UN SINODO FALIBLE PARA LEVANTAR UNA IGLESIA LLENA DE HEREJIA
«He
manifestado tu Nombre a los que me has dado sacándolos del mundo… Ahora
ya saben que todo lo que me has dado viene de Ti; porque Yo les he
comunicado lo que Tú me comunicaste; ellos han aceptado verdaderamente
que vengo de Ti, y han creído que Tú me has enviado… Yo les he dado tu
Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como Yo no
soy del mundo… Conságralos en la verdad: Tu Palabra es verdad. Como Tú
me has enviado al mundo, Yo también los he enviado al mundo...» (San Juan 17,6ss.14.17s; véase San Juan 10,36).
El
magisterio de la Iglesia fue instituido por Jesucristo, enviado por el
Padre como Maestro auténtico de la verdad, en los Apóstoles.
Jesús eligió a Doce para enseñarles su doctrina: «ahora saben que todo lo que me has dado viene de Ti».
Jesús comunicó a los Doce una doctrina divina, celestial, espiritual y sagrada.
Y
los Doce aceptaron esa doctrina: creyeron en las Palabras de Jesús.
Dieron asentimiento, obedecieron con su mente, hicieron un acto de fe a
la Palabra de Jesús: «han creído que Tú me has enviado».
Y los Doce fueron consagrados en la verdad:
se les dio la virtud del Espíritu Santo para ser enseñados
continuamente por el Espíritu de la Verdad, como lo fueron por el
Maestro, y así aprendieron toda la plenitud de la doctrina de
Jesucristo, para propagarla perpetuamente y con fidelidad hasta los
confines de la tierra.
Muchos
han combatido este Magisterio infalible de la Iglesia, que está por
encima de toda razón humana, de toda ciencia y progreso del hombre, que
va más allá de la conciencia del individuo, que proclama una autoridad
divina en la Jerarquía de la Iglesia Católica.
El
Magisterio infalible de la Iglesia es lo que la Iglesia enseña como
revelado por Dios. No es, por tanto, la opinión de una escuela
teológica, ni el magisterio privado de un teólogo o de un Obispo, ni los
magisterios falibles que se dan en las Encíclicas o en los decretos que
no están conexionados con las verdades reveladas, ya jurídicos, ya
litúrgicos, ya magistrales.
Hay
mucho magisterio del Romano Pontífice en el cual él habla con una
autoridad que no alcanza la infalibilidad, es decir, no está expresando,
no está enseñando algo revelado por Dios.
Hay
muchos decretos que son publicados en virtud de la autoridad
legítimamente comunicada por el Sumo Pontífice, es decir, tienen la
firma del Papa, pero la doctrina, en ellos, no es segura.
Por ejemplo, el “Directorio para la aplicación de los principio y normas sobre el Ecumenismo”,
publicado el 25 de marzo de 1993. Contiene este directorio
instrucciones que van en contra de la doctrina de la Iglesia. Cualquiera
que lo lea se da cuenta que la doctrina contenida en tal decreto no es
segura. Y, por lo tanto, no se puede aceptar con el asentimiento de la
mente. Se ha usado el nombre del Papa, su firma, para crear un
directorio de normas, de leyes, que van en contra de la misma verdad
revelada.
Desde
el Concilio Vaticano II se dan en la Iglesia esta clase de documentos,
que no pertenecen a los decretos que están conexionados con las
verdades reveladas y a los cuales se exige el asentimiento interno y
religioso de la mente, sino que exponen unas reglas y unas leyes
prácticas que anulan la doctrina de Cristo.
Y
esto la Jerarquía lo sabe. Y es tal la perversidad de mucha Jerarquía
que imponen estos decretos como verdaderos, como seguros, a sus fieles
en las parroquias. Así sucedió con todos los decretos litúrgicos que se
introdujeron en la Iglesia, después del Concilio, que tienen la firma
del Papa, pero que no son doctrina segura, sino que imponen leyes, como
la comunión en la mano, que van en contra del magisterio infalible de la
Iglesia.
