

Su inteligencia, tan vasta como perspicaz, abarcaba de una mirada los negocios más complicados y las razones más capaces de influir en su decisión. Este don precioso, unido al estudio profundo de las cuestiones gubernamentales, imprimía a sus resoluciones aquel sello de repentino acierto, que espantaba más de una vez a sus mejores amigos.

Desde luego aparecía como hombre de mando. Gran estatura, vigorosa constitución, noble y digno continente, paso firme, un poco precipitado, como de quien no tiene tiempo que perder; todo en él revelaba una actividad devoradora, una soberana energía.

Su hermosa cabeza noblemente alzada, cubierta prematuramente de canas que revelaban el trabajo y las vigilias, su frente alta y espaciosa, inspiraban respeto; sus grandes ojos, llenos de vivacidad, lanzaban en ciertos momentos rayos de indignación, que hacían temblar; su voz viril y poderosa, sus frases incisivas, cortadas, pero de ningún modo académicas; su estilo lleno de imágenes, su tono animado y vehemente, daban a su palabra autoridad sin réplica.

Cada rasgo de su fisonomía ardiente y expresiva, denotaba inquebrantable fuerza de voluntad.


1) De pie

Los fisiólogos, que todo lo explican por la naturaleza física, atribuirán al temperamento bilioso de nuestro héroe, los actos asombrosos de que se compone su historia. Sin negar la influencia del temperamento en la actividad del hombre, haremos notar, sin embargo, que la energía natural buena o mala, según el objeto a que se aplica, produce indiferentemente grandes santos o grandes facinerosos. Poderoso instrumento al servicio de la voluntad, ésta se vale de él para destruir o para edificar, según que se somete al imperio de los vicios o de las virtudes.

Afortunadamente, las cuatro, que son como los cuatro puntos cardinales del mundo moral, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, informaron tan bien el alma de García Moreno, que su energía natural se convirtió en ese heroísmo cristiano de que su vida privada, más aún que sus actos públicos, nos ofrece innumerables pruebas.

El hombre de acción tiene necesidad de un guía seguro, con la mirada constantemente fija en el punto a donde se dirige y los medios convenientes para alcanzarlo.

La prudencia, verdadera brújula del mundo moral, desempeña este oficio. Sin su dirección, el genio anda a grandes pasos; pero fuera de camino; es el caballo indómito que lanza el carro al abismo; el huracán destructor, que todo lo arrasa en su tránsito.

Ni a Mirabeau, ni a Danton, ni a Napoleón les faltó audacia en sus grandes empresas: les faltó aquella prudencia especial y perfectísima que Aristóteles llama prudencia real o de gobierno.

García Moreno sabía que un jefe de Estado, verdadero ministro de Dios para el bien, no domina sino a fin de asegurar a todos la verdadera felicidad. No se le ocurrió jamás aprovecharse del poder para sus negocios y no para los del pueblo. Tenía además la íntima convicción de que las leyes del catolicismo, son leyes que salvan a las naciones, como a los individuos, y que por consecuencia, el primer deber de un gobernante en el siglo XIX, era reintegrar a la Iglesia en todos los derechos de que la ha despojado la revolución.

“Todo para el pueblo y por la Iglesia, decía; quien busca ante todo el reino de Dios, obtiene el resto por añadidura”. ¿Dónde hallaríamos, ni en Europa, ni en América este principio fundamental de toda sana política, sino en la cabeza de García Moreno?

Mas si ha de restaurarse el catolicismo sobre las ruinas de la revolución, la prudencia exige la adopción de medios anti-revolucionarios. Con el liberalismo gubernamental, expresamente inventado para crear la licencia, propagar los falsos cultos, y pervertir la opinión, desencadenando contra la verdad los clubes, los casinos y los periódicos, el reino del mal está asegurado. Y como García Moreno quería a toda costa el imperio del bien, sustituyó a las máximas liberales la divisa de la autoridad: LIBERTAD PARA TODOS Y PARA TODO, EXCEPTO PARA EL MAL Y LOS MALHECHORES.

“No se hace el bien sino por la fuerza, decía; he ahí por qué la fuerza ha de estar al servicio del derecho”. Esta prudencia parece elemental; pero si se reflexiona que al cabo de un siglo de revoluciones, los mal llamados conservadores pregonan todavía los beneficios de las constituciones liberales y los principios de 1789, se verá que a la prudencia vulgar ha tenido que agregarse el don de consejo, para que este hombre haya podido salirse del pantano en que se han hundido todos sus contemporáneos.

Se le ha echado en cara, además de su constitución católica y autoritaria, ciertos actos de dictadura en las circunstancias en que la seguridad del Estado, gravemente comprometida, exigía la represión severa de los criminales endurecidos: mas sería preciso probar que la salvación del pueblo no exigía el empleo de estos medios, o que un príncipe debe asistir impasible a la muerte de su país.

