La Primera y la Tercera Guerras Mundiales
La agitación frenética de la Bolsa
En la agitada vida de hoy al individuo de a pie no le importa mucho
lo que sucede en el ámbito internacional, lo ve como algo muy lejano y
lo archiva en su anecdotario. — Sí, que feo lo que sucede en la Franja
de Gaza, ¡pobres palestinos!; — sí, que malo eso del avión que se cayó.
Parecen ser noticias y hechos aislados. ¿Qué tiene que ver Ucrania con
Israel o Rusia con Palestina?
Algunos podrán pensar que la dependencia mutua entre Oriente y
Occidente hace que sea imposible que se desate una Tercera Guerra
Mundial en los próximos años. Si bien es difícil que ocurra, eso a mí no
me suena tan imposible. Si analizamos la situación geopolítica actual
del globo terráqueo y tomamos en cuenta que los humanos somos siempre
racionales, una guerra sería poco menos que imposible. Pero si tenemos
en cuenta entonces, que el ser humano no es siempre racional y puede ser afectado por las emociones, entonces vemos que un escenario bélico se convierte en algo al menos “no tan imposible”.
“La época de antes de la Primera Guerra Mundial fue la edad de oro de la seguridad”.
Antes de la Primera Guerra Mundial existían muchas tensiones entre
varios países europeos. Tuvo que ocurrir un caso aislado, como el
asesinato por un extremista serbio del Archiduque Franz Ferdinand, que
hizo que Austria le declarara la guerra a Serbia, y de esta manera todas
esas tensiones aparentemente controladas, salieron a flote y se
desencadenó la Gran Guerra que dejó millones de personas muertas.
Un Franz Ferdinand puede ser un avión derribado, puede ser cualquier
cosa, puede ser una chispa que desate el desastre. Es cierto que los
mandatarios actualmente no ven viable una guerra, pero un pequeño
incidente que termine por determinar una escalada, puede hacerlos
cambiar de opinión.
Pero existen problemas psicológicos que pueden ser decisivos.
Stefan Zweig describe en sus memorias de modo brillante la mentalidad
despreocupada que reinaba en la Europa en la pre-guerra de 1914. Esta
descripción, que tiene muchos rasgos análogos a los de hoy, puede
ayudarnos a reflexionar sobre nuestra situación actual.
“Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la
Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber
encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad.
“…Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida. Sólo con esta seguridad valía la pena vivir y círculos cada vez más amplios codiciaban su parte de este bien precioso.
“…el siglo de la seguridad se convirtió en la edad de oro de las
compañías de seguros. La gente aseguraba su casa contra los incendios y
los robos, los campos contra el granizo y las tempestades, el cuerpo
contra accidentes y enfermedades; suscribía rentas vitalicias para la
vejez y depositaba en la cuna de sus hijas una póliza para la futura
dote.
El Titanic: símbolo de la confianza soberbia del hombre en sí mismo y del fin de un mundo
“…En esta conmovedora confianza en poder tapiar la vida hasta la
última brecha, contra cualquier irrupción del destino, escondía, a pesar
de toda la solidez y la modestia de tal concepto de la vida, una gran y
peligrosa arrogancia. El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacía «el mejor de los mundos».
Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras,
hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era
menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar
definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era
cuestión de unas décadas, y esa fe en el «progreso» ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera religión;
la gente había llegado a creer más en dicho «progreso» que en la
Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado por los nuevos
milagros que diariamente ofrecían la ciencia y la técnica.
…“Se creía tan poco en recaídas en la barbarie ‒por ejemplo, guerras
entre los pueblos de Europa‒ como en brujas y fantasmas; nuestros padres
estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infaliblemente
aglutinadora de la tolerancia y la conciliación. Creían honradamente
que las fronteras de las divergencias entre naciones y confesiones se
fusionarían poco a poco en un humanismo común y que así la humanidad
lograría la paz y la seguridad, esos bienes supremos.
“…Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló,
sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de
naipes. Sin embargo, mis padres vivieron en él como en una casa de
piedra. Ninguna tempestad ni corriente de aire irrumpió jamás en su
plácida y holgada existencia…
“…Nunca he amado tanto a nuestro Viejo Mundo como en los últimos años
antes de la Primera Guerra Mundial, nunca he confiado tanto en la
unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella
época, en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del incendio mundial que se acercaba.
“Y lo peor fue que nos engañó precisamente la sensación que más
valorábamos todos: nuestro optimismo común, porque todo el mundo creía
que en el último momento el otro se asustaría y se echaría atrás; y,
así, los diplomáticos empezaron el juego del bluff recíproco.
Hasta cuatro y cinco veces en Agadir, en la guerra de los Balcanes, en
Albania, todo quedó en un juego; pero en cada nueva ocasión las alianzas
se volvían cada vez más estrechas y adquirían un carácter marcadamente
belicista. En Alemania se introdujo un impuesto de guerra en pleno
período de paz y en Francia se prolongó el servicio militar; a la larga,
el exceso de energía tenía que descargar y las señales de tormenta en
los Balcanes indicaban la dirección de los nubarrones que ya se
acercaban a Europa.
“Por desgracia, la actitud de la mayoría de intelectuales era de
pasividad e indiferencia, porque, gracias a nuestro optimismo, el
problema de la guerra, con todas sus consecuencias morales, aún no había
penetrado en nuestro horizonte interior: en ninguno de los escritos
importantes de los prohombres de la época se encuentra una sola
exposición de principios ni un solo aviso arrebatado.
“…Pero esa fe ingenua en la razón, de la que esperábamos que evitaría la locura en el último momento, fue a la vez nuestra única culpa”.
1.- El autor no considera que las guerras, según
afirma San Agustín, son el castigo para los pecados de las naciones. Por
lo demás, la Santísima Virgen en el Mensaje de Fátima (3ª Aparición) se
refiere explícitamente a esta causa: “La (Primera) Guerra se va a
acabar, pero si no dejan de ofender Dios, en el reinado de Pío XI
comenzará otra peor”.