A
estos decretos no se les puede obedecer porque no provienen de una
autoridad sagrada. Tienen la firma del Papa legítimo, que es siempre una
autoridad sagrada en la Iglesia, el cual tiene la función de velar por
la salud y la seguridad en la doctrina. Pero han sido dados en contra de
esa misma autoridad sagrada, por motivos que los hombres no pueden
explicar.
¿Cómo
un Papa legítimo permite en la Iglesia este tipo de documentos que
enseñan doctrinas que van en contra de lo que Jesús ha revelado?
Es
el Misterio del Mal: existe una jerarquía en la Iglesia Católica que
combate la autoridad sagrada del Papa y que impone su doctrina a toda la
Iglesia.
Muchos
católicos se equivocan al decir que los Papas fueron los culpables. Y
acaban llamando a esos Papas herejes. Y quedan ciegos para siempre
porque no son humildes, no piden luz al Espíritu para discernir este
problema en la Iglesia.
El
ecumenismo no está en la Revelación. Sin embargo, la Jerarquía ha
querido meter a toda la Iglesia en el objetivo de la búsqueda de la
unidad de los cristianos. Un objetivo que no pertenece a la fe, a los
artículos de la fe.
Y mucha Jerarquía ha publicado cantidad de documentos para fortalecer este objetivo.
Ellos
son maestros de la ley: promulgaron un nuevo Código de Derecho
Canónico, en la cual se introdujo una nueva situación disciplinar para
todos los fieles en materia ecuménica. Esa situación disciplinar no
existía en el antiguo Código, porque el ecumenismo no pertenece al
depósito de la fe. Es doctrina de demonios. Son fábulas de la mente del
hombre que se dan para engañar al mismo hombre.
Y
la Jerarquía ha trabajado durante 50 años en el Ecumenismo, llegando al
absurdo que vemos hoy día: ya nadie cree en la doctrina que salva.
Todos están buscando un lenguaje nuevo que haga cambiar el mismo
magisterio infalible de la Iglesia. Un nuevo lenguaje para una nueva
teología.
Lo
que vemos con estos documentos es claramente el Misterio del Mal dentro
de la Iglesia. Y los Papas legítimos han estado prisioneros, de una
forma o de otra, de la Jerarquía movida por este Misterio del Mal.
Hoy se niega el Magisterio infalible de la Iglesia por la misma Jerarquía.
Por
supuesto, esa Jerarquía ha dejado de ser católica y sólo hace la
función de destruir la Iglesia, usurpando la verdad para poder
introducir las innovaciones en la doctrina, para hacer una nueva
teología, para levantar una nueva iglesia con un nuevo magisterio, no
instituido por Cristo, sino por los hombres.
Esa Jerarquía, infiltrada en la Iglesia Católica, tiene un grupo numerable de aficionados a novedades, que desprecian toda teología escolástica para menospreciar el Magisterio infalible de la Iglesia.
Son
muchos los falsos católicos que ven el Magisterio infalible de la
Iglesia como impedimento al progreso, y como óbice de la ciencia humana.
Muchos lo consideran como un freno injusto a sus pensamientos, a sus
filosofías, a sus obras en la vida.
Y
esto es señal de la falta de fe: ya no se cree que Jesús ha dado un
Magisterio a sus Apóstoles que permanece siempre lo mismo, que nunca
cambia, que es inmutable, que no tiene ningún error.
Por
eso, ahora todos tienen a un hereje como su papa, como su maestro en el
ministerio sacerdotal, como el que enseña y une a la Iglesia en la
mentira de su palabra.
Y
ahora todos enseñan una doctrina que no es segura, que va en contra de
todas las verdades reveladas, y que son la base de la nueva teología
que se quiere imponer a todos en la Iglesia.