Se le acusa también de haber rehusado toda concesión a los partidos revolucionarios; pero ¿no debemos en esto ensalzar más bien su prudencia? Después de haber visto a Luis XVI en el cadalso, a Carlos X en el destierro, a Pío IX en Gaeta, ¿se puede, sin demencia, encarecer el sistema de concesiones?

Se ha dicho también que menospreciaba la opinión y no admitía consejo alguno; lo cierto es que no doblaba la rodilla ante lo que se llama opinión pública. El gobierno, según él, debía dirigir la opinión, no seguirla, mandar a la muchedumbre, no obedecerla.

Esto se hallará en contradicción con el sistema parlamentario, mas no con el sentido común. En cuanto a consejos, los recibía con gratitud cuando le parecían dictados por la prudencia; en el caso contrario, se reservaba, como todo el mundo, el derecho de no seguirlos.

— “Prescindiremos de usted, le decían un día los conservadores, sino acepta nuestras ideas liberales”.

— “Tanto peor para ustedes, les contestó. Yo no tengo necesidad de ustedes; y ustedes la tienen muy grande de mí. El día en que yo no esté aquí para defenderlos, esos revolucionarios, a quienes miran con tan buenos ojos, los devorarán sin compasión”.

La profecía, realizada un año después, demostró tarde ya que García Moreno tenía razón contra todos. Era tenacidad ciertamente; pero esa obstinación en caminar con perseverancia por las vías de salvación, a pesar de los ejemplos dados por todos los gobiernos, a pesar de las solicitudes de los amigos y de los clamores de la revolución, ¿no era, por ventura, un acto heroico de la más alta prudencia?

Sus enemigos le han acusado mil veces de obrar con precipitación irreflexiva y temeraria. “A mí me llaman atolondrado y loco, respondía, porque el pueblo, habituado a leer mil proyectos escritos, sin verlos jamás realizados, solo ve en mis actos la presteza y rapidez de la ejecución, y no pone en cuenta la lentitud y madurez del consejo que precede a mis resoluciones. Yo pienso bien las cosas antes de hacerlas; mas una vez pensadas, no doy tregua a la mano, ni desisto hasta no haberlas cuanto antes concluido; este es mi atolondramiento y locura”.

Cuando la prudencia ha designado el objeto y trazado el camino, la voluntad se decide a llevarla a cabo, con tal que las pasiones egoístas del alma y los groseros instintos del cuerpo no paralicen sus movimientos. Frecuentemente, sobre todo en las regiones elevadas del poder, se concentra el hombre por orgullo en su propia personalidad; o bien, esclavo del deleite, olvida como Hércules sus altos destinos a los pies de una Onfala cualquiera. Para salvar la voluntad es preciso que una segunda virtud, la templanza, refrenando las pasiones y los vicios, le impida sucumbir a su vergonzoso yugo.

3) Xentado, de civil

A pesar de su carácter imperioso y de su talento extraordinario, García Moreno supo conservarse humilde. Este hombre, a quien sus enemigos se complacían en tachar como lleno de orgullo y ambición, ni deseó, ni conservó jamás el poder por un sentimiento de satisfacción personal. Echó por tierra a los malvados, no para reinar en su lugar, sino para hacer que reinara Dios. No aceptó la presidencia de 1861 sino contra su voluntad, y en 1863 fue necesario hacerle violencia para elevarlo por segunda vez a tan alto puesto. Cuando por la insuficiencia de las leyes, le pareció imposible hacer el bien, dio generosamente su dimisión. Jamás ambicionó la popularidad; jamás para obtener el favor del ídolo, dio un paso hacia él, ni le hizo la menor concesión.

Los periódicos de la revolución lanzaban diariamente contra García Moreno injurias y calumnias; él los leía sin alterarse jamás, “muy feliz, decía, de ser tratado como Jesucristo y su Iglesia”. Un religioso que le daba cuenta de los insultos de que había sido objeto, recibió esta respuesta tan noble y cristiana: “Compadezco vuestras penas; pero habéis tenido una magnífica ocasión de atesorar para la eternidad. Los golpes que os han dado os parecerían menos duros, si los comparaseis con los que yo estoy recibiendo todos los días. Haced como yo; poned los ultrajes al pie de la cruz, y pedid a Dios que perdone a los culpables. Pedidle que me dé bastante fuerza, no sólo para hacer el bien a los que derraman sobre mí de palabra y por escrito los torrentes de odio que guardan en su corazón; sino para regocijarme ante Dios de tener que sufrir algo en unión con Nuestro Señor. Para mí es una verdadera felicidad, al propio tiempo que un honor inmerecido, tener que sufrir los insultos de la revolución en compañía de los institutos religiosos, de los Obispos y hasta del Sumo Pontífice”.

