La destrucción del orden por excelencia
Entonces el Sacerdocio y el Imperio estaban ligados entre sí por una feliz concordia y por la permuta amistosa de buenos oficios
En efecto, el orden de cosas que viene siendo destruido es la
Cristiandad medieval. Ahora bien, esa Cristiandad no fue un orden
cualquiera, posible como serían posibles muchos otros órdenes. Fue la
realización, en las circunstancias inherentes a los tiempos y lugares,
del único orden verdadero entre los hombres, o sea, la civilización
cristiana. En la Encíclica “Inmortale Dei”, León XIII describió en estos términos la Cristiandad medieval:
“Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En esa época la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil. Entonces la religión instituida por Jesucristo, sólidamente establecida en el grado de dignidad que le es debido, era floreciente en todas partes gracias al favor de los príncipes y a la protección legítima de los magistrados. Entonces el Sacerdocio y el Imperio estaban ligados entre sí por una feliz concordia y por la permuta amistosa de buenos oficios. Organizada así, la sociedad civil dio frutos superiores a toda expectativa, cuya memoria subsiste y subsistirá, consignada como está en innumerables documentos que ningún artificio de los adversarios podrá corromper u obscurecer.” (Encíclica Inmortale Dei, 1.XI.1885 – Bonne Presse , París, vol. II, p. 39).
Organizada así, la sociedad civil dio frutos superiores a toda expectativa
Así, lo que ha sido destruido, desde el siglo XV hasta ahora, aquello
cuya destrucción ya está casi enteramente consumada en nuestros días,
es la disposición de los hombres y de las cosas según la doctrina de la
Iglesia, Maestra de la Revelación y de la Ley Natural. Esta disposición
es el orden por excelencia. Lo que se quiere implantar es, per
diametrum, lo contrario de esto. Por tanto, la Revolución por
excelencia.
Sin duda, la presente Revolución tuvo precursores, y también
prefiguras. Arrio, Mahoma, fueron, por ejemplo, prefiguras de Lutero.
Hubo también utopistas en diferentes épocas, que concibieron, en sueños,
días muy parecidos a los de la Revolución. Hubo por fin, en diversas
ocasiones, pueblos o grupos humanos que intentaron realizar un estado de
cosas análogo a las quimeras de la Revolución.
Pero todos estos sueños, todas estas prefiguras poco o nada son en
comparación con la Revolución en cuyo proceso vivimos. Esta, por su
radicalidad, por su universalidad, por su pujanza, fue tan hondo y está
llegando tan lejos que constituye algo sin par en la Historia, y hace
que muchos espíritus ponderados se pregunten si realmente no llegamos a
los tiempos del Anticristo. De hecho, parece que no estamos distantes, a
juzgaOr por las palabras del Santo Padre Juan XXIII, gloriosamente
reinante:
“Nos os decimos, además, que en esta hora terrible en que el espíritu del mal busca todos los medios para destruir el Reino de Dios, debéis poner en acción todas las energías para defenderlo, si queréis evitar a vuestra ciudad ruinas inmensamente mayores que las acumuladas por el terremoto de cincuenta años atrás. ¡Cuánto más difícil sería entonces el resurgimiento de las almas, una vez que hubiesen sido separadas de la Iglesia o sometidas como esclavas a las falsas ideologías de nuestro tiempo!” (Radiomensaje del 28.XII.1958, a la población de Messina, en el 50º aniversario del terremoto que destruyó esa ciudad – in “L’Osservatore Romano”, edición semanal en lengua francesa del 23.I.1959).
Plinio Corrêa de Oliveira, in Revolución y Contra‒Revolución, Parte I, Cap. VII (Bajar el libro gratuitamente)