Las
encíclicas de Bergoglio no son cartas de un Papa a los fieles
exponiendo una doctrina segura, un magisterio ordinario, infalible. Son
escritos de un hereje que llevan a las almas a la apostasía de la fe y a
la clara herejía. Son los escritos de un cismático que gobierna la
Iglesia con un gobierno de hombres, de muchas cabezas, propio de un
líder político
Ya
los Jerarcas de la Iglesia no creen en el Magisterio de la Iglesia que
enseña a excomulgar a un hereje. Ya no creen en el Evangelio que
proclama que todo aquel que enseñe un evangelio distinto al de
Jesucristo, sea tomado por anatema, sea apartado de la vida de la
Iglesia.
Han dejado de creer, los hombres han perdido la fe en la Palabra de Dios.
El
Magisterio de la Iglesia es infalible cuando se centra en los artículos
de la fe, que son las verdades formalmente reveladas, y en aquellas
verdades que están necesariamente conexionadas con los artículos de la
fe.
Es decir, «per se pertenecen a la fe aquellas verdades, que nos ordenan directamente a la vida eterna» (Sto. Tomás).
«Esto es lo que has de predicar y enseñar» (1 Tim 4, 11): todo aquello que conduce al alma hacia su salvación y su santificación.
No
se puede enseñar ni el ecumenismo, ni la ecología, ni tantas doctrinas
que no llevan al alma hacia su salvación. Y los fieles están obligados,
en la Iglesia, a combatir esas doctrinas si quieren salvarse.
Los
Obispos han recibido de los Apóstoles esta doctrina de la fe que deben
custodiar en santidad y ser expuesta con fidelidad por la Iglesia.
«¡Oh,
Timoteo!, guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades
impías y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan,
extraviándose de la fe» (1 Tim 6, 20).
Es
claro que en las actuales circunstancias de la Iglesia, la mayoría de
los Obispos no guarda el depósito de la fe porque se han extraviado con
la falsa sabiduría humana de la ciencia y de la técnica, llenándose de
errores, de mentiras, de dudas, que infestan a toda la Iglesia.
Los
Apóstoles eran infalibles: hablaban en nombre de Dios, eran ayudados y
fortalecidos por la asistencia divina, y su predicación estaba
confirmada por milagros y profecías.
Y eran infalibles porque aceptaron «verdaderamente que vengo de Ti, y han creído que Tú me has enviado». Aceptaron y creyeron: pusieron su cabeza en el suelo y obedecieron la Palabra de Dios que Jesús les enseñaba.
Los Apóstoles, en lo concerniente a la fe y a las costumbres, eran cada uno de ellos personalmente infalibles.
«Yo estoy contigo y nadie se atreverá a hacerte mal, porque Yo tengo en esta ciudad un pueblo numeroso» (Act 18, 10).
Yo estoy contigo: significa la asistencia eficaz de Dios para realizar la misión que Dios le confió a San Pablo.
Muchos
Obispos, hoy día, ya no son infalibles como lo fueron los Apóstoles. Y
la razón sólo es una: ya no aceptan ni creen en Jesús. No aceptan ni
creen en la doctrina de Jesús.
Creer en Jesús es creer en su doctrina.
Muchos
han disociado a Jesús de su doctrina. Se quedan con un Jesús acomodado a
sus intereses y pensamientos humanos. Pero no quieren saber nada de la
doctrina de Jesús.
Jesús
es la Palabra de Dios: es el Pensamiento vivo del Padre. Jesús es una
doctrina viva. Una doctrina que no es de este mundo, que no puede caber
en la mente de ningún hombre. Es la Mente de Dios lo que enseñó Jesús a
Sus Apóstoles. Una mente infalible, incapaz de errar. Una mente
inmutable, incapaz de ser alcanzada por ninguna novedad humana. La Mente
de Dios no puede variar según los tiempos ni las culturas de los
hombres. Es siempre la misma. Son los hombres los que no creen en la
mente de Dios y acaban colocando su mente humana por encima de Dios.
Ser infalible no significa ser impecable. Se puede pecar y ser infalible al mismo tiempo.
La infalibilidad es la vigilancia de Dios, que dirige por sí mismo al hombre, para que éste predique sin error la Palabra de Dios. Dios preserva del error la inteligencia del hombre.