Alguna vez le aconteció defender una idea con animosidad, y aun diré, con el encarnizamiento apasionado de un campeón decidido a sostenerla con todas armas; pero en medio de sus más violentas disputas, sentíase que aquella alma franca y leal, luchaba menos por humillar al adversario, que por exaltar y vengar la verdad. Con su superioridad intelectual, su fe y su lógica, juzgaba muy de arriba abajo las teorías modernas que, de acuerdo con la Iglesia, creía subversivas de la sociedad. Si algún liberal osaba encarecerlas delante de él, o disfrazar con vanas razones de oportunidad las tendencias de su espíritu extraviado, García Moreno se rebelaba contra el sofisma y con palabra dura, a veces, derribaba las tendencias del imprudente. Entonces, penetrando hasta el fondo de la cuestión, ponía coto a las argucias por una demostración que no daba lugar a subterfugios.

“En aritmética, decía, nada de elocuencia, sino de números; en filosofía y en política nada de habladurías, sino razones”. Por lo demás, en materias que no interesaban ni a la verdad ni a la justicia; por ejemplo, en problemas de ciencia o de historia, discutía con la mayor calma y toleraba fácilmente la contradicción: “Me equivoqué, decía a su adversario, esta cuestión la conoce usted mejor que yo”.

Como todos los grandes hombres, sabia reconocer sus yerros y repararlos valerosamente. Un día que estaba abrumado por el trabajo, y sobreexcitado además por la torpeza de un arquitecto, a quien había confiado trabajos importantes, cierto eclesiástico interrumpió sus tareas para tratar de un asunto importante, según él decía. Lo recibió de un modo un poco brusco, y al ver que se trataba de un negocio insignificante lo despidió de peor humor todavía: “No merecía la pena, le dijo, que usted se incomodara, ni haberme incomodado por semejante pequeñez”. El sacerdote se retiró bastante mortificado, y al día siguiente, cuando ya no se acordaba de aquella viveza del presidente, le vio llegar muy de mañana a su casa a pedirle perdón de su conducta violenta e irrespetuosa. Muchas veces, a consecuencia de un momento de vivacidad, se humilló hasta excusarse con personas a quienes había contristado, y aun de las que había recibido motivos de queja.

Un oficial amigo suyo, por razones fútiles había dejado de verle y saludarle. Encontrándolo un día el presidente, se acercó a él sin cumplimiento. “Te nombro mi ayudante”, le dijo. El oficial, estupefacto, no le contestó. “Toma, añadió inclinándose delante de él, si quieres mi cabeza, aquí la tienes”. No hay que decir que se reconciliaron y quedaron buenos amigos.

Jamás se vanaglorió de sus obras, que no obstante excitaban la admiración del mundo entero. En el Congreso no hablaba de ellas más que para glorificar a Dios, persuadido como estaba que todo lo debía a la divina gracia. Así pedía constantemente que se le ayudase rogando al Cielo por él.

Durante su segunda presidencia dirigía a fin de año una circular a los Obispos para solicitar acciones de gracias y presentar a Dios sus nuevas peticiones. En sus cartas particulares, dirigidas a los Prelados que gozaban de toda su confianza, les instaba a que le señalaran los actos que hubieran podido parecerles reprensibles, así como los medios de utilizar su poder de la manera más ventajosa a la causa de Dios y de su Iglesia.

Penetrado de su impotencia para hacer el más pequeño bien sin el socorro de lo alto, atribuía el éxito a la protección de Dios y de la Virgen María, a las bendiciones de Pío IX, y a las oraciones de su santa madre y de una hermana ciega, a la cual profesaba la mayor veneración.

Habiendo descubierto un profesor de botánica cierta flor no calificada todavía en la flora del país, le pidió el permiso de bautizarla con el nombre de Tacsonia García-Moreno. “Si quiere usted darme gusto, le contestó el presidente, dejad a un lado mi pobre personalidad; si la flor es rara, bonita y desconocida en el Ecuador, haced homenaje de vuestro descubrimiento a la Flor del Cielo; llamadla Tacsonia Mariæ.” El hombre que se olvida de sí hasta ese punto, no dejará que el amor propio aparte su voluntad de los grandes intereses que le están encomendados.

4) Tacsonia

Jamás la voluptuosidad se apoderó de su corazón.

A pesar de su natural ardiente y apasionado, nunca permitió a la adormecedora hacer esclavas de sus sentidos sus nobles facultades. Trató a su cuerpo como una bestia de carga destinada a ejecutar las órdenes del alma. Para él no había fiestas, placeres, diversiones más o menos honestas, pasatiempos más o menos lícitos, sino vida de trabajo regular y uniforme.

En pie desde las cinco de la mañana, a cosa de las seis, iba a la iglesia para oír Misa, y penetrarse por la meditación, de los grandes deberes que tenía que cumplir aquel día. A las siete, después de una visita a los pobres del hospital, se encerraba en su despacho para trabajar hasta las diez. Tomaba entonces un desayuno frugal y corto, después se dirigía al palacio del gobierno, en donde hasta las tres se ocupaba con sus ministros en los negocios de Estado. Después de la comida, que se verificaba a los cuatro de la tarde, su recreo consistía en algunas visitas, en la inspección de las obras públicas o en pacificar las reyertas que se le sometían.