El que Dios preserve del error
no significa hacer que la mente del hombre sea siempre infalible. La
mente del hombre sigue estando sujeta a muchos errores, nieblas, dudas,
oscuridades. Pero, cuando el hombre humilde trabaja para Dios, su mente
queda preservada del error para que se obre lo que Dios quiere entre los hombres.
Dios
es el que custodia su misma Palabra. Y lo hace asistiendo al hombre,
desde fuera, para que propague esa misma Palabra sin error. El hombre
puede perder esta asistencia del Espíritu sólo por el pecado de herejía y
de apostasía de la fe.
Predicar de forma infalible lo tuvieron los Apóstoles y sus Sucesores, los Obispos.
Los Obispos son infalibles cuando, obedeciendo al Romano Pontífice, imponen a sus fieles la misma doctrina que Jesús enseñó a Sus Apóstoles.
Imponen la misma doctrina:
hoy, nadie en la Iglesia quiere escuchar la verdad; nadie quiere
obedecer la verdad; nadie quiere cumplir con las leyes divina y de la
gracia.
La
gente ya no quiere la doctrina de siempre, sino que va en busca de las
fábulas. Y estas son las que quieren imponer a los demás. Las fábulas
del ecumenismo, las fábulas de la ecología, las fábulas de tener unos
ritos litúrgicos en donde se pueda pecar libremente.
Los Obispos, para ser infalibles, tienen que imponer
la doctrina de Jesús. Como los Obispos hablan a los hombres las
palabras que éstos quieren escuchar, entonces pierden la infalibilidad,
la asistencia de Dios en sus ministerios.
Si
los Obispos dan a sus fieles otra doctrina distinta a la de Cristo
pierden la infalibilidad, es decir, predican y enseñan con error y con
la herejía. Y esto conduce a la apostasía de la fe y a la herejía.
Es
lo que comenzó después del Concilio Vaticano II: todo el mundo metió en
la Iglesia doctrinas extrañas, un magisterio contrario al magisterio de
la Iglesia. Y ese falso magisterio ha alcanzado la cabeza de la
Iglesia.
El Magisterio de la Iglesia es auténtico e infalible, es vivo y tradicional, es inmutable.
«La
doctrina de la Fe ha sido entregada a la Esposa de Jesucristo, para
custodiarla fielmente y para que la enseñe infaliblemente» (D 1800).
No se puede enseñar infaliblemente
(sin error) la verdad si no se cree en la verdad revelada. Es el acto
de fe el que produce la infalibilidad, es decir, el que trae consigo la
asistencia de Dios para que el hombre, cuando hable, cuando piense, no
se equivoque.
Todo el problema de la crisis actual de la Iglesia es el objeto de la fe.
Los
Apóstoles creyeron en la doctrina de Jesús. Y creyeron en la doctrina
que el Espíritu de la Verdad les enseñó. Éste es el objeto de la fe. Es
la doctrina que viene de la fe, que surge en la fe. No es la doctrina
que viene de la mente de un hombre, de la palabra y del lenguaje de los
hombres. Se cree en la Palabra de Dios. Se conoce la Palabra de Dios. Se
interpreta correctamente esa Palabra de Dios. Y se enseña con la
autoridad divina la Palabra de Dios.
Esto
es lo que hicieron los Apóstoles: porque creyeron en la Palabra de Dios
fueron infalibles. En la fe no hay error. En el ateísmo, en la falta de
fe, en la infidelidad al don de la fe están todos los errores.
Porque
creyeron en la Palabra siempre enseñaron lo mismo al rebaño. Nunca
introdujeron extrañas doctrinas, leyes en contra del magisterio que
Jesús y el Espíritu les enseñaron.
Ellos,
con la infalibilidad, pudieron levantar la Iglesia que Cristo quería.
La infalibilidad es para construir la Iglesia en la Verdad: que la
inteligencia de los hombres tenga la luz de la verdad, que ellos sepan
dónde está la verdad, dónde encontrarla, cómo obrarla en sus vidas.
Esta infalibilidad en la inteligencia es distinta a la impecabilidad en la voluntad.
La mente no tiene el error en ella misma: eso es ser infalible;
Y la voluntad no puede elegir el pecado: eso es ser impecable.
Ser
infalibles en la inteligencia no supone ser impecables en la voluntad. Y
eso es sólo debido al pecado original, en el cual el hombre quedó
dividido en su misma naturaleza humana.
El hombre entiende, con su mente, el bien; pero obra, con su voluntad, el mal.
Jesús
construye Su Iglesia en la infalibilidad de la inteligencia humana:
preserva del error la mente del hombre para que pueda obrar, sin error,
con su voluntad humana. Pero, por el pecado original, la voluntad se
desvía de lo que la mente ha conocido y el hombre acaba obrando el mal
con su voluntad.
Para combatir esta voluntad desviada por la concupiscencia del pecado, son necesarios los Sacramentos de la Iglesia.
Jesús da a Su Iglesia, no sólo la infalibilidad, sino la gracia, la vida divina.
Es
la gracia lo que sostiene la voluntad del hombre para que pueda obrar
el bien que la mente entiende. Es la gracia lo que impide pecar. Pero es
necesario que el alma sea fiel a la gracia que ha recibido.
La
inteligencia del hombre ya conoce la verdad sin ningún error. Pero
necesita la vida divina para obrar la verdad conocida. Necesita que el
hombre permanezca en la gracia, persevere en la gracia, viva en la
gracia.
Muchos
conocen la verdad, pero no la obran. Todos los herejes conocen la
verdad, pero se dedican a obrar la mentira. No obra en la gracia, sino
que obran en el pecado.
No
es el conocimiento de la verdad el camino para obrar el bien. Es la
gracia, la vida de Dios, no sólo el camino sino la fuerza para realizar
la Voluntad de Dios.
Y la gracia da al hombre una vida moral, una norma de moralidad, una voluntad arraigada en la ley de Dios.
La infalibilidad da al hombre una inteligencia sin error.
Muchas
almas caen en el pecado porque en sus mentes hay muchos errores: no se
asientan en la verdad, en la doctrina de la fe, que es infalible, y
necesariamente deben caer, deben obrar con sus voluntades el error, el
mal. No pueden ser sostenidos por la gracia: caen en el pecado, se
apartan de la vida moral.
Los
errores en la mente llevan a los pecados más comunes entre los hombres:
gula, lujuria, desobediencias, iras, críticas, mentiras, etc…
Pero
las herejías en la mente conducen a la perversidad de la mente y a la
perfección en la obra del pecado. La herejía lleva a obrar sin norma de
moralidad. Hace que el hombre tenga una voluntad para obrar siempre el
mal.
La
Iglesia, cuando custodia la verdad y mantiene los Sacramentos en la
fidelidad a la verdad, en la norma de moralidad, entonces puede crecer
en la vida espiritual y alcanzar la perfección que ya posee en sí misma.
Pero
si los hombres de la Iglesia, si los Obispos y los fieles, se alejan de
la verdad y hacen que los Sacramentos se desvirtúen al introducir leyes
o reglas que conducen al pecado, entonces vemos lo que sucede
actualmente en la Iglesia: la Iglesia es destruida por los mismos que
deberían custodiar lo que Jesús dio a Sus Apóstoles.
La Iglesia está podrida y corrompida porque en sus miembros está el pecado de herejía, que conlleva ser falibles en la predicación y en la enseñanza; y está la anulación de la vida divina al echar en saco roto la gracia (al no cumplir la vida moral) que dan los sacramentos.
Sin
la verdad revelada y sin la gracia divina en el alma se construye una
nueva iglesia con una nueva doctrina, que da culto a un falso cristo.
Ya
no sólo observamos una Iglesia que peca; sino que vemos una Iglesia que
no quiere la verdad, que no cree en la verdad, que no puede escuchar la
verdad, y que sólo quiere vivir para lo humano, para las grandezas de
la tierra, buscando una felicidad que no existe en la tierra.
Una iglesia que prefiere unos sacramentos en donde se enseñe a la gente a pecar.