Vuelto a casa a las seis, pasaba la noche en familia con algunos amigos. Así que daban las nueve, cuando todo el mundo se retiraba a descansar, él iba a concluir su correspondencia, a leer los periódicos y a trabajar hasta las once y muchas veces hasta media noche. Tal era su método de vida en los momentos de calma.

Pero a menudo, como lo hemos visto, a la calma sucedía la tempestad, y a la vida regular, la vida borrascosa. Entonces andaba o trabajaba día y noche, según las necesidades del momento. Su alma indomable no conocía imposibilidades; su temperamento de hierro era superior a las fatigas.

En las inspecciones, combates y viajes, se contentaba con algunas horas de sueño, muchas veces en el duro suelo o envuelto en una sencilla manta. Un sacerdote le ofrecía en cierta ocasión un lecho de campaña: “Jamás, le dijo; es preciso no hacer el cuerpo a malas costumbres. Si hoy le dais un lecho como ese, mañana la tierra le parecerá dura”.

Cuando lo llamaba el deber, montaba a caballo con el tiempo más horrible, y cruzaba selvas y montañas con increíble rapidez. En aquella vía de Quito a Guayaquil que recorrió tantas veces, llegó un día a una aldea en que no se encontraba otra casa habitable que la del cura. Era la estación de las lluvias, y el pobre viajero se presentó calado hasta los huesos. Después de una modesta recepción, el buen sacerdote le ofreció una cama para descansar. “Empapado como estoy, le dijo el Presidente, no puedo ni desnudarme ni quitarme las botas; mañana me será imposible ponérmelas”. Se acostó en un canapé y durmió hasta el amanecer. A las cuatro de la mañana, fresco y descansado, volvió a cabalgar y continuó su camino.

5) A caballo

Al trabajo y la fatiga, añadía para endurecer y refrenar su cuerpo, la más rígida sobriedad. En las penosas excursiones de que acabamos de hablar, el presidente se contentaba por todo alimento con un poco de galleta, chocolate y algunos sorbos de café puro. Por lo demás, en todo tiempo su mesa era sencilla y casi pobre. Rara vez probaba el vino; jamás daba un festín, ni aceptaba convite alguno.

“Un jefe de Estado, decía, debe vivir para trabajar, no para engordar”. A pesar de sus indisposiciones, de su excesiva fatiga, y de la falta absoluta de alimentos de sustancia, practicaba escrupulosamente los ayunos y abstinencias impuestas por la Iglesia.

De este modo, hecho al trabajo y a la disciplina, el cuerpo se entregaba cada día a su ruda faena, sin dar coces contra el aguijón. García Moreno hacía la obra de diez trabajadores, revisaba por sí mismo toda su correspondencia, expedía a sus subordinados cartas, informes, órdenes de toda especie, discutía con los interesados negocios, empresas, proyectos de ley, planes de campaña, y encontraba todavía tiempo de profundizar los misterios de la filosofía y de la historia, de las ciencias y de la religión.

Jamás, por disgusto o por cansancio, dejó para el día siguiente una carta o un negocio. “Usted no se puede matar, le decían alguna vez, esa persona esperará.” — “Dios puede hacer esperar, respondía sonriéndose, yo no tengo ese derecho. Cuando Dios quiera que yo descanse, me enviará una enfermedad o la muerte.”

Un día, no obstante, su ministro Carvajal queriendo procurarle algunas horas de esparcimiento, de acuerdo con los demás ministros, lo llevó a una hacienda que acababa de comprar. Después de andar a caballo algunas leguas, García Moreno inspeccionó el establecimiento. Carvajal ofreció a sus huéspedes una comida suntuosa, excelentes cigarros y un juego de naipes. El tiempo pasa pronto en tan dulces entretenimientos, y los ministros parece que no lo advertían. Cuando a la tarde García Moreno quiso despedirse, le suplicó Carvajal que prolongase su visita, añadiendo que se daría por ofendido si rehusaba pasar la noche en su casa.

“Consiento con mucho gusto en permanecer, dijo García Moreno; pero ustedes, señores Ministros, ¿seréis capaces de pasar aquí la noche y de hallaros en vuestro despacho mañana a las once?” Le contestaron con una afirmación solemne, y se pusieron a jugar. A media noche, sin embargo, volvieron todos a la ciudad. Al otro día a las once llegó como de costumbre García Moreno al palacio del gobierno, para ponerse a trabajar, y no encontrando allí a nadie, mandó sendos avisos a los ministros para que viniese cada cual a su respectivo despacho.

6) Palacio presidencial Quito

La virtud de la templanza que destruye los vicios y somete las pasiones a las exigencias de la recta razón, supone ya la energía de la voluntad; sin embargo, para llegar a la cumbre de los grandes deberes, sin retroceder ni ante las dificultades, ni ante los peligros, ni siquiera ante la muerte, la voluntad debe estar sostenida por otra virtud que se llama fortaleza, y cuyo papel, inspirando la audacia de las cosas grandes, consiste en desterrar absolutamente todo temor.

Dios había dotado a García Moreno de esta fuerza que forma los héroes. Bastaba verlo ante cualquier peligro, para quedar persuadido de su intrepidez. Su acento breve y prepotente, su gesto imperioso, su mirada inflamada, su imperturbable sangre fría, hacían pensar en el justo de Horacio que, aun en medio del desquiciamiento del orbe, sabe conservarse impávido. Su energía natural se había acrecentado por actos de valor inaudito.

En su juventud trabajaba por dominar los movimientos instintivos de temor familiarizándose con los mayores peligros, bajo las rocas oscilantes y en el fondo de los volcanes. Las batallas, las revoluciones, las maquinaciones ordinarias de sus enemigos, le hicieron mirar la muerte como un suceso con el cual había que contar a cada paso.

Estando un día en Guayaquil supo que se urdía una conspiración contra él, y que en aquel mismo momento los conjurados tenían su conciliábulo en casa de un peluquero de la ciudad. Al oír esta noticia, se dirige a la peluquería, toma un asiento, y pide que se le corte el pelo. Estupefactos y temblando de miedo, los sicarios, en vez de lanzarse sobre él, huyeron a toda prisa.

Por amor a la patria aceptaba la muerte como un sacrificio necesario. De aquí las proféticas palabras de su epístola a Fabio:

Présago, triste el pecho me lo anuncia
En sangrientas imágenes, que en torno
Siento girar en agitado ensueño…
Plomo alevoso romperá silbando
Mi corazón tal vez; mas si mi Patria
Respira libre de opresión, entonces
Descansaré feliz en el sepulcro.

La gracia divina penetrando cada día más en su alma tan profundamente cristiana, la templó más fuertemente aún: no solo no temía la muerte, sino que, como los santos, como los mártires, la deseaba por amor de Dios. ¡Cuántas veces en sus cartas, en sus conversaciones, en sus mensajes a las cámaras le acontecía tener que formular este voto: Qué dicha y que gloria para mí, si pudiese derramar mi sangre por Jesucristo y su Iglesia!

7) Plaza del palacio

Cuando la voluntad, desatada de toda influencia corrompida, llega a esta cumbre, se establece en la perfecta rectitud; es decir, en la justicia, cuarta virtud que perfecciona al hombre moral: “Haz lo que debes, suceda lo que quiera.” Tal es su divisa, que pudiera grabarse en las armas de García Moreno, tan bien como en el escudo del más encopetado caballero.

A semejanza del divino Maestro, de quien era representante en su cualidad de jefe de Estado, García Moreno resolvió “cumplir toda justicia”, y poner alma y vida al servicio del derecho.

El primer derecho violado que encontró en su carrera fue el de Jesucristo, Rey de los Reyes y Señor de los señores. En vez de dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios, el César revolucionario había tenido a bien confiscar todos los derechos de Dios para apropiárselos con el nombre de derechos del hombre.

García Moreno no se detuvo ante esa usurpación secular, aceptada por la opinión, defendida por las potencias, y sancionada por las Cartas y constituciones de ambos mundos; en nombre de la justicia eterna y del derecho del pueblo, conducido fatalmente al abismo por la rebelión contra Dios, derribó de un golpe el edificio de la revolución. Los liberales apelaron a leyes escritas por ellos; él les opuso las leyes escritas por Dios en el corazón del hombre. Tomaron las armas y los derrotó en veinte encuentros; maquinaron su muerte y condujo a los asesinos al cadalso. Vencedor a fuerza de heroísmo, trazó con mano firme la constitución cristiana, que terminó la Revolución de los derechos del hombre por una nueva y solemne promulgación de los derechos de Dios.

En esta guerra sin cuartel contra el moderno satanismo; guerra de veinte años, nunca cesó de arrostrar la muerte con sencillez, sin énfasis, como un hombre a quien nada cuesta el heroísmo cuando se trata de cumplir con un deber. Supongamos un siglo menos positivo y menos impío que el nuestro, y García Moreno llegaría a ser uno de esos héroes legendarios de quien se cuentan magníficas proezas, como las del Cid, o de Roldan.

¡Ay! las caballerescas leyendas harían surgir acaso el hombre que García Moreno deseaba para Francia, después de los desastres de 1870: “¡Que desgracia, exclamaba él en la época de la Commune, que esta Francia, cuyo glorioso pasado tanto amo, sea gobernada por bandidos! Conducida por un hombre de energía, pronto volvería a tomar su puesto de hija primogénita de la Iglesia.”

Después de Dios, el pueblo. La justicia distributiva exigía reparto más equitativo de las dignidades y de los empleos. A riesgo de conquistarse implacables odios, García Moreno no consultó más que el mérito y la aptitud en la colación de los cargos públicos. Ni parcialidad, ni compromiso, ni cobardía; pretendientes, protectores, deudos o amigos eran inexorablemente rechazados.

“El mal de este siglo, decía, es no saber decir que no. Vosotros solicitáis este empleo como un favor, y yo os digo: el hombre para el empleo, y no el empleo para el hombre.”

La Revolución, cuya poca escrupulosa conciencia ha creado por necesidad una infinidad de sinecuras para dar de comer a sus séquitos a costa de los contribuyentes, se burlará de este varón justo, que creyó poder gobernar según los principios de la sana moral, sin comprar, ni corromper almas; pero las gentes honradas admirarán por el contrario, ese fenómeno muy raro hoy en los Estados republicanos y en esas repúblicas disfrazadas que se llaman monarquías parlamentarias.

Su amor a la justicia le hizo inexorable con cualquiera que se valía de su posición o de su autoridad para despojar a los desdichados. Tan notorio era su respeto al derecho, que los débiles oprimidos por los poderosos, preferían tomarlo por árbitro de sus diferencias, a recurrir a los tribunales. En sus excursiones por las provincias, en los caminos, en las posadas estaba siempre asaltado de pobres que pedían justicia. Los acogía con la mayor bondad; escuchaba sus quejas, como San Luis bajo la encina de Vincennes; y cuando había pronunciado su fallo, ambas parles se marchaban contentas.

Unos indios le contaron un día que un rico propietario no había encontrado nada más sencillo ni mejor para redondear y engrandecer su hacienda, que trazar la línea que le pareció conveniente, haciendo entrar en su coto parcelas de terreno que les pertenecían. Muy pobres para pleitear contra semejante adversario, esperaban en el camino al presidente para pedir justicia; el señor y el indio eran iguales ante el tribunal de García Moreno: condenó al rico propietario a restituir los terrenos usurpados, y además, como ocupaba altos puestos, le destituyó vergonzosamente de todos sus cargos.

En otra ocasión vio llegar a una pobre viuda a quien cierto particular había arrancado diez mil pesos; ella le contó su historia y se deshacía en lágrimas. Conmovido e indignado, García Moreno dijo a su tesorero: — “Dé usted a esta mujer diez mil duros.” — “¿Y quién los reembolsará?” — “Fulano, contestó, nombrando al ladrón. Ponga usted esa cantidad por su cuenta.” Mandó llamar al interesado, le reprendió su crimen, y le sacó los diez mil pesos.

Las gentes se dirigían a él para obtener reparación de una injusticia, con tanto más gusto y confianza, cuanto que con su rectitud natural, su agudeza, aumentada por la prudencia cristiana, y su hábito de sondar el corazón de los malvados, descubría la verdad con más rapidez y seguridad que el mejor juez de instrucción.

De esta perspicacia casi intuitiva, se citan rasgos maravillosos. En su genial inventiva, hallaba medios originales para obligar a los culpables a confesar su falta, aun cuando la legalidad se reconocía impotente. Una pobre viuda le expuso un día en una posada que un miserable estafador la había robado todo su peculio. Para educar a sus hijos, había tenido que vender una pequeña propiedad en mil pesos, que el comprador le había prometido pagar en un mes, pero exigiéndole desde luego el recibo. Pasado el mes; como no le entregase el dinero, lo había reclamado, y el comprador por toda respuesta le había presentado el papel debidamente legalizado, y mandado ponerla inmediatamente en la calle. Al escuchar esto relato, de cuya sinceridad no podía dudarse, García Moreno no pudo contener un movimiento de indignación; pero reponiéndose al punto, andaba revolviendo en su cabeza de qué medios podía valerse para obligar al redomado pillastre a vomitar el dinero robado. La justicia estaba evidentemente lastimada; pero la legalidad nada podía hacer para curar la llaga. Habiendo hecho comparecer ante sí al estafador, le preguntó si era cierto que había comprado la propiedad de una pobre viuda. Al oír su respuesta afirmativa, añadió en tono paternal: “Esta mujer tiene necesidad de dinero y se lamenta de que la hagáis esperar demasiado la suma que le debéis.” El atrevido ladrón, juró por todos los santos que había pagado la deuda y que tenia de ello recibo en toda regla. García Moreno esperaba esta protesta. — “Amigo mío, dijo él fingiéndose sorprendido, he hecho mal en sospechar de vuestra lealtad, y os debo una reparación. Hace mucho tiempo que ando buscando un hombre honrado de vuestra especie para un nuevo empleo que voy a crear: os nombro gobernador de las islas de los Galápagos; y como no conviene que un gran dignatario viaje sin escolta, dos agentes os acompañarán a vuestro domicilio, donde haréis inmediatamente vuestros preparativos de viaje.” Dicho esto le despidió, lanzándole una mirada terrible. Mas muerto que vivo, se retiró este, pensando en las islas de los Galápagos, en aquellas rocas perdidas en medio de los mares y en las cuales, más abandonado que Robinson, no hallaría otros vivientes que culebras y bestias feroces. En su desesperación, hizo llamar a la viuda, le entregó su dinero y le suplicó de rodillas que obtuviese la revocación de la fatal sentencia. La buena mujer refirió al Presidente cómo el bellaco había reconocido su delito y pagado su deuda, y pedía gracia de no ir a la isla de los Galápagos. — “Yo lo había nombrado gobernador, dijo García Moreno sonriendo; mas ya que tiene tan poco apego a las dignidades, anunciadle que admito su dimisión.”

8) Mapa Galápagos

Jamás García Moreno cometió a sabiendas una injusticia para con el prójimo. Los menores perjuicios, aun involuntariamente causados, turbaban su conciencia por extremo delicada. Durante la guerra de 1839, los soldados habían destruido una casa para buscar combustible. Acordándose más tarde de este hecho, creyó deber suyo indemnizar al propietario y encargó al Obispo que lo descubriese.

Los enemigos mismos del presidente han rendido homenaje a su justicia; pero le han reprochado el haber exagerado este sentimiento hasta mostrarse inexorable. El hecho es, sin embargo, que si de algo pecaba era por exceso de clemencia; muchas veces tuvo que arrepentirse de haber indultado a conspiradores incorregibles, que se aprovechaban de esta gracia para urdir nuevas tramas contra el gobierno.

Uno de los revolucionarios más francos, el coronel Vivero, para evitar las persecuciones de la policía, se vio reducido a ocultarse en los alrededores de la capital. Pero luego, cansado de aquella vida de ilota, resolvió alejarse, y pidió a un comerciante de Quito cierta cantidad de dinero que le había confiado. Después de haber despedido al mensajero con diferentes pretextos, acabó por prometer a Vivero, que personalmente había acudido de noche a pedirle explicaciones, que al día siguiente lo reembolsaría. Entre tanto, el bribón informó a García Moreno de que el coronel Vivero iba disfrazado a su casa hacia media noche para tramar una nueva insurrección; pero que habiendo logrado que fuese a casa del mismo comerciante, los esbirros podrían apoderarse allí fácilmente de él. Vivero atrapado en la trampa, compareció delante del Presidente, quien le pidió explicaciones de sus salidas nocturnas, amenazándole con un consejo de guerra. — “Haga usted de mi lo que quiera, contestó el coronel; pero que este malvado comerciante no se aproveche de su traición.” Y le explicó cómo aquel desventurado le habla delatado, para librarse de su deuda. Obligado a confirmar la declaración de Vivero, el comerciante fue arrestado como traidor y estafador. “En cuanto a vos, coronel, dijo García Moreno, sois libre; id, y no conspiréis más.”

Grandeza de alma es soltar a un mortal enemigo cuando se le tiene en las manos; pero esta generosidad, ejercida inoportunamente, degeneraría en debilidad culpable. Con un jefe que hubiese perdonado a los Maldonados, Campoverdes y asesinos del Talca, el Ecuador habría sido presa de los anarquistas. Por perdonar la vida de unos cuantos culpables, el Presidente hubiera tenido que verter raudales de sangre inocente.

Esta razón de alta justicia la hizo valer para un religioso que intercedía a favor de un joven atrapado con las armas en la mano en el último motín de Cuenca, y deportado por este crimen. Ni el arrepentimiento del desterrado, ni el inconsolable dolor de su madre pudieron ablandarle: — “Tenemos bastantes asesinos en el Ecuador, sin que vuelva este, dijo a su intercesor. Usted se lamenta de la suerte de los verdugos; yo tengo compasión de las víctimas.”

Terminemos este retrato moral, afirmando que en las almas superiores, la justicia no excluye jamás la bondad. La justicia, que consiste en el cumplimiento del deber respecto de todos, cuenta entre sus anejas, como dice Santo Tomás, la dulzura, la afabilidad, la piedad filial, que también son deberes.

Sin asombro sabremos, pues, que sobre la fortaleza de carácter y el apasionado amor a la justicia, rebosaba el corazón de García Moreno en la más exquisita bondad.

Su entrañable caridad para los huérfanos, los pobres, los enfermos y los presos, lo prueba superabundantemente. El pueblo no se equivocaba: cuando entraba en su casa para descansar un rato, se le veía siempre escoltado de pobres y ricos, de clérigos y seglares que le pedían audiencia. Escuchaba pacientemente a unos y a otros, ayudando a estos con sus consejos y a aquellos con su bolsa. Si todos los desdichados a quienes socorrió pudiesen hablar, más admiración causaría como bienhechor de sus súbditos, que como libertador de su país.

El espectáculo del dolor le enternecía sobre manera y hacia brotar en su corazón los más vivos sentimientos de compasión. Un día que iba a su casa con algunos amigos, tropezó en la calle con un niño que estaba llorando: “¿Qué tienes, le dijo, para llorar de ese modo?” — Mi madre acaba de morir, respondió el niño sollozando. Era la difunta, mujer de un oficial muy recomendable. Afectado el Presidente con aquella noticia, se esforzó para calmar al pobre niño con buenas palabras, y despidiéndose de sus acompañantes, se dirigió inmediatamente a casa del oficial para consolarle igualmente.

Con sus amigos se mostraba siempre sencillo, expansivo y hasta regocijado, sin perder nunca cierta dignidad. Su conversación fácil, interesante, siempre instructiva, era el encanto de toda su sociedad. Iniciado en las diferentes ramas de la ciencia, hablaba de medicina con médicos, de jurisprudencia con los abogados, de teología con los eclesiásticos, de agricultura con los aldeanos, y cada uno de sus interlocutores encontraba breve la tertulia.

Bajo este aspecto se notó que su alma se modificó sensiblemente en los veinticinco postreros años de su vida.

Durante su primera presidencia, la firmeza que imprime respeto, dominaba en sus actos y aun en su continente. Érale preciso para contener la feroz jauría desatada contra él. En el último período de su vida, por el contrario, el país estaba pacífico y tranquilo, y en el semblante del Presidente, completamente sereno, se manifestaba libremente la bondad de su corazón.

Los sabios europeos, prevenidos contra él por sus enemigos, después de algunas entrevistas particulares, se retiraban más asombrados de su perfecta amabilidad, que de la inmensidad de sus conocimientos.

Pero donde la ternura de su alma se derramaba toda entera, era en el interior de la familia. Deseaba vivir en medio de los que le amaban, y de los cuales el trabajo y los acontecimientos le obligaban a menudo a separarse. Su mujer, para la cual no tenía ningún secreto, participaba de sus alegrías y sus tristezas. Cuando Dios le arrebató a su hija, este hombre, en apariencia tan rudo y tan austero, inconsolable por largo tiempo no hacía más que llorar. — “¡Oh! ¡Qué débil soy! ¡Y tan fuerte como me creía!”

Su ternura se concentró en su hijo, de quien quería hacer otro hombre como el. Lo educó, sin embargo, sin debilidad, en el amor de Dios y en el deber. En 1864, presentó este niño al Director de los Hermanos con esta simple recomendación: “Aquí está mi hijo; tiene seis años; y lo que deseo es que hagáis de él un buen cristiano. La ciencia y la virtud harán de él un buen ciudadano. No tengáis consideración con él, os lo ruego; y si merece castigo, no miréis en él al hijo del Presidente de la República, sino un escolar cualquiera a quien es preciso enderezar.”

Hemos dicho que amaba apasionadamente a su madre. Dios se la conservó hasta la edad de noventa y cuatro años, y siempre le profesó la misma ternura y la misma veneración. Murió en 1873, el día de la Virgen del Carmen. A los sentimientos de pésame que se le manifestaron en aquella circunstancia, respondió como perfecto cristiano: — “Felicitadme más bien: mi madre ha vivido cerca de un siglo y era una santa; ha muerto el día del Carmen; ¡está en el Cielo!”

9) Madre

Su primo, Arzobispo de Toledo, sobrino de la difunta, le escribió con ocasión de la pérdida que acababa de tener. En su contestación, obra maestra del sentimiento cristiano, después de haber dado gracias al Prelado por haber ofrecido el Santo Sacrificio en reposo de aquella alma querida, añade: “Estoy seguro de que Dios habrá premiado sus cristianas virtudes. Entre ellas, resplandecía la fe más viva que he conocido, aquella fe capaz de mover los montes; y por eso, siendo natural y excesivamente tímida, se revestía de un valor heroico cuando era preciso arrostrar cualquier desgracia o peligro para cumplir su deber y no ofender a Dios, aun en cosas de escasa importancia. ¡Cuántas veces, en mi niñez, me inculcaba con tanto celo que una sola cosa debía temer en este mundo, el pecado; y que sería feliz si por no cometerlo lo sacrificaba todo, sin exceptuar los bienes, el honor y la vida! No acabaría esta carta, si quisiera referirte todo lo que fue mi santa madre y todo lo que le debo. El mayor favor que puedes hacerme, es rogar a Dios por ella; y encargar a mis queridos primos y primas, la recuerden también en sus oraciones.”

Nuestros lectores conocen ya las virtudes que componían, por decirlo así, la fisonomía moral de García Moreno. Fáltanos ahora revelarles el gran motor de estas virtudes, o, si se quiere, el primer principio de esta vida heroica.
Continuará