Una iglesia que se ha embarcado en un Sínodo maldito, en el que se busca legislar el pecado.
Una Iglesia falible que se prepara para un Sínodo falible,
en donde se da una enseñanza llena de errores y de herejías, un Sínodo
construido en la herejía. Y no va haber un Papa que contenga la herejía,
como lo hizo Pablo VI en el Concilio Vaticano II.
La
Jerarquía de la Iglesia ha tenido tiempo de liquidar a Bergoglio, de
anatematizarlo. Pero han callado. Y quien calla, otorga la herejía del
que habla. Está de acuerdo con la doctrina del rufián que gobierna la
Iglesia.
Y
es el Sínodo el inicio del desmantelamiento del magisterio infalible de
la Iglesia. Es, por lo tanto, el inicio del levantamiento de una nueva
iglesia en una nueva doctrina.
Ya
esa iglesia fue levantada en una cabeza de usurpación, que puso el
gobierno horizontal, el cual anula de raíz toda la Iglesia. Pero los
hombres no saben ver que el fundamento de la Iglesia, que es la
verticalidad de Pedro, ha sido acabado, ha sido destruido. Y donde no
está Pedro, no está la Iglesia.
Y están todos pendientes de lo que no tienen que estar: de un Sínodo maldito.
Y
siguen pendientes de las palabras de un hereje, que cuando habla sólo
quiere dar publicidad a su mentira. Y este es el error de muchos
católicos: no han sabido combatir al hereje y sólo le dan publicidad.
El
verdadero católico cuando lucha contra un hereje, lo deja un lado, una
vez que lo ha combatido, y sigue su vida ignorando al hereje,
despreciándole. Porque la vida eclesial es estar en comunión espiritual
con el Papa verdadero, Benedicto XVI. Lo demás, que pase en la Iglesia,
ya no interesa al verdadero católico.
Una
vez que se conocen las verdaderas intenciones del hereje, entonces el
alma tiene que prepararse para lo peor, sin estar pendiente de lo que
dice o no dice ese hereje.
Muchos católicos no comprenden esto. Y continúan pendientes de nada en la Iglesia.
Es
el momento de formar la Iglesia remanente, la Iglesia que calla y
espera a que venga Su Señor para que repare todo el mal que existe en la
Iglesia.
Ya
no es tiempo de atacar al hereje: ya nadie busca la verdad en la
Iglesia. Nadie se va a convertir por más razones que se les den. Hay
que sacudirse el polvo de las sandalias y seguir predicando la verdad a
aquellas almas que quieren escuchar la verdad. A los demás, hay que
dejarlos que hagan su obra: «Lo que has de hacer, hazlo pronto» (Jn 13, 27).
Lo
que la Jerarquía, reunida con un maldito, obedeciendo la mente del
usurpador, tenga que hacer, que lo haga pronto después del Sínodo.
La
Jerarquía lleva años buscando la evolución del dogma, que supone
inventarse una nueva teología. Que construya esta nueva teología pronto.
Esto ya no importa a los verdaderos católicos. No hay quien pare este
Misterio del Mal.
Al
Cuerpo Místico de Cristo le espera la Cruz del Calvario: tiene que
sufrir y morir como Su Cabeza. Sólo de esa manera, la Iglesia de Cristo
resucita gloriosa. Sólo así comienza el nuevo milenio, en donde se
alcanzará la gloria que Adán perdió para todo el linaje humano.
«Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que Tú me diste; porque son tuyos» (Jn 17, 9).
La
Iglesia no es de todos, sino de los que son del Padre. Y sólo el Padre
conoce a sus hijos. Y sólo el rebaño de Cristo conoce a Cristo.
Tienen
que conocer quién son de Cristo y del Padre. Aquellos que no aceptan ni
creen en la Palabra de la Verdad, son del demonio y hay que tratarlos
como merecen.
No
recen por el Sínodo, no recen por Bergoglio, no recen por la Jerarquía
que ha claudicado en la doctrina de Cristo y que sólo le interesa en la
Iglesia su gran negocio: dinero, sexo y